—¿Por qué me has besado? —preguntó Mercurio a Benedetta.
—Estábamos jugando, que no se te suban los humos —contestó Benedetta apretando el paso para que su amigo no viese que se había ruborizado.
—Espérame —le dijo Mercurio.
—No fastidies —dijo Benedetta y, a continuación, a hurtadillas, se llevó los dedos a los labios. Aún los sentía arder, debido al contacto con los de Mercurio. Su madre la había vendido a un sacerdote y a otros viciosos, pero ese, pensó, había sido su primer beso. Embocó una calle estrecha y caminó a toda prisa hasta que salió a un extenso campo.
—Mira quién está aquí —dijo Mercurio a su espalda. Tras darle alcance le apoyó una mano en un hombro y señaló a un grupo de personas.
—¿Quién es? —preguntó Benedetta distraída aún por las sensaciones que estaba experimentando.
Mercurio se rio.
—¡El idiota de Zolfo y su fraile!
—¡Arrepiéntete de tus inmundos y sucios pecados, Venecia! —gritó con los brazos levantados el hermano Amadeo en los escalones del oratorio de los Ognissanti, en el campo San Silvestro. El aire era frío y húmedo, pero el religioso llevaba bajo el hábito viejo, mugriento y consumido, una camiseta doble de lana y las mallas que acababa de comprarse con el dinero de Zolfo.
—¡Arrepiéntete, Venecia! —reiteró Zolfo.
El campo estaba atestado de gente que iba de un lado para otro, atareada. Varios se volvieron a mirar al predicador y al muchachito de pelo estoposo y tez amarillenta. Pero luego echaron a andar de nuevo, concentrados en sus ocupaciones. La mayoría no les prestó atención.
Benedetta hizo amago de dirigirse a Zolfo, pero Mercurio la retuvo.
—Espera —le dijo. Permanecieron apartados, detrás de un árbol torcido que crecía en un parterre.
El hermano Amadeo inspiró hinchando los pulmones.
—¡Arrepiéntete de tus pecados, Venecia! —repitió a voz en grito con renovado vigor.
—¡Arrepiéntete, Venecia! —lo secundó Zolfo.
Nadie se paró a escuchar el sermón.
—Parecen dos idiotas —comentó Benedetta.
—Son dos idiotas —precisó Mercurio.
—¿Qué hacemos? —preguntó entretanto Zolfo al sacerdote—. Tengo frío.
El hermano Amadeo lo miró iracundo.
—¿Cómo es posible que padezcas el frío? ¿No te calienta la fe en Cristo?
Zolfo asintió dócilmente.
El hermano Amadeo alzó los brazos al cielo y gritó testarudo:
—¡Arrepiéntete de tus inmundos y sucios pecados, Venecia!
—¡Arrepiéntete, Venecia! —repitió Zolfo.
—¡Deja ya de gritar! —vociferó una mujer al otro lado del campo, asomándose desde una taberna en cuyo letrero aparecía la extraña imagen de un cisne con dos cabezas. Trastabillaba al andar y tenía las venas del cuello hinchadas. Sus ojos empañados apenas lograban enfocar al sacerdote y al muchachito.
El hermano Amadeo apuntó un dedo hacia ella.
—¡Sal de esa mujer, Satanás! ¡Te lo ordeno en el Santo Nombre de mi Supremo y Altísimo Señor!
—¡Sal, Satanás! —exclamó Zolfo apuntando también con un dedo a la mujer.
Mercurio y Benedetta se volvieron hacia ella.
La mujer se tambaleó, indecisa, mientras intentaba volver a entrar en la taberna. Alguien la llamó desde dentro.
—Es un predicador —se limitó a decir. Otra cabeza se asomó enseguida desde la taberna. A ella se añadió otra, y otra más. Los borrachos confabularon.
—¿Qué quieres, fraile? —gritó uno de los últimos en salir, un hombretón grande y grueso que se apoyaba en un remo para poder mantenerse en pie.
—¡Arrepentíos de vuestros pecados! ¡El Señor os lo ordena! —gritó el hermano Amadeo—. ¡Expulsad al judío de Venecia!
—Pero ¿qué estás diciendo? —gritó la mujer, que se esperaba una lista de pecados conocidos encabezada, claro está, por el vino y la fornicación.
—¡Expulsad al judío! —gritó con vehemencia el hermano Amadeo, concentrado en su personal cruzada—. ¡El judío es el cáncer de Satanás!
