40

—Dios mío, ¿qué te ha pasado? —exclamó Anna del Mercato cuando abrió la puerta y vio a Mercurio con la nariz hinchada.

—Nada —refunfuñó el joven de malhumor—. Me he dado un golpe.

—¿Contra el hombre que vino a buscarte esta mañana? —preguntó Anna aferrándole un brazo.

—Suéltame —dijo Mercurio desasiéndose con un empujón.

—Ese hombre no me gusta —dijo Anna.

—Me importa un carajo.

Anna alzó la mano para darle un bofetón. Mercurio le plantó cara.

—¿Qué ibas a decirme? —preguntó Anna—. ¿Que no soy tu madre?

—Exacto —gruñó Mercurio.

Anna bajó lentamente la mano. Se volvió y se dirigió a la habitación de la chimenea.

—Anna… —dijo Mercurio cayendo en la cuenta de lo que acababa de decir—. Lo siento…

—No. Tienes razón —le contestó Anna sin detenerse.

Mercurio cabeceó, frustrado. Oyó que Anna giraba el cucharón en el caldero de la sopa.

—Lo siento… —repitió entrando en la habitación.

Anna no se volvió.

—Siéntate, casi está listo —dijo.

—No lo pensaba…

—¡Vamos, siéntate de una vez, muchacho! —exclamó Anna aún de espaldas—. ¿Será posible que nunca hagas lo que se te dice?

Mercurio comprendió que Anna estaba llorando y que no quería que la viese. Se sentó a la mesa.

—Se llama Scarabello… —empezó a decir.

Anna siguió removiendo la sopa.

—Y es un malhechor.

Anna cogió el cucharón y sirvió la sopa en un cuenco grande de cerámica.

Mercurio vio que se enjugaba los ojos con la manga del vestido.

—Estoy toda sudada —dijo Anna volviéndose. Puso el cuenco en la mesa, dio una cuchara a Mercurio y se sentó delante de él.

—¿Tú no comes? —le preguntó Mercurio.

—Ya he comido —contestó Anna.

Mercurio hundió la cuchara en la sopa y comió.

—Estás a punto de cometer una tontería, ¿verdad? —dijo Anna de improviso.

Después de que Scarabello lo hubiese dejado solo delante de la Porta di Terra del Arsenal, Mercurio había dado una vuelta para inspeccionar el lugar. Los guardias que vigilaban la entraba estaban armados y no dejaban acercarse a nadie. De manera que se había alejado y había examinado los muros. En más de un punto el mortero que unía los ladrillos estaba roto y permitía trepar con las manos y clavar la punta de los pies. Si se quitaba los zapatos podía escalar por ellos, pese a que eran bastante altos. En el pasado lo había hecho ya para entrar en las casas donde sabía que había algo que robar. «Lo puedes hacer», se había dicho, pero después un soldado se había asomado por la cornisa del muro y había mirado abajo. Iba armado con un largo palo puntiagudo. Mercurio había dado vueltas alrededor de los muros buscando un punto débil, pero Scarabello tenía razón. El Arsenal era una fortaleza inexpugnable.

—¿Qué tontería? —preguntó Mercurio—. No… no…

—Se te nota en la cara.

Mercurio se metió una cucharada de sopa en la boca.

—Está buena —masculló.

—Cuéntame qué te ha pasado.

—Nada. —Mercurio dejó caer la cuchara en el cuenco.

—No tienes edad para hacer caprichos —dijo Anna. Después añadió con dulzura—: Pese a que nunca has tenido una madre.

—He elegido un sueño que es demasiado grande para mí —susurró al final Mercurio.

Anna exhaló un suspiro.

—Come, muchacho —le dijo.

Mercurio se puso de nuevo a comer lentamente, dándose por vencido.

Anna señaló su nariz hinchada.

—Me temo que está rota. —Sonrió—. Así resultarás más interesante. Tenías una naricita de niña. Ahora parecerás más un hombre. —Lo miró con afecto. Ese chico era todo lo que tenía—. No existen sueños demasiado grandes… —empezó a decir sosegadamente—. Los sueños no tienen medida. No son ni grandes ni pequeños.

Mercurio comió otra cucharada de sopa sin mirarla.

—Los hombres que se marcan una meta fácil… —continuó Anna como si estuviese razonando sola—, la alcanzan enseguida, se acomodan… y mueren por dentro. Se quedan parados durante el resto de su aburridísima vida.

Mercurio no dijo una palabra. Tenía un semblante sombrío, la cabeza inclinada sobre el cuenco de sopa.

