48

—¡Te prohíbo que veas a ese joven! —dijo Isacco delante del desayuno que su hija le había preparado—. ¡Menudo espectáculo diste anoche! ¡La comunidad no habla de otra cosa!

—Me importa un comino lo que digan —contestó Giuditta, impulsiva. Sintió la tentación de contarle a su padre lo que la gente decía de él, pero se contuvo.

—Es tu gente —prosiguió Isacco—. Sea como sea, no quiero que veas a ese joven…

—Se llama Mercurio —dijo Giuditta, orgullosa.

—¡No! ¡Se llama Ladrón de nombre y Estafador de apellido! —exclamó Isacco—. No te saqué de nuestra asquerosa isla para que acabes igual que… que… —Se interrumpió enrojeciendo.

—¿Que quién? —preguntó Giuditta.

Isacco se agitó, como si estuviese a punto de estallar.

—Que tu madre, maldita sea. —Calló un instante, con la cabeza inclinada sobre el cuenco caliente del caldo, resoplando como un toro—. Tu madre no tenía elección. Se había apartado de la comunidad y solo le podía tocar uno… bueno, uno como yo, ya sabes quién soy.

—Padre… —dijo Giuditta acercándose a él conmovida.

Isacco la detuvo con un ademán seco.

—No lo verás ni lo frecuentarás, que quede claro —dijo con voz firme—. Quítatelo de la cabeza.

Giuditta se sentó. Permaneció inmóvil, con la cabeza gacha y las manos en el regazo.

—Echo de menos a la abuela… —dijo quedamente.

Isacco la miró con asombro, disgustado.

—¿Qué tiene que ver ella ahora? —preguntó.

—Podría preguntarle por qué me asusta tanto lo que siento… —susurró Giuditta. Alzó la mirada hacia su padre, pero la bajó de inmediato—. Podría hablar con ella y ella me abrazaría y me haría sentir protegida.

Isacco se sintió perdido. Miró alrededor, como si estuviera buscando a alguien en quien delegar aquel asunto. Resopló, pero sin rabia ya. Casi asustado. Se abanicó la cara, que tenía encendida. Luego, poco a poco, se levantó de su asiento y se acercó a Giuditta por la espalda, tenso, torpe. Se quedó parado durante unos instantes con los ojos muy abiertos.

—Pero no puedes hablar conmigo —dijo alzando demasiado la voz—. En especial si se trata de Mercurio.

Giuditta esbozó una leve sonrisa.

—¿Ni siquiera puedo preguntarte qué es el amor? —Hizo amago de darse media vuelta.

Isacco se lo impidió.

—¡No! ¡Por supuesto que no! —exclamó.

—¿No puedo saber lo que sentiste la primera vez que viste a mi madre?

Isacco retrocedió de golpe.

—¡Me estás enredando! —exclamó—. ¡Caramba, me estás enredando! —Se alejó y se puso a andar de un lado a otro de la habitación. Después se volvió de nuevo hacia Giuditta, enfurruñado—. Ese joven no te conviene. Punto final.

—¿Por qué?

—¿Me preguntas por qué no te conviene un ladrón y un timador? —dijo Isacco abriendo los brazos—. La respuesta es elemental. ¡Pues porque es un ladrón y un timador!

Giuditta lo escrutó en silencio, luego asintió levemente e inclinó la cabeza.

—Tienes razón —afirmó.

—Claro que tengo razón —corroboró Isacco, en actitud defensiva, observando a su hija. Sentía que algo no encajaba en esa rendición.

—Si tenemos hijos ¿qué género de padre puede ser un ladrón y un estafador? —dijo Giuditta con docilidad, como si razonase en voz alta—. No, tienes razón. No quiero que sea el padre de mis hijos. Un ladrón y un estafador no puede ser un buen padre.

—Pero… ¿estás diciendo que yo…? Dado que yo también soy un… —Isacco dio un pisotón—. ¡Mujeres! ¡Os ha creado el demonio en persona! Me has entendido, así que basta ya de parloteo. Yo soy yo, y él es él. No somos iguales.

Giuditta sonrió. Su padre cambiaría de opinión. La noche anterior se había acostado con la certeza de que no podía sucederle nada malo en la vida. No después de lo que había ocurrido con Mercurio. Hacía mucho tiempo el destino los había unido haciéndoles una promesa. Pero esa noche la promesa la habían hecho ellos, en primera persona. Y la vida, se había dicho Giuditta, no podía organizar ciertos encuentros e impedir después que se realizasen. Era inconcebible que existiesen historias tan estúpidas y crueles en las que no triunfaba ese tipo de amor. La vida había entrelazado sus destinos en uno solo. Sus existencias separadas en una sola. Todo lo que podía acontecer a partir de ese momento solo podía ser para bien.

