«No volveré a llorar», se había jurado Benedetta.
Tras haberse convertido en la amante del príncipe Contarini podía disponer de su dinero y había decidido emplearlo lo mejor posible.
Y lo mejor, para Benedetta, era Reina Zulian, a quien todos conocían como la maga Reina.
—Entre, se lo ruego, ilustrísima señora —dijo una voz al otro lado de una cortina ligera con el fondo de color azul cobalto y salpicada de estrellas amarillas, bordadas a mano.
A Benedetta le impresionó la reverencia que captó en la voz, al igual que el título con que la mujer la había llamado. Ni «tú» ni «muchacha». Se volvió hacia la ventana de la antecámara. En ella vio reflejada a una joven con un vestido de seda brillante y tornasolada, que, según le daba la luz, pasaba del marrón oscuro a varios tonos del naranja y de un cálido rojo. Vio los finísimos encajes de Burano que adornaban el escote del vestido. Vio el collar de perlas de río que le iluminaba el cuello. Y vio su cabellera cobriza recogida en unas trenzas sujetas con unos pasadores, también de perlas. Y percibió, en el aire que la envolvía, un aroma delicado a jazmín y maderas indias. Sonrió e hizo una ligera reverencia, burlona, a la figura elegante que estaba enmarcada en la ventana de la maga Reina.
—Ilustrísima señora —susurró.
Acto seguido apartó la cortina tachonada de estrellas.
La habitación en que la maga Reina recibía a sus clientes era, a su manera, extraordinaria. Las paredes eran de color rojo pompeyano, oscurecido por una tupida red negra de símbolos incomprensibles y pintados a mano. Las paredes estaban cubiertas de estanterías abarrotadas de cristales, amuletos, candelabros, velas antropomorfas, calaveras de animales, grandes y pequeños, patas de conejo y raíces, tarros de cristal marrón llenos de semillas, flores secas, pedruchos resplandecientes, mirra, incienso, serpientes, lagartijas muertas, e insectos de varias especies. Además de cuerdas, finas y gruesas, anudadas de mil formas. Y conchas y ojos de cristal. En un rincón, sobre un atril, había un gran libro en que se describían los símbolos astrológicos y las órbitas de los planetas; y en el suelo, alfombras orientales, superpuestas, polvorientas y cubiertas de pelos grises y blancos. Por último se veían dos grandes gatos, uno gris y uno blanco, con el pelo largo y unas colas vaporosas, que al ver entrar a Benedetta se agitaron en el aire con la lentitud de las algas en el fondo de los abismos.
—La gente los mira con temor porque cree que están al servicio de mi poder —explicó la maga Reina señalándolos a la vez que se levantaba y se acercaba a Benedetta—. Pero lo cierto es que solo sirven para comerse a los ratones, ilustrísima señora —concluyó haciendo una reverencia.
Benedetta estaba sorprendida. Esperaba encontrarse con una vieja, quizá deforme, con una gran nariz y desdentada. En cambio, la maga Reina era alta, delgada y atractiva, y tenía una larga melena negra, teñida y suelta sobre los hombros. Vestía como un hombre, al estilo oriental; llevaba unos pantalones anchos de seda de color naranja ajustados a los tobillos y encima una túnica que le llegaba justo por encima de la rodilla, morada y negra, abotonada hasta el cuello. Se había maquillado llamativamente los ojos y en las muñecas llevaba unas gruesas pulseras de cobre con cascabeles que tintineaban cada vez que se movía.
—Quiero que me haga… —empezó a decir Benedetta sin preámbulos.
La maga levantó una mano con la palma abierta hacia ella y la interrumpió.
—Acomódese antes, ilustrísima señora —le dijo indicando un sofá bajo de piel que estaba en un rincón apartado de la habitación y sobre el que colgaba una gasa clara. Al lado del sofá había una lámpara de dos brazos encendida que representaba a un moro. Delante, una mesita aún más baja, redonda, lacada de negro y adornada con símbolos mágicos dorados. Por último, una sencilla estera de cáñamo, doblada en dos y desgastada.
Benedetta se sentó en el sofá. Era cómodo y mullido.
La maga Reina se acomodó en la vieja estera y cruzó las piernas con un movimiento pausado y armonioso, como una serpiente que se enrolla en el suelo. Hizo chasquear los dedos, cuyas uñas estaban bien cuidadas.