De repente, Anna se levantó y se dirigió hacia una piedra de la pared que, mirándola bien, tenía poca argamasa alrededor. La sacó, metió la mano en el agujero y sacó un saquito tintineante. Volvió al lado de Mercurio, deshizo el nudo que cerraba el saquito y dejó caer en su regazo las monedas de oro que Mercurio le había confiado.

—¿Creías que eran muchas? Pues bien, no es así. Dobla estas monedas —le dijo—. Y cuando las hayas doblado vuelve a doblarlas. Y cuando las hayas cuadruplicado vuelve a cuadruplicarlas. Sin cesar.

—¿Y luego…? —preguntó Mercurio alzando la cabeza.

—¡Y luego te compras el barco! —exclamó Anna apoyando las manos en las caderas—. Estamos hablando de eso, ¿no? Y si el dinero no te basta lo haces con tus manos.

—¡Hablar es demasiado fácil! —estalló Mercurio encolerizado—. ¡En este mundo de mierda nadie te deja hacer lo que quieres!

—Si esperas que te dé una palmada en el hombro y te diga «pobrecito» te equivocas de medio a medio —contestó Anna—. Trata de convertirte en un hombre, ya no eres un niño.

—¡No puedo hacerlo! —gritó Mercurio. Se puso de pie de un salto y subió corriendo la escalera—. ¡Soy un estafador y basta!

Mientras lo veía subir los peldaños de dos en dos, Anna sintió miedo. Una sensación de fracaso. Quizás era similar a la que experimentaba Mercurio, se dijo. Quizás ella también tenía un sueño demasiado grande. —¡Tienes razón! —le dijo a voz en grito con la fuerza del instinto un instante antes de que Mercurio desapareciese en su habitación—. ¡No estás a la altura de algo tan extraordinario! —Contuvo el aliento.

Mercurio se detuvo unos segundos y luego bajó a toda prisa.

Anna notó que estaba conteniendo las lágrimas.

—¿De verdad crees que no estoy a la altura de mi sueño? —le preguntó Mercurio con una mirada entre asombrada y herida.

Anna lo escrutó.

—No —contestó.

—Pero es casi imposible de realizar —dijo Mercurio bajando los ojos.

Anna permaneció callada.

—Es… realmente grande… gigantesco…

—¿Es grande porque el barco es grande? —Anna le acarició el pelo y le apartó un mechón—. Tengo que cortarte el pelo si no dentro de nada te confundirán con una mujer. —Le cogió una mano y lo llevó de nuevo a la habitación de la chimenea. Lo hizo sentarse en una silla al lado del fuego—. No midas la grandeza de un sueño en función de lo que esperas obtener de él —le dijo—. Los sueños no se miden por la altura ni por el peso.

—Pero un barco…

—¿Estás seguro de que tu proyecto es tener un barco? —le preguntó Anna interrumpiéndolo. Cogió las tijeras y se puso detrás de él—. Estate quieto a menos que quieras que te corte también las orejas —dijo. A continuación metió los dedos entre los rizos oscuros de él y los cortó. Alisó el pelo con un peine de hueso claro y dio un paso hacia detrás para mirarlo.

—Nunca he pensado… —Mercurio dejó la frase inconclusa.

Anna le cortó el pelo a ras de la oreja.

—Solo eres un estafador, ¿es eso? Un delincuente que no tiene ni ideales ni sueños.

Mercurio frunció el ceño.

—No puedes entenderlo… —farfulló.

—Mírame —dijo Anna. Le puso un dedo bajo la barbilla y lo forzó a girar la cabeza hacia ella. Comprobó la longitud del pelo y lo cortó aquí y allí moviendo rápidamente las tijeras. Al cabo de unos minutos volvió a ponerse detrás de Mercurio y retocó el corte. Entonces habló—: ¿No crees que el hecho de vivir en un sumidero suponía ya un proyecto?

—¿Qué proyecto puede haber en vivir…?

Anna le dio un pescozón.

—Vaya una lengua que tienes —dijo—. ¿Quién de los dos manda? ¿Ella o tú? Se adelanta a tus pensamientos. Razona antes de contestar, pero, sobre todo, escucha las preguntas.

—He oído lo que has dicho —dijo Mercurio ofendido.

—Basta ya.

—¡Te he oído!

—¡Estate quieto o te cortaré!

Mercurio se curvó.

—Y yérguete, que no quiero destrozarme la espalda cortándote el pelo.

Mercurio resopló.

—¿Por qué vivías en una alcantarilla? —le preguntó Anna con brusquedad.

Mercurio se encogió de hombros y se rio entre dientes.

—Porque no me gustaba vivir en el palacio de mis padres, calentito, bien servido y respetado…

Anna le soltó otro pescozón.

