36

—¡Cierra! —ordenó una voz.

Las bisagras chirriaron. Los dos portones chocaron emitiendo un ruido sordo. Se oyeron rechinar las barras, hierro contra hierro.

—¡Cerrado! —dijo una voz.

—¡Cerrado! —repitió otra.

A continuación se hizo silencio.

La comunidad judía se había reunido al completo en el campo del gueto nuevo. Nadie se había quedado en casa. No habían obedecido a un proyecto, o a un plan. Simplemente se habían reunido todos en el campo. Y todos tenían la misma expresión de asombro pintada en el rostro.

Por primera vez en sus vidas los iban a encerrar. Era la primera noche.

En el silencio que siguió al cierre de los dos portones nadie sabía qué hacer. Nadie se movía. Los ojos de todos estaban clavados en los portones cerrados a cal y canto desde el exterior.

—Como gallinas en un gallinero —dijo de improviso una vieja con una voz ronca—. Es repugnante.

En el silencio, todos la oyeron.

—Podías haber encontrado otro ejemplo —le dijo un hombre que estaba a su lado.

Todos lo oyeron también a él.

—Como un puñado de chinches en una petaca —dijo entonces la vieja—. Como una tribu de escarabajos en un orinal. ¿Sigo?

—No —respondió otra voz.

El silencio se instaló de nuevo en el campo.

En ese momento, el tonto de la comunidad, un muchachito con la boca perennemente abierta y un chorro de baba que le llegaba al mentón, empezó a entonar con su desagradable voz una vieja nana que se cantaba a los niños por la noche para que se durmiesen: —En la oscuridad hay una luz… y en ella, dentro de ti… cierra los ojos y la verás…

Una niña de unos cinco o seis años que se estaba restregando los ojos muerta de sueño alargó una manita y se la dio al tonto.

—Cierra los ojos y la verás… es la luz del ángel que vela por ti… es la luz de mañana…

Conmovido, el padre del tonto cogió la otra mano de su hijo y se la estrechó. Y la madre cogió la mano de su marido y apoyó la cabeza en un hombro.

—Canta, hijo mío —dijo quedamente.

—Es la luz de mañana… que será tu día, tesoro… porque la oscuridad ya es luz dentro de ti…

—Porque la oscuridad ya es luz dentro de mí… —repitieron los niños en el campo del gueto nuevo, como imponía la canción.

Y sus padres los acariciaron y los cogieron de la mano mientras el tonto concluía la canción: —Porque la oscuridad ya es luz dentro de nosotros… porque el cordero ha encontrado de nuevo a su rebaño… Duerme, amor mío, duerme… no tengas miedo, ángel mío… porque en la luz no hay miedo.

Una a una, en silencio, en el nuevo silencio, todas las personas de la comunidad se cogieron de las manos, sin importar quién estaba a su lado y sin apartar la mirada de los portones cerrados, y formaron una cadena que no tenía ni principio ni fin.

Entonces la voz del rabino se alzó, seria y emocionada: —Mañana al amanecer, cuando abran las puertas, seremos de nuevo una multitud. Pero esta noche somos uno solo.

Amén Sela —respondieron todos a coro a la oración, que nunca habían pronunciado hasta entonces.

Se hizo un nuevo silencio.

En ese momento, al otro lado del muro, una voz gritó:

—¡Te sacaré de ahí, Giuditta! ¡Te sacaré de ahí, te lo juro!

Todas las mujeres, las jóvenes e incluso las niñas que se llamaban así se preguntaron de quién sería la voz y las más vanidosas esperaron que fuera para ellas, pese a que solo Giuditta di Negroponte reconoció a Mercurio. Al hacerlo sintió una profunda emoción, como si la voz removiese algo en sus entrañas contra su voluntad y pese a que se había jurado a sí misma que no pensaría más en ello.

Su padre, Isacco, se volvió para mirarla.

Giuditta enrojeció.

—Entremos en casa —dijo furibundo—. Tengo frío.

En un instante, dos guardias que iban a bordo de una de las barcas que daban vueltas alrededor del gueto judío, tras encontrar una palanca que, a modo de puente, unía la orilla de un angosto río con el muro de ladrillos rojos recién construido, divisaron una figura oscura en lo alto de uno de ellos.

—¡Baja de ahí! —gritó uno de los guardias mientras el otro cargaba su ballesta.

Mercurio alzó las manos en señal de rendición y bajó del muro.

Uno de los guardias lo agarró con malos modos y lo zarandeó hasta hacerlo caer en el fondo viscoso de la barca.

—¿Qué creías que estabas haciendo, idiota? —gruñó. A continuación ordenó con un ademán a su compañero que se sentara a los remos, hasta que atracaron en el muelle de los Ormesini.

