«¿Por qué debe ser feliz?», se había preguntado Shimon Baruch hasta el día en que había llorado en brazos de Ester. Esa simple pregunta le había conferido la energía y la tenacidad necesarias para mantener vivo su deseo de vengarse de Mercurio. Pero, por encima de todo, afirmaba, de manera implícita, que él, en cambio, era infeliz. Sumamente infeliz.
El día en que había llorado en brazos de Ester la segunda parte del postulado había perdido toda consistencia. Las lágrimas habían deshecho un nudo, habían diluido el dolor, disuelto la dureza. Y cuando las lágrimas se habían secado en sus mejillas Shimon se había repetido por costumbre: «¿Por qué debe ser feliz?», solo que en esa ocasión pensaba o, mejor dicho, sentía que él también lo era. Quizá como nunca.
«Feliz…», pensó.
Mercurio, había reflexionado Shimon en los días sucesivos, lo había hecho caer en la más oscura desesperación. Lo había arrojado a una pesadilla, lo había hecho experimentar un miedo vertiginoso e inaudito. Y en esa dramática caída Shimon había perdido todo, no solo el dinero. Había corrido incluso el riesgo de perder la vida debido al navajazo que había recibido en el cuello. En cualquier caso, había perdido la voz. Pero, sobre todo, se había perdido a sí mismo.
Pero luego, había concluido Shimon a orillas del mar, mientras contemplaba la espuma que formaban las olas bajo un cielo plomizo, la caída le había mostrado que no era tan débil como creía. Al contrario, era un hombre fuerte. Se había levantado de nuevo. La caída había obligado a cambiar de piel al viejo Shimon y había descubierto su verdadera naturaleza. Shimon ya no se sentía capaz de volver a su antigua vida. Quizá no fuese mejor a ojo de la ley de Dios y de su gente, pero a Shimon ya no le interesaba ser mejor. Esas categorías morales ya no le concernían. Shimon había comprendido que era fuerte. Si bien el dolor aún podía destrozarlo, el miedo no, ya no. Su vida de conejo había concluido el día en que había sentido la hoja del puñal en la garganta.
De una forma u otra, Mercurio lo había matado. Porque, sin lugar a dudas, Shimon-Baruch-el-cobarde había muerto.
Pero ¿quién era en realidad Mercurio para él? ¿Un verdugo o más bien un benefactor con la brutalidad de un verdugo?
Shimon se puso de pie. Se sacudió la arena y se volvió hacia Rímini, hacia la casa de Ester, el lugar donde lograba sentirse feliz. Llegó a la calle, se sentó en un mojón, se quitó los zapatos y tiró la arena clara y finísima que se le había metido en ellos. La miró caer al suelo como una clepsidra que no medía el tiempo. Respiró hondo. Se llevó una mano al cuello. Pasó la yema del dedo índice por la espantosa cicatriz de la quemadura con la que había cauterizado la herida. Palpó el lirio del ducado incandescente que había apretado contra la carne. Recordó que en esos días no percibía el dolor. Recordó que no podía formular otro pensamiento que no fuese la venganza. Pero también recordó la exaltante sensación que le había trasmitido su fuerza, su ferocidad. La total ausencia de miedo. Ya entonces debería haberse dado cuenta de la suerte que había tenido.
«Pero eras joven», pensó mientras sus labios se alargaban en una especie de sonrisa. «Solo disponías de unos cuantos días». Emitió un sonido, un sollozo. Y, pese a que era desagradable y desentonado, Shimon lo escuchó con estupor y alegría.
Había aprendido a llorar.
Y estaba aprendiendo a reír.
Lo intentó de nuevo. Como si fuera un niño que tratase de silbar. Después de asegurarse de que nadie podía verlo u oírlo, mientras caminaba hacia la casa de Ester, siguió probando a reírse emitiendo ese sonido desagradable con su boca muda, contrayendo el diafragma y encogiéndose de hombros.