Se volvió hacia los nuevos gorros que estaba cosiendo.

—Tengo que decirte otra cosa… —empezó a decir.

Al oír que tañía la Marangona, señal de que el gueto iba a ser abierto, Isacco agitó una mano en el aire.

—Si no tiene que ver con ese liante te doy mi bendición —dijo atajándola.

—Se trata de…

—Ahora no tengo tiempo —dijo Isacco echándose el abrigo a los hombros—. La enfermedad se está propagando y no sé cómo detenerla. —Abrió la puerta de casa. Al ver que había herido a Giuditta retrocedió. La besó en la frente—. Hablaremos de eso en otra ocasión… —Le cogió las manos sin concluir la frase—. Pero ¿qué te ha pasado en los dedos?

Giuditta retiró las manos. Tenía los dedos rojos y estropeados por las agujas.

—Estoy cosiendo…

—Ah, comprendo… —Sus ojos se posaron en el montón de gorros amarillos que estaban en un taburete, cerca de la mesa. Los señaló distraído—. ¿Esos? Pero ¿cuántos tienes?

—De eso quería hablarte…

—Ahora no, querida. —La besó de nuevo en la frente y salió de casa.

Giuditta suspiró y tomó asiento con la mirada perdida en el vacío. Tocó instintivamente la mariposa que le había regalado Mercurio y que tenía en la mesa de trabajo. Sonrió ensimismada. Todo se arreglaría. Todo saldría bien. Por lo visto todas las mujeres de la comunidad querían uno de sus gorros. Ottavia le había dicho que había vendido bajo cuerda varios gorros a tres cristianas ricas, aristocristianas, como las llamaba ella. Era una aventura excitante. Y remunerativa.

Se inclinó y cogió un gorro a medio hacer. La aguja y el hilo estaban prendidos en la vuelta. Sacó la aguja y empezó a coser. Hizo una mueca. Los dedos le dolían mucho. Si Mercurio los hubiese visto le habrían parecido feos, pensó. «No», se dijo. «No, te los cubriría de besos». Sonrió. La idea le hizo incluso reír y en el silencio que reinaba en la casa su risa retumbó alegre, como el agua de un torrente veraniego que fluye entre las piernas.

—Viéndote así uno podría pensar que estás medio loca —dijo una voz en el umbral—. En cambio, debes de ser simplemente feliz.

Giuditta se volvió.

—¡Ottavia! —exclamó.

—¿No tienes por costumbre cerrar la puerta? —le preguntó Ottavia, la mujer del prestador socio de Anselmo del Banco, entrando.

Giuditta le sonrió y cogió de nuevo la aguja.

—Déjalo ya. —Ottavia la obligó a pararse—. Mira qué dedos. —Cabeceó—. Estamos haciendo buenos negocios, pero no puedes seguir así. Además, los pedidos van en aumento…

Giuditta soltó la aguja. Tenía cara de cansancio, las facciones tensas. Acarició las alas de la mariposa de filigrana de plata.

—Si te pones enferma, adiós negocio —prosiguió Ottavia, risueña. Con todo, algo en su mirada revelaba que no estaba bromeando—. Además, tu padre no podrá curarte, nunca está en casa.

Giuditta alzó la mirada hacia su amiga.

—Mi padre se está ocupando de asuntos muy serios. No tiene tiempo para estas tonterías.

Ottavia se encaminó hacia la ventana. Miró por ella el campo. Tomó aliento, como si estuviese intentando atinar con las palabras.

—La comunidad no está muy segura de que sean asuntos… serios.

Giuditta se tensó.

—Mi padre está cumpliendo con su deber de médico —dijo a la defensiva.

—La comunidad opina que sus pacientes son… más bien indecorosas.

—La comunidad, la comunidad… —gruñó Giuditta—. ¿Sabes qué pienso a veces? Que los cristianos nos han enjaulado de noche, sí, pero que la comunidad, en cambio, nos encierra…

—No sigas, Giuditta —la interrumpió Ottavia—. Acabas pensando cosas peligrosas y persiguiendo las palabras que se te han escapado de la boca. Zanjemos el asunto, ¿te parece?

Giuditta cogió, irritada, la aguja y se puso a coser.

Ottavia se aproximó a ella, le cogió una mano y la obligó a pararse con ternura.

—De nada sirve que cosas con los dedos en ese estado. Acabarás tiñendo de rojo la tela. —Le sonrió—. Tiene que ser amarilla, ¿recuerdas? No roja.