El reducido grupo de borrachos, no más de una decena, empezó a cruzar el campo de San Silvestro trastabillando, apoyándose unos en otros, tropezando, haciendo oídos sordos a los insultos de la gente a la que obstaculizaban el camino o pisaban los pies. Llegaron a los escalones del oratorio de los Ognissanti con una sonrisa idiota dibujada en sus caras. Y, a pesar de que no sabían lo que pretendía el religioso, habían decidido divertirse a su costa. Se plantaron delante de él, balanceándose como unas barcas ancladas. La mujer eructó. Un par de hombres se echaron a reír.
El hermano Amadeo, con una lentitud teatral, bajó un peldaño apuntando el dedo índice contra todos sus espectadores, como solía hacer.
—Expulsad al judío de Venecia, pecadores, si no queréis que la ira de Nuestro Señor caiga sobre vosotros con la feracidad con la que se abatió sobre el faraón y su estirpe.
—¿Qué te han hecho los judíos, fraile? —preguntó uno riéndose.
—¿Se follaron a tu madre? —preguntó el borracho que se apoyaba en el remo.
—¡No, lo sodomizaron a él! —exclamó la mujer provocando una carcajada general, incluso de los que pasaban por allí y no se detenían a mirar.
—¡Arrepiéntete, pecadora! —gritó con vehemencia Zolfo.
—¡Cállate, enano!
Zolfo resopló con una expresión amenazadora.
—¡Cuidado, que te quemas! —le dijo socarrona la mujer. Los borrachos que la rodeaban se rieron.
—Se van a meter en un lío —dijo Benedetta dando un paso hacia delante.
Mercurio la detuvo.
—Espera.
—¡Eva! ¡No te abandones al pecado! ¡No aceptes la manzana que te ofrece la serpiente! —gritó el hermano Amadeo a la mujer borracha guiñando los ojos.
—Eva era judía, ¿no? —dijo riéndose la mujer.
El hermano Amadeo alzó el crucifijo.
—¡Vade retro!
—¡Claro! Y también Moisés —dijo uno de los borrachos.
—¡Y san Juan Bautista! —añadió un tercero.
—¡Si seguimos así al final resultará que el fraile también es judío! —gritó el hombretón que se apoyaba en el remo.
La pandilla de borrachos soltó una sonora carcajada.
El hermano Amadeo se arrodilló de manera ostentosa.
—Padre que estás en los Cielos y tú, padre en la Tierra, santísimo papa León X de Médici, perdonad a estos pecadores.
—Fraile, ¿has pensado alguna vez que también el primer papa era judío? —gritó la mujer, que se ensañaba con él más que sus compañeros—. Pedro-sobre-esta-piedra, el primer papa, el fundador de la Iglesia, era más judío que cualquiera de los judíos que caminan hoy por las calles de Venecia.
—¡Escoria! —gritó el hermano Amadeo poniéndose en pie.
—¡Escoria! —repitió Zolfo.
La mujer se inclinó, cogió un puñado de tierra y lo lanzó dando a Zolfo en plena cara.
—Lo sabía —dijo Benedetta.
—Ese cura es un imbécil —afirmó Mercurio.
—Tenemos que ayudar a Zolfo —dijo Benedetta, y se movió.
Mientras la seguía, a la izquierda del fraile y de Zolfo, en la escalinata de la iglesia de San Silvestro, Mercurio vio a un joven vestido con gran elegancia, que lucía unas mallas naranjas y moradas y una casaca con las mangas abullonadas, rojas y negras, adamascadas, y un gorro negro con un enorme alfiler de oro y una cadena, también de oro y de malla gruesa con un colgante cubierto de piedras preciosas. A un lado llevaba una espada con el mango de madreperla. Alrededor de él cinco muchachos, igualmente elegantes, se reían del sermón. Mercurio sintió un escalofrío en la espalda.
—¡Escoria! —repitió el hermano Amadeo.
—¿Escoria, quién? —dijo el borracho que se apoyaba en el remo. En un abrir y cerrar de ojos, en su cara alterada por el vino, la expresión risueña se transformó en otra más bien hosca.
—¡Vuelve a Roma con tu dueño, fraile! —gritó la mujer agitando un puño en el aire.
—¡Eres tú la escoria, cura! —vociferó otro borracho con la cara encendida a la vez que se inclinaba para coger una piedra.