Cuando llegó a la puerta de la casa de Ester pensó que tal vez podría hablarle de Mercurio, que le gustaría compartir con ella sus reflexiones. Por ese motivo permaneció un momento con el puño alzado, perdido en sus pensamientos, antes de llamar. Le respondió una voz masculina, procedente del interior de la casa. Se alertó. Bajó la mano y dio un paso hacia atrás. Aguzó los oídos. No le gustaba el tono de la voz. O, se dijo, quizá lo que no le gustaba oír era una voz masculina en casa de Ester.
Miró alrededor. No había nadie a la vista. Rodeó la casa sigilosamente, espiando por las ventanas. Por la ventana de la habitación de la chimenea, donde a menudo se sentaban a leer juntos y donde en una ocasión habían hecho el amor, vio a un hombre grueso con los hombros redondos y fuertes, el pelo corto y unas arrugas en la piel rosada del cuello que le recordaron las de un cerdo. Tenía las manos bastas, fuertes, con unos dedos tan gordos que casi no podía doblarlos, y las agitaba mientras hablaba. Mientras gritaba, mejor dicho.
Ester parecía aún más pequeña de lo que era. Tenía el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, como si pretendiese escapar, y los brazos pegados al pecho. Pero no cruzados en actitud desafiante, sino apretados, para defenderse. Estaba asustada, desesperada. Shimon lo leyó en su mirada.
—Solo eres una puta judía y te puedo aplastar como a un escarabajo, recuérdalo —decía el hombre, que estaba de espaldas. Su voz era propia de una persona estúpida y malvada, y pronunciaba mal las palabras—. Si no me devuelves el dinero me quedaré con tu casa. —Agitó en el aire un trozo de papel—. Está escrito aquí, todo es legal.
—Señor Carnacina… —dijo Ester con voz trémula—, la casa…, la casa es todo lo que tengo…, lo único que me queda…
—¿Y a mí qué coño me importa? —Carnacina se inclinó hacia ella.
Ester guiñó los ojos, como si esperase recibir un golpe en la cara.
Shimon escuchaba la conversación desde la ventana y sentía las emociones que la misma le suscitaba. Una parte de él temblaba de rabia, pero en lo más profundo de su ser estaba tranquilo. No sentía nada.
—Señor Carnacina… —prosiguió Ester—, mi casa… vale mucho más de lo que le debo… no me lo puede negar… y, además, no sabría adónde ir…, qué hacer…
Carnacina se echó a reír y se dio una palmada en un muslo.
—¿Y a mí qué coño me importa? —repitió riéndose aún más fuerte—. ¿Quién firmó este contrato? Lee aquí. Es tu nombre, estúpida puta judía. Si no me devuelves el dinero que te presté de acuerdo con la ley me quedaré con tu casa.
—Pensaba que podría devolvérselo trabajando, pero… —La angustia crispaba la voz de Ester.
Carnacina se rio aún más fuerte y se dio dos palmadas en el muslo.
—Me gustan los buenos negocios. —Se encogió de hombros—. Pídeselo al mudo. Dicen que viene a verte con frecuencia. Yo no daría un céntimo a una flacucha como tú, pero si a él le gustas… —Se rio a mandíbula batiente. Luego, de improviso, se puso serio y la apuntó con el dedo índice—. Mañana. O la casa es mía. —Acto seguido se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
Shimon le vio la cara. Era ancha, aplastada, con unos labios exageradamente carnosos y rojos, unos dientes minúsculos, la nariz respingona, y las mejillas lozanas, cubiertas por una tupida red de capilares reventados.
Shimon se escondió detrás de una esquina y aguardó a que saliera. Se llevó una mano al corazón. Los latidos eran regulares, no se habían acelerado. Vio que Carnacina salía dando zancadas y que Ester cerraba la puerta con la cabeza gacha.
