La niña señaló un grupo de edificios apretados entre ellos y altos como torres en la zona de San Cassiano, y apresuró el paso.
Isacco percibió un aroma en el aire que no supo identificar. No era ni un perfume ni un olor, pensó, sino, más bien, una mezcla de las dos cosas. Y las dos debían de ser fuertes, intensas, sin matices. Sintió la tentación de dar media vuelta y regresar.
Como si lo hubiese notado, Donnola le agarró un brazo. Lo miró. El médico tenía en la cara las huellas de los días tristes de vicio en que se había abandonado a la desesperación.
Parecía un viejo. Habían tardado casi una hora en llegar allí, más allá de Rialto, a través de los restos del incendio de las Fabbriche Vecchie. Isacco caminaba con parsimonia, sin mirar alrededor. A cada paso que daba Donnola temía que se parara y que cambiase de idea. La niña que los guiaba, en cambio, temblaba y aceleraba sin cesar, de manera que tras dar unos pocos pasos se quedaba sola y debía detenerse para esperarlos.
—Mi madre está allí —dijo la pequeña entrando en un patio a toda velocidad.
Donnola se volvió hacia Isacco y vio que el médico tenía la mirada perdida.
—Venga, doctor…
En un primer momento, Isacco opuso resistencia, pero al final cedió.
—De acuerdo, vamos a matar también a esa mujer… —dijo.
Donnola no hizo ningún comentario. Hacía varios días que Isacco se había encerrado en sí mismo. Se culpaba de las muertes de su esposa y de Marianna, y no había forma de hacerle cambiar de opinión. Pero algo había cambiado. El médico estaba allí, a un paso de retomar su actividad, a un paso de reaccionar. Esa niña lo había logrado, pensó Donnola. O quizá el amor de Giuditta. Isacco debía de haber visto en la mirada de su hija el orgullo que esta sentía de que fuera su padre, a la vez que la niña repetía, mientras agonizaba, que Marianna había dicho a su amiga que había conocido a un buen médico con un corazón de oro, carente de prejuicios.
—En Venecia hay unas doce mil putas —dijo Donnola mientras entraban en un vestíbulo pintado de color rojo escarlata, bullicioso, siguiendo a la niña.
—Así que puedo matar a todas las que quiera —comentó Isacco—. En todo caso, será difícil que se extingan.
—¿Cuándo dejará de compadecerse, doctor? —preguntó Donnola.
—¿Qué motivos tengo para reírme?
—Por ejemplo, porque en Venecia hay doce mil putas.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—En lugar de pensar en cuántas matará —dijo Donnola—, compórtese como un judío y piense en todo el dinero que podrá ganar.
Isacco lo miró en silencio. Nadie haría lo que hacía él.
—Gracias, Donnola —dijo.
—¿Gracias, de qué?
—Olvídalo. —Isacco sonrió con melancolía—. Gracias en cualquier caso.
—Hace falta ser inteligente para comprenderle, doctor —afirmó Donnola—. No obstante, procure no decir tonterías a su primera clienta. Haga todo lo posible para causarle una buena impresión.
—Vete a la mierda, Donnola.
—¡Oh! ¡Ahora le reconozco! —exclamó Donnola con jovialidad—. Vamos antes de que a esa niña le reviente el corazón de impaciencia.
Isacco subió los tres peldaños que daban acceso al patio del edificio. Apenas entró lo asaltó el aroma que había percibido antes. Se dijo que debía de haber entrado en el laboratorio donde se destilaba el olor que flotaba en la calle. Decenas y decenas de aromas, olores y hedores nauseabundos contendían en el aire. Olía a verbena, cilantro, especias orientales, maderas, ámbares, mirras, inciensos, flores exóticas. Y a sudor, orina, heces, suciedad y comida en putrefacción. Y a leche, cuajo, queso y moho. Y los olores y aromas peleaban entre ellos en una Babel olfativa que mareó a Isacco. Se cogió al pasamano que había a los pies de la escalera a la que habían llegado.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Donnola.
Isacco alzó la mirada. Varios peldaños más arriba una mujer gorda se había desmayado y había caído contra la barandilla. Un mocoso meaba en la pared. Alrededor de ellos la gente subía y bajaba riéndose, maldiciendo, cayéndose, escupiendo, palpándose bajo la ropa, riñendo, pegándose, besándose, escapando y persiguiéndose. Y los ruidos, al igual que los aromas y los olores, se mezclaban en una única cacofonía.
