—Ponte a los remos —dijo Mercurio saltando dentro de la Zitella, la barca del pescador de Mestre que lo había llevado por primera vez a Venecia escondido bajo la cesta del pescado.
El pescador sabía ya quién era. Le habían confirmado que el joven trabajaba para Scarabello.
—¿Adónde quiere ir, señor? —le preguntó.
—Primero al rio de la Tana y luego a la Porta di Terra del Arsenal —dijo Mercurio.
El pescador titubeó.
—¿El rio de la Tana? —preguntó con un hilo de voz—. Pero allí no hay nada… Solo los muros del…
Mercurio se sentó en la proa dándole la espalda y no le contestó.
—¡Tonio! —dijo entonces el pescador. Cuando apareció un muchachote grande y grueso con un pendiente redondo en el lóbulo izquierdo le dijo—: Llama a tu hermano, hay que remar.
Tonio se volvió.
—¡Berto! ¡A remar! —gritó. Al cabo de unos segundos otro joven apareció en el muelle. También él llevaba pendiente y era aún más gordo que su hermano.
Mercurio los miró. No le gustaba la idea de cruzar la laguna con los dos gigantes.
—El señor es amigo de Scarabello —explicó el pescador a los dos hermanos como si hubiese comprendido el estado de ánimo de Mercurio.
Los dos gigantes se encogieron al oír el nombre de Scarabello.
—Señor… —dijo uno de los dos a Mercurio a modo de saludo.
—Vamos al Arsenal —dijo el pescador.
Los dos hermanos se sentaron en la bancada central y se arremangaron las casacas, pese al frío.
—Si reman ellos llegaremos antes —dijo el pescador a Mercurio señalando a los hermanos—. Son dos buonavoglia.
—¿Qué son? —preguntó Mercurio.
—Somos galeotes, señor —contestó Tonio mostrándole una muñeca y la de su hermano. Los dos tenían un signo circular más oscuro que la piel de alrededor, una suerte de cicatriz o de callo—. Pero, a pesar de que somos buonavoglia, galeotes voluntarios a sueldo, nos encadenan a los remos durante las batallas para que no cedamos a la tentación de tirarnos al mar y escapar —dijo con jovialidad.
Mercurio asintió con la cabeza. Tenían las muñecas tan gruesas como su brazo.
El pescador soltó las amarras y empujó la barca para alejarla del muelle. Los dos hermanos cogieron los remos. Se miraron mientras hacían la maniobra, respiraron hondo y hundieron los remos en el agua.
—Y uno… y boga… y dos… y boga —dijo Tonio.
Los remos de haya crujían bajo el tremendo empuje de los dos hermanos.
—¡Más despacio, que los vais a romper! —gritó el pescador, que iba al timón.
Los dos hermanos se rieron, pero no aminoraron la marcha.
En un instante la barca alcanzó una velocidad que a Mercurio le pareció inaudita. La proa se hundía con ímpetu en el agua partiendo en dos las olas espumosas. Cada vez que los gigantes bogaban Mercurio tenía que aferrarse a la bancada de proa para no caerse, empujado hacia atrás por la fuerza con que lo hacían. Los miró. Tenían una expresión alegre, casi parecía que se estaban divirtiendo, y no parecían fatigados, pese a la velocidad y a que tenían el rostro perlado de sudor.
El pescador guiaba seguro la barca por los canales flanqueados de juncos, a pesar de que la niebla impedía ver a más de diez pasos. Mercurio no sabía dónde estaban. Avanzaron a esa velocidad vertiginosa durante una media hora sin que los gigantes desfallecieran o aminorasen el ritmo en ningún momento.
Mercurio estaba absorto en sus pensamientos. Había trazado un plan para entrar en el Arsenal. El único que se le había ocurrido. En su opinión era la única alternativa. Pensaba también que la relación con Scarabello era inevitable. Le pertenecía. Era suyo. Pero lo engañaría. Había engañado a los curas del orfanato, a Scavamorto y a la guardia pontificia, así que, tarde o temprano, lo engañaría también a él.
—Este es el rio de la Tana, señor —dijo el pescador.
Mercurio abandonó por un momento sus reflexiones para volverse a mirarlo. A su izquierda se erigían los muros del Arsenal. Miró hacia arriba. Era un buen salto. Se volvió hacia los dos gigantes. Incluso en el caso de que los persiguieran, con ellos dos a los remos nunca los atraparían.
—Dentro de unos días necesitaré vuestra ayuda.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Tonio.
—Venid aquí al anochecer —contestó Mercurio—, y esperadme. Yo llegaré… y tendré cierta prisa.
—Señor, yo… —terció el pescador.
—Os daré tres monedas de oro a cada uno —dijo Mercurio.
El rostro de los buonavoglia se iluminó.
—Señor… —prosiguió el pescador.
Mercurio le apuntó un dedo hacia el pecho.
