Mercurio bajó del barco en Mestre.
—¿Qué debo decir a Scarabello? —le preguntó el tuerto, que lo había escoltado—. ¿Dónde te podemos encontrar?
—Yo me pondré en contacto con vosotros —respondió Mercurio a la vez que se alejaba.
—A Scarabello esto no le va a gustar nada.
—Me importa un comino —dijo Mercurio sin volverse. Apretó el paso. Tenía prisa por desaparecer. En un abrir y cerrar de ojos la niebla que iba ascendiendo con la noche lo engulló.
—¡Mercurio…! —gritó el tuerto.
Mercurio se volvió. Se sintió aliviado al comprobar que ya no veía al tuerto ni el barco. Enfiló un callejón donde recordaba haber visto una pequeña estatua de la Virgen, dio unos veinte pasos más y al final encontró la calle que iba buscando. A su izquierda, donde la niebla era más espesa, oía fluir lentamente el canal. El muro irregular de juncos que crecía en la orilla amortiguaba el ruido. A su derecha, de la niebla emergía una casa achaparrada y descolorida cada cincuenta pasos. Contó siete.
Cuando llegó frente a la octava vaciló, frenó el paso y, al final, se paró. La respiración se condensaba delante de su cara confundiéndose con la niebla. Había oscurecido ya. Se acercó a la casa y miró a hurtadillas por los postigos de una de las ventanas. El interior estaba completamente a oscuras. Tuvo miedo. Se sintió perdido.
Se dirigió a la puerta. Estaba entornada. Tuvo un mal presentimiento. La empujó poco a poco.
—¿Hay alguien…? —preguntó con voz trémula mientras asomaba la cabeza. Aguardó una respuesta, que no se produjo. En la casa reinaba el silencio—. ¿Hay alguien? —repitió.
—¿Quién es? —dijo alguien en la habitación contigua.
Pese a que reconoció enseguida la voz, Mercurio sintió que algo no acababa de encajar.
—Soy Mercurio —dijo tímidamente—. El joven a quien diste…
—Que Dios te bendiga, muchacho —dijo la voz que, sin embargo, no transmitía el menor entusiasmo.
—Anna… ¿estás bien?
Se oyó el ruido de una silla arrastrada por el suelo, seguido del de una llave de chispa. Mercurio vio un resplandor, débil, vacilante. Después la luz se intensificó. Se aproximó a la entrada temblando.
Anna del Mercato apareció en la puerta de la cocina. Llevaba una vela en una mano. Estaba despeinada y tenía los ojos hinchados. Su aliento se condensaba en el aire. Mercurio solo notó que hacía mucho frío en ese momento.
—¿Estás bien? —preguntó el joven una vez más.
Anna del Mercato esbozó una sonrisa, si bien parecía que estuviese llorando.
—Entra —dijo. Se volvió y se alejó arrastrando los pies.
Mercurio cerró la puerta con la cadena y se reunió con ella en la cocina. La chimenea grande estaba apagada. Anna del Mercato se había sentado a la mesa. Sobre ella estaba el collar que Mercurio había desempeñado. Al chisporrotear, la vela hacía brillar unas gotas transparentes en el rostro de Anna. Mercurio pensó que eran lágrimas. Anna no se volvió hacia Mercurio ni lo miró cuando este se sentó frente a ella. Tenía los ojos clavados en el collar y lo acariciaba lentamente con una mano, como si fuese un ser vivo.
—No se lo daré de nuevo al usurero —dijo en voz baja.
Mercurio nunca habría podido imaginar que ese rostro, tan lleno de vida, se pudiese apagar hasta ese punto, consumido por una infinita tristeza.