Shimon salió de su escondite y siguió a Carnacina sin saber por qué o, mejor dicho, sin preguntárselo. Lo siguió hasta que lo vio entrar en un edificio de tres pisos. Un viejo criado le abrió la puerta y Carnacina le dio un empujón para que se apartase y lo dejase entrar. Shimon intentó comprender adónde se dirigía, dio la vuelta al edificio asomándose a las ventanas. Al final, en el lado este, que casi daba a la playa, hacia el mar, vio que Carnacina salía al jardín y que, con una inaudita despreocupación, se ponía a cuidar una rosaleda. Podaba, limpiaba los capullos de parásitos y abonaba la tierra con una sonrisa casi infantil pintada en su rostro poco agraciado.
Shimon se encaminó a casa de Ester preguntándose a cuánto podía ascender la deuda que esta tenía con Carnacina. No obstante, pensó que la pregunta estaba de más. En esos días había comprobado que casi no le quedaba dinero y que, sobre todo, no sabía cómo ganar más.
Cuando llamó a la puerta, Ester le abrió sonriente, pero Shimon notó que tenía los ojos enrojecidos. Pasó con ella la velada y antes de despedirse, sin que se diera cuenta, cogió el grueso cuchillo que la mujer usaba para cortar la cabeza a las anguilas. La besó con ternura en los labios y echó a andar hacia la Hostaria de’ Todeschi. Apenas oyó que Ester cerraba la puerta, Shimon entró en un callejón, invirtió la dirección y fue a casa de Carnacina.
Cuando llegó al edificio observó que en una ventana del primer piso aún había encendida una trémula luz. Carnacina estaba haciendo sus cálculos. A saber por qué los prestamistas cristianos no tenían la misma reputación de los judíos, se preguntó Shimon. Acto seguido saltó el muro del jardín. Se agachó en un rincón para comprobar si se acercaba alguien. Pero nadie apareció por allí. El silencio era absoluto. Se aproximó a la rosaleda y la cortó por la base. Con una crueldad fría. Luego, sin preocuparse de las espinas, cogió unas cuantas rosas, las tiró al suelo, las rompió, y se encaminó hacia la casa con el ramo de flores, que colgaban, rotas.
Forzó la cerradura de la puertecita que daba al jardín y entró sigilosamente. La casa estaba a oscuras. Los criados debían de haberse acostado ya. Vio la escalera que llevaba a los pisos de arriba. La subió en silencio. Llegó al rellano del primer piso, aguzó el oído y, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, vio temblar la luz de la vela bajo la puerta que había a su derecha. Se acercó con paso firme a ella.
No obstante, en ese momento se oyó un ruido en la planta baja. El murmullo de unas zapatillas que se arrastraban cansinamente por el suelo. A la trémula luz de una vela Shimon vio caminar al viejo criado. El hombre se dio cuenta de que la puerta del jardín estaba abierta. Se aproximó a ella y acercó la vela a la cerradura.
Shimon apretó la navaja que empuñaba.
El criado alzó la mirada hacia el rellano. Después la desvió hacia la puerta, y luego de nuevo hacia el rellano. Al final cerró la puerta y subió con dificultad la escalera, resoplando.
Shimon se agazapó en la sombra y contuvo la respiración.
El criado llegó a la puerta a cuyo lado estaba Shimon con el cuchillo vibrando en el aire. Llamó quedamente y la abrió.
—¿Qué quieres? —gruñó Carnacina en el interior de la habitación.
—¿Se encuentra bien, amo? —preguntó el criado.
—De maravilla, pájaro de mal agüero. Vete —dijo Carnacina con su desagradable voz.
El criado se inclinó a modo de disculpa e hizo ademán de cerrar la puerta, pero al agacharse vio un capullo de rosa en el suelo. Lo cogió. Lo giró en la mano y miró hacia el interior de la habitación.
—¡Cierra! —gritó Carnacina.
Acostumbrado a que su amo lo tratase como a un perro, el criado cerró la puerta, pero, a la luz de la vela, entrevió una hoja de rosa en el suelo. La cogió y, al hacerlo, vio otro pétalo. Al dar otro paso hacia delante iluminó un par de zapatos. Alzó la vela de golpe en el preciso instante en que Shimon bajaba la mano con la que empuñaba el cuchillo.
