38

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Anna del Mercato.

—Nadie —contestó Mercurio.

Anna miró al hombre alto y delgado que había preguntado por Mercurio hacía unos minutos y que ahora esperaba en una barca ancha y plana, de laguna, que estaba amarrada en el canal que había delante de la casa. Iba vestido de negro y tenía una extraordinaria melena larga y lisa, casi blanca, que llevaba atada con una cinta naranja, el mismo color del fajín que rodeaba su cintura.

—Llama demasiado la atención para no ser «nadie» —dijo.

—Sí —dijo Mercurio alejándose de ella para reunirse con Scarabello.

—¿Te sorprende que te haya encontrado, piojo? —preguntó este, risueño.

Mercurio no respondió.

—Soy el amo de este mundo, y también de ti —prosiguió Scarabello, convencido del estupor de Mercurio—. Siempre sé todo de todos. En especial de mis hombres.

Mercurio dio una patada a una piedra. Sus rizos oscuros se enroscaron en la frente. Miró a Scarabello.

—Y tú eres mío, ¿verdad? —dijo Scarabello.

—¿Qué quieres? —preguntó Mercurio.

—Tengo un trabajito para ti. Sube —dijo Scarabello.

Mercurio se volvió hacia la casa. Anna lo miraba desde el umbral, rígida e impasible.

—¿Necesitas su permiso? —Scarabello se rio.

—Idiota —dijo Mercurio saltando al interior de la barca.

—Vamos —ordenó Scarabello a los dos hombres que iban sentados a los remos con una expresión gélida en el rostro.

La barca se deslizó entre las cañas. Nadie hablaba. Solo se oía el ruido que hacían los remos al sumergirse en el agua estancada del canal.

Cuando dejaron de ver la casa, Scarabello hizo un ademán a Mercurio para que se acercase. La expresión gélida no había desaparecido de su cara. Mercurio se aproximó a él. En ese momento, con la velocidad de una serpiente, Scarabello le dio un cabezazo en la nariz.

Mercurio cayó hacia atrás sintiendo que la sangre le resbalaba por los labios y la barbilla. Sus ojos se humedecieron.

Scarabello cogió un pañuelo de lino adornado con preciosos encajes, y lo mojó con el agua del canal, mientras la barca seguía avanzando hacia Venecia. Estrujó el pañuelo, cogió a Mercurio por la pechera de su chaqueta, lo atrajo hacia él y le limpió la sangre con cuidado.

—No puedes llamarme idiota, piojo —le dijo—. ¿Está claro?

Mercurio sentía que la nariz le pulsaba dolorosamente.

Scarabello le tendió el pañuelo, que se había teñido de rojo.

—Aprieta —le dijo.

Mercurio cogió el pañuelo y taponó la sangre que seguía saliéndole de la nariz.

—Te decía que tengo un trabajito que te va como anillo al dedo —prosiguió Scarabello como si no hubiese ocurrido nada.

—No sé si quiero seguir siendo un estafador —dijo Mercurio.

Scarabello lo miró en silencio con una leve sonrisa en los labios.

—¿Por quién me tomas, muchacho? —dijo a continuación.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te he parecido alguna vez un payaso?

—No.

—Entonces, ¿por qué insistes en tratarme como tal?

—No entiendo…

Scarabello exhaló un suspiro y se sentó a su lado. Le rodeó los hombros con un brazo.

—Eres mío, ¿comprendes? Si te digo que tengo un trabajito para ti lo haces y en paz. Me importa un comino si tu Anna del Mercato te está convenciendo para que te conviertas en un campesino, un pescador, un zapatero remendón, o lo que sea. ¿Sabes qué eres, muchacho? Eres un estafador. Además de un genio del disfraz. Eso te lo tengo que reconocer. —Scarabello lo estrechó contra su cuerpo. Podía parecer tanto un gesto amistoso como un amago de estrangulamiento—. Y eres mío. —Lo soltó—. ¿Sabes lo que pienso? Pues que me ves con los ojos de… una joven. —Se rio—. Te fascinan mis vestidos, mis modales refinados… y piensas que soy otra persona. En cambio, soy ni más ni menos lo que soy, muchacho. Mira mis ojos. Solo en ellos encontrarás la verdad. ¿Te asustan mis ojos? —Sonrió—. Sí, mis ojos te asustan, porque no soy sino esto. Y, por descontado, no soy amigo tuyo ni de nadie. Y, dado que no soy tu amigo, no me interesa lo que quieres, tus crisis de conciencia. Yo soy lo único que me interesa. ¿Queda claro?

Mercurio asintió con la cabeza. Sentía que la nariz se le estaba hinchando.