—El cura dice que no se puede llevar un collar al Más Allá… —enunció. Alzó la mirada y escrutó a Mercurio. La desesperación que revelaban sus ojos era tal que Mercurio pensó que estaban agujereados—. Pero yo no se lo daré de nuevo al usurero… —Miró de nuevo el collar y, a continuación, como si se acordase solo en ese momento, volvió a posar los ojos en Mercurio, esbozó una vez más la sonrisa que parecía más bien un llanto, alargó la mano con la que había acariciado el collar y tocó la del joven.
—Que Dios te bendiga, muchacho —le dijo—. Gracias.
—¿Qué pasa, Anna? —preguntó Mercurio.
Anna no respondió. Miraba el collar. Lo cogió, lo apretó en el puño y se lo llevó al pecho.
—Me da igual lo que diga el cura —dijo, obstinada, pero con un hilo de voz—. Yo me llevaré el collar al Más Allá y si san Pedro no me deja tenerlo, paciencia, me marcharé también de allí. No, no se lo daré a Isaia Saraval. No traicionaré a un marido tan bueno como el mío. Otra vez no. Dios no puede querer algo similar. No cambiaré el collar por un trozo de pan. No, yo…
—Cálmate, Anna —la interrumpió Mercurio.
—Prefiero morir a…
—Anna… —Mercurio se inclinó sobre la mesa y le cogió las manos—. Anna…
Anna alzó la mirada y la posó en él.
—Lo siento, muchacho, no puedo ofrecerte nada de comer…
—¿Qué pasa, Anna?
La mujer lo miró en silencio, con gran dignidad. Intentó sonreír y luego le tendió el collar.
—Pónmelo, muchacho —le dijo—. Tengo frío. Creo que moriré esta noche.
Mercurio se puso de pie de un salto haciendo caer la silla al suelo.
—No digas tonterías. ¿Dónde está la leña?
—Ponme el collar, muchacho —dijo Anna—. Quiero llevarlo al cuello cuando me muera.
—Aquí no se va a morir nadie —afirmó con aspereza Mercurio—. ¿Dónde está la leña?
Anna sonrió, distante.
—No queda leña.
Mercurio la miró por unos segundos. La vela casi se había consumido.
—Espera aquí —dijo con firmeza.
—¿Adónde quieres que vaya? —preguntó quedamente Anna del Mercato.
—Espera aquí —reiteró Mercurio precipitándose a la salida. Había visto una carretilla a un lado de la casa.
Mientras la empujaba por el camino oyó crujir una rueda. Se había salido del eje. Mercurio confió en que resistiera. Llegó a la casa contigua a la de Anna y llamó a la puerta.
Una vieja desdentada, con una cara ajada en la que se dibujaba una expresión maligna, le abrió y lo miró con desconfianza.
—¿Quién es? —preguntó un hombre con voz de barítono desde el interior.
—Un joven —contestó la vieja, que escrutaba a Mercurio con sus ojos rugosos—. Con una carretilla.
—Dile que no compramos nada —dijo el hombre.
—Soy yo el que compra —replicó Mercurio en voz alta.
La vieja no se movió ni habló. Al poco apareció un hombre grueso con una manta echada a los hombros, encima del vestido. Su aspecto era lozano, tenía la nariz resquebrajada, surcada por un sinfín de varices rojas que formaban una tela de araña, y apestaba a vino. Sus ojos eran tan pequeños como los de la vieja.
—Apártate —le dijo.
La vieja se hizo a un lado encogiéndose, como si temiese recibir un golpe.
—No me gusta —dijo.
—Cállate —dijo el hombre mirando a Mercurio—. Mi madre no se fía de los forasteros.
—Necesito leña, pan, vino, tocino y un poco de sopa —dijo Mercurio.
El hombre no se movió.
—Puedo pagar —explicó Mercurio.
—¿Cuánto? —preguntó la vieja.
—¡Cállate, madre! —gritó el hombre alzando una mano.
La vieja se tapó la cara.
—Es para Anna del Mercato —añadió Mercurio.
—Creía que se había muerto ya —masculló la vieja.
Mercurio se encolerizó.
