47

Aún faltaba mucho para el amanecer cuando Mercurio se levantó de la cama. Apenas había dormido. Se había pasado la noche pensando en Giuditta. Se sentía cansado, excitado y asustado. Con todo, estaba seguro de que todo iba a salir a pedir de boca en el Arsenal. No podía ocurrirle nada. La vida le sonreía.

Giuditta y él habían hablado, se había repetido sin cesar desde la noche anterior. Se habían dicho más de lo que nunca se habría podido imaginar. Habían sido pocas palabras, pero tan importantes e intensas que contenían todos sus sentimientos. Si hubiese contado que Giuditta y él se habían «tocado» a través de un portón habrían pensado que estaba loco. Pero para Mercurio —consciente de que Giuditta había compartido la sensación— era como si se hubieran tocado de verdad. Mano contra mano.

Estaba seguro de que ella —Mercurio vaciló al formular el pensamiento, dado lo exaltante e inmenso que era—, Giuditta, sentía lo mismo que él sentía por ella. Estaban unidos. Se habían convertido en una sola cosa.

Por eso estaba seguro de que ese día no podía sucederle nada en el Arsenal.

Porque, sencillamente, no estaba escrito en su destino.

Porque su destino era coronar su amor con Giuditta.

Se lavó la cara en la palangana de agua. Cogió la ropa del arsenalotto y empezó a ponérsela, con una lentitud ritual, como si los movimientos estudiados lo ayudasen a entrar en el papel. Cuando se puso la casaca se apretó instintivamente el pecho con el brazo izquierdo para ocultar el desgarro que había en la tela, y bajó la mirada para ver el efecto. No se veía nada. Dio un par de pasos, tratando de andar con el brazo pegado al cuerpo. Era bastante innatural. De manera que dio otros dos moviéndolo apenas y observó si el desgarrón se notaba mucho. Comprobó que tampoco se veía así. Algo no encajaba. Levantó el brazo.

Vio que el desgarrón había desaparecido.

Anna lo había cosido.

Mercurio se echó a reír.

Después empezó a maquillarse. Cogió un mechón tupido de pelo que había cortado el día anterior a la cola de un caballo. Separó un poco y lo puso aparte. El resto lo dejó sobre la cama. Se mojó la yema de los dedos en un cuenco lleno de resina que había recogido tras hacer un profundo corte en el tronco de un abeto. Valiéndose de los dedos se untó el pelo a la altura de las orejas, en la parte posterior, justo por encima de la línea del gorro del arsenalotto. Luego, un mechón tras otro, fue pegando el pelo del caballo al suyo. En poco tiempo su cabellera era larga y espesa. Se la ató con una cinta roja, muy llamativa. Cualquiera que lo mirara se fijaría de entrada en ese detalle pasando por alto su fisonomía. A continuación se puso un poco de resina debajo de la nariz y pegó otro mechón de pelo, que antes había cortado a la medida justa. Tenía bigote. Como toque final añadió pelos a las cejas de manera que estas fueran más espesas y estuvieran casi juntas. Sabía que bastaban esos cuatro detalles para convertirlo en otra persona y que el arsenalotto al que había robado la ropa le costaría reconocerlo, entre otras cosas porque él no tenía ganas de llamar la atención.

Satisfecho, bajó la escalera en silencio, para no despertar a Anna, y se dirigió de puntillas a la puerta de entrada.

—Ven a comer —dijo la voz de la mujer desde la cocina.

Mercurio se detuvo con una mano apoyada en la puerta.

—Hace frío y el día es largo. —Anna habló de nuevo.

Mercurio levantó la mano del picaporte y entró en la cocina. Le daba vergüenza que ella lo viera vestido y maquillado como un arsenalotto.

Anna se echó a reír.

—Eres realmente bueno —se limitó a decir.

El desayuno estaba en la mesa. Mercurio se sentó a ella y se puso a comer.

—¿Qué haces ya levantada?

Anna lo miró risueña.

—Tú no eres la única razón, vanidoso, más que vanidoso —le contestó—. He encontrado trabajo.

—¿Qué trabajo? —preguntó asombrado Mercurio con la boca llena.

