Después de casi diez días de búsqueda Mercurio tenía la moral por los suelos. Donnola parecía haberse evaporado. Nadie sabía nada de él. No frecuentaba a las personas de antes, no iba a las tabernas de siempre. Algunos aventuraban incluso que podía haberse ahogado en un canal. La mayor parte de la gente, en cambio, solo sabía que había empezado a trabajar como ayudante de un médico del que nadie en Venecia había oído hablar aún ni sabía dónde se alojaba.
Mercurio hizo el enésimo intento en la taberna del Omo Nudo, un local miserable en el que, tiempo atrás, Donnola pasaba sus veladas. Se asomó y miró dentro, pero no vio rastro de él.
Cuando salió vio llegar por la calle del Sturio, procedente de Ruga Vechia San Giovanni, a un reducido grupo de jóvenes bien vestidos. En medio de ellos iba otro bastante más elegante que sus compañeros y que cojeaba, balanceándose como un cangrejo, con un brazo entumecido levantado para no perder el equilibrio. Mercurio reconoció al príncipe Contarini, se volvió y echó a correr hacia la Riva del Vin. Se volvió al llegar a la esquina, pero ni el príncipe ni sus secuaces habían notado su presencia.
Exhaló un suspiro de alivio y cuando se disponía seguir por la orilla vio que el príncipe estaba llamando a la puerta de una casa miserable. Se detuvo para espiarlo, intrigado, y vio que Zolfo le abría y lo saludaba con una reverencia. Detrás de él apareció la figura del fraile, que también se inclinó. El príncipe entró en la casa cojeando, seguido de sus hombres.
Mercurio retrocedió. Se acercó a la puerta y espió por una de las ventanas de la planta baja, por la que salía una tenue luz. Vio una habitación miserable, desierta, con dos jergones en el suelo. Fue a la ventana adyacente. Esta vez la habitación era algo más grande, aunque también pobre. En ella había una mesa y cuatro sillas, una chimenea y un escritorio. Eso era todo. A la mesa estaban sentados el príncipe Contarini y el hermano Amadeo. Zolfo estaba detrás del fraile y los cinco hombres del príncipe se habían quedado de pie, diseminados por la habitación. Uno de ellos se aproximó a la ventana.
Mercurio se pegó a la pared conteniendo la respiración.
El hombre se asomó, pero no miró alrededor. Después, uno de sus compañeros se acercó a él y murmuró algo. El hombre se volvió hacia el interior de la habitación.
—Lee, fraile —dijo el príncipe.
Mercurio miró a hurtadillas por la ventana. El hombre que estaba de espaldas a ella le obstaculizaba la vista, pero aun así Mercurio pudo ver que el príncipe le había pasado un bando al hermano Amadeo. El fraile acercó una vela y lo leyó en voz baja. A medida que lo iba haciendo abría más y más los ojos.
—¿Es posible? —exclamó cuando hubo acabado.
—Te prometí que te ayudaría en tu batalla, fraile —dijo el príncipe—. Esto es solo el principio. Los judíos tendrán lo que se merecen.
El fraile se hincó delante de él y besó la mano que el príncipe se había apresurado a tenderle.
—¡Es la voluntad de Cristo! —dijo—. ¡Y usted es su amado apóstol, señor!
—Me ha costado mucho dinero y muchos esfuerzos —explicó el príncipe.
Confiando en su instinto, Mercurio pensó que el príncipe estaba mintiendo. Pese a que no sabía de qué estaban hablando, estaba seguro de que se estaba jactando de un éxito que no era, desde luego, mérito suyo.
—Solo para empezar, solo para empezar, fraile… —se regodeó el príncipe.
—Dios se lo pagará con creces, señor —aseguró el fraile. A continuación cogió a Zolfo de una manga y lo obligó a arrodillarse—. Besa la mano de nuestro protector —le dijo.
Mercurio vio que Zolfo obedecía a su pesar.
