45

Iban vestidos de negro. Estaban de pie, en silencio, dos en la proa y dos en popa. También el gondolero vestía de negro y remaba sin decir palabra. El agua estaba inmóvil, lisa y densa como si fuera aceite. El verdugo, con la cara tapada por una caperuza, iba sentado en la bancada central al lado de Mercurio.

Mercurio tenía los brazos atados a la espalda y la cabeza inclinada, miraba el fondo húmedo de la góndola y las manos del verdugo, que eran delgadas y delicadas, con los dedos ahusados.

La góndola se detuvo.

Mercurio alzó la cabeza y miró en derredor. Estaban en un tramo de agua abierta. La orilla, tanto a derecha como a izquierda, era solo una línea desenfocada y clara de juncos. No se veía ninguna casa. El silencio era tan perfecto y absoluto que el chapoteo de la quilla de la góndola parecía una blasfemia.

El verdugo le pidió con un ademán que se levantara.

Mercurio se puso de pie tambaleándose.

Uno de los dos oficiales que viajaban en la proa ató al brazo derecho del joven el pergamino que contenía su condena por lo que había hecho en el Arsenal.

El verdugo cogió un cabo y con sus manos sutiles y hábiles, como una araña que teje su tela, trenzó la cuerda hasta formar un nudo corredizo. Después le ordenó que subiese a la bancada.

Mercurio le obedeció.

—Aquí es donde morís todos —dijo el verdugo dándole un empujón.

Mercurio cayó de mala manera fuera de la góndola. El agua helada le cortaba la respiración. Trató de sacar la cabeza y de mantenerse a flote, pero le costaba mucho, dado que solo podía valerse de las piernas. Se volvió hacia la góndola. Todos lo estaban mirando. El verdugo estaba atando el otro extremo del cabo a una piedra cuadrada que tenía un gran agujero en el centro. Apretó los nudos y levantó la piedra por encima de su cabeza. El tiempo se detuvo. El verdugo lanzó la piedra al aire. Esta desapareció trazando un breve arco y cayó al agua salpicando.

Mercurio sintió un tirón en el cuello. Intentó resistir. Pateó con todas sus fuerzas, pero en un segundo su cabeza se sumergió en el agua. Mientras se hundía daba furiosos golpes con la espalda, arqueándola, pero sin lograr detener el descenso al abismo negro. Vio que el perfil negro de la góndola se hacía cada vez más pequeño. Dio varios golpes con los riñones aún más fuertes, y a cierto punto, cuando estaba a punto de rendirse a la desesperación, desfallecido, la cuerda se tensó y, de improviso, dejó de tirar de él hacia el fondo.

Mercurio vio el extremo del cabo cortado, deshilachado. La esperanza le dio fuerzas para patear aún más fuerte. Tensó los músculos de los brazos. También los nudos que le sujetaban las manos se deshicieron. Empezó a nadar hacia la superficie, pero mientras subía una corriente fortísima lo empujó a un lado, cada vez más fuerte, y lo llevó a una especie de cueva excavada en un escollo.

Al entrar Mercurio en ella sintió que sus pulmones no resistirían mucho más. Miró hacia arriba y vio una luz. Comprendió que estaba en una suerte de pozo. Nadó a toda prisa, aprovechando la corriente que lo empujaba hacia la superficie. Veía que la luz se iba acercando poco a poco. No tardaría en poder respirar, se decía.

Pero cuando la luz estaba ya próxima una rejilla de hierro le impidió seguir subiendo. Mercurio alargó una mano, sintió que salía del agua. Notó la tibieza del sol. Se aferró a la rejilla y la sacudió con todas sus fuerzas, intentando abrirla, arrancarla de la roca en que estaba clavada.

Luego, súbitamente, sintió que alguien le tocaba un hombro y se volvió.

Delante de él, a menos de un palmo, estaba la cara del borracho que se había ahogado en la alcantarilla romana. El mismo borracho que lo había salvado diciéndole que nadase contra corriente. Y, al igual que entonces, el borracho tenía la lengua hinchada, los ojos cubiertos de capilares rojos, desmesuradamente abiertos, casi fuera de las órbitas.