—Aún debes hacerte perdonar una cosa, así que podría pedírtelo sin darte a cambio ninguna compensación. Pero también puedo decirle a Scarabello que te has negado a ayudarme.
El pescador palideció y calló inclinando la cabeza.
—Ahora llevadme a la Porta di Terra. Quiero entablar amistad con unos cuantos trabajadores del Arsenal. ¿Cómo puedo reconocerlos?
Cuando llegaron a la Darsena Vecchia atracaron en un muelle donde estaban descargando balas de cáñamo para fabricar cuerdas de una peata de grandes dimensiones.
—Mire —dijo el pescador a Mercurio—, los más andrajosos son simples peones o descargadores. Los otros, los del uniforme gris con la raya blanca y roja en los pantalones… esos son los arsenalotti.
Mercurio le dio una palmada en el hombro.
—Gracias —dijo. Acto seguido saltó a tierra.
—Señor —dijo el pescador siguiéndolo por el muelle. Se paró delante de él inclinando la cabeza. Hinchó el pecho un par de veces, respirando embarazado, luego habló en voz baja, sin alzar los ojos del suelo.
—Le ruego que me perdone por lo que sucedió con Zarlino cuando nos conocimos. Me comporté como un canalla, tiene usted razón. El caso es que yo… —el pescador se torturó los dedos—, soy un verdadero canalla… —Respiró de nuevo hondo encogiéndose de hombros—. Le ruego que acepte mis disculpas, señor.
Mercurio no se esperaba las palabras del pescador. No respondió enseguida, no sabía qué decir.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al final.
—Battista —respondió el pescador.
—Yo, Mercurio. Deja ya de llamarme señor.
El pescador alzó los ojos y sonrió. Asintió con la cabeza, agradecido, y dijo:
—Ciao.
Mercurio frunció el ceño.
—¿Ciao? ¿Qué quieres decir?
—Schiavo —dijo el pescador—. Nosotros tenemos por costumbre decir «schiavo vostro», esclavo suyo. En nuestra lengua, schiavo se dice «sciao». Con el tiempo hemos perdido la ese… —Se rio—. A saber dónde.
—Me gusta esa palabra —dijo Mercurio. Le dio una palmada en el hombro—. Ciao, Battista.
El pescador lo detuvo volviendo a ruborizarse.
—¿Es peligroso lo que debemos hacer en rio de la Tana? Tengo esposa y dos hijos pequeños…
—No —mintió Mercurio—. Es una estupidez. Ciao, Battista.
Battista sonrió contento.
—Ciao… Mercurio.
Mercurio le guiñó un ojo, se metió las manos en los bolsillos y se aproximó a la zona de descarga. Saludó con un ademán de la cabeza al grupo de arsenalotti. Nadie le respondió. Al contrario, todos, salvo un joven que debía de tener su edad, lo miraron con suficiencia.
Era un tipo cordial, pensó Mercurio. Justo lo que necesitaba.
Fingió que seguía por su camino, pero en cuanto pudo se escondió detrás de un edificio y observó al joven. Estaba oscureciendo. Al cabo de un rato, la peata partió y llegó otro barco ancho y bajo, con el fondo plano y el blasón del Arsenal pintado en la amurada derecha. Los arsenalotti estibaron las balas de cáñamo en el barco de carga con rapidez y eficiencia, después la embarcación viró y se volvió a marchar por el canal en dirección a la Porta d’Acqua. Los trabajadores del Arsenal se despidieron hasta el día siguiente. En grupos reducidos se dirigieron a las viviendas que la Serenísima ponía a su disposición y a la de sus familias.
Mercurio siguió a hurtadillas al arsenalotto que le había devuelto el saludo. Al cabo de un instante vio que el joven se despedía de sus compañeros y entraba en un largo edificio de tres pisos. Mercurio sintió una punzada de desilusión. Si entraba enseguida en su casa no tendría ocasión de pegar hebra con él, como había planeado. No obstante, poco después de desaparecer de su vista, el chico asomó la cabeza por el portón procurando que no lo vieran, y miró a sus amigos, que ya estaban lejos. Salió a hurtadillas y se encaminó apretando el paso hacia una calle oscura. Mercurio, que se había guarecido de inmediato en la sombra, lo siguió. Pensó que el joven tenía algo que esconder.
El arsenalotto llegó a un farol que brillaba tenuemente en mitad de la calle, abrió una puerta y entró.
Mercurio se acercó a ella. Era una taberna. Miró por el ventanuco que había a un lado. Vio que el joven cogía con avidez el vaso de vino que le estaba ofreciendo la tabernera.
«Te gusta beber», pensó. «Bien. Un punto a mi favor».
Después vio que el arsenalotto se sentaba a una mesa donde estaban jugando a los dados.
«Y te gusta perder dinero. Aún mejor», pensó Mercurio.