Giuditta la miró aún enfurruñada.

—Estás fea con el ceño fruncido —dijo Ottavia—. ¿Nunca te lo han dicho?

Giuditta apartó las manos. Miró a Ottavia distendiendo poco a poco la frente. Habría sido fácil pensar en ella como en una madre. Puede que incluso Ottavia pensase que podía desempeñar ese papel. Su marido y ella no tenían hijos. Pero Giuditta no sentía la necesidad de tener una madre, pese a que jamás había tenido una.

—¿Quieres ser mi amiga? —le preguntó de buenas a primeras.

Ottavia ladeó la cabeza, sorprendida.

—Pero yo soy ya tu amiga —contestó.

—¿De verdad?

—Sí. De verdad. Por supuesto.

Giuditta le apretó la mano.

—Yo estoy orgullosa de mi padre. Está haciendo algo muy importante —dijo mirándola fijamente a los ojos.

Ottavia la miró a su vez. Luego, lentamente, asintió con la cabeza.

—No soy una mujer valiente. Soy astuta, inteligente, buena para los negocios… pero no siempre logro pensar con mi cabeza sobre esas cosas.

—No quiero que la comunidad nos separe —dijo Giuditta.

—Sí, tienes razón —le contestó Ottavia.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Giuditta sonriendo.

—¿A qué te refieres?

—Tú eres astuta, inteligente y buena para los negocios, ¿no? ¿Cómo resolvemos el problema de los gorros? —dijo Giuditta riéndose.

Ottavia la abrazó.

—Ya lo he pensado.

—Dime.

—Nos ayudarán las mujeres. Las pondremos a trabajar y les pagaremos un tanto por gorro —explicó Ottavia.

—Pero ¿qué dirán sus maridos? —preguntó Giuditta—. ¿Qué dirá la comunidad?

—Ya pensaremos en eso, no me atosigues —contestó Ottavia abriendo mucho los ojos—. Mejor dicho, lo pensarás tú. Yo soy astuta, inteligente y buena para los negocios. Tu eres valiente y rebelde.

Giuditta se rio.

—Entonces haremos gorros de todos los colores, no solo los amarillos para los judíos.

Ottavia se llevó una mano a la boca.

—¿Has perdido el juicio? No podemos vender a los cristianos. Las tres mujeres a las que vendí los gorros no cuentan, lo hice porque me lo habían pedido, pero abrir una tienda es algo muy serio.

Giuditta esbozó una sonrisa.

—Ya he pensado en eso. Los cristianos solo nos permiten ejercer tres oficios. ¿Cuáles son?

Ottavia sacudió la cabeza.

—Lo sabes de sobra…

—¿Cuáles son? —insistió Giuditta.

—Prestamistas… —empezó a enumerar Ottavia, titubeante.

—¿Qué más?

—Médicos…

—¿Y…?

—Traperos.

Giuditta sonrió ufana.

—¡Traperos, exacto! ¿Y qué hacen los traperos?

—Venden cosas usadas, pero no entiendo…

—¿Puedo vender esto a una cristiana? —preguntó Giuditta agitando en el aire un gorro que acababa de hacer.

—¡No! ¡Claro que no!

—¿Por qué?

—Bueno, pues porque es un gorro nuevo y…

—Espera —dijo Giuditta. Cogió la aguja, la clavó en una yema y apretó esta con dos dedos hasta que salió una gruesa gota de sangre—. Mira, Ottavia —dijo apoyando la yema con la gota de sangre en el interior del gorro. La tela se manchó de rojo.

—¿Qué haces? —preguntó Ottavia.

—¿Sigue siendo nuevo o está usado? —dijo Giuditta.

Ottavia se quedó boquiabierta.

—¡Eres un auténtico demonio, Giuditta di Negroponte! —exclamó soltando una carcajada.

—¡Y quiero hacer vestidos, Ottavia! Vestidos a juego con los gorros —prosiguió Giuditta con ojos apasionados—. Hace mucho tiempo que lo pienso. Si nos obligan a llevar gorros amarillos combinaremos la ropa con los gorros en lugar de hacer lo contrario, como las personas libres.

Ottavia la miraba admirada a la vez que asentía con la cabeza.

—Podemos ganar más dinero que nuestros hombres, ¿lo sabes?

—No soy buena para los números.

—Ese podría ser un problema mayor que el hecho de trabajar como los hombres —dijo Ottavia meditabunda.

—Mi padre se pondrá de mi parte —aseguró Giuditta.

Ottavia la miró.