«Quizá sea menos idiota de lo que creía», pensó.
—Ahora que sabes quién soy y lo que puedo hacer por tu causa —prosiguió el príncipe— quiero que escuches lo que pretendo de ti para que tu cruzada, que ahora es la mía, logre su objetivo y tenga una gran resonancia.
—Comandante —dijo el hermano Amadeo inclinando la cabeza—, Dios habla por su boca, de forma que este humilde siervo nunca podrá negarle nada.
—Pamplinas —soltó Mercurio sin darse cuenta.
El hombre que estaba al lado de la ventana se volvió de golpe. Mercurio se pegó de nuevo a la pared, pero no fue lo bastante rápido.
—¡Sé quién eres! —gritó el hombre asomándose y tratando de cogerlo.
Mercurio huyó en dirección a Ruga del Vin. Oyó que la puerta se abría detrás de él, pero sabía que les llevaba demasiada ventaja para que pudieran darle alcance. Corrió por la orilla hasta llegar al puente de Rialto y una vez allí se perdió en la multitud. Miró hacia atrás. No vio a nadie, así que se encaminó a toda prisa a la taberna de la Lanterna Rossa.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Benedetta al verlo entrar en la habitación que habían compartido hasta hacía diez días.
Mercurio se quedó de pie en la puerta sin decir palabra. Después la cerró poco a poco.
Benedetta parecía cansada, sus ojeras oscuras resaltaban en su tez de alabastro. El vestido que lucía estaba arrugado. La habitación olía mal.
—Ya sabes lo que me ordenó Scarabello —se justificó, por fin, Mercurio—. Tengo que estar fuera de Venecia por una temporada…
—Siempre hemos estado juntos… —dijo Benedetta.
—Si piensas que me roba tu dinero…
—Yo no he dicho eso —lo atajó secamente Benedetta.
Mercurio asintió con la cabeza, avergonzado. En esos diez días había pensado a menudo en el beso que se habían dado y en el seno cálido y suave de Benedetta.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó Benedetta. Su mirada delataba un hondo pesar. Humillación. Y vergüenza por haber sido rechazada. Se rio para ocultar sus sentimientos—. ¿Qué creíste, que lo hice en serio? Eres un crío estúpido.
—Oye… lo siento… Yo…
—Cállate. —Benedetta se encogió de hombros y esbozó una sonrisa forzada, como si el asunto le trajese sin cuidado. Miró a Mercurio. Pensó que era guapísimo. Sintió que un nudo le subía del estómago a la garganta, y por un momento temió echarse a llorar. Se rio y se dio una palmada en un muslo—. No se puede bromear contigo, picas siempre el anzuelo como un idiota.
—No, de verdad, Benedetta… Lo siento —repitió Mercurio.
La joven tuvo la certeza de que no iba a poder contener las lágrimas. Se acercó a él y le dio un empujón.
—Vete —dijo. Luego se dirigió a la palangana de agua y fingió que se lavaba la cara.
—He visto a Zolfo —dijo Mercurio apresurándose a cambiar de tema para salir del apuro.
—¿Dónde? —preguntó Benedetta mientras se secaba. Un mechón de pelo, de un tono cobrizo especial, se le rizaba en la frente.
Mercurio pensó que era guapa.
—Tendrás un montón de pretendientes —le dijo.
—¡Vete a la mierda, Mercurio! —soltó Benedetta.
—¿Qué he dicho?
Benedetta lo miró en silencio. Jamás notaría su presencia, aunque se desnudase delante de él. Sintió una punzada en el pecho.
—¿Dónde has visto a ese imbécil?
—Vive con el fraile en la planta baja de una casa, en la calle del Sturion, detrás de Ruga Vechia San Giovanni…
—Ah…
—Lo he visto mientras venía hacia aquí. ¿Sabes quién había ido a verlo?
—¿Quién? —A Benedetta le costaba seguir la conversación como si no le importase nada.