La niña los esperaba saltando en un escalón manchado de vómito.
—Dios mío… —dijo Isacco—, pero ¿dónde estamos?
Donnola se rio.
—Es el Castelletto, doctor. El barrio de las putas.
—Dios mío… —repitió Isacco.
—¡Vamos, aprisa, por favor! —dijo la niña.
Isacco asintió con la cabeza y empezó a subir los escalones al mismo tiempo que una prostituta flaca como una escoba y con una nariz tan curvada como el pico de un águila real se abría la camisa delante de ellos dejando a la vista un pecho marchito y descarnado que parecía el pecho enjuto de un hombre enfermo de tisis. Isacco se tapó la cara con una mano haciendo una mueca y siguió andando.
—¡Sodomita! —le gritó la prostituta.
Isacco se volvió. La mujer tenía la boca abierta y un puñado escaso de dientes largos y amarillos.
—¿No te gustan las mujeres, sodomita? —gritó escupiendo.
Donnola soltó una carcajada sin poder evitarlo. También Isacco, después de un sinfín de días, se rio. Poco. Pero se rio. Y algo nuevo y definitivo se movió en su alma. Luego, apretando el paso y subiendo los peldaños de dos en dos, dejó atrás a Donnola y se acercó a la niña.
—¿De qué te ríes, sodomita? —le preguntó la prostituta a voz en grito sacando sus senos marchitos con orgullo—. ¡Sodomita!
—¡Espere, doctor! —gritaba entretanto Donnola jadeando—. Que nos dé un… ¡Hay que ser inteligente para entenderle! ¿Qué le pasa?
—¡Aprisa, Donnola!
—Está loco, desde luego —masculló Donnola.
Cuando llegaron al quinto piso después de haber atravesado un río de hombres y mujeres, la niña guio a Isacco por un pasillo estrecho y oscuro. La mayor parte de las lámparas estaban rotas y apagadas. Al pasillo se abrían decenas de puertas, una pegada a la otra. Varias estaban abiertas, de forma que Isacco, al pasar, entreveía cuerpos de hombres y mujeres que se entrelazaban en unos coitos carentes de delicadeza en unos jergones más bien sucios. La niña pasaba por delante de ellos sin mostrar la menor turbación. Al llegar a una puerta en la que había dibujada una mujer procaz y desnuda, la niña llamó tres veces, luego dos y, por último, una, y dijo: —Soy yo.
—¿Estás sola? —preguntó una voz débil desde el interior.
—Estoy con el médico —contestó la niña.
En la habitación se oyó un sollozo sofocado seguido de una voz: —Entra.
La niña cogió la llave que llevaba colgada al cuello y la hizo girar en la cerradura. Antes de empujar la puerta se volvió hacia Isacco.
—Cure a mi madre, doctor… se lo ruego. —Se mordió el labio inferior para contener las lágrimas—. Y no le diga que he llorado —añadió susurrando.
Isacco asintió con la cabeza, pero sintió que la responsabilidad lo abrumaba de nuevo. Pensó que debía marcharse, que debía decir a la niña que su madre estaba condenada, que iba a sufrir las penas del infierno y que después moriría, devorada por la enfermedad.
—Aquí estoy —dijo Donnola apareciendo de repente.
Isacco lo miró.
—¿Qué estamos haciendo? —le preguntó en voz baja.
La niña los estaba observando.
Desprevenido, Donnola no contestó.
—Hágale lo que le hizo a Marianna —dijo la niña con los ojos enrojecidos—. Aunque se muera… —Contuvo un sollozo—. Que muera feliz como Marianna. —Metió una mano en el bolsillo del delantal, sacó un pañuelo verde, atado, lo abrió, cogió un marchetto y se lo ofreció a Isacco.
El médico sentía la cabeza cargada debido al vino que había bebido. Olfateó el aire malsano del pasillo. Miró el marchetto que la niña tenía en la palma de la mano. Era una de las monedas que solo circulaban entre los niños y los muertos de hambre. Cerró la mano sucia de la niña alrededor de la moneda sucia de los pobres.
—Quédatela tú —le dijo.
Luego entró.