Una pequeña multitud de cristianos curiosos se apiñaba hasta las blancas piedras de Istria, cuadradas, que delimitaban los muelles del canal San Girolamo, justo delante del campo del Gheto Nuovo. Tampoco ellos podían apartar la mirada del portón cerrado. Incluso los que decían que detestaban a los judíos parecían estupefactos, como si jamás hubieran creído que se pudiera llegar a tanto.

—Dios misericordioso —dijo una mujer que llevaba de la mano a su nieta haciéndose la señal de la cruz—, los hemos enjaulado.

El guardia bajó de la barca y se abrió paso entre la gente arrastrando a Mercurio hasta llegar a una humilde casa de color rojizo. Abrió la puerta y lo hizo entrar en una habitación de techo bajo y oprimente. En el aire flotaba un olor rancio a vino. El guardia empujó a Mercurio hacia delante.

—Hemos detenido a este muchacho que gritaba que quería ayudar a una joven, capitán. Puede que sea judío —explicó.

El capitán alzó la mirada del vaso de vino que tenía delante. Tuvo que hacer un esfuerzo para enfocar al prisionero. Cuando lo logró su rostro enfurruñado se iluminó y soltó una carcajada.

—¡Mediocura! —exclamó.

Mercurio miraba al capitán Lanzafame sonriendo.

—Déjanos solos, Serravalle —ordenó el capitán al guardia.

El guardia asintió con la cabeza, salió de la habitación y cerró la puerta.

—Siéntate, mediocura —dijo Lanzafame, que se había puesto de buen humor, señalándole un taburete de tres patas que había delante de la mesa—. Bebe conmigo —dijo alargándole la botella.

—No, gracias, no bebo.

—Beberás conmigo por educación, muchacho.

Mercurio se llevó la botella a los labios y la inclinó hacia arriba haciendo amago de beber, pero la tapó con la punta de la lengua para que el vino no cayera. Fingió tragar y luego devolvió la botella al capitán.

Lanzafame lo miró risueño.

—Yo hacía lo mismo cuando era niño y mi padre me obligaba a beber —dijo el capitán con melancolía—. Ojalá hubiera seguido haciéndolo.

—Se equivoca, capitán, yo he beb…

—¡Mediocura! —lo interrumpió Lanzafame dando un puñetazo a la mesa—. Acepto que no bebas. Hasta he sonreído, pero no me lo pagues tomándome el pelo, porque podría cabrearme.

—Disculpe —dijo Mercurio mirando al suelo.

—Así está mejor —dijo el capitán Lanzafame antes de coger de nuevo la botella y apurarla—. ¡Serravalle! —gritó.

El guardia se asomó a la habitación. Tenía el pelo largo y castaño, que se ensortijaba alrededor de su cara redonda, alargada por una barba de chivo. Sus ojos claros y vivaces sabían lo que quería el capitán. Abrió el armario que estaba a la izquierda de la puerta, cogió una botella y la abrió con su navaja. Luego se retiró.

—Era un buen soldado. Uno de los mejores, y ahora se dedica a vigilar a los judíos —rezongó Lanzafame con una punta de rabia en la voz. Miró fijamente a Mercurio con ojos extraviados.

—No sabía que era usted el comandante del pelotón —dijo Mercurio para romper el silencio.

—¿Pelotón? —Lanzafame lo enfocó de nuevo—. Los cattaveri también lo llaman así. Ocho hombres en total, cuatro a pie y cuatro en barca no forman un pelotón. Además, ningún pelotón vigilaría un grupo de judíos desarmados. ¿Para qué? ¿Para impedir que salgan por la noche? —Lanzafame bebió un sorbo de la nueva botella—. Por la mañana abrimos los portones y los presuntos prisioneros van libremente a donde quieren… Los cristianos entran en el campo y les piden dinero en préstamo o negocian con ellos… ¿Sabes lo que significa eso? Una sola cosa. Que los cristianos tienen miedo de la noche, muchacho. Igual que los niños. Esta payasada no durará mucho.

Mercurio asintió con la cabeza sin saber qué decir.

—¿Dónde has metido la sotana? —le preguntó el capitán.

—La perdí.

—Bueno, Dios no se enojará conmigo si digo que no lo lamento. Siempre pensé que era una pena que fueras cura. Y ahora ¿qué haces?

—Quiero ser propietario de un barco —dijo con énfasis Mercurio.

—De mediocura a medioidiota, no es, lo que se dice, un gran paso adelante —comentó Lanzafame riéndose.

Mercurio, en cambio, permaneció serio. Impasible.

—Un día tendré un barco.

A Lanzafame le impresionó la fuerza que emanaba del joven. Una fuerza que, era consciente, él había perdido ya.