Un joven musculoso entró enseguida en la habitación mirando al suelo y dejó una bandeja con dos tazas humeantes en la mesita.
La maga Reina chasqueó nuevamente los dedos y el joven desapareció con la cabeza inclinada y en silencio, como había llegado.
—Beba —dijo la maga Reina.
—No tengo sed —le contestó Benedetta.
La maga reina esbozó una sonrisa.
—No sirve para quitarle la sed.
—Entonces, ¿para qué sirve? —preguntó Benedetta.
—Servirá para que hable mejor —dijo la maga Reina. Cogió una taza y bebió un sorbo.
Benedetta miraba su taza con suspicacia.
La maga Reina dejó la suya, cogió la de la joven y bebió también de ella.
—Fíese, ilustrísima señora.
Benedetta cogió la taza y olfateó el líquido lechoso que contenía. Su aroma era especiado y penetrante, agradable. Apoyó los labios en el borde de la taza y bebió un sorbo. El líquido era amargo, si bien la amargura se sentía en la garganta, no en la lengua. Benedetta hizo una mueca. Cuando se inclinó para dejar la taza en la bandeja la mano de la maga Reina la detuvo con delicadeza y firmeza a la vez.
—No se bebe por el sabor —le dijo.
Benedetta tuvo la impresión de que la voz de la maga llegaba de más lejos. Pese a ello, parecía más poderosa. Bebió otro sorbo. La encontró menos amarga. Mejor aún al tercer sorbo. Al cuarto se dio cuenta de que había perdido la sensibilidad en la garganta. Es más, tuvo la sensación de que se estaba hinchando. Se llevó una mano al cuello, aunque el hecho no le preocupaba demasiado.
La maga Reina la observaba atentamente. Ella también bebía.
Benedetta experimentó una calma repentina, como si se estuviera distanciando de las cosas que la circundaban. Para empezar notó que su visión se había restringido. Veía perfectamente en el centro de su campo visual, puede que incluso mejor de lo habitual. Los colores eran vívidos, las sombras estaban bien recortadas, las formas eran redondas y plenas. Pero al lado del campo el mundo se difuminaba, se confundía, como si estuviese sumergido en un líquido aceitoso. Volvió la cabeza de golpe. Primero a la derecha y después a la izquierda.
—Ahora podrá enfocar lo que desea con todas sus fuerzas —afirmó la maga Reina—. Lo que ocupa el centro de su ser, los fundamentos de su naturaleza.
La voz de la maga llegaba a oleadas a los oídos de Benedetta. Y las oleadas solo ponían en evidencia algunas palabras, las demás quedaban en un segundo plano. Como si lo que más le interesaba emergiese y el resto naufragara. Se parecía mucho a la manera en que veía las cosas, pensó. Notó que no estaba ni asustada ni confusa. Al contrario, sintió que su presencia era más intensa, que nada la distraía.
—La gente viene a pedirme de todo —le contó la maga Reina—. Pero pocos saben lo que quieren de verdad. La mayoría pide lo que, en su opinión, es justo desear. Piden lo que las convenciones, la sociedad y la Iglesia les han impuesto. Piden lo que exige el honor, lo que transmite la tradición, lo que la familia espera de ellos. Piden con la voz de lo que desearían ser y, en cambio, no son…
Benedetta se sentía fascinada por la voz, dulce como la melaza, de la maga Reina. Sentía que sus palabras penetraban en ella por una vía que no era la de los oídos. Tenía la impresión de que las absorbía, como si su cuerpo fuera una esponja.
—Los sentimientos son secretos y complejos —prosiguió la maga Reina—. Aún más secretos y complejos que la tela de araña de nuestra misteriosa ciudad flotante. ¿Me comprende?
Benedetta asintió con la cabeza. Los párpados se le estaban cerrando.
—Ahora, ilustrísima señora, ¿quiere decirme cómo se llama, por favor?
—Bene… detta…
—Y es así, como lo ha pronunciado a la italiana, como se llama —dijo la maga Reina—. Es usted una mujer «detta bene», bien dicha.
Benedetta sonrió, encantada.
—Ahora, Benedetta, ¿quiere decirme la razón de que me haya buscado a través de su noble y poderoso protector, del cual soy y seré siempre una humilde servidora?
Benedetta pensó en el motivo que la había llevado hasta allí.
—No volveré a llorar —dijo en voz alta.