Anna se puso un largo abrigo de fustán forrado con piel de ardilla.

—Hay que preparar un recibimiento en casa de un noble que ha perdido su fortuna. Contrata criados por un par de meses. Hacemos de todo, pero, sobre todo, hay que limpiar el palacio. Es una auténtica pocilga.

—¿Qué necesidad tienes de trabajar? —preguntó Mercurio—. Tenemos dinero de sobra.

—Ese dinero es tuyo. Guárdalo. Tienes un sueño ambicioso. Yo puedo mantenerme sola… —Anna lo miró con afecto—. Y te lo debo a ti. Me has devuelto las ganas de hacerlo.

—No estoy de acuer…

Anna lo interrumpió con un gesto.

—Lo necesito para mí.

—Sí, pero…

—Escucha, cabezota —dijo Anna. Se acercó a él y le cogió la cara con sus manos agrietadas—. Imagina lo importante que sería para mí darte aunque solo fuese medio sueldo para tu proyecto. —Lo miró a los ojos con su sonrisa transparente—. ¿Lo entiendes?

Mercurio asintió con la cabeza.

—Sí —contestó.

Anna le dio un beso en la frente.

—Y, ahora, con tu permiso, me voy, el camino hasta Venecia es largo.

—¿Venecia? —Mercurio sonrió—. Entonces, de largo nada. —Le cogió una mano—. Ven —le dijo arrastrándola hacia la puerta.

—Espera —dijo Anna tendiéndole una cesta de mimbre.

Mercurio la miró sin comprender.

—¿No sabes que todos los trabajadores del Arsenal se llevan la comida? —preguntó Anna.

Mercurio abrió la cesta. En su interior había un pan envuelto en un paño de lino, dos gruesos trozos de tocino frío y dos cebollas.

Una vez en la puerta, Anna le echó sobre los hombros un abrigo negro, amplio y largo.

—Estate quieto. No es necesario que todos te vean vestido de arsenalotto —le dijo con aspereza mientras se lo ataba por delante—. ¿Es esa la tontería que llevas en mente? —inquirió.

Mercurio asintió con la cabeza y miró al suelo.

Anna le cogió la cabeza entre las manos y la atrajo hacia sí.

—El arcángel Miguel está contigo. No puede sucederte nada —dijo—. En cualquier caso, debes estar atento. No cometas imprudencias.

Después se dirigieron a paso rápido hacia el muelle del pescado. Mercurio le señaló a Battista, que lo estaba esperando a bordo de la Zitella con Tonio y Berto, quienes se habían sentado ya en la bancada con los remos en la mano.

—Buenos días, Anna —contestó inquieto el pescador, que, al ver a Mercurio maquillado, se quedó boquiabierto.

—De manera que es usted el compadre de Mercurio —dijo Anna.

—¿Compadre…? —preguntó Battista con voz temblorosa.

—¡Vamos, estoy bromeando! —dijo Anna riéndose. Después señaló con la cabeza a Tonio y a Berto, que miraban fijamente a Mercurio atónitos y divertidos—. Buenos días, chicos. ¿Cómo está vuestra madre? ¿Se le ha pasado la tos tan terrible que tenía?

—Sí —masculló con la cabeza inclinada Tonio, que también se sentía apurado.

Anna iba a decir algo, pero Mercurio la obligó a subir a la barca.

—Ahora verás lo poco que cuesta llegar a Venecia —le dijo. Después se volvió hacia Tonio y Berto—. Hagamos silbar al viento en el pelo de mi madre.

Anna sintió que el corazón le daba un vuelco, y notó un nudo en la garganta.

Los remos empezaron a gemir bajo el empuje poderoso de los brazos de los dos hermanos.

Anna pensaba que hacía mucho tiempo que no se sentía tan alegre. Recordó que después de la muerte de su marido había pensado que no volvería a sucederle. Observó a Mercurio y, cuando sus miradas se cruzaron, le dijo: —Gracias.

—¿Eh? —dijo él.

Anna se encogió de hombros.

