41

—Hoy en el puerto me han hablado de una tripulación macedonia que hace un año quiso robar a dos judíos, padre e hija, y que solo encontró piedras en sus baúles. —La carcajada de Ester retumbó cristalina ahogando el ruido sordo de la resaca.

Shimon Baruch se paró a mirarla con los pies hundidos en la arena, en la orilla de la playa.

Ester también se detuvo y le devolvió la mirada sin temor alguno. El viento le agitaba el pelo y soltaba algunos mechones de las complicadas trenzas que había enrollado pacientemente alrededor de la frente y que había sujetado con unas finas horquillas de hueso. Una ráfaga de viento más fuerte que las demás le arrancó el pañuelo cuadrado, de seda bordada, que había prendido en la parte superior de la cabeza. Ester trató de sujetarlo, pero el viento se lo arrebató y lo hizo bailar en el aire como una mariposa. Ester se rio de nuevo.

Shimon Baruch, en cambio, no se distrajo con el vuelo del pañuelo. Siguió mirando fijamente los ojos de Ester, que eran verdes como escarabajos, y sus labios carnosos y rosados.

—¿No te parece divertido? —preguntó Ester sonriendo.

Shimon asintió con la cabeza, pero no sonrió, porque aún no había aprendido a hacerlo. Pero sabía que Ester no esperaba que sonriese. Al igual que tampoco esperaba que corriese como un niño por la playa donde todas las tardes se veían para andar desde que él había decidido establecerse en Rímini.

Ester se ruborizó levemente sin que por ello su mirada perdiese intensidad.

Ni se esperaba que él fuese feliz, pensó Shimon.

Ester se volvió para mirar el pañuelo que había planeado en el agua y que flotaba como un nenúfar. Se volvió hacia Shimon, le sonrió y se encogió de hombros como si pretendiese decirle que no le importaba, e hizo amago de echar de nuevo a andar.

Pero Shimon se metió en el agua tal y como estaba, vestido, cogió el pañuelo, y regresó al lado de ella. Lo estrujó y se lo dio.

Ester no sabía qué decir, de forma que se quedó inmóvil. Pero después, cuando vio que la ropa de Shimon chorreaba a sus pies oscureciendo la arena soltó una risotada sin poder contenerse.

Shimon la miró y mientras lo hacía pensó que desde que Mercurio había revolucionado su vida la muerte dormía a su lado, todas las noches, en la cama, con su cabeza descarnada, echándole el apestoso aliento de la corrupción a la cara. Y que su vida se había convertido en una piedra al borde de un precipicio. Una piedra que había empezado a rodar cada vez más rápido, sin el menor control, condenada al abismo. Shimon había descubierto que, durante años y años, había nutrido en su interior una ferocidad idéntica a la del mundo que tanto lo atemorizaba. Había descubierto que era capaz de matar sin sentir la menor emoción, el menor sentimiento de culpa. Sin miedo.

Había descubierto que podía vivir sin Dios. O a despecho de Dios.

Hacía ya cinco meses que había llegado a Rímini y, una vez más, algo había cambiado de manera radical. Hacía cinco meses que se repetía todas las noches que al día siguiente se marcharía y, sin embargo, siempre se quedaba. «¿Por qué?», se había preguntado. Pero tardaba en darse una respuesta que lo inquietaba. Era más sencillo simular que estaba preparado para volver a marcharse. Mantenía vivo su propósito de venganza. Mantenía vivo el objetivo primordial de su vida. Eludía una respuesta que podía ser embarazosa. «Estoy cansado», se repetía. «Necesito reposar un poco».

Pero la verdad que se cernía sobre él con la pretensión de que la reconociese tarde o temprano era que, hacía cinco meses, al llegar a Rímini, había conocido a Ester. La mujer cuyo nombre significaba «yo me esconderé». La mujer que con su nombre, solo con él, parecía conocer la historia del hombre que decía llamarse Alessandro Rubirosa.

La había visto y al escuchar su voz, tan melodiosa como la de ciertas cantantes de su lejano país, había experimentado una sensación de ligereza como si, de repente, le hubiesen quitado un enorme peso de la espalda. Pero, también se había sentido cansado. Sumamente cansado. Como si solo en ese momento hubiese podido admitir la fatiga a la que se había enfrentado.

La había visto y se había sentido perdonado, acogido. Como si esa mujer pudiese perdonar los pecados y acoger a los pecadores en su interior.