—¡Apártate, Zolfo! —dijo Benedetta dándole alcance.
Zolfo la miró con indiferencia, aparentemente sin sentir la menor emoción al verla.
—Zolfo… soy yo… —dijo Benedetta desconcertada por la mirada de su amigo. Después se volvió hacia Mercurio con expresión iracunda—. ¿Qué le ha hecho ese maldito cura?
La primera piedra voló por el aire. A continuación la segunda.
—Escapa, Zolfo —dijo Benedetta aferrándole un brazo.
—¡Déjame! —gritó Zolfo dándole un empujón y poniéndose delante del predicador, como un patético guardaespaldas. Una piedra lo golpeó en una pierna. Zolfo gimió.
—Calmaos —dijo Benedetta a los borrachos que se estaban acercando a ellos con aire amenazador. Acto seguido se abalanzó de nuevo sobre Zolfo, lo sujetó con más fuerza y lo arrastró por la escalinata, donde era un blanco perfecto. Zolfo se resistía.
Mercurio le dio una bofetada.
—¡Síguenos, imbécil! —le ordenó—. Por aquí —dijo a Benedetta guiándolos hacia la iglesia de San Silvestro.
Entretanto, el grupo de borrachos se había encolerizado y acosaba al fraile Amadeo.
—¡La escoria eres tú! ¡Vuelve a Roma, fraile! ¡Vuelve con tu amo! ¡Nos ha llamado escoria! ¡Nos lo pagarás!
Al verse en un apuro, el hermano Amadeo se aferró a Zolfo, a quien Mercurio y Benedetta se estaban llevando de allí a rastras.
—¡Quítate de en medio, fraile! —gritó Mercurio cuando vio que los borrachos los perseguían también.
Delante de ellos, en el camino que conducía a la iglesia donde Mercurio tenía intención de refugiarse, estaba el joven bien vestido cuya presencia había notado antes. El joven observaba la escena con una mirada divertida y cruel a la vez. Estaba quieto, a sus anchas, con el pie derecho apoyado en el primer escalón y la mano derecha metida en el amplio bolsillo de la casaca, de forma que casi todo el brazo quedaba tapado por la tela. Su hombro derecho era bastante más alto y robusto que el izquierdo, y llevaba la espada también a ese lado, metida en el fajín, lo que indicaba que era zurdo.
Mercurio frenó el paso. Miró a sus espaldas. Los borrachos estaban ganando terreno y el joven y sus amigos les impedían la retirada.
—¡Quítate de ahí! —le gritó Mercurio.
El joven sonrió. Tenía los dientes blanquísimos, cortos y puntiagudos. A Mercurio le recordaron los de un pez carnívoro. Y también los ojos, tan distantes entre ellos que parecían artificiosamente colocados a ambos lados de la cara, tenían la vidriosa fijeza de un depredador de los mares. Inexpresivos y, sin embargo, crueles. O quizá, pensó Mercurio en ese instante, fuesen crueles por su carencia absoluta de expresividad. Fríos.
De improviso, el joven se movió con la rapidez y la torpeza de un cangrejo. Su mano izquierda se deslizó hacia la espada y la sacó del cinturón cubierto de oro y piedras preciosas. Sacó la mano derecha del bolsillo y la extendió en el aire. El brazo era corto y la mano, entumecida, solo servía para equilibrarlo, dado que también la pierna izquierda, que a primera vista parecía normal, apoyada en el peldaño, en realidad era más corta que la otra, estaba menos desarrollada y no se podía extender, de manera que quedaba siempre parcialmente doblada. Empuñando la espada se volvió apenas unos segundos hacia sus compañeros, quienes, sin pensárselo dos veces, desenfundaron sus armas y lo rodearon. El joven caracoleó mostrando la joroba que le hinchaba el omóplato izquierdo. Era un monstruo deforme.
Mercurio se tensó al ver que el joven parecía que iba a abalanzarse sobre él, pero, en lugar de eso, lo dejó atrás y los protegió, a él, a Benedetta y a Zolfo, con su reducido ejército.
—¡Basta ya, idiotas! —gritó el joven a los borrachos con una voz casi femenina, chillona e irritante.
Uno de los borrachos, sin poder pararse, había caído sobre él. El joven le asestó un fendiente con su espada de doble hoja. El golpe cortó la gruesa casaca del borracho en el brazo, casi a la altura del hombro. La prenda empezó a mancharse de sangre.
El borracho gimió de dolor y se desplomó.