Scarabello sonrió satisfecho.

—Muy bien. —Se sentó de nuevo en su sitio, cruzó las piernas y calló.

Mercurio reflexionaba buscando una solución. Había pensado que su vida estaba a punto de dar un vuelco. Que iba a poder concentrarse en su sueño, tener un barco de su propiedad y escapar con Giuditta. Amor y libertad. Pero en ese momento, mientras viajaba sentado en el banco de la barca, se daba cuenta de lo absurdos que eran sus proyectos.

«Eres un muchachito estúpido», se dijo, sintiendo un arrebato de ira.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

Scarabello le indicó con un ademán que esperase.

La barca atracó en Rialto. Se dirigieron hacia el soportal del Banco Giro, donde se reunían los comerciantes y los armadores. Scarabello hizo una señal a un hombre bien vestido y se encaminó hacia la iglesia de San Giacomo. El hombre les dio alcance, y todos se adentraron en los escombros de las Fabbriche Vecchie. Apestaba a orina y excrementos. Y a malta, ladrillos cocidos al sol y madera vieja y quemada, que se podría debido a la lluvia y a la humedad. Varias ratas del tamaño de un gato pequeño los olfatearon y huyeron metiéndose entre las piedras y los residuos que el incendio había devastado y hecho caer. Scarabello, el hombre y Mercurio se detuvieron detrás de un muro en ruinas, al lado de un montón de trastos y de materiales de construcción.

—Tengo la persona que necesita, señor —dijo Scarabello señalando a Mercurio.

—¿Un muchacho? —preguntó el hombre.

—Si alguien lo puede conseguir es él —dijo Scarabello.

Mercurio sintió una punta de orgullo.

—Dos gavias de lona —dijo el hombre—. Por el momento no hay ninguna en el mercado y mi barco debe zarpar dentro de una semana. Los únicos que tienen una buena reserva son los bribones del Arsenal. Pero se las quedan todas, y a nosotros, los armadores independientes…

—¿Es usted armador? —preguntó Mercurio interrumpiéndolo—. ¿Tiene un barco?

Scarabello lo fulminó con la mirada.

Mercurio se calló, pero de repente tuvo la impresión de que el asunto cobraba un matiz diferente. «Eres un muchachito estúpido, es cierto», pensó sonriendo. «Pero también eres asquerosamente afortunado».

—Es uno de mis mejores hombres —estaba diciendo Scarabello—. Es un mago del disfraz. ¿Cree que esto es sangre? —Le quitó de la mano el pañuelo y lo tiró al polvo, a continuación pasó un dedo bajo la nariz de Mercurio y frotó el líquido rojo entre las yemas—. Es pintura —dijo riéndose.

El armador estaba desconcertado.

Mercurio esbozó una sonrisa.

—Es cierto, señor —corroboró—. Mire, no me hace ningún daño. No está rota. —Mientras decía esto se empujó la nariz a derecha e izquierda resistiendo el dolor y abriendo desmesuradamente los ojos para que no se le anegaran en lágrimas.

Scarabello miró a Mercurio, luego a sus hombres y por último al armador. Después miró de nuevo a Mercurio con una especie de admiración, y asintió con la cabeza de manera imperceptible. El joven le gustaba y le inquietaba a la vez. Tenía la sensación, una suerte de presentimiento, de que un día le causaría problemas y que se verían obligados a enfrentarse.

—Puedo entrar en el sitio que ha dicho —aseguró Mercurio—. Y cogeré para usted las gavias de lana.

—Gavias de lona —lo corrigió el armador.

—Gavias de lona —reiteró Mercurio.

—¿Así de fácil? —preguntó el armador.

—No, de fácil nada —terció Scarabello en tono grave—. El joven se arriesga mucho. —Sus labios finos se extendieron en una sonrisa—. ¿Cuánto está dispuesto a pagar por ese riesgo, señor?

—Usted procure que mi carga pueda partir de Trebisonda y no se lamentará —dijo el armador—. ¿Algo más?

—Sí —dijo Mercurio—. Después de que le haya hecho esta cortesía, usted me enseñará cómo se compra un barco.

Scarabello y el armador lo miraron estupefactos, luego se echaron a reír a la vez.

Cuando se quedaron a solas Scarabello se encaminó de nuevo hacia la barca, que habían dejado en Rialto. Mercurio lo seguía en silencio. Subieron a bordo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mercurio.

—¿De verdad no sabes qué es el Arsenal? —inquirió Scarabello—. ¿Nunca has oído hablar de él?

—No. ¿Por qué?

Los dos remeros se echaron a reír.