—Es algo tan estúpido y absurdo —dijo sintiendo una mezcla de rabia y sarcasmo, de humillación y nostalgia que ya no era capaz de ser— que, te lo juro aquí mismo, si lo logras, te escoltaré sin pedirte una sola moneda a cambio.

—Le tomo la palabra —lo desafió Mercurio.

Lanzafame lo miró con la decepción y la debilidad que el vino estaba causando en su alma. Después se sobrepuso.

—¿Quién es la chica a la que quieres ayudar a escapar?

—No la conoce —contestó Mercurio con una vaguedad intencionada.

—¿Y tú cómo coño sabes a quién conozco y a quién no, muchacho?

Mercurio calló.

—¿No será la hija del médico?

—¿Qué médico?

—Estás empezando a caerme gordo, muchacho. —Lanzafame se inclinó sobre la mesa y tocó el pecho de Mercurio con un dedo—. Y eso no es bueno para ti. Ya estoy hasta los huevos de estar aquí. Hace menos de un año era uno de los héroes de Marignano y ahora me veo obligado a hacer de vigilante nocturno para sobrevivir. Comprenderás que mi humor no sea de los mejores.

Mercurio asintió con la cabeza.

—Sí, es ella.

Lanzafame exhaló un suspiro.

—El muchachito que iba contigo ahora acompaña al fraile predicador que está pervirtiendo últimamente a Venecia. Menuda pareja de imbéciles —dijo cambiando de tema.

—Pues sí.

—¿No debías entregarlo con la chica a un pez gordo de la Iglesia?

—Debía, sí…

Lanzafame asintió.

—Pero el pez gordo no existía y por eso…

Mercurio sonrió. Lanzafame también.

—¿Y qué ha sido de ella?

—No lo sé. Nos hemos perdido de vista.

—Lástima. Es muy guapa.

—Si la veo le diré que venga a visitarlo.

—Soy demasiado viejo para ella. Te conviene a ti. Además, es cristiana, no judía —dijo Lanzafame—. Todo mucho más sencillo, ¿no te parece?

—No estoy hecho para las cosas sencillas —contestó Mercurio encogiéndose de hombros.

—¿Qué haces aquí? —La voz de Serravalle retumbó fuera de la ventana que daba a la habitación—. ¡Vete!

Lanzafame se volvió y preguntó alzando la voz:

—¿Quién es, Serravalle?

—Nadie, señor —contestó Serravalle—. Una joven.

Lanzafame miró a Mercurio.

—Puede que sea tu novia, la cristiana.

—No es mi novia —replicó Mercurio.

—Bueno, da igual. Antes me pareció verla dando vueltas por aquí…

—Eso es imposible —lo interrumpió Mercurio.

Lanzafame lo miró atónito.

—¿Por qué dices que es imposible?

Mercurio pensó que solo lo había dicho porque la idea no le gustaba. Benedetta le había causado ya demasiados problemas.

—No lo sé —dijo inclinando la cabeza—. He dicho una tontería. —Miró a Lanzafame—. Sea como sea, ella no me interesa y, menos aún, las cosas sencillas.

—Quizá deberías empezar a aficionarte a ellas, al menos mientras siga aquí de guardia —replicó Lanzafame con dureza—. Pese a que esto es una payasada y no me gusta, cumplo siempre con mi deber, recuérdalo. Que no te vuelvan a pillar. Y no metas extrañas ideas en la cabeza a la joven judía. Si la capturan por ahí de noche se meterá en un buen lío. —Miró a Mercurio en silencio.

Mercurio apenas podía reconocer al hombre que había visto montado a caballo y luciendo la armadura y las insignias bélicas. Ya no veía la mirada orgullosa del guerrero que tanto lo había fascinado, y sintió una gran pena.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Lanzafame bebió con rabia un sorbo y se puso en pie tambaleándose.

—Ahora vete, muchacho. Sigue tu camino, que yo tengo cosas que hacer. —Se dirigió hacia la puerta, la abrió y con un ademán ordenó a Mercurio que se marchase—. Deja que se vaya, Serravalle —dijo a su hombre—, y tú vuelve a la barca.

—Sí, señor —dijo Serravalle. Agarró a Mercurio por un brazo y lo empujó hasta la orilla de los Ormesini. Cogió una piedra y dijo—: Vete, desgraciado.

Cuando Mercurio se hubo ido el capitán Lanzafame bebió otro sorbo, cogió un cubilete de hueso y unos dados, y salió. Se dirigió al portón del gueto. Hizo una señal a los guardias para que le abriesen y entró.

Isacco lo estaba esperando en el interior.

—Buenas noches, doctor —dijo Lanzafame.

—Buenas noches, capitán —contestó Isacco sonriendo.

—¿Jugamos?

—¿Qué pensarán de usted si lo ven en compañía de un judío?

—¿Qué pensarán de usted si lo ven en compañía de un goy?