—Nada —dijo. Pensó que era un muchacho realmente especial, capaz de una generosidad ilimitada, pese a que nadie se lo había enseñado. Lo miró con afecto un instante y luego se distrajo con la sensación que le producía el viento en el pelo.

Al cabo de un poco enfilaron el rio de la Maddalena y, poco antes de llegar al campo, atracaron en el muelle de las Colonete.

Mercurio bajó y ayudó a Anna.

La mujer señaló una entrada oscura, descuidada.

—Trabajo ahí —dijo.

—¿Estás segura de que tiene dinero para pagarte? —preguntó Mercurio.

—Sí. Los aristócratas venidos a menos son extraños —explicó Anna—. Yo también pensé lo mismo, pero después la cocinera, que trabaja para ellos desde hace varios años, me dijo que cuando organiza un recibimiento su patrón paga siempre. ¿Sabes por qué? Pues porque no quiere que se rumoree que no tiene dinero. Yo no entiendo nada, pero la cocinera me ha contado que cuando el amo quiere intentar hacer negocios debe demostrar que tiene el bolsillo lleno. Así que, ¿sabes qué hace? A mí me parece una locura. Abrillanta el palacio, lo limpia y… después compra, endeudándose hasta las orejas, plata, cuadros, tapices, libreas para los criados y todo lo que necesita para parecer rico, cosa que, en realidad, no es. Da la fiesta, organiza un banquete fantástico, intenta cerrar algún trato… y, al final, vende todo lo que ha comprado tratando de saldar las deudas. ¿No te parece un despropósito?

Mercurio miraba el palacio sin hablar, con ojos distraídos.

—¿Me has oído? —preguntó Anna.

—¿Eh? —dijo Mercurio.

—¿En qué estás pensando?

Mercurio esbozó una sonrisa vacua.

—En nada, solo era una idea…

—¿Qué idea?

Mercurio se encogió de hombros.

—No es nada.

—Ahora me voy a trabajar —dijo Anna. Su mirada se cruzó con la de Battista—. Usted tiene hijos —afirmó con aire serio—, así que le pido que tenga cuidado.

Battista enrojeció.

—En ocasiones me pareces un hombre —dijo Anna a Mercurio.

—¡Soy un hombre!

—Sí, claro. —Anna sonrió y mientras se encaminaba hacia el palacio del noble, murmuró—: No crezcas demasiado deprisa, hijo mío.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Tonio cuando se quedaron solos—. ¿Vamos?

Todos miraban a Mercurio con aire grave.

—Vamos —dijo este solemnemente.

Nadie habló en todo el trayecto. La tensión era palpable. No había margen para bromas.

Atracaron en Riva degli Schiavoni, pero adentrándose en un rio lateral que quedaba poco a la vista.

Mercurio se puso de pie para desembarcar. Se volvió hacia Battista y los dos hermanos.

—¿Cómo puedo reconocer… un sobrejuanete de lona? —preguntó con la voz entrecortada.

Los dos hermanos se miraron en silencio.

Mercurio los escrutó sin hablar.

—El sobrejuanete es la vela pequeña del palo de maestra. La que está más arriba —explicó Tonio—. Y todas las velas del… del Arsenal, en caso de que estemos hablando de él, son de lona.

Mercurio asintió con la cabeza. Saltó al muelle y, a continuación, con un ademán seco, se quitó el abrigo y lo lanzó a bordo de la Zitella.

—Ahora no me sirve. Guardádmelo vosotros.

—Es una locura… —dijo Battista, sobresaltado, al ver el vestido de arsenalotto.

Los dos hermanos abrieron desmesuradamente la boca, asombrados. Luego, Berto, con su voz cavernosa, soltó una sonora carcajada.

—¡Enséñales quién eres, muchacho! —exclamó—. Te esperaremos en el rio de la Tana.

Battista cabeceaba. Estaba asustado.

—En el rio de la Tana —dijo Tonio—. El mejor momento es cuando todos se van a casa, al anochecer. Tienen prisa y te harán menos caso.

Se hizo un sombrío silencio.

Battista seguía cabeceando.

Mercurio lo miró.

—¿Estaréis allí?