—Recogedlo —dijo el joven. Su voz delataba un profundo desprecio.
—Perdone, señor —dijo la mujer que había iniciado la discusión con el predicador—. No le habíamos visto. Sea clemente y perdónenos, señor. —Curvó la espalda y, sin perder de vista la punta de la espada, se inclinó hacia el borracho que yacía en el suelo. Con una fuerza insospechada lo arrastró hacia atrás hasta dejarlo fuera del alcance del arma—. Mi marido no quería hacer nada —prosiguió la mujer ayudando al herido a ponerse de pie—. No teníamos intención de hacer daño al fraile ni al muchacho.
—Sí, estábamos bromeando —corroboraron a coro los demás borrachos.
El joven se volvió hacia el hermano Amadeo.
—¿Qué les pedía, hermano?
—Que expulsaran a los judíos de Venecia —contestó el hermano Amadeo, recuperando el valor perdido.
—¡Estamos dispuestos a convertirnos en mártires! —exclamó Zolfo.
—Cállate, imbécil —dijo Mercurio.
El joven se rio.
—Tu amigo tiene razón. ¿Mártir a manos de cuatro borrachos? Eres imbécil.
—El martirio es nuestra… —empezó a decir Zolfo furibundo.
—¡Cállate! —El hermano Amadeo le dio una violenta bofetada.
Zolfo se encogió mirándolo atormentado.
—¿Qué te dije, idiota? —dijo Mercurio—. Si buscabas un amo podías haberte quedado con Scavamorto. Seguro que habría sido más misericordioso.
El joven ladeó su cabeza deforme, como un perro, divertido. Sonrió al hermano Amadeo.
—Tú sabes de qué parte estar, ¿verdad, hermano?
—Yo estoy de la parte del Señor —contestó el hermano Amadeo.
—Y yo soy un gran señor —dijo el joven risueño—. Soy el príncipe Rinaldo Contarini. —Se volvió hacia los borrachos—. Y ahora gritad: ¡Fuera los judíos de Venecia!
Los borrachos se miraron durante un instante y después dijeron a coro: —¡Fuera los judíos de Venecia!
El joven Contarini apuntó con su espada la taberna de la que habían salido los borrachos.
—Y tú, tabernero, dado que no sabes mantener a raya a tus parroquianos, cerrarás durante una semana. A partir de este momento. Por expreso deseo mío. Y como vea que has abierto incendiaré la taberna.
El tabernero inclinó la cabeza y echó de inmediato a los clientes que aún quedaban en el local.
El joven príncipe se pavoneó con sus compañeros, luego se acercó a Benedetta.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó, sin que su voz delatase el menor interés, acarició la piel del escote con la punta de su espada y dibujó un corazón estilizado con la sangre del borracho al que había herido.
Benedetta no se movía. Ni contestaba. Sentía un horror, un miedo y una atracción indescriptibles. Algo que procedía del pasado y que la devolvía a él. Algo de lo que huía y que, sin embargo, su lado oscuro buscaba sin que ella lo supiese.
—Mamá… —susurró.
—¿Qué has dicho? —preguntó el príncipe.
Mercurio agarró un brazo de la joven y la zarandeó.
El joven príncipe Contarini lo miró encantado. Como si eso fuera, justamente, lo que estaba esperando. Le sacó la punta de la lengua con una malicia casi sexual.
—¿Sabes que si te pidiese que me lamieses los zapatos te convendría hacerlo, muchacho? ¿Cómo te atreves a entrometerte entre esta puta y yo?
—No es una puta. Es virgen —respondió instintivamente Mercurio.
El joven arqueó las cejas.
—El asunto se pone interesante. En esta época es muy raro encontrar una virgen.
—No la toques con tus sucias manos —gruñó Mercurio.
La mirada del príncipe Contarini se iluminó de alegría. Un instante después asestó el golpe.
Pero Mercurio estaba preparado. Lo esquivó, agarró el brazo del noble y tiró de él hacia delante alargando una pierna. El príncipe perdió el equilibrio y si no cayó al suelo fue porque uno de sus compañeros, más rápido que los demás, lo sujetó.
—¡Escapa! —gritó Mercurio a Benedetta.
La joven vaciló por un instante, luego echó a correr. Pasaron en medio de los borrachos. Los hombres del príncipe Contarini les pisaban los talones. Mercurio cogió el remo en que se apoyaba uno de los borrachos y lo agitó con fuerza golpeando a dos de sus perseguidores.