—Mercurio… —decía. Se agarraba a su hombro y lo retenía—. Mercurio… Mercurio…

Mercurio gritó a pleno pulmón.

—¡Mercurio, despiértate!

Mercurio vio que estaba sentado en su cama, jadeante y empapado de sudor.

Anna del Mercato le zarandeaba los hombros.

Mercurio se llevó una mano al cuello. No había ninguna soga, ninguna condena atada al brazo; no había agua ni rejilla. Ni rastro del borracho. No podía hablar, respiraba entrecortadamente.

—Me has asustado —dijo Anna—. No te despertabas ni respirabas. Estabas morado.

Mercurio tragó saliva. Asintió con la cabeza, con los ojos abiertos.

—¿Ahora estás bien? —le preguntó Anna.

—Sí… —dijo Mercurio.

Anna le pasó una mano por el pelo.

—Estás sudado.

Mercurio la miraba sin decir palabra.

—¿Qué has soñado? —le preguntó Anna.

Mercurio cabeceó.

—Nada… —contestó mientras su respiración iba tornando a la regularidad.

—Volviste de madrugada —dijo Anna.

Mercurio no habló.

—Sécate y ven a desayunar. —Se levantó y se dirigió hacia un atado de vestidos grises que estaba amontonado en un rincón. Hizo ademán de cogerlo.

—¡No! —gritó Mercurio.

Anna se detuvo con la mano en el aire. Luego salió de la habitación en silencio y cerró la puerta a su espalda.

Mercurio permaneció inmóvil, sentado en la cama, estremeciéndose.

«No te cogerán. No morirás», se dijo.

Al día siguiente intentaría entrar en el Arsenal y si lo conseguía robaría los sobrejuanetes para el armador, como le había prometido a Scarabello. Pero el tipo de muerte que se imponía a los que eran descubiertos lo aterrorizaba.

Se levantó de la cama y se acercó al atado de vestidos grises que había llamado la atención de Anna. Lo desdobló. Puso los calzones anchos y cortos hasta la rodilla sobre la cama, y la malla gris con la raya roja y blanca a un lado. Añadió la casaca de pliegues, amplia y acampanada, que cubría los calzones, y el gorro con la banda estrecha en la cabeza y la parte superior blanda, que caía de lado sobre el hombro.

«No morirás», se repitió. «Tienes un buen disfraz. Tienes un buen plan. Eres mejor que esos venecianos de mierda, que ahogan a la gente».

La noche de antes había emborrachado al arsenalotto. El joven tenía el vicio de la bebida y a Mercurio no le había hecho falta insistir. El joven le había contado todo sobre el Arsenal, sobre el número enorme de arsenalotti que trabajaban en él, los diferentes cargos, los depósitos, las cuencas, los astilleros o squeri. Cuando salieron de la taberna Mercurio sabía todo lo que necesitaba, empezando por los horarios, y el arsenalotto se tambaleaba, completamente borracho. Habían llegado a una calle oscura, a espaldas del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, los tres grandes complejos residenciales destinados a los trabajadores del Arsenal y sus familias, que estaban detrás del mismo. Mercurio había tirado al suelo al arsenalotto y lo había despojado de su uniforme. Para que no muriese congelado, había llamado a un portón antes de escapar, amparándose en la noche.

Miró preocupado el llamativo desgarro que tenía a un lado de la casaca, en la sisa de la manga izquierda. Mientras Mercurio lo desvestía, el arsenalotto había forcejeado, más por la bebida que para rebelarse, y la costura había cedido, además de la tela, que debía de estar muy raída. «Ese detalle puede llamar la atención sobre mí, que, en cambio, pretendía pasar desapercibido», pensó Mercurio. Iba a tener que llevar el brazo pegado al pecho. Eso restaría naturalidad a su andar, pero no le quedaba más remedio.

«No morirás», se repitió de nuevo temblando.

Acto seguido bajó a la cocina, donde Anna lo esperaba con una taza de caldo caliente, media col hervida, un trozo de tocino crujiente y otro de pan recién horneado. Comió en silencio, con voracidad, e inclinando la cabeza.

