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Shimon Baruch llegó a Rímini pasando bajo el arco de Augusto. El caballito árabe avanzaba lentamente, los Apeninos lo habían debilitado. Shimon soltó un poco la brida y avanzó por la pequeña ciudad. Atravesó el puente de Tiberio y entró en el casco viejo. A su derecha, a lo lejos, se veía el puerto comercial y el mar Adriático con sus anchas playas de arena clara.

Llegó a una fonda que se llamaba Hostaria de’ Todeschi y se apeó del carro. Un mozo salió apresuradamente a su encuentro, lo saludó y se hizo cargo del caballito árabe. Shimon entró en la fonda. El dueño era un hombre cortés y afable. Cuando comprendió que Shimon era mudo le llevó de inmediato papel, una pluma y tinta.

—El problema es que yo no sé leer, señor —se disculpó—. Pero, si no le ofende, una mujer, una viuda, podría leer por mí. No obstante, debo advertirle que es judía…

Shimon se envaró.

—Puedo comprender que los judíos le molesten señor, podemos encontrar otra manera… —dijo de inmediato el tabernero.

Shimon negó con la cabeza.

—Entonces, ¿le va bien la mujer? —preguntó el tabernero.

Shimon asintió con la cabeza.

El tabernero se volvió hacia su esposa, que era gorda y tenía la cara roja, y le dijo:

—Ve a llamar a Ester y dile que se dé prisa.

Al oír el nombre de la mujer Shimon se sobresaltó. Como cualquier judío, conocía la historia de Ester, porque se celebraba en la fiesta de Purim. Con todo, la razón por la que Shimon se sintió particularmente impresionado era que Ester en judío significaba «yo me esconderé». Y él se estaba escondiendo. De sí mismo y del mundo.

—Me alegro de que no tenga nada contra los judíos, señor —dijo el tabernero—. En Rímini vivimos una época extraña. El mes pasado fueron asaltados dos bancos de empeños. ¿Por qué? Pues porque acababan de abrir dos Sagrados… Me da risa que se llamen sagrados… en fin, dos Montes Sagrados de Piedad. Que, a fin de cuentas, hacen casi el mismo trabajo que los bancos, solo que en este último caso está detrás la Iglesia, que aquí es poderosa y… si me permite… bueno, mejor me callo… los curas hablan mucho de los judíos, pero, en mi opinión, en el fondo quieren ganar más que ellos a nuestra costa. Por desgracia, el populacho no lo entiende y va detrás de la Iglesia como si…

—¡No lo digas! —vociferó la esposa del tabernero apareciendo a sus espaldas en compañía de una mujer menuda y de aire modesto.

El tabernero se rio de buena gana, inspiró y, a continuación, dijo con énfasis:

—El populacho va detrás de la Iglesia…

—¡No lo digas!

—Igual que las moscas van detrás de la mierda —concluyó soltando una sonora carcajada.

—El día en que los esbirros del papa te quemen en la plaza te quiero ver reír como ahora —gruñó la mujer. Acto seguido empujó hacia delante a la mujer que lo acompañaba—. Ayuda al tozudo de mi marido, Ester.

Shimon vio que Ester sonreía al oír la ocurrencia del tabernero. Pese a su apariencia humilde, era hermosa. Tenía una cara noble, con la nariz un poco afilada, dos ojos verdes, oscuros como escarabajos, y los labios carnosos y rosados. Inclinó la cabeza hacia Shimon con modestia, pero sin mostrar sumisión.

—Tenga la amabilidad de escribir lo que necesita y procuraremos contentarlo, señor —dijo el tabernero.

Shimon miró a Ester, que se estaba acercando a él. «Yo me esconderé», pensó.

Ester interceptó su mirada y bajó los ojos.

Shimon se sentía inesperadamente confuso. Había borrado de su mente el recuerdo de la joven de Narni y de todo lo que la concernía. Pero, si bien había hecho un esfuerzo para no pensar en ella, era consciente de que con ello había abierto una brecha en la dura coraza que se había construido para protegerse. El frío que sentía en su interior no había cesado, al contrario, era mayor, y se podía equiparar a la sensación de soledad que experimentaba.

Cogió la pluma, la hundió en el tintero y, tras titubear un poco, escribió. Cuando hubo terminado se volvió hacia Ester. Al hacerlo tuvo la impresión de que la mirada de la mujer había cambiado.