—Si me tomas por idiota podemos dejarlo aquí —dijo, seria—. Intenta responder a mi pregunta. Los dos sabemos que no tienes padres, que eras más pobre que las ratas, que la vida es muy cruel, que todos te han tratado a patadas en el culo, y todo el resto. —Anna se plantó delante de él y le agitó las tijeras en la cara—. ¿Por qué no te quedaste con ese Scalzamorto…?

—Scavamorto —la corrigió Mercurio sonriendo.

—Qué más da, no seas puntilloso conmigo. ¡Estoy perdiendo la paciencia!

—Porque…

—¡Eres un cabezota, Pietro Mercurio de los huérfanos de San Michele Arcangelo! —resopló Anna—. Deberías haberte quedado en tu asquerosa alcantarilla maloliente, a oscuras, sin comida y solo como un perro, en lugar de…

—¡Nos encadenaba a los catres! —explotó Mercurio iracundo—. ¡Como si fuéramos esclavos! ¡Como si fuéramos de su propiedad!

—En cambio, en la alcantarilla eras…

—¡Libre, coño!

Anna hizo amago de darle un revés.

—Atento a cómo hablas, deslenguado. —Acto seguido alargó una mano hacia la cara de Mercurio y la acarició—. Libre, niño mío. Libre, sí.

Mercurio no entendía por qué tenía ganas de echarse a llorar. Se dominó, pero tenía la impresión de que algo se había quebrado en su interior. O de que se había rendido. Su mente estaba ofuscada.

—Para ser uno que nunca ha tenido pasión por el mar es muy raro que de repente quieras ser dueño de un barco —continuó Anna—. Vamos, ¿qué fue lo primero que me dijiste cuando me hablaste de tu sueño?

—Que ayudaría a Giuditta a escapar…

—No.

—El Nuevo Mundo…

—¡No! —Anna lo zarandeó por los hombros—. ¡Recuerda la emoción!

—Que quería… ser… —Los ojos de Mercurio se anegaron en lágrimas.

—¡Dilo!

—Libre…

—Repítelo.

—Que quería ser… libre.

Anna lo abrazó.

—Sí, tesoro. Eso es lo que quieres, lo que siempre has querido. No es un barco ni el Nuevo Mundo, que ni siquiera sabes cómo es, que quizás esté lleno de salvajes… Ser libre. Ese es tu proyecto. Siempre lo ha sido. —Se separó de él y le volvió a coger la cara con las manos, conmovida—. Tú llevas la libertad en la sangre. Y en el corazón. Tú… sabes de verdad lo que es, y se la quieres regalar a Giuditta. —Lo abrazó una vez más—. Tu proyecto es mucho más grande que un barco miserable. ¿Te das cuenta?

Mercurio la miró. El calor de la chimenea le secaba las lágrimas.

—A fin de cuentas, ¿qué es un barco? —dijo Anna poniéndose de pie. Cogió una escoba de sorgo y barrió el pelo hacia la chimenea. Lo recogió, lo sostuvo un instante en la mano con la mirada perdida en el pasado—. Gracias, muchacho —dijo—. Hace tiempo le cortaba el pelo a mi marido. Es bonito hacerlo de nuevo. —Dicho esto tiró el pelo al fuego y lo escuchó mientras chisporroteaba.

Mercurio pensó que aún no era libre, porque pertenecía a Scarabello. Pero con la ayuda de Anna lo conseguiría, pensó de improviso. Y la sensación le pareció más cálida que el fuego de la chimenea.

Retrocedió con la mente a su vida pasada y se vio niño, de pie en el borde de la fosa común que había más allá de la plaza del Popolo, en Roma. Recordó la rabia con la que había escrutado los cadáveres amontonados buscando a su madre. Entre los muertos. Con la esperanza de encontrarla muerta. A pesar de que era imposible que la reconociese, porque jamás había sabido quién era. Recordó y solo entonces comprendió que cuando Scavamorto lo obligaba a jugar a «mi madre era» lo que pretendía en realidad era liberarlo de la rabia… Comprendió que, a su manera, como un amo a su esclavo, Scavamorto lo había querido mucho. Y lo perdonó de todo corazón.

Con todo, nunca había buscado un padre. Siempre había deseado una madre. Lo único que había deseado era que no lo abandonase la mujer que lo había traído al mundo y que ella lo aceptase tal y como era.

Allí, delante de la chimenea, volvió a sentir con mayor intensidad la nueva sensación de plenitud interior. Y tuvo miedo de que no fuese real.

—Nosotros somos una familia, ¿verdad? —dijo.