Tampoco Anna le dirigió la palabra.

Cuando terminó de comer Mercurio salió de casa para evitar que la mujer le preguntase algo. Vagó sin rumbo fijo, sin dejar de pensar en el día siguiente. Bordeó un tramo del Canal Salso, regresó al muelle del pescado y confirmó el horario a Battista, después salió a la plaza del mercado. La gente abarrotaba el amplio espacio rectangular. Los puestos se amontonaban, casi pegados unos a otros. El aroma de la fruta y de la verdura fresca se mezclaba al hedor de la que se podría en el suelo. Unas grandes pilas, de dos brazos de ancho y altas hasta la cintura de un hombre, estaban abarrotadas de anguilas. Los cuchillos de los pescadores chasqueaban en las superficies mojadas mientras cortaban las cabezas y la cola que luego echaban al suelo, y que los transeúntes pisaban al pasar. Las tinajas barrigudas de terracota, sencillas o con adornos, emanaban aroma a vino, melaza, vinagre y aceite de orujo. Los vendedores de telas cantaban las virtudes de sus piezas. Los matarifes de cerdos se adornaban el pecho con sus preciosos collares de salchichas y las muñecas con pulseras de carne seca. Los laneros gritaban el precio de las balas de lana cardada.

Mercurio se dejó aturdir por las voces y los olores y caminó. De vez en cuando, los vendedores ambulantes lo empujaban o lo cogían del brazo. Deambulando llegó a la entrada de una tienda que tenía un amplio toldo azul claro. Reconoció el establecimiento del usurero Isaia Saraval, donde había rescatado el collar de Anna. Se paró delante de la puerta.

Uno de los robustos vigilantes del usurero lo escrutó con cara de pocos amigos.

—Buenos días, joven —dijo, en cambio, Isaia Saraval cuando lo reconoció haciendo una breve y decorosa inclinación. Empujó al vigilante, que se hizo inmediatamente a un lado, pese a que no cambió su expresión agresiva.

—¿Por qué no expone su mercancía al aire libre como todos? —preguntó Mercurio, intrigado—. Quizá vendería más.

Isaia Saraval sonrió con tristeza.

—No podemos —dijo abriendo los brazos en un gesto de resignación.

—¿Tiene miedo de que le roben? —preguntó Mercurio, que no lo había entendido.

—Oh, no, no es eso —dijo el usurario sonriendo—. La ley nos prohíbe exponer fuera del local la mercancía empeñada. Incluso cuando ha vencido el plazo y nadie la ha rescatado. Los que quieren algo deben entrar.

—¿Por qué? —preguntó Mercurio asombrado.

El usurero se encogió de hombros y ladeó la cabeza al mismo tiempo que apretaba los labios.

—¿Por qué sois judíos?

—Porque somos prestamistas.

Mercurio asintió con la cabeza.

—Menuda estupidez —afirmó.

—¿Quiere ver algo? —preguntó Isaia Saraval—. A los buenos clientes como usted les hago descuento.

—Le compré el collar para devolvérselo a la mujer que lo había empeñado…

—¿No corteja a ninguna joven? ¿No tiene prometida?

Mercurio sintió que no podía respirar. Aún no había tenido el valor de ir a hablar con Giuditta después de la noche en que habían encerrado a los judíos en el campo del Ghetto Nuovo. La bravata de ir a gritar al muro que rodeaba el gueto había sido fácil. Mirarla a los ojos y explicarle que Benedetta la había engañado era harina de otro costal. Tenía miedo de que Giuditta no lo creyera y no quisiera volver a verlo.

Permaneció quieto, con la mirada perdida en el vacío, a la vez que el usurero lo miraba en silencio. Después, poco a poco, sus pulmones se volvieron a llenar de aire y una sonrisa se le dibujó en el rostro.

—Sí —dijo—. Enséñeme algo bonito.

Al cabo de un rato salió de la casa de empeños con una mariposa con las alas de filigrana de plata y el cuerpo esmaltado de color azul cobalto. Corrió al muelle del pescado y pidió a Battista que lo llevase a Cannaregio. El pescador lo dejó al lado del puente bajo el que el Bucintoro entraba en el Canal Grande durante la fiesta en que Venecia se unía con el mar.