Mientras se disponía a lanzar los dados, el joven hizo un ademán a una muchacha para que se acercara. La joven se aproximó a él contoneándose y se rio cuando él le restregó los dados por el pecho antes de arrojarlos.
«Además te gustan las putas», se dijo Mercurio. «Eres mi hombre».
Así pues, entró en la taberna sin mirar al joven, se dirigió a la barra donde la dueña del local se espulgaba perezosamente el pelo y arrojó sobre la superficie de madera un matapan lo bastante fuerte para que se oyese en las mesas vecinas. El aire, viciado por la respiración de los clientes, olía a vino rancio y a carne hervida y caramelizada con ciruelas y membrillo.
—Quiero comer y beber —dijo dando una palmada en el trasero a la joven que se había restregado los dados por el pecho.
Por un momento pareció que la muchacha iba a rechazar al joven a cajas destempladas, pero después vio que este sacaba otra moneda de plata y se la metía por el escote, así que se rio haciendo una mueca maliciosa.
Mercurio se sentó de manera que el arsenalotto pudiese verlo. A continuación invitó a la joven a tomar asiento a su lado y le ofreció su vaso de vino. No tenía la menor intención de beber, sabía que el vino era su punto débil. Nunca lo había aguantado bien. En cambio, la muchacha apuró el vaso de un solo trago y lo dejó bruscamente sobre el mostrador.
El arsenalotto, que iba a lanzar de nuevo los dados, hizo un ademán a la joven para que se le acercase.
Mercurio le sirvió otro vaso de vino a la muchacha. Esta movió el seno provocando al arsenalotto, metió dos dedos en él y sacó la moneda que le había dado Mercurio. Entreabrió los labios y se encogió de hombros. Acto seguido dio un beso a Mercurio y se bebió de un trago el segundo vaso de vino.
El arsenalotto tiró los dados enfurruñado. Perdió. Dio un puñetazo a la mesa y se levantó en medio de las protestas de sus compañeros de juego.
Iracundo, se acercó a la joven y le agarró una muñeca.
—Cuando te digo que vengas a traerme suerte procura hacerlo —dijo. Luego se volvió hacia Mercurio con aire desafiante—. ¿Tienes algo que objetar?
No era robusto, pensó Mercurio. Podía tirarlo al suelo en menos que canta un gallo. Su agresividad era la propia de la gente que gozaba de una buena posición social. Como los nobles, que se creían superiores por nacimiento y que, en consecuencia, se consideraban inatacables. El joven era así. Su posición en el escalafón humano le hacía pensar que tenía más derechos que los demás y daba por descontado que todos lo veían de la misma forma. Pero no era una mala persona. No era un duro. Al contrario. Sus ojos reflejaban debilidad y, sobre todo, simpatía, pensó Mercurio. Su primera impresión había sido correcta.
—Sí, tengo algo que objetar —dijo Mercurio.
—¿Qué? —preguntó el joven apretando los puños a su pesar.
Mercurio lo miró impasible.
—Creo que esta puta debería comprender el gran honor que supone haber sido elegida por un arsenalotto —afirmó. El muchacho frunció el ceño asombrado—. ¿Puedo invitarte a beber algo? —prosiguió Mercurio—. Levántate —dijo a la joven tirándola del taburete con un empujón.
—Esta no te la devuelvo —dijo la muchacha apretando en el puño la moneda de plata.
—¡Le he dado un matapan para que os invite a beber a todos, amigos! —gritó Mercurio a los parroquianos de la taberna.
—¿Otro matapan? —exclamó la dueña y se inclinó hacia el borde de la barra para coger a la joven, que trató de esquivarla. Pero la tabernera la agarró por el pelo. La joven gimió. Aprovechando que la dueña la sujetaba, un par de clientes le quitaron la moneda de la mano y se la entregaron a esta gritando:
—¡Danos de beber a todos!
La joven miró a Mercurio con rencor.
—Canalla —gruñó.
—La vida es dura —dijo Mercurio—. Lo siento.
—Que te den por culo —dijo la joven.
—Vamos, desaparece —añadió el arsenalotto sentándose al lado de Mercurio—. ¿Nos conocemos? —preguntó.
Se habían conocido hacía apenas un instante y ya no se acordaba de su cara, pensó Mercurio. No era un buen fisonomista, circunstancia que favorecía también su plan.
—No, no nos conocemos —le contestó—. ¿Crees que si uno como yo conociese a un trabajador del Arsenal lo olvidaría así como así? —exclamó.
El joven sacó pecho, halagado en su vanidad.
Mercurio supo que lo tenía en un puño y pensó que, a buen seguro, tarde o temprano se liberaría del yugo de Scarabello y decidiría qué hacer con su vida, pero que, por el momento, se iba a divertir como un enano con ese bobalicón.
—Tienes que contarme tu vida —le dijo.