La maga Reina no dijo una palabra. Se limitó a mirarla intensamente.
—No volveré a llorar —repitió Benedetta. La frase retumbó en su interior, como si rebotase de una pared a otra de su cuerpo. Luego, de repente, sintió que la expulsaba. Tuvo miedo de haberse quedado vacía, sin nada dentro. Escrutó a la maga Reina boquiabierta, como si buscase ayuda.
—No tema, Benedetta —se apresuro a decir esta—. Era algo que no le pertenecía. Cierre los ojos y escuche mejor. ¿Qué quiere de mí? Mejor dicho, ¿qué quiere para usted?
Benedetta cerró los ojos. Oyó un gran zumbido. Le pareció el sonido del negro en que estaba inmersa. Luego llegó una mancha de color. Era roja, palpitante. «Corazón», pensó. Sintió latir el suyo. Sosegado, regular. Comprendió que no le pedía nada. De hecho, desapareció. Benedetta comprendió que no sabía si volvería a verter lágrimas o no, pero había entendido que eso no era lo que le interesaba de verdad. El dolor no la asustaba. «Sabes lo que es el dolor», pensó. Se sumergió de nuevo en la oscuridad y en la música que zumbaba y resonaba en su interior. En la oscuridad, reptante como una columna de humo denso y pesado en el aire suspendido, empezó a agitarse una serpiente informe, amarilla, sinuosa, que se dividía en un sinfín de arroyuelos que ascendieron hasta que saturaron y colorearon por completo el negro. «Amarillo», pensó. Tuvo la sensación de que había encontrado lo que buscaba en su interior.
Abrió los ojos y miró a la maga Reina. Su vista se había aclarado. Tenía la mente ligera.
—Amarillo —dijo.
—Bilis —dijo la maga Reina asintiendo con la cabeza.
—Judía —añadió Benedetta.
—¿Sabe ahora lo que desea para usted? —preguntó la maga.
—Sí —respondió Benedetta.
—¿Qué?
—Desgracia. Soledad. Desesperación. Fracaso. Separación.
La maga Reina sonrió. Su sonrisa transmitía melancolía, y una especie de consciencia.
—Muchos vienen aquí creyendo que buscan el amor —explicó en voz baja—, y descubren que se nutren de odio.
—Desgracia, soledad, desesperación, fracaso, separación —repitió Benedetta enumerando sus maldiciones.
La maga Reina asintió con la cabeza.
—Construcción y destrucción. Amor y odio. Nuestra naturaleza está ahí. En un cruce. Hay que ir por un lado o por el otro. No hay una tercera vía.
—Destrucción —dijo Benedetta.
La maga Reina la miró.
—Escúcheme bien. Debe saber lo que está eligiendo…
—Destrucción —reiteró Benedetta alzando la voz.
La maga Reina asintió con la cabeza. En su mirada brillaba una luz pesarosa. Cogió aliento y retomó la conversación: —El amor nutre y engorda. El odio consume y enflaquece. El amor enriquece, el odio roba. ¿Me entiende, Benedetta?
—Destrucción —dijo por tercera vez Benedetta con una voz resuelta, grave y ronca.
—El amor caldea —prosiguió la maga Reina—. El odio congela.
Benedetta la miró sin flaquear ni vacilar.
—Ha elegido —dijo entonces la maga—. Yo estoy a su servicio, pero no soy ni su mal ni su bien. Hago esto obedeciendo a su voluntad y, por tanto, no pagaré las consecuencias. Amén. Diga amén, Benedetta.
—Amén —dijo Benedetta.
—El mal que deseamos vuelve a nosotros tarde o temprano. Que no vuelva a mí, sino a quien lo ha deseado. ¿Entiende, Benedetta?
—No me interesa.
—Diga amén.
—Amén.
—Necesitaré que me traiga algo de esa persona. El pelo es el instrumento más eficaz, pero bastará también una prenda de ropa.
—Le traeré el pelo.
—Ahora está preparada. Si quiere proceder levántese y cierre los ojos —dijo la maga Reina poniéndose también de pie.
Benedetta la obedeció.
La maga Reina le puso una mano en la frente y otra en medio del pecho, bajo el esternón.
—¿A quién quiere destruir, Benedetta? Diga su nombre a los espíritus que serán sus aliados y a los que yo invoco. ¡Dígalo!
—Giuditta di Negroponte.
—Así sea.