Los dos amigos se sentaron en el suelo apoyando la espalda en la pared. A continuación el capitán lanzó los dados hacia el portón.

—¿Sabes a quién he visto esta noche? —dijo Lanzafame.

—¿Tengo que fingir que no lo sé? —contestó Isacco cabeceando.

—¿Por qué? ¿Lo sabes?

—Gritó esas tonterías a pleno pulmón.

Lanzafame se rio.

—Es simpático, ¿verdad?

—Si no fuese el padre de Giuditta me parecería más simpático.

—Ya. —Lanzafame asintió—. Te toca a ti, tira.

Isacco hizo girar los dados en el cubilete de hueso y luego los lanzó hacia el portón.

—Esta payasada terminará pronto, doctor —dijo Lanzafame.

—Puede que, visto desde fuera, parezca una payasada, capitán. Pero aquí dentro no lo consideramos igual. Créame.

Lanzafame calló durante unos segundos.

—Acabará pronto —insistió.

—Ni siquiera debería haber empezado —dijo Isacco en tono sombrío.

Lanzafame recogió los dados y los lanzó distraídamente. Después pasó el cubilete a Isacco, que hizo lo mismo con idéntica distracción. Mientras contaba los puntos de Isacco, cogió un collar fino, carente de valor, y pasó por encima el pulgar.

Isacco lo reconoció.

—Es de Marianna, ¿verdad? —preguntó.

Lanzafame metió los dados en el cubilete, pero no los tiró. Se quedó parado desgranando el collar como si fuera un rosario.

—No volveré a ejercer como médico —afirmó Isacco.

—Te equivocas.

—Capitán, no soy médico. Soy un estafador…

—Todos los médicos lo son —bromeó Lanzafame.

—Hablo en serio. No soy trigo limpio.

—Isacco, escucha. —Lanzafame dejó el cubilete de los dados y cogió a Isacco por el cuello de la camisa—. No soy un confesor y tú, en todo caso, no eres cristiano. Por eso no tiene ningún sentido que te confieses conmigo y aún menos que yo te escuche. —Soltó la presa—. Sé quién eres. El resto me da igual —dijo de manera expeditiva y miró de nuevo el collar.

—¿La echa de menos? —susurró Isacco.

—Como el aire —contestó Lanzafame sin alzar los ojos—. Nunca se lo dije ni me lo dije.

—Hay personas que se nos meten por la piel.

Lanzafame se volvió a mirarlo. Tenía los ojos velados por el vino y las lágrimas.

—¿Tu mujer se metió por tu piel?

—Sí —Isacco exhaló un suspiro—, y no volvió a salir.

—Juega, doctor —dijo Lanzafame agitándose—. No me gusta que nos pongamos nostálgicos.

Isacco tiró, pero ninguno de los dos cogió los dados.

—Puede que tu hija Giuditta haya entrado dentro de la piel de ese joven —insinuó Lanzafame.

Isacco se encogió de hombros.

—Peor para él.

—O afortunado él —dijo Lanzafame—. Nosotros hemos perdido a nuestras mujeres, él la acaba de encontrar.

—¿Quiere jugar o hablar, capitán? —estalló Isacco.

Lanzafame lanzó los dados asintiendo con la cabeza, pensativo.

—Ese joven es un camorrista.

—No me cabe ninguna duda —masculló Isacco.

Lanzafame le dio una palmada en un hombro.

—No obstante, reconoce que le tienes simpatía.

Isacco se levantó.

—Puede fingir que no lo sabe, pero soy un estafador —dijo seriamente—. Me marché de la isla de Negroponte, porque todos sabían ya quién era. Además, Giuditta nunca habría tenido un futuro allí: nadie se casa con la hija de un estafador, salvo otro estafador. Vine para ofrecerle una oportunidad. Por eso, que me parta un rayo si permito que ese timador de pacotilla se acerque a ella después de todas las millas que hemos recorrido.

—Sería una bonita broma del destino, ¿verdad? —dijo Lanzafame riéndose.

—Haga su trabajo, capitán. Procure que ningún judío peligroso se dedique a devorar niños cristianos —dijo Isacco con la cara roja como un tomate—. Me voy a dormir.

Lanzafame se rio aún más fuerte. Esperó a que Isacco cruzase el campo del Gheto Nuovo. Vio que desaparecía bajo el pórtico donde se encontraba la casa de empeños de Asher Meshullam y que luego entraba por una puertecita estrecha. Miró hacia arriba. En el cuarto piso una vela temblaba detrás de una ventana. Se imaginó a una joven judía pensando en un joven cristiano. Su corazón se enterneció y sintió un doloroso vacío en el alma. Ordenó a los guardias que abrieran el portón y volvió a toda prisa a su botella de malvasía.