Shimon lo golpeó en la sien con violencia y determinación, pero no con la hoja. Sin saber por qué, había girado la mano en el último momento y lo había herido con el mango del cuchillo.
El criado se desplomó inconsciente.
Shimon saltó hacia delante, aferró el picaporte de la puerta de la habitación de Carnacina y la abrió. Entró y la cerró a toda prisa.
Carnacina estaba de espaldas a él, sentado al escritorio. Dio una palmada a la superficie de cuero de este y preguntó con su disgustosa voz:
—¿Qué más quieres, idiota?
Shimon se aproximó y se detuvo detrás de él. Le veía la nuca de cerdo, con las arrugas rosadas.
Carnacina se volvió irritado.
Shimon le tendió el ramo de rosas rotas.
Carnacina abrió desmesuradamente los ojos.
—Mis…
A continuación se dio cuenta de que el hombre que tenía delante de él empuñaba un cuchillo y abrió la boca para pedir auxilio.
Shimon lo golpeó de izquierda a derecha, rápido, apuntando a la garganta.
El grito se ahogó en la sangre. Carnacina se llevó las manos al cuello cortado, estupefacto.
Shimon tiró las rosas al suelo y se rio, con su risa desagradable, palmeándose un muslo, en tanto que Carnacina moría y se desplomaba al suelo.
Shimon rebuscó entre los papeles que había esparcidos por el escritorio. El contrato de Ester estaba bien a la vista, listo para el día siguiente. Shimon lo arrugó. Luego abrió los cajones del escritorio, pero no encontró nada interesante. Registró a Carnacina y le cogió un saquito con siete monedas de oro del Estado Pontificio y una llave larga. Miró alrededor. Vio la caja fuerte y probó la llave. La caja fuerte se abrió. Dentro de ella había un pequeño cofre lleno de más monedas de oro y de joyas. Shimon cogió las monedas, una pequeña fortuna, y dejó las joyas.
Cuando acabó de vaciar la caja fuerte miró de nuevo el cadáver de Carnacina y se rio otra vez golpeándose el muslo. Después acercó el contrato de Ester a la llama de la lámpara y lo prendió. Repitió la operación con los libros contables de Carnacina y con las gruesas cortinas. Acto seguido salió de la habitación. Miró el lugar donde se había desmayado el criado. Ya no estaba allí. Shimon bajó corriendo la escalera, salió de la casa, cruzó de nuevo por el jardín y saltó el muro.
Mientras se alejaba oyó que unas voces gritaban:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Esa noche no volvió a la Hostaria de’ Todeschi. En lugar de eso llamó a la puerta de Ester y en cuanto esta le abrió, sorprendida y quizás un poco asustada, la besó apasionadamente. Al hacer el amor con ella esa noche sintió que el hielo abandonaba su cuerpo y su alma.
No logró conciliar el sueño durante buena parte de la noche. Escuchó a su lado la respiración agitada de Ester, que, con toda probabilidad, estaba soñando que perdía su casa. Poco antes del amanecer, enfrentándose a la parte de su naturaleza que se había despertado, que se había deshecho de Carnacina como si fuese un rosal, se dijo que era probable que esa naturaleza, gélida e implacable, le exigiese concluir su venganza. Poco importaba que, mientras tanto, Mercurio se hubiese convertido en un benefactor. No tenía la menor importancia, porque esa naturaleza se alimentaba de muerte. De manera que, mientras se dormía, pensó, sintiendo que el rencor le envenenaba de nuevo el alma: «¿Por qué debe ser feliz?».
Cuando se levantó de la cama vio que Ester le estaba lavando la bata. La sangre había teñido de rojo el agua de la palangana.
En el pueblo se decía que Carnacina había muerto en un incendio.
Pero el criado estaba vivo y era muy posible que pudiese reconocerlo, pensó Shimon.
Shimon comprendió por qué no lo había matado: ya no podía quedarse mucho más tiempo en la ciudad.