—El señor se llama Alessandro Rubirosa… Es cristiano. Va camino de Venecia. Necesita una habitación…

Shimon pensó que Ester tenía una voz melodiosa, similar a la de ciertas cantantes de su lejano país.

—Y le gustaría darse un baño caliente antes de cenar.

—Lo serviremos como corresponde —se apresuró a decir el tabernero.

—Para cenar tenemos un cochinillo asado que está para chuparse los dedos —dijo la esposa del tabernero—. Con membrillo y castañas.

Cuando Shimon se aprestaba a aceptar, su mirada se desvió de nuevo hacia Ester, que lo estaba escrutando, y rechazó la oferta con un ademán de la mano, después de lo cual cogió un folio y escribió: «El cerdo me sienta mal. Preferiría un caldo de pollo». Mientras Ester repetía sus palabras a la esposa del tabernero le pareció percibir cierto alivio en su voz.

La mujer del tabernero ofreció de nuevo el cochinillo a Shimon, pero este lo volvió a rechazar con un seco ademán.

—No seas pesada —dijo el tabernero. Se volvió hacia una criada—. Que alguien te ayude a llevar una bañera a la habitación del señor y llénala con agua caliente para un baño.

—¿Un baño? —preguntó, atónita, la criada.

—No todos son tan sucios como tú —dijo el tabernero. Tras hacer una reverencia a Shimon amagó marcharse. No obstante, antes de hacerlo se dio cuenta de que Ester seguía allí—. Gracias, Ester, puedes marcharte —le dijo.

Ester miró a hurtadillas a Shimon antes de encaminarse hacia la puerta. Pero al llegar a ella se volvió de nuevo para mirarlo.

Shimon se levantó y se reunió con la mujer en la calle.

—Eres judío, ¿verdad? —dijo enseguida Ester.

Shimon se sobresaltó y negó sacudiendo firmemente la cabeza.

Ester lo observaba sin decir palabra. Sus ojos verdes e inteligentes resplandecían, sus labios carnosos se fruncieron ligeramente en una sonrisa divertida e infantil.

—Cuando cogiste la pluma estuviste a punto de ponerte a escribir de derecha a izquierda, como se hace en nuestra lengua —le dijo—. Si no quieres que se note que eres judío debes aprender a dominar esos gestos —concluyó risueña.

Shimon sintió que le hablaba sin un atisbo de reproche.

—Y cuando escribas tu nombre no puntualices que eres cristiano —prosiguió Ester riéndose—. Los cristianos no necesitan justificarse.

Shimon la miró sin negar. Sentía una extraña sensación. Como si le hubiesen liberado de un gran peso. O como si, al contrario, el profundo cansancio se hubiese abatido sobre él. «Yo me esconderé», pensó una vez más traduciendo el nombre de Ester.

—No tengas miedo, no se lo diré a nadie, puedes estar tranquilo —dijo Ester con la misma sonrisa comprensiva.

Shimon pensó que nunca había temido que Ester lo delatase. Pensó que esa mujer tenía capacidad para deshacer nudos y perdonar los pecados. Con un ademán, le expresó su deseo de acompañarla a casa.

Ester asintió con la cabeza y echó a andar con paso lento.

Mientras se abrían paso entre la gente Shimon rozó el vestido de la joven con una mano sin que esta se diese cuenta.

Ester no habló hasta que llegaron a una casa de dos pisos, humilde pero digna. Entonces se paró y miró a Shimon a los ojos.

—Has sido amable rechazando el cochinillo —le dijo.

Shimon frunció el ceño, estupefacto, para pedirle que le explicase esa afirmación.

Ester sonrió, pero no dijo nada. Abrió la puerta. Acto seguido, con la cabeza inclinada, dijo quedamente:

—Espero que tengas muchas cosas que escribir al tabernero. —Alzó la mirada sin ruborizarse.

«Así volveremos a vernos», pensó Shimon. Y el pensamiento no lo atemorizó. Ester tampoco.

A la mañana siguiente, Shimon escribió una escueta frase en una hoja y se la dio al tabernero. El hombre hizo llamar a Ester.

«Me quedaré varios días», leyó Ester en voz alta con sus ojos verdes, similares a dos escarabajos, que brillaban sin malicia.