—Venga —dijo Ester—. No puede estar mojado como un pollito. Se pondrá enfermo. —Le alargó una mano.

Shimon dio medio paso hacia atrás mirando fijamente la mano de ella.

Ester la retiró. Pero su expresión no era de tormento, pensó Shimon. Así que se puso a su lado y echaron a andar hacia la Hostaria de Todeschi.

Ester solo logró mantener la seriedad durante unos pasos, después se echó a reír.

—Disculpe… —dijo tapándose la boca con una mano como si fuese una niña. Se volvió a reír señalando los zapatos de Shimon que, a cada paso que daba, soltaban un poco de agua haciendo un ruido cómico—. Parece que tenga los zapatos llenos de ranas. —Se rio a la vez que se ruborizaba y sus trenzas se deshacían con el viento—. No se ofende, ¿verdad?

Shimon negó con la cabeza. No sabía ni cómo ni por qué había sucedido. Lo único que sabía era que cuando había conocido a Ester había sentido que su coraza se resquebrajaba. En ese momento había sabido que nunca se marcharía de Rímini. Que no seguiría el rastro de Mercurio. Que no tenía ganas de privarse de la compañía de Ester. Al menos, no de inmediato.

En ciertas ocasiones, por la noche, cuando se acostaba en su habitación de la Hostaria de’ Todeschi, lo asaltaban unos pensamientos funestos, sentía de nuevo el aliento de la muerte. Pero eran pensamientos ingrávidos. Ligeros como nubes en un día ventoso. Desaparecían en un instante del panorama de sus razonamientos.

Entonces todo su ser volvía a concentrarse en Ester. Recordaba el día que acababa de pasar y se imaginaba el que estaba por venir. Y el hecho de encontrarse a caballo entre uno y otro, en esa suspensión, le causaba un gran placer. Y lo equilibraba.

Porque en ese momento Shimon sabía que no estaba solo.

—¿Le avergüenzan las miradas de la gente? —le preguntó Ester.

Shimon miró alrededor y se dio cuenta de que habían dejado atrás la playa y que estaban paseando por la zona habitada. Cuando se cruzaban con ellos, los transeúntes se volvían a mirar su ropa empapada de agua.

Shimon se dio cuenta de que Ester era la única persona con la que no se sentía disminuido por su mutismo. Esa mujer sabía hacerle preguntas cuya respuesta era simplemente sí o no. Nada más. Con ella Shimon no debía escribir, hacer gestos, esperar a que intuyese. Con ella todo era fácil.

Negó con la cabeza. La gente con la que se cruzaban le daba igual.

Ester asintió, satisfecha.

—A mí tampoco —dijo.

Shimon la miró.

«Es una buena mujer, a pesar de que es judía —le había dicho el tabernero hacía unos días tras notar que Shimon salía a pasear con ella todas las tardes. Después le susurró al oído—. Pero no es de las que se convierte, señor. Por eso haga sus cálculos… en libertad, por decirlo de alguna forma. —Al separarse de él le había sonreído como solían hacer los hombres cuando hablaban de hacer lo que querían con una mujer. Shimon lo había fulminado con la mirada. El tabernero se había arrepentido enseguida y había inclinado la cabeza farfullando—: No me malinterprete, señor…». Shimon había seguido mirándolo con expresión de desprecio.

—¿Quiere entrar en mi casa a secarse? —dijo de improviso Ester parándose delante de la puerta donde todas las tarde se despedían después del paseo—. Podría ponerse la ropa de mi marido mientras la suya se seca.

Shimon se quedó pasmado. Miró alrededor.

Ese día, después de que el tabernero hubiese exteriorizado sus vulgares insinuaciones, por primera vez desde que frecuentaba a Ester, mientras caminaba a su lado por la orilla del mar, Shimon había pensado en su cuerpo desnudo. En su calor. Y había pensado en darle un beso.

—No me interesan los chismes, ya se lo he dicho —dijo Ester.

Shimon pensó inesperadamente en la joven de la posada de Narni, que no había logrado poseer, pese al deseo que había sentido él y a la belleza de ella. Por primera vez en varios días pensó que debía marcharse de allí y seguir buscando a Mercurio. «No descansarás hasta que no encuentres a ese muchacho». Se sintió enjaulado, acorralado. Sintió que la rabia le borboteaba en el pecho. Miró a Ester como habría podido mirar a una enemiga. Luego se volvió con brusquedad y se alejó iracundo.