—Bueno, ya pensaremos en eso. —Sonrió, pese a que le asustaba lo que acababa de intuir—. Pensaremos…

—Tenemos que encontrar un nombre para la empresa —dijo Giuditta excitada.

—¿Qué nombre? ¿Giuditta, la trapera? ¿O Giuditta y Ottavia, las traperas del Ghetto Nuovo? —preguntó Ottavia.

Giuditta cogió la mariposa de plata de Mercurio y se la enseñó a Ottavia.

—¿Mariposa? —dijo Ottavia—. Es horrible.

Giuditta se rio divertida.

—En el pasado mi isla estaba gobernada por los venecianos, ahora por los turcos, pero la población es griega. Son un pueblo antiguo y noble. ¿Sabes que en su mitología la mariposa representa el alma? ¿Y sabes cómo se dice alma en griego?

—No.

—Sí que lo sabes. Todos lo saben —dijo Giuditta riéndose.

—No, de verdad…

—Psique.

—¿Psique?

—Psique. Nuestra empresa se llamará Psique.

—¿Psique?

—Deja ya de repetirlo, Ottavia.

La mujer asintió con la cabeza y miró con mayor interés la mariposa de filigrana. La señaló.

—¿Quién te la ha regalado?

—Una persona —contestó Giuditta ruborizándose.

Ottavia sonrió.

—Dado que te has puesto como un tomate excluyo que sea una mujer o un vejestorio.

Giuditta se encogió de hombros.

—¿No será el muchacho… del portón?

Giuditta no contestó.

—No es judío —dijo Ottavia—. La comunidad también habla de eso.

Giuditta bajó la mirada.

Ottavia suspiró.

—Bien. No, mal. Fatal. —Volvió a señalar la mariposa—. ¿Esa cosa representa tu alma o la suya?

Giuditta acarició las alas de la mariposa.

—La nuestra… —susurró.

—¿Nuestra? —Ottavia alzó la mirada cabeceando—. Esto va de mal en peor. Nos estamos metiendo oficialmente en un sinfín de líos. —Suspiró de nuevo—. Bueno, manos a la obra. Cada cosa a su tiempo. Ahora tengo que encontrar a las costureras. Tú, mientras tanto, piensa en los modelos para los vestidos. —Se dirigió hacia la puerta de la casa—. Mejor dicho, ven conmigo. Si nos quieren lapidar, que lo hagan cuando estemos juntas.

Giuditta se rio, se puso de pie, se metió la mariposa en el bolsillo, se echó a los hombros una gruesa capa de lana cocida, y salió de casa.

—Tengo que comprar las telas —dijo bajando por las escaleras.

—Deberías comprarte una cabeza nueva, muchacha —dijo Ottavia—. Y una también para mí. No somos normales, debes saberlo. Estamos cometiendo una auténtica locura.

—Sí —corroboró Giuditta riéndose.

—Sí, diantres —exclamó Ottavia saliendo a los pórticos. Al ver a su marido le dijo—: Señor moneda, dame un tron de oro, que debo cometer una locura.

Su marido la miró frunciendo el ceño. Después sonrió, metió una mano en el saquito que llevaba en el cinturón y le dio la lira tron.

—¿Crees que es una broma, verdad, marido mío? —preguntó Ottavia, y se volvió hacia Giuditta—. El señor moneda cree que es una broma. —Miró de nuevo a su marido—. Recuérdalo bien. Te advertí que estaba a punto de cometer una locura y me animaste a hacerlo —dijo clavándole un dedo en el pecho.

El marido sonrió, pese a que por su mirada pasó una sombra de suspicacia, dado que no acababa de entender lo que estaba sucediendo.

Ottavia cogió a Giuditta del brazo y la empujó hacia el puente de Ghetto Nuovo.

Al pasar por delante del portón Giuditta frenó el paso. Acto seguido alargó una mano y tocó suavemente la madera a través de la cual había acariciado a Mercurio. Entornó los ojos. Pensó que las cosas podían cambiar realmente de un día para otro. El símbolo de la prisión se había transformado en un instante en un símbolo de amor.

Ottavia la zarandeó.

—Te están mirando.

—Me da igual. —Giuditta se rio.

Cruzaron el puente y caminaron por el muelle de los Ormesini mirando las tiendas de encaje y telas.

—¿Es ese tu cristiano? —preguntó Ottavia señalando a un hombre de unos treinta años, alto y con una mandíbula fuerte y cuadrada.

Giuditta miró al hombre.

—¡No! —dijo—. ¡Mercurio es más joven y mucho más guapo!

Ottavia emitió un sonido similar a un lamento.