—Es una locura… —repitió el pescador.

—¿Estarás allí?

Battista alzó la mirada y asintió con la cabeza.

En ese momento retumbó en el aire el sonido vibrante de la Marangona, la gran campana de San Marco, que daba inicio a la jornada de todos los venecianos.

—Tengo que marcharme —dijo Mercurio. Se volvió y se dirigió al amplio patio que había frente a Paraíso, uno de los tres aglomerados de viviendas de los arsenalotti. Los otros se llamaban Purgatorio e Infierno.

«Vaya unos nombres estúpidos», pensó Mercurio mirando los tres edificios inmensos que albergaban a los casi dos mil trabajadores con sus familias.

Primero en pequeños grupos, después cada vez más numerosos, los arsenalotti, tanto jóvenes como viejos, se dirigieron en silencio, en la claridad sombría de un alba sin sol, hacia los muros del Arsenal. Nadie hablaba. Hacía frío y tenían sueño. Sus pisadas retumbaban en las calles.

Mercurio encogió el pecho, se caló el gorro y se confundió con la multitud de trabajadores. Era impresionante caminar con toda esa gente, que iba vestida como él. Las calles estaban atestadas. Los que caminaban por el centro de ellas recibían empujones de todas partes; los que lo hacían a los lados chocaban contra las paredes de las casas. Era imposible pararse, cambiar de dirección. Mercurio pensó que, dado el número de personas que había, era como una gota en un torrente. Nadie miraba a nadie pensando que no se conocían, razonó Mercurio al notar que pasaba totalmente desapercibido, porque eran demasiados y era imposible conocer a todos.

A medida que se acercaban a la entrada del Arsenal el flujo de trabajadores iba aminorando la marcha. Avanzaban lentamente, un paso, se detenían, otro paso, quietos de nuevo. Mercurio empezó a tener miedo. ¿Habría controles? ¿Documentos? ¿Qué estaba ocurriendo? Se puso de puntillas tratando de ver a lo lejos, pero no pudo.

A su lado, un arsenalotto bostezó.

—El primer turno es un coñazo —dijo.

Mercurio asintió con la cabeza.

—Pues sí…

—Podían hacer otra entrada, digo yo —prosiguió el hombre—. ¿No te parece? Si todas las mañanas nos quedamos aquí parados como animales es porque la puerta es demasiado estrecha para dejarnos pasar rápidamente. —Resopló—. ¿Sabes lo que te digo? Pues que si uno de esos que dictan las leyes y toman las decisiones viviese como la gente normal las cosas funcionarían mejor. ¿No te parece? Si todas las mañanas tuviese que hacer cola como nosotros, entre cientos de trabajadores, ensancharía la puerta o abriría otra.

—Pues sí… —dijo Mercurio apretando los puños en señal de victoria sin que lo vieran. El atasco se debía al número extraordinario de trabajadores, y no a los controles.

No obstante, al pasar por debajo del gran arco de la Porta di Terra sintió que el corazón le retumbaba en los oídos, como si fuese un tambor enloquecido. A pesar del frío, una gota de sudor le resbaló por la sien. Inclinó la cabeza y trató de controlar la respiración. Frenó las piernas, que habrían deseado echar a correr, y la cabeza, que le aconsejaba que se diese media vuelta y huyese.

«Piensa en Giuditta», pensó. «No puede ocurrirte nada».

Los guardias no lo notaron. Ni siquiera lo miraron. Era uno de tantos. De tantísimos. Un trabajador cualquiera entre centenares de ellos. Se rio entre dientes. Mientras se alejaba de la puerta pensó que los venecianos eran unos estúpidos presuntuosos. Se jactaban de sus extraordinarias medidas de seguridad, pero, en realidad, cualquiera podía entrar en el Arsenal, incluso con cierta facilidad.

—Eh, tú, ¿adónde vas? —preguntó una voz a su espalda.

Mercurio se alarmó.

«Te has metido en un lío solo, imbécil», pensó. No se volvió y siguió andando al mismo paso.

—Tú, idiota, responde —volvió a decir la voz, y sintió que una mano le apretaba un hombro.