Mercurio caminó por el muelle Barzizza y los Due Ponti, salió al muelle de San Leonardo, y llegó al muelle de los Ormesini. Una vez allí aguardó mirando alrededor, casi todo el día, detrás de un edificio, entre los restos de los tejidos elaborados en las fábricas de la zona, espiando el vaivén de gente que entraba y salía del gueto, como ya lo llamaban todos en Venecia. Escuchó durante horas al fraile que lo había puesto en contacto con Anna y que iba de un lado a otro de los muelles insultando a los judíos, tratando de instilar su veneno en el corazón de los venecianos. Vio que Zolfo, transformado, obediente como un monito amaestrado, seguía al sacerdote. Tenía el pelo corto, lavado, y lucía un bonito vestido limpio. Parecía también menos delgado. Pero estaba muerto, pensó Mercurio sin explicarse por qué le daba esa impresión. Tenía los ojos muertos. Cuando, por fin, se marcharon, Mercurio exhaló un suspiro de alivio.

El sol empezaba a ponerse poco a poco y no había ni rastro de Giuditta. Mercurio tenía la mano derecha metida en la casaca y acariciaba con la yema del pulgar el borde de las alas frágiles de la mariposa de filigrana.

La luz era casi gris cuando la vio llegar. Sintió que su corazón se aceleraba y tuvo la certeza de que nunca tendría el valor suficiente para hablar con ella.

Se caló la capucha de lana cocida, hundió la cabeza entre los hombros y echó a andar mirando al suelo y apretando el paso. De cuando en cuando, alzaba la mirada para vigilarla. A medida que ella se iba acercando a él, Mercurio sentía que su respiración se quebraba. Pero, sobre todo, sentía una alegría profunda, excitante, que daba alas a sus piernas y le hacía tocar la mariposa de filigrana con excesivo ímpetu.

Cuando estaban a apenas a cuatro pasos el uno del otro, Mercurio levantó un poco la cabeza. Giuditta estaba radiante. Más guapa aún de como se la imaginaba todas las noches, cuando se acostaba y cerraba los ojos. Su pelo resplandecía por debajo del gorro amarillo que, al contrario de lo que sucedía con otros judíos, a ella le favorecía. Tenía la boca entreabierta. Sus ojos eran profundos bajo las cejas, oscuras y espesas. Mercurio sintió que la cabeza le daba vueltas debido a la emoción.

Dio otro paso pensando que, quizá, se atrevería a hablarle. En cambio, un instante después sintió que la emoción le estrangulaba. Bajó la cabeza de golpe. Fingió que tropezaba y cayó agarrándose a ella para no acabar en el suelo. Le tocó un hombro y le cogió una mano por un instante. La mano que había marcado el inicio de su amor silencioso, preñado de esperanza, y sin promesas.

—¿Qué haces? —preguntó Giuditta tratando de zafarse de él.

—Disculpe —dijo Mercurio sin levantar la cabeza, camuflando la voz, que emitía a duras penas. Se enderezó, se llevó la mano de Giuditta a los labios y la besó inclinándose hacia ella—. Disculpe…

—¡Suéltame! —exclamó Giuditta irritada apartando la mano. Le dio un empujón y se dirigió a toda prisa al puente de Ghetto Nuovo, suspendido en el rio de San Girolamo.

Mercurio se alejó, pero antes de desaparecer por la calle de la Malvasia se volvió. El corazón le retumbaba en los oídos y tenía dos manchas luminosas delante de los ojos.

En ese momento, Giuditta, que había llegado a lo alto del puente, se volvió también a mirar movida por una extraña sensación, una especie de sobresalto, un soplo que tiraba de su vestido a la altura del pecho. Al ver que la extraña figura encapuchada la miraba a hurtadillas desde una esquina de la calle, como si la estuviese espiando, sintió que sus mejillas enrojecían sin motivo. Se dio media vuelta de golpe, como asustada, y se metió las manos en los bolsillos del vestido. La derecha palpó algo. Lo cogió y lo sacó. Era una mariposa con las alas de filigrana de plata y el cuerpo de esmalte de color azul cobalto. Se quedó sin aliento. Se volvió de golpe, pero en el muelle ya no había nadie. Giuditta se apoyó en la barandilla del puente. Le flaqueaban las piernas. Se vio reflejada en el agua turbia. Sintió que la emoción le ofuscaba la vista. Miró de nuevo la mariposa que le habían metido en el bolsillo, y después la mano que el desconocido le había cogido y besado.