Ester no dijo una palabra ni intentó detenerlo.

Al llegar a la esquina, Shimon se volvió para mirar a Ester. Vio que estaba abriendo la puerta de su casa, con la cabeza gacha. Vio que la llave se le caía al suelo y que cuando se inclinaba para recogerla se pasaba el dorso de la mano bajo un ojo, como si se estuviese enjugando una lágrima.

Volvió a ver el rostro corrompido por el vicio y el cuerpo provocador de la joven de Narni que lo había humillado, que lo había hecho sentir un hombre a medias. Su respiración se inflamó en la garganta. Apretó los puños y las mandíbulas. Clavó las uñas en las palmas de las manos y sus dientes rechinaron.

Mientras Ester cerraba la puerta lentamente Shimon se precipitó sobre ella. La empujó dentro de casa, con violencia, con los ojos inyectados en sangre y abiertos desmesuradamente por la furia. Cerró dando un portazo a su espalda.

Ester le plantó cara.

Shimon se quedó quieto unos segundos. Vibrando. Después se abalanzó sobre ella con brutalidad, sin la menor consideración. La sangre le había subido a la cabeza como una oleada. Y, como la resaca, la sangre había vuelto a bajar a toda prisa por su cuerpo, lo había atravesado destrozándolo y, al reventar, había hecho crecer la carne que tenía entre las piernas. Presionó a Ester con su carne rígida, apoyando sus caderas en las de ella, agarrándole la espalda, atrayéndola hacia él. Le levantó la falda a la vez que la empujaba contra la pared. Metió una mano en las bragas de tela, las desgarró, sus dedos se insinuaron entre los muslos.

Ester cerró los ojos y abrió la boca, como si emitiera un grito mudo.

Shimon llegó a una mancha áspera de vello. La separó y se introdujo en ella. Sintió una resistencia carnosa, quebrada, hasta que, de improviso, la carne que había bajo sus yemas se abrió. Estaba mojada.

Ester no podía respirar, tenía los ojos muy abiertos.

La mano de Shimon empezó a moverse en la cálida, húmeda y viscosa boca que se había abierto entre las piernas de la joven. Una yema presionó una protuberancia minúscula, más dura que el terciopelo que la encerraba. Escuchó el cuerpo de Ester, que se transformó cuando él la tocó. La otra mano dejó de sujetar a la mujer contra la pared, se deslizó hasta el escote del vestido y lo rompió dejando a la vista los senos de ella. Apretó un pezón con ardor.

Ester gimió de dolor. Y de placer.

Shimon la besó, poco menos que mordiéndola, humillándola con la arrogancia de su lengua, que la violaba y la inspeccionaba. Se separó de la joven jadeando. Miró los labios de Ester, que brillaban, mojados por el beso. Y vio que también ella le miraba los labios, mojados por el mismo beso.

De repente, Ester cogió la mano de Shimon y la empujó con fuerza a la vez que ella apretaba las piernas, las contraía y se curvaba sobre sí misma.

Shimon experimentó una intensa emoción, como si la furia y la alegría lo estuviesen sacudiendo al mismo tiempo. Tiró a Ester al suelo con brutalidad, le levantó la falda y le miró el vello negro, que su mano había descompuesto. Vio que Ester abría poco a poco las piernas, y con ellas la apertura pulsante y húmeda. Vio que contraía los músculos del abdomen. Se desabrochó los pantalones con furia y la penetró como si debiese matarla con su carne rígida. Vio cómo desaparecía dentro de Ester. Sintió un calor inaudito y, mientras Ester secundaba sus movimientos, notó que la sangre fluía enloquecida por su cuerpo en un vertiginoso huracán.

Ester le cogió las manos y las apoyó en su pecho.

Shimon apretó los dientes hasta que los oyó rechinar en la cabeza. Dio uno, dos, tres golpes de riñones, cada vez con más ímpetu, hundiéndose dentro de ella.

—Sí… —le dijo Ester.

Pero Shimon ya no la oía. Sus gemidos le taponaban los oídos, su mente se había fundido en la arrolladora sensación que se estaba aferrando a su espina dorsal como un parásito feroz. Al final se rindió por completo a ese placer, tan similar a un desgarro.

Luego, mientras Ester lo retenía en su interior, sintió que un nudo se deshacía en sus entrañas.

Y, por primera vez desde que se había quedado mudo, sintió que podía emitir un sonido.

—Llora —le dijo quedamente Ester—. Llora…