—El príncipe…
Benedetta sintió una punzada en la barriga. Un estremecimiento en la espalda. Pensó en su madre y, una vez más, se sintió sucia.
—El príncipe loco… No recuerdo cómo se llama…
—Contarini —dijo Benedetta en voz baja.
—Ah, sí, Contarini, eso es.
—Rinaldo Contarini… —susurró Benedetta. Se dio media vuelta, se acercó a una caja de madera que había en el suelo, cogió una aguja larga y se recogió el pelo en un moño.
—Están tramando algo —prosiguió Mercurio sin advertir la turbación de Benedetta—. Tenían un bando y decían que eso era lo que se merecían los judíos… pero no lo entendí. El fraile estaba encantado y el tullido le dijo que lo ayudaría. Forman una pareja espantosa… juntos dan miedo.
—¿Dónde has pasado estos días? —preguntó Benedetta a bocajarro.
—Fuera.
—¿Dónde?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Siempre hemos estado juntos.
—Eso ya lo has dicho.
—Vete a la mierda, Mercurio.
—Eso también.
—Somos una pareja.
—¿Qué significa…? —preguntó Mercurio alarmándose.
—Relájate, idiota —dijo Benedetta, que, de nuevo, se había sentido herida—. Somos una pareja de ladrones. ¿Lo has olvidado?
—No…
—Así que debemos estar juntos. Iré dondequiera que vayas.
—No puedes quedarte donde estoy ahora… —dijo Mercurio.
—¿Por qué?
Mercurio nunca había tenido a una persona como Anna.
—Porque no —contestó, pero se arrepintió enseguida de haberle respondido de forma tan seca y añadió—: No obstante, vengo a Venecia todos los días y podemos…
—Sí, ya me han dicho que un idiota va por ahí buscando a Donnola… —dijo Benedetta. Pensó que debería haberse callado, pero no había podido contenerse—. ¿Por qué lo buscas?
—Por nada… —contestó Mercurio—. Oye, Benedetta… estoy tratando de cambiar de vida… o, al menos, eso creo… Quiero decir, en este momento no lo sé, pero… en fin, ¿nunca piensas en eso?
—¿En qué? —preguntó Benedetta a la defensiva.
—En cambiar de vida.
—Yo he cambiado de vida. Primero vivía en Roma y ahora en Venecia. Primero pagaba al gusano de Scavamorto y vivía en una casucha con unos animales que solo pensaban en tocarme el culo y ahora estoy en una taberna de mierda con uno al que le dan asco mis tetas… —Se detuvo—. Era una broma —aclaró enrojeciendo—. Me refiero a lo último que he dicho.
Mercurio sacó del bolsillo el saquito donde guardaba las monedas de oro que habían ganado en el primer golpe que habían dado juntos. Contó la parte de Benedetta y se la dio.
—¿Te estás desembarazando de mí? —le preguntó Benedetta con descaro, pero sintiendo que le temblaba la voz—. Lo de las tetas era una broma…
—Te estoy dando tu parte…
—¿Te estás desembarazando de mí? —repitió Benedetta.
—No. Trabajaremos siempre juntos —contestó Mercurio. La miró. Sintió que estaba mintiendo—. Al menos, eso espero. Pero quiero cambiar de vida… Quiero tener un proyecto…
—¿Otra vez con esa tontería? ¿Qué os pasa a todos? Zolfo con el cura y tú con esa vieja de mierda…
—No la llames así —dijo Mercurio crispado.
—¿Estás con ella? —preguntó Benedetta.
—No es asunto tuyo.
—De manera que estás en su casa.
—No es asunto tuyo, Benedetta.
—¿Y si quisiera ir yo también?
Mercurio la escrutó, preocupado.
Benedetta se rio.
—Pero ¿quién quiere ir allí? Relájate, idiota —dijo haciendo un esfuerzo para que pareciese que bromeaba—. No obstante, ahora sé dónde te escondes.