—Mercurio —murmuró. Luego, como si ese nombre contuviese todo lo que tenía que decir, repitió—: Mercurio. —En un abrir y cerrar de ojos, antes de que pudiese darse cuenta, echó a correr por donde había llegado, con una esperanza en el corazón que la inquietaba como una desgracia—. ¡Mercurio! —gritó. Se maravilló de la potencia de su grito. Sintió el impulso de pararse y callar, en cambio volvió a gritar casi desesperada—. ¡Mercurio! —Corría con el temor de haberlo perdido.

Entonces la figura encapuchada volvió a asomarse por donde había desaparecido.

Giuditta se detuvo, como si se hubiera quedado paralizada.

Mercurio se bajó lentamente la capucha. Tampoco él podía acercarse a ella.

—Estoy aquí —dijo, tan bajo que Giuditta no lo oyó.

Estaban allí, al cabo de un sinfín de noches en que se habían pensado y soñado, pero ninguno de los dos lograba moverse, pese a la extraordinaria fuerza que los atraía.

—No hay otra mujer —dijo Mercurio, de nuevo demasiado bajo.

Giuditta no podía leerle los labios porque tenía la vista velada por la emoción. Se dijo que debía dar un paso. Uno solo. Cuando se dio cuenta de que podía dar otro, y otro más, hasta llegar al lado de Mercurio, una voz dijo a su espalda: —Ven, Giuditta—. El capitán Lanzafame le había dado alcance y le agarraba un brazo. —Ven, Giuditta. Es hora de cerrar los portones. Tu padre te está esperando.

Giuditta se tensó y abrió desmesuradamente los ojos, que no se despegaban de Mercurio.

—Giuditta —murmuró Mercurio.

—Mercurio —dijo Giuditta.

Lanzafame hizo un ademán a Mercurio, como si le estuviese pidiendo que se marchase.

Pero Mercurio solo tenía ojos para la joven.

—Vamos, Giuditta —dijo Lanzafame arrastrándola hacia el gueto, donde la iba a encerrar.

Giuditta lo seguía resignada, sin oponer resistencia ni colaborar. Y sin apartar la mirada de Mercurio, que la seguía, adecuando el paso y manteniendo intacta la distancia que no habían podido colmar.

Giuditta dejó que Lanzafame la llevase hasta el puente y juntos cruzaron el portón. Después, cuando el capitán le soltó el brazo y ordenó a sus hombres que cerraran, permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los de Mercurio. Pensó que en él había algo distinto y enseguida cayó en la cuenta de lo que era. La nariz. Su nariz había cambiado y eso lo hacía parecer más hombre. Y más guapo.

Mercurio se había parado a los pies del puente. Cuando oyó el ruido sordo que hizo el portón al cerrarse se precipitó hacia él.

—¡No hay otra mujer! —gritó recuperando el aliento que antes le había fallado.

El capitán y los guardias se plantaron en mitad del puente para impedir que siguiese adelante.

A sus espaldas, al otro lado del Ghetto Nuovo, se oyó la voz de Giuditta.

—Apoya las manos en el portón —decía.

Mercurio miró a Lanzafame y a los dos guardias jadeando, desesperado.

Sin necesidad de que les diesen una orden o les dijesen una palabra Lanzafame y los dos guardias bajaron la mirada y se hicieron a un lado.

Mercurio avanzó lentamente. Los dejó atrás, a paso lento. Llegó al portón y apoyó las manos, con las palmas abiertas, en la madera de roble.

—Aquí estoy —dijo.

—Aquí estoy —dijo también Giuditta imitando su gesto al otro lado del portón.

—Te siento —dijo Mercurio.

—Te siento —repitió Giuditta.