—¡Escapa! —gritó de nuevo a Benedetta mientras embocaban una calle angosta y oscura.
Los hombres de Contarini eran más rápidos que Benedetta, a quien la falda impedía correr, de manera que no tardarían en darles alcance. Movido por el instinto, Mercurio se dirigió hacia el campo San Aponal. Antes de llegar a él, la calle del Luganegher fue bloqueada por otra figura familiar, alta y negra.
—¡Scarabello! —exclamó Mercurio con la respiración entrecortada.
Scarabello y sus hombres se apartaron para dejar pasar a Mercurio y a Benedetta. A continuación se juntaron de nuevo y detuvieron a los hombres del príncipe. Los contendientes se miraron en silencio. Scarabello y sus hombres se mostraban compuestos, con las manos a poca distancia de las espadas. Los hombres del príncipe tenían las bocas y las aletas de la nariz dilatadas por la carrera. Detrás de los secuaces de Scarabello se escondían Mercurio y Benedetta. Nadie se movía. Nadie hablaba.
Después, al cabo de un tiempo que se hizo interminable, se oyeron unas pisadas irregulares y al fondo de la calle apareció el príncipe Contarini, avanzando a duras penas. Se reunió con sus hombres. Tenía el brazo atrofiado abierto, como el ala desplumada de un pájaro. La boca abierta, mostrando sus dientes puntiagudos de pez, y un arroyuelo de saliva que le ensuciaba el mentón.
—Lo estábamos esperando, señor —dijo Scarabello haciendo una reverencia.
El príncipe Contarini jadeaba por el esfuerzo. Se balanceaba sobre las piernas, tan distintas entre ellas, oscilando. Una vez más, a Mercurio le recordó un cangrejo.
—¿Proteges ese joven criminal, Scarabello? —preguntó con su vocecita estridente el príncipe, cuando, por fin, pudo hablar.
—Así es, señor. Da la casualidad de que es uno de mis hombres —respondió Scarabello abriendo las manos, como si el hecho le desagradase.
El príncipe Contarini sonrió y se limpió la saliva con la manga de su valioso traje. En la penumbra las sedas resplandecieron como si fueran la piel viva de un animal mitológico. Solo la cabellera albina de Scarabello lograba hacer frente a esas luces tenebrosas. Daba la impresión de que el resto de las personas presentes en el callejón eran inexistentes.
Mercurio miraba a Scarabello con admiración. Se volvió hacia Benedetta y vio que ella, en cambio, escrutaba a Contarini.
—Quiero a ese joven —dijo el príncipe—. Me ha ofendido y debe pagar por ello.
—Sabe que soy un siervo fiel, señor —respondió Scarabello—. Le ruego, sin embargo, que me disculpe si rechazo su petición. Mis hombres solo responden ante mí de sus acciones. —Miró intensamente al príncipe, sin el menor embarazo—. Y yo solo respondo ante el mundo, por eso, señor, usted y yo tendremos que discutir en caso de que tenga alguna queja que no se pueda superar o remediar de alguna forma.
El príncipe Contarini lo miró impasible. Pero, mientras tanto, se mordía ferozmente el labio inferior. Al punto que lo hizo sangrar. Cuando, por fin, habló, lo hizo con una voz más chillona. Además, había perdido la batalla.
—Dile a tu hombre que procure que no volvamos a encontrarlo solo. Su cabeza me pertenece y, si tengo ocasión, me apoderaré de ella. —Se volvió y, con un ademán, ordenó a sus hombres que lo siguieran—. Volvamos con el fraile. Me gusta. El desasosiego lo está devorando. Promete sangre —concluyó con una risa histérica.
—Zolfo… —dijo Benedetta.
Mercurio le apoyó una mano en un brazo.
—No puedes hacer nada.
Scarabello se acercó a ellos.
—Gracias —dijo Mercurio.
—No lo he hecho por ti —explicó Scarabello—. El príncipe está loco. Si suelto las riendas se apoderará de todo. Y no soy el tipo de hombre que permite que los demás se adueñen de lo que le pertenece. En cualquier caso, tengo un amigo en las altas esferas, que está muy por encima de él. Solo el Dux lo supera. El príncipe lo sabe. Y el príncipe está loco, pero no es idiota.
—Gracias de todas formas —dijo Mercurio.