Mercurio la miró unos segundos más.
—Tengo que marcharme —dijo acto seguido. Abrió la puerta, salió y bajó la escalera con el corazón encogido. No sabía cómo comportarse con ella. Quizá debería haberla invitado a casa de Anna del Mercato, pero no podía. Se decía que Anna era suya y que no quería compartirla con nadie.
Llegó a la planta baja, cruzó el patio maloliente de la taberna y salió a la calle sin mirar alrededor, abrumado por el sentimiento de culpa.
A cierta distancia, Isacco se tambaleaba en la calle. Caminaba balanceándose, borracho, apoyándose en las paredes de las casas, desconchadas por la salinidad.
Una pareja de caballeros lo miró con desaprobación cuando pasó por su lado. Isacco remedó una reverencia.
—¿Necesitan un médico, señores? —preguntó con la voz pastosa—. Inicié mi breve carrera matando a mi esposa, y ahora he matado también a la puta del capitán Lanzafame. Por eso, si necesitan que mate a sus esposas solo tienen que contratar mis servicios. —Se rio sin poder evitarlo a la vez que trataba de hacer una segunda reverencia, y cayó de bruces en el barro—. Soy el médico Matamujeres, a su servicio —gritó mientras los dos caballeros se alejaban de él.
Mercurio lo vio.
—¡Doctor! —exclamó dándole alcance.
Isacco lo miró con los ojos ofuscados por el exceso de vino. El sentimiento de fracaso que le había causado la muerte de Marianna, la mujer de Lanzafame, lo había postrado, lo había sumido en una profunda desesperación. Isacco no recordaba cuántas botellas se había bebido con el capitán; no recordaba cuántas veces se le había tirado encima llorando por la muerte de su mujer, de la que se volvía a acusar; no recordaba que Lanzafame lo había echado de su casa ni que había rodado por la escalera hasta llegar a la planta baja. No recordaba ni sabía por qué le sangraba un labio y le dolía un brazo, por qué tenía los calzones desgarrados en una rodilla y en el culo. Solo recordaba que cuando había vuelto a su casa no había podido soportar la mirada angustiada de Giuditta. Que había empujado a Donnola, quien intentaba retenerlo, y que había escapado, avergonzado por haberse comportado de esa forma.
—¿Qué le ha pasado, doctor? —preguntó Mercurio tratando de levantarlo del suelo.
Isacco lo miró con más atención. Lo centró y, al final, lo reconoció.
—¡Eres el estafador!
—No chille, doctor —dijo Mercurio levantándolo.
Isacco lo miraba asintiendo con la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos. De improviso, le volvió a la mente, aturdida por el vino, la conversación que había mantenido el día anterior con Donnola sobre la tristeza de Giuditta, sobre ese joven, que era la causa de la misma, y que, además, los estaba buscando por toda Venecia. Le agarró el cuello de la casaca temblando.
—Deja en paz a mi hija —le ordenó.
—¿Qué dice, doctor? —preguntó Mercurio maravillado.
—¡No te acerques a mi hija! —gritó Isacco con redoblado vigor.
Un grupo de curiosos los rodeó de inmediato.
—Está borracho, doctor —afirmó Mercurio—. ¿Por qué no puedo acercarme a su hija? Yo…
Isacco levantó un puño, aunque sin sentir el deseo ni tener fuerzas para golpear a Mercurio. Era una simple amenaza, tan débil como él.
—Un judío que pega a un cristiano —dijo uno del grupo de curiosos escandalizado.
—¡Padre, no! —oyeron gritar a sus espaldas.
Mercurio vio a Giuditta y sintió que su corazón se aceleraba. Abrazó a Isacco, protegiéndolo con su cuerpo.
—Detente, doctor, o te meterás en un buen lío —le susurró al oído. Luego se dirigió a los curiosos—. Marchaos, somos amigos, estamos bromeando.