La barca subió por el Canal Grande, navegó en el agua libre de la cuenca de San Marco y se dirigió a la parroquia de San Giovanni in Bragora para atracar en la zona de la Darsena Vecchia. El agua tenía un olor acre, a petróleo. Unas manchas densas y oleosas flotaban en la superficie, brillantes, sin mezclarse con el agua y tiñendo de negro las algas que emergían en ella.

—El Arsenal de Venecia es el mayor astillero del mundo. En él trabajan dos mil personas. ¿Sabes cuántas son dos mil personas? En tiempos de guerra llegan a tres mil —dijo Scarabello con cierto orgullo en la voz—. Es el lugar más vigilado de Venecia.

Mercurio lo siguió por los muelles. Dieron unos cuantos pasos y luego Scarabello se paró y apuntó un dedo.

—Esa es la Porta di Terra —dijo.

A través de la fina niebla que se había alzado Mercurio vio un gran portón. Le recordó ciertos arcos de Roma, si bien estos eran antiguos y el que veía en ese momento era completamente nuevo. A la derecha había una torre, y a ambos lados se erigían unos muros altos de ladrillo rojo. Dos guardias armados vigilaban la entrada de la Porta di Terra.

—Mi padre era un arsenalotto —explicó Scarabello en un tono que a Mercurio le pareció casi triste—. Eso significa que era uno de los privilegiados que trabajaban en el Arsenal, pero al muy capullo lo pillaron robando cabos. —Cabeceó—. El Arsenal ofrece grandes ventajas a sus operarios —continuó—. La Serenísima mantiene a los arsenalotti durante toda su vida y luego sus hijos tienen derecho a trabajar allí, pero se rige por normas militares. Después del deshonor que cometió mi padre, mi madre y yo fuimos expulsados de la casa en que vivíamos y abandonados a nuestro destino por esta ciudad de mierda. Mi madre se dedicó… bueno, adivina lo que puede hacer una mujer, pero tenía los pulmones débiles, y al invierno siguiente murió de tisis. Yo me convertí entonces en lo que soy. —Miró la Porta di Terra—. Nunca lo he lamentado. Si no hubieran descubierto a mi padre es muy probable que hoy fuera un arsenalotto que se dejaría la piel construyendo barcos por cuatro perras. Puede que incluso me sintiera afortunado. Qué extraña es la vida. —Miró a Mercurio. Cogió un trozo de madera y dibujó en el barro los muros que rodeaban el Arsenal y la Porta di Terra. Después hizo una señal—. Los almacenes de las velas están aquí, en el lado sur de la Darsena Nuova. Lo sé porque visitaba a mi padre y él trabajaba cerca, en la Tana, que está al sur del depósito de las velas. —Hizo otro ademán pegado a los muros perimetrales—. Es la tienda del cáñamo público. Verás cabos y gúmenas de todos los tamaños. Siempre hay un ir y venir de gente. Yo en tu lugar iría allí después de robar las gavias. Si te paran les dices que tu capataz te ha mandado para verificar el diámetro de los rebenques de envergue, porque los demás están encajerados.

—Capataz… reben… encaje…

—Rebenques de envergue.

—Rebenques de envergue… encajerados…

Scarabello dibujó un canal al otro lado de los muros.

—Este es el rio de la Tana. —Apuntó el brazo hacia la derecha—. Está allí, y da directamente al agua abierta. En la parte posterior de la Tana hay una escalera. Yo subía siempre por ella cuando era niño y saltaba a los muros. Es un buena altura, pero puedes hacerlo. Luego, cuando estés en los muros, te tiras al canal. Busca a alguien que no llame demasiado la atención y que tenga una barca. Podría ser un pescador. Y ya está. Te recoge y os marcháis. —Scarabello sonrió y borró el dibujo con la punta de su bota—. ¿A qué te referías cuando le dijiste al armador lo del barco? —le preguntó.

—Un día quiero ser propietario de uno —respondió con ímpetu Mercurio.

Scarabello arqueó una ceja. Mercurio volvió a sentirse estúpido.

—Traza un plan para entrar en el Arsenal. —Scarabello dio una pequeña bofetada a Mercurio e hizo amago de irse—. Enseguida.

—¿Qué le ocurrió a tu padre? —le preguntó Mercurio.

Scarabello se paró y se volvió.

—Lo condenaron por alta traición y lo ahogaron en la laguna.

—¿Lo ahogaron? —preguntó en voz baja Mercurio.

—Es el método limpio de la Serenísima. Mira alrededor. Si algo no nos falta es agua.

Mercurio sintió que el miedo lo estrangulaba.