—Se olvidará de ti —prosiguió Scarabello—. Encontrará otro a quien cogerle ojeriza. Pero, por el momento, te aconsejo que desaparezcas de la circulación.
—Me las arreglaré —minimizó Mercurio—. Sé cuidar de mí mismo.
—Sí, ya lo he visto —corroboró Scarabello risueño. A continuación le golpeó el pecho con el dedo índice—. No es un consejo, sino una orden.
—Escucha, Scarab…
—No, escúchame tú. —Scarabello le golpeó el pecho con tanta fuerza que lo obligó a retroceder—. Ya te lo he dicho una vez. Te lo explicaré con otras palabras. Si te ordeno que te metas por el culo una ballena, tú te la metes y basta, ¿me has entendido?
—De acuerdo.
—Irás a tierra firme. Te encontraré un alojamiento. Y te quedarás allí durante, al menos, dos semanas. No quiero ver a las ratas llevando de un sitio a otro de los canales tu cabeza mientras se comen tus ojos. Y eso es, ni más ni menos, lo que puedes esperarte del príncipe. Después de haberte hecho sufrir como corresponde, claro está. —Scarabello se recogió la melena detrás de las orejas y se hizo una coleta, que ató con un lazo rojo de seda, tan largo que le llegaba hasta la cintura.
—Intentaré arreglármelas —respondió Mercurio metiéndose los pulgares en los pantalones.
—Fanfarrón —dijo Scarabello riéndose a la vez que se alejaba de allí.
Apenas dobló la esquina, Benedetta alargó una mano y cogió la de Mercurio.
—Vamos a la taberna.
Mercurio miró los labios de Benedetta. La siguió sin rechistar.
Subieron a la habitación.
—Cierra —dijo Benedetta.
Mercurio la obedeció.
Benedetta se tumbó en la cama y se desabrochó el vestido dejando a la vista sus pequeños senos de alabastro y los pezones de color de rosa. Jadeaba. No pensaba en el primer beso que había dado a Mercurio. Pensaba en el miedo que le había dado el príncipe Contarini. En la sensación que había experimentado. En la atracción que le producía el abismo. Miró a Mercurio y pensó que no se parecía a ninguno de los monstruos a los que la había vendido su madre. Le tendió una mano. Mercurio nunca le haría daño.
Mercurio se echó a su lado, inmóvil, aturdido. Jamás había besado a una mujer.
Benedetta le cogió una mano. Mercurio se crispó.
—Quieto —dijo Benedetta.
—¿Qué haces? —preguntó Mercurio. Y se sintió estúpido. Lentamente, Benedetta guio la mano de Mercurio hacia sus pechos y la apoyó en ellos.
—¿Qué haces? —repitió Mercurio, pero ya no era una pregunta.
—¿Tienes miedo? —le preguntó Benedetta.
Mientras seguía tumbado allí, con la mirada clavada en el techo y la mano apoyada en el pecho de Benedetta, sintiendo que la sangre le fluía de manera anómala en los pantalones, Mercurio pensó que sabía todo de la vida, más que la mayor parte de los seres humanos. Sabía sobrevivir en una alcantarilla de Roma y en una ciudad tan misteriosa como Venecia, sabía inventarse timos, usar la navaja, violar los bolsillos de cualquiera sin que lo descubriesen, y echar cal viva a la tierra para cubrir a los muertos, se había peleado con hombres dos veces más grandes que él, había matado a un comerciante, había plantado cara a Scavamorto y había conquistado a un criminal como Scarabello. Sabía todo de la vida.
Pero no sabía nada del amor.
—No puedo respirar —dijo.
—Acaríciame —dijo Benedetta.
—¡Te he dicho que no puedo respirar! —estalló Mercurio levantándose.
—¿Qué te pasa? —preguntó Benedetta, turbada.
Mercurio no comprendía la furia que se había apoderado de él, pero no podía controlarla.
—Tengo que salir —dijo con voz quebrada.
—Te acompaño —propuso Benedetta.
Mercurio no contestó y salió dando un portazo.
Benedetta se abrochó el vestido y se acurrucó bajo la manta. Cerró los ojos. Vio el semblante temeroso del príncipe Contarini. Se metió una mano entre las piernas. Y se sintió sucia.
Mientras tanto, Mercurio había llegado jadeante a Rialto. Se acercó al tuerto, el hombre de Scarabello.
—Tengo que marcharme enseguida de aquí. Búscame un barco —le dijo.