Donnola, que había salido con Giuditta para buscar a Isacco después de que este se hubiera escapado de casa, se apresuró a intervenir. Cogió a Isacco por los hombros y lo sostuvo. Asintió con la cabeza dirigiéndose a Mercurio, como si quisiera darle las gracias.
Pero Mercurio ya no lo miraba y se había vuelto hacia Giuditta. Los ojos de la joven estaban allí, dispuestos a perderse en los suyos.
—¿Por qué? —preguntó Mercurio—. ¿Qué pasa?
Giuditta cabeceó. Todo carecía ya de importancia. Mercurio estaba allí, delante de ella.
—Hace varios días que te estoy buscando… —dijo Mercurio. Dio un paso hacia ella.
Giuditta se sintió aspirada por un remolino. No dejaba de repetirse que él la estaba buscando, como le había prometido. Dio también un paso hacia Mercurio y, por segunda vez, pensó que todo carecía ya de importancia.
—¿Por qué no vuelves a nuestra habitación? —preguntó en ese momento Benedetta abriéndose paso en el grupo de curiosos y cogiendo a Mercurio de un brazo.
La mirada de Giuditta se congeló.
Mercurio miró a Benedetta estupefacto, pero enseguida comprendió. Se volvió hacia Giuditta y vio que la joven estaba retrocediendo con una expresión furibunda en la cara. Lo apuntaba con un dedo tenso y vibrante.
—¿Te diviertes? —preguntó Giuditta con una voz atormentada y rabiosa.
—Giuditta, no…
—¿Cuánto os habéis reído de mí? —prosiguió Giuditta.
Benedetta la miraba desafiante.
—¡Bésala! ¡Bésala otra vez! —gritó Giuditta con el dedo tendido hacia Mercurio—. Lo vi perfectamente. Ella me miraba y se reía. Y a ti también te daba risa, ¿verdad? ¡Qué estúpida soy! —Se dio media vuelta y corrió hacia Isacco—. Vamos, padre —le dijo.
Isacco no acababa de entender lo que estaba sucediendo, pero vio que Giuditta lloraba desconsolada.
—No la busques o te mataré con mis propias manos —dijo a Mercurio con expresión hosca.
—¡Giuditta! —gritó Mercurio.
Pero la joven no se volvió.
Mercurio se quedó clavado en el sitio.
Los curiosos se reían y comentaban la escena como si estuvieran en el teatro. A lo lejos se oyó el redoble de unos tambores.
Mercurio se volvió de golpe hacia Benedetta.
—Por eso me besaste —le dijo con la voz cargada de odio—. No quiero volver a verte. Me da igual lo que hagas. Te considero muerta. —Escupió al suelo y se abrió paso a empujones entre los curiosos, vociferando—: ¡Se acabó el espectáculo, imbéciles!
Benedetta sentía que todos la miraban. Se dijo que no debía llorar. Se irguió todo lo que pudo, pese a que en realidad deseaba acurrucarse y morir, intentó sonreír haciendo como si nada y, a paso lento, echó a andar por la calle sin rumbo fijo, concentrada en el esfuerzo sobrehumano que estaba haciendo para no caerse al suelo.
El redoble de tambores se aproximaba.
Se adentró en el laberinto de calles oscuras, encontró un rincón aún más oscuro, se quitó la aguja del pelo y se la clavó en la mano, entre el pulgar y el índice, atravesándola de un lado a otro.
Solo entonces gritó y lloró diciéndose que lo hacía por un dolor del cuerpo, no del alma.
Isacco, Giuditta y Donnola, en cambio, casi habían llegado ya a casa cuando oyeron los tambores, seguidos de la voz, a lo lejos, de un mensajero de su Serenísima que anunciaba algo.
—Lo siento, hija —dijo Isacco parándose—. Lo siento por ti, siento que me hayas visto en estas condiciones, siento que…
Giuditta lo abrazó y estalló en sollozos.