—Mercurio… vaya nombres tienen los cristianos. Para los romanos el dios Mercurio era el protector de los ladrones. Espero que tu Mercurio no sea ladrón.

—No… claro que no… —Giuditta sonrió apurada.

En ese momento vio salir de una calle lateral a un niño delgado con un gorro espantoso calado hasta los ojos y un suéter de lana de cuello alto subido hasta la nariz. El niño se dirigía hacia ella como un rayo.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos.

El niño se abalanzó sobre ella, le agarró un mechón de pelo, casi por la raíz, y se lo arrancó con enorme violencia.

Giuditta sintió un dolor desgarrador, un ardor intenso. Gritó. Vio que el niño apretaba en un puño el mechón de pelo.

—¡Judía de mierda! —gritó y, dando un salto, le cogió el gorro.

Mientras escapaba a la misma velocidad a la que había aparecido, Giuditta, aturdida por el dolor y la sorpresa, tuvo la impresión de que lo conocía, quizá porque tenía la piel muy amarilla.

—¡Párate, delincuente! —gritó un comerciante. Trató de cogerlo, pero el niño lo esquivó con la agilidad de un gato. El comerciante se aproximó a Giuditta—. ¿Cómo está?

Giuditta se llevó una mano a la cabeza, donde le dolía más. Notó que le salía un poco de sangre.

Ottavia la abrazó.

—¿Está herida? —preguntó el comerciante.

Giuditta tenía los ojos desmesuradamente abiertos.

—No puedo estar aquí sin gorro —dijo. Se llevó la otra mano a la cabeza y bajó la mirada. Se sentía desnuda. Se precipitó hacia el puente del Ghetto Nuovo y lo cruzó a toda prisa.

Ottavia la siguió. Al llegar al campo le dio alcance y la obligó a pararse. La abrazó.

—Giuditta di Negroponte —dijo una voz a sus espaldas.

Giuditta y Ottavia se volvieron. Ante ellas estaba Ariel Bar Zadok, el comerciante de telas del gueto.

—¿Qué quiere? —le preguntó apresuradamente Ottavia.

—Giuditta di Negroponte —repitió Arien Bar Zadok con una especie de tono oficial y obsequioso. Dio un paso hacia delante—. Permítame… quería hablarle de negocios y…

—No es el momento —lo interrumpió Ottavia con acritud—. ¿No ha visto lo que ha pasado?

—No, yo… —contestó el comerciante avergonzado.

—Hable, Ariel —dijo Giuditta con un hilo de voz, pensando que quizás el comerciante podría distraerla de sus temores.

—Giuditta di Negroponte… me gustaría suministrarle mis telas y todas las que necesite sin necesidad de que me las pague —dijo Ariel Bar Zadok hablando cada vez más deprisa a medida que iba exponiendo su idea. Agitó la mano en el aire con delicadeza, como si fuera un pañuelo de seda—. Nos pondremos de acuerdo y usted me dará un porcentaje de sus creaciones. Además, me gustaría también poder vender en exclusiva sus maravillosos modelos.

Giuditta miró a Ottavia. Su amiga parecía tan estupefacta como ella.

—Sobre la exclusiva ya veremos —se apresuró a contestar Ottavia dando un codazo a Giuditta—, háganos una propuesta como se debe y la sopesaremos.

Mientras tanto, una pobre mujer judía se había acercado a Ariel Bar Zadok por detrás de él. Bajó poco a poco la cabeza y juntó sus manos agrietadas en ademán de saludo.

—Señora, si necesita una buena modista yo estaré encantada de servirle —dijo.

—Puede que os sirvan dos modistas —dijo otra mujer de cara lozana aproximándose también a ellos—. Coso muy bien y mi marido es un magnífico cortador de telas, tiene unas tijeras, además de otros instrumentos.

Giuditta miró a Ottavia atónita. Luego se volvió hacia el portón del Ghetto y pensó en Mercurio. Se repitió que no podía sucederle nada malo. Había sido el gesto de un niño, sin más, se dijo. No tenía ninguna relevancia. Además, el dolor de cabeza se le estaba pasando. La vida era maravillosa. Se volvió hacia el hombre y le sonrió confiada.

Entretanto, el niño que la había agredido corría por la interminable serie de pequeños puentes que había en los muelles. Enfiló una calle. Nada más doblar la esquina se paró. En una mano llevaba el mechón de pelo de Giuditta y en la otra su gorro amarillo. Se aproximó a una góndola. Tendió el mechón y el gorro a una mujer elegantemente vestida que ocultaba su rostro con un velo.

—Eres el mejor, Zolfo —dijo la mujer.

—Gracias, Benedetta.