—¿Tenéis lo que necesito o le doy la moneda de plata a otro?
—¿Una moneda? —preguntó la vieja.
—¡Cállate, madre!
—¡Ha dicho una moneda! —repitió la vieja.
El hombre le dio un manotazo en la cabeza. La vieja se tambaleó lanzando un gemido.
—Dos monedas —dijo el hombre a Mercurio.
Este ni siquiera respondió. Cogió los mangos de la carretilla e hizo ademán de marcharse.
—De acuerdo, una moneda —se apresuró a decir el hombre agarrándole un brazo. Se volvió hacia su madre, que se estaba masajeando la cabeza—. Coge el pan, el tocino, y mete la sopa en un cuenco. Nos lo devolverán mañana. —Salió de la casa e hizo un ademán a Mercurio para que lo siguiese a la parte posterior.
—El vino —dijo Mercurio.
El hombre titubeó.
—Y el vino, madre —gritó. A continuación se dirigió a la parte trasera. Cargó la leña en la carretilla y después volvieron a la puerta de entrada.
Cuando la vieja hizo amago de pasar los víveres a Mercurio su hijo la detuvo.
—Enséñame el dinero —dijo.
Mercurio cogió una moneda de plata y se la puso en la mano.
El hombre indicó a su madre que podía dar a Mercurio la comida.
El joven se marchó sin despedirse de ellos.
Metió la leña en casa de Anna y encendió la chimenea. La vela se había apagado. Anna del Mercato seguía sentada a la mesa. Mercurio la obligó a levantarse y la acomodó junto al fuego, igual que había hecho ella con él. Anna dejó que la moviera como si fuera un títere, sin oponer resistencia y sin colaborar. Apretaba el collar en la mano.
Mercurio la miró mientras la leña chisporroteaba. Acto seguido salió y cogió los víveres. Calentó la sopa y la vertió en un cuenco sucio que encontró en la mesa, cortó el pan y el tocino, escanció el vino y puso todo en un taburete, al lado de Anna del Mercato.
—¿Qué he hecho para merecer todo esto, muchacho? —preguntó la mujer con la voz quebrada por la conmoción.
—Si te mueres no sabré adónde ir —respondió secamente Mercurio.
Anna del Mercato asintió con la cabeza. Después comió en silencio. Cuando acabó bebió un poco de vino de una taza desportillada. Su rostro enjuto recuperó el color. Sus ojos volvieron a ver el mundo circunstante. Alargó la mano con la que sujetaba el collar hacia Mercurio.
El joven lo cogió, se puso detrás de ella y se lo colgó al cuello.
Anna del Mercato sonrió.
—¿Qué he hecho para merecer esto, muchacho?
—Tengo que vivir aquí una temporada —le contestó Mercurio—. Necesito una cama caliente, una casa caliente, sopa caliente. No puedo vivir en una ratonera. Tienes que hacer algo.
—No tengo dinero, muchacho, lo siento.
—Yo sí. Y te pagaré.
—¿Por qué haces todo esto? —La voz de Anna era dulce.
Mercurio no respondió. Cogió una silla, la puso al lado de ella y se sentó.
Anna lo miró. Su semblante se relajó. Tendió un brazo y rodeó los hombros de Mercurio.
Mercurio se irguió en la silla, petrificado, con el brazo de Anna apoyado en los hombros.
—Estás más rígido que un pescado seco, muchacho —comentó Anna risueña.
Mercurio no sabía qué hacer. También con ella sentía la necesidad de levantarse y escapar.
Anna lo atrajo hacia ella.
Mercurio se resistía.
—Nunca he tenido una madre. No sé cómo se hace —dijo de repente.
Anna lo soltó por un instante. Después tiró de nuevo de él con más ímpetu.
—Apoya la cabeza, muchacho —le dijo.
Su voz eran tan afable como la noche en que la había conocido, pensó Mercurio.