En la esquina de la calle se oyó de nuevo el redoble de los tambores. Luego una voz estentórea dijo: —Hoy, veintinueve de marzo del año del Señor mil quinientos dieciséis, se decreta y ordena que todos los judíos vivan agrupados en las casas que forman el gueto próximo a San Girolamo…
Giuditta e Isacco se miraron atónitos.
—Que no salgan por la noche, libremente. Se decreta y ordena que, tanto en el lado del viejo gueto, donde está el puente pequeño, como en el lado del puente grande se erijan dos puertas, esto es, una en cada lugar. Y se ordena y decreta también que dichas puertas se cierren por la noche a las veinticuatro horas y se abran por la mañana con el primer tañido de la Maragona. Y se establece que las puertas sean vigiladas por cuatro guardias cristianos, que recibirán por ello de los judíos el importe que Nuestro Colegio considere conveniente y acorde con ellos. Y pagarán también dos barcas, con dos hombres cada una, que recorrerán sin cesar los canales que rodean dicha zona…
Giuditta e Isacco permanecieron inmóviles, abrazados, mientras los tambores y el mensajero pasaban por su lado. Dos muchachotes pegaron a una pared el bando que acababan de leer.
—Anselmo del Banco tenía razón… —dijo Giuditta.
—Nos enjaulan —dijo Isacco.
—¿Adónde iré yo ahora? —preguntó Donnola.
En ese mismo instante, mientras vagaba por la ciudad, Benedetta se dio cuenta de que había llegado a la calle del Sturion, donde Mercurio le había dicho que Zolfo vivía con el fraile.
Oía los tambores a lo lejos. Su rítmico redoble retumbaba en toda la ciudad. Hasta el aire de Venecia vibraba.
—Y se erijan dos muros altos a fin de que todas las salidas queden cerradas. Y se tapien las puertas y las ventanas que dan a los canales y más allá de ellos, esto es, hacia el exterior del gueto… —anunciaba un mensajero en Ruga Vechia San Giovanni.
Benedetta recorrió a paso lento la calle del Sturion buscando la casa donde podía vivir Zolfo. Solo le quedaba él, se decía.
Justo cuando pasaba por delante de ella vio que se abría un portón y que una figura torcida salía por él. Sintió un estremecimiento, una sensación de miedo, como si una mano la hubiese agarrado por el pelo y la estuviese hundiendo en lo más negro de su pasado. Sintió una punzada en el abdomen, apretó los muslos y contuvo el aliento. Sintió que el corazón se le paraba en el pecho como un adelanto de la muerte.
Se apretó la herida que se había hecho con la aguja. Los dedos se le mojaron de sangre. Sintió un dolor desgarrador y se dio cuenta de que había encontrado lo que iba buscando. Lo único que podía tener. Se sintió sucia, como deseaba. Se arrodilló delante de la figura torcida.
—Buenas tardes, señor príncipe —dijo inclinando la cabeza.
—¿Quién eres? —preguntó el príncipe Contarini en la penumbra del callejón.
—Su humilde sierva, señor.
—Ah, la virgen —dijo el príncipe escrutando a Benedetta con interés. Alargó una mano y le acarició un mechón de pelo—. Este color… —murmuró sin concluir la frase.
—¡Benedetta! —exclamó Zolfo, que apareció en ese momento cargado con un pesado hatillo—. El hermano Amadeo y yo nos mudamos a casa del príncipe, ¿sabes?
El príncipe Contarini lo miró, sonrió, y después se concentró de nuevo en Benedetta: —También hay sitio para ti— le dijo chasqueando la lengua en la boca como si tuviese delante un plato delicioso.
Entretanto, la barca que transportaba a Mercurio se había arrimado al muelle del pescado haciendo un ruido sordo.