—¿Dónde? —preguntó.
Anna del Mercato se rio con la gentileza que la caracterizaba, que no lo hería.
—En mi hombro —dijo.
Mercurio dobló el cuello, pero no se relajó. Cuando Anna le acarició el pelo pensó que le gustaría cerrar los ojos. Pero aún no podía.
—La ropa de tu marido… —dijo alzando la cabeza para mirarla.
—Apoya la cabeza —lo interrumpió Anna empujándola de nuevo hacia su hombro—. ¿No sabes hablar con el cuello doblado?
Mercurio esbozó una sonrisa.
—La ropa de tu marido apesta a pescado… tengo que lavarla.
—Podías haberla traído. Te la habría lavado yo.
—Sí… —dijo Mercurio mientras el calor del fuego le distendía los párpados.
—Ya pensaremos en eso mañana —dijo Anna.
—Sí…
—Sigues estando tan tieso como un pescado seco.
—No…
—Sí. Puedes hacerlo mejor.
Mercurio sintió que sus ojos se humedecían.
—No sé cómo se hace.
Anna del Mercato sonrió.
—No hay una forma concreta de hacerlo —explicó.
Mercurio se sentía cada vez más cansado.
—Cierra los ojos.
—Sí…
Anna lo miró.
—Te he dicho que los cierres —insistió riéndose quedamente.
Apenas los cerró, Mercurio se sintió más pesado. Calló durante un rato. Sentía que la mano de Anna le acariciaba el pelo.
—Creo que he entendido lo que querías decir la otra vez.
—¿Sobre qué?
—Cuando me dijiste que las manos tuvieron algo que ver cuando tu marido y tú os conocisteis.
Anna del Mercato se ruborizó.
—¿Ah, sí?
—Sí…
Permanecieron un rato en silencio. Anna acariciaba la cabeza de Mercurio con una mano en tanto que con la otra tocaba el collar.
—Creo que he herido a una persona… —dijo Mercurio casi dormido.
—¿A quién?
—A una chica…
—¿Ella no quería? —preguntó Anna tensándose.
—No… ella quería… era yo que…
—Si hicisteis lo que pienso —dijo Anna sonriendo y sin dejar de acariciarle el pelo— no creo que tú hayas podido hacerle daño.
La respiración de Mercurio era cada vez más profunda.
—No hicimos nada. Escapé.
—¿Estás enamorado? —le preguntó Anna. Su voz delataba una punta de melancolía, aunque también de felicidad.
—¿Cómo sabes si lo estás?
Mercurio recordó la emoción embriagadora que había experimentado mientras sujetaba la mano de Giuditta en la suya. Y la sensación tan diferente, aunque igualmente violenta, que le había producido la sangre hirviendo entre las piernas, que había experimentado al tocar los senos de Benedetta.
—Escucha a este señor —dijo Anna tocándole el pecho a la altura del corazón.
Mercurio se sentía cada vez más cansado.
—Ven, levántate. Métete en la cama —dijo Anna—. No puedes dormir aquí.
—Sí…
Anna lo ayudó a ponerse de pie. Mercurio se movía como un fantoche, estaba más dormido que despierto. Anna lo llevó hasta el jergón, lo hizo tumbarse y lo tapó con una manta. Volvió a la chimenea y echó dos grandes trozos de leña al fuego. Después se sentó al lado de Mercurio.
—Te ha enviado el cielo, muchacho —afirmó Anna.
—Sí… —masculló Mercurio.
Anna se rio entre dientes.
—Sí —repitió.
Mercurio farfulló algo.
Anna se inclinó hacia él.
—¿Qué dices?
—Giu… ditta…
—Giuditta. ¿Así se llama tu enamorada?
—Giuditta…
—Giuditta, sí. —Anna del Mercato lo tapó con la manta hasta la barbilla—. Pero ahora duerme. —Lo besó en la frente con ternura—. Duerme, niño mío.