Mercurio saltó fuera de ella con agilidad y se alejó a pie sin dar las gracias al barquero. En el trayecto tampoco había dicho una palabra. Estaba confundido. Benedetta lo había engañado, se repetía una y otra vez. Y Giuditta pensaba que él la había engañado a ella.
Mientras se acercaba a la plaza del Mercado oyó un redoble de tambores. Se desvió y entró en la plaza. Vio que una pequeña multitud se había agrupado para escuchar a un mensajero de la Serenísima. También Isaia Saraval lo escuchaba fuera de su local.
—Hoy, veintinueve de marzo del año del Señor mil quinientos dieciséis, se decreta y ordena que todos los judíos vivan agrupados en las casas que forman el gueto próximo a San Girolamo. Y que no salgan por la noche, libremente. Se decreta y ordena que, tanto en el lado del viejo gueto, donde está el puente pequeño, como en el lado del puente grande se erijan dos puertas, esto es, una en cada lugar. Y se ordena y decreta también que dichas puertas se cierren por la noche a las veinticuatro horas y se abran por la mañana con el primer tañido de la Maragona.
Mercurio escuchaba aturdido. «Ahora sé dónde encontrarte, Giuditta», fue lo primero que pensó. Pero enseguida cayó en la cuenta de que él, más que cualquier otra persona, sabía a qué había sido condenada Giuditta. Porque él también había sido prisionero. En un orfanato. En un cobertizo de las fosas comunes, donde lo encadenaban a un camastro por la noche. En una alcantarilla, pese a que había fingido que la consideraba su casa y que en ella era libre. Sabía demasiado bien lo que esa condena significaba para Giuditta. Sintió una gran pena y un dolor inmenso.
Volvió corriendo al muelle. Lanzó una moneda al barquero y le pidió que lo llevase más allá de San Marco, donde estaban amarradas las innumerables galeras que surcaban los mares del mundo. Le dijo al barquero que remara alrededor de cada una de ellas. Aún no sabía a ciencia cierta por qué lo hacía, pero respiró los olores que emanaban de ellas, miró sus costados imponentes, alargó la nariz hasta lo alto de sus palos, se imaginó a los remos lanzándose contra las olas y las velas hinchadas al viento. Y solo cuando se sintió completamente embriagado por esas imágenes le dijo al barquero que lo llevara a Mestre.
Mientras volvían por la vía del agua comprendió por qué había querido ver los barcos.
—Te sacaré de aquí, Giuditta —dijo.
—¿Qué? —preguntó el barquero.
Mercurio no contestó. Sonreía a la luna que se alzaba en el cielo.
Corrió a casa de Anna del Mercato, la despertó y le dijo excitado: —Quiero ser libre. Eso es lo que quiero.
Anna del Mercato se restregó los ojos. Se incorporó y encendió una vela.
—Repítemelo, pero habla más lento, que mi vieja cabeza no logra correr detrás de la de un joven.
—Quiero tener un barco —dijo Mercurio—. Un barco que sea todo mío. Y quiero viajar por el mar hasta llegar al Nuevo Mundo. Y quiero… —Cerró los ojos—. Quiero encontrar un lugar donde todos sean libres y donde Giuditta lo pueda ser también —soltó de un tirón.
Anna del Mercato lo miraba conmovida. Le parecía sentir el entusiasmo del joven como se siente en la cara el viento de levante cuando sopla desde el mar.
—¿Esto es un proyecto? —le preguntó Mercurio con los ojos desmesuradamente abiertos, como un niño.
—Ven aquí y dame un abrazo —le dijo Anna. Cuando lo sintió entre sus brazos se avergonzó, porque pensaba, sin poder evitarlo, que si Mercurio realizaba su sueño ella lo perdería para siempre.
—¿Esto es un proyecto? —le preguntó una vez más Mercurio.
—Sí, es un proyecto espléndido, niño mío…
Mercurio se pegó aún más al pecho de la mujer.
—¿Y tú vendrás conmigo y con Giuditta?
Al oírlo, Anna se echó a llorar.