28

Mercurio y Benedetta permanecieron escondidos un buen rato en los muelles embarrados del Canal Grande, detrás del Fontego dei Tedeschi. Mercurio se levantó la falda de vieja y se lavó el albayalde y el maquillaje. Metió todo en una bolsa de tela. A continuación se dirigieron a toda prisa al campo Santo Aponal.

Entraron en la tienda del herborista riéndose.

—Hola, Paolo. Mira esto —dijo Mercurio tirando al mostrador el anillo con el diamante—. Nos lo ha regalado el orfebre de San Bartolomeo.

El herborista abrió desmesuradamente los ojos y cogió el anillo como si hubiese capturado al vuelo un escarabajo haciéndolo desaparecer en la palma de la mano.

—¿El orfebre de San Bartolomeo? —preguntó temeroso y atónito a la vez—. ¿Estás loco?

—¿Por qué? —preguntó Mercurio.

—Su primo es uno de los cattaveri.

—¿Y qué?

—Pues… —el herborista titubeaba—, pues que… no se puede…

—¿Qué es lo que no se puede? —preguntó Scarabello entrando en la tienda con un nuevo abrigo de pieles, también negro. Observó lo que restaba del disfraz de Mercurio. Bajo la casaca, que se había abierto, se veía aún la parte superior del vestido, con el velo que ocultaba los collares. Lo apuntó con un dedo—. ¿Eres tú la vieja de la que habla todo Rialto?

—Escucha, Scarabello… lo siento… no sabía que el orfebre… —farfulló Mercurio preocupado—, esto es… ¿Cómo podía saber que…?

—¿Eres tú la vieja pedorra? —Scarabello soltó una carcajada.

—¿No estás enfadado? —preguntó asombrado Mercurio.

—¡En absoluto, muchacho! —prosiguió Scarabello—. ¡Eres un genio! ¡Eres el mago de los disfraces, muchacho! Este timo entrará en la leyenda de Venecia, te lo garantizo. —Se rio aún más fuerte—. ¡Lástima que no puedas recibir los aplausos que mereces por ser un gran actor!

—Pero Paolo ha dicho…

Scarabello se acercó al herborista y le apoyó una mano en un hombro.

—Paolo es un cagado y tiene un espíritu servil, ¿verdad, Paolo?

El herborista bajó la mirada, atormentado.

—No es culpa suya —dijo Scarabello sin escarnio mirando a Mercurio directamente a los ojos—. Nacemos perros o lobos. Si naces perro los bastonazos te vencen. Si naces lobo muerdes el bastón mientras tienes sangre en las venas. —Hizo una pausa sin dejar de mirar a Mercurio—. ¿Tú eres perro o lobo?

Mercurio miró a Paolo. Desde luego, no se reconocía en ese hombre con la cabeza gacha. Pero tampoco podía decir que tuviera la fuerza de Scarabello.

—¿Y bien? ¿Perro o lobo?

—Zorro —contestó Mercurio.

Scarabello echó la cabeza hacia detrás, impresionado por la respuesta, que no se esperaba. Ese muchacho lo sorprendía siempre. Y Scarabello vacilaba entre aceptar la sorpresa que le producía y disfrutar de ella, u obedecer a su índole, que le advertía que un tipo como Mercurio un día le quitaría el taburete del mando de debajo del culo. Lo miró en silencio asintiendo lentamente con la cabeza. Sonrió.

—Explícame una cosa, zorro, en Rialto la gente dice que la vieja engañó al orfebre porque tenía unas monedas de oro.

—Monedas de oro falsas —se apresuró a decir Mercurio sintiendo que la conversación estaba tomando un cariz peligroso—. Cosas de teatro como el vestido de vieja, los collares…

—¿Monedas falsas? ¿Crees que un orfebre daría por buenas unas monedas que no engañarían ni al público más estúpido? —El semblante de Scarabello había perdido todo rastro de benevolencia.

Benedetta notó la tensión y se acercó a Mercurio.

—Apártate —le ordenó Scarabello.

—Sí, deja de estar siempre pegada a mí —dijo Mercurio, que parecía realmente irritado.

—Jódete —gruñó Benedetta.

—¿No me estarás ocultando algo? —preguntó Scarabello dando un paso hacia él.

El lobo mostraba su cara, pensó Mercurio. Y rezó para que el zorro estuviese a la altura de su reputación.

—Nosotros podemos ser amigos o enemigos —prosiguió Scarabello que se había plantado delante de él, tan cerca que Mercurio podía percibir el aliento a vino—. Tú decides, muchacho.

Inesperadamente, Mercurio se echó encima de él y lo abrazó.

—Te debo mucho…

Scarabello lo apartó con malos modos.

—¿Qué haces, idiota?

—Perdóname… Te debo mucho —repitió Mercurio inclinando la cabeza con aire sumiso—. Y te juro fidelidad. ¿Por qué dudas de mí?

—No me engañas —dijo Scarabello riéndose—. Abre los brazos.

—¿Por qué?

Scarabello sacó la navaja con una rapidez inaudita.

—Si te digo que saltes en el fuego, debes saltar en el fuego.

Mercurio abrió los brazos.

Scarabello lo registró. Levantó el velo que ocultaba los collares falsos. Se los arrancó y los tiró al suelo. Le quitó de la mano la bolsa de tela y rebuscó dentro de ella, lanzó al suelo la falda, los guantes, y los anillos falsos. Encontró también el bolso con el monedero dentro. Lo hizo tintinear mirando fijamente a Mercurio. Lo abrió y tiró asimismo al suelo las monedas que contenía, que sonaron huecas en el pavimento de la tienda.

—Bájate los calzones —dijo.

Mercurio se los desató y se quedó con los calzoncillos cortos.

Scarabello le palpó entre las piernas.

Mercurio se ruborizó, pero no retrocedió.

—Quítate la prenda de arriba —le ordenó entonces Scarabello.

Benedetta temblaba.

Mercurio se desnudó. Se quedó con la camiseta de lana cocida que le había dado Anna del Mercato y con los calzones bajados.

Scarabello le levantó la camiseta. Lo miró a los ojos. A continuación, sin dejar de escrutarlo, alargó una mano y aferró a Benedetta por un brazo. La atrajo hacia él como si estuviese ejecutando un elegante paso de baile.

—Paolo, asegúrate de que la chica no tenga el dinero —dijo.

El herborista no se movió.

—¡Paolo! —gritó Scarabello.

El herborista se acercó a ellos tímidamente, a la vez que Scarabello sujetaba a Benedetta por el brazo. Le levantó la falda con la punta de la navaja. Cogió el borde de la falda y movió el arma hacia las bragas de lino. Cortó con un golpe seco el lazo que las sujetaba y, valiéndose también de la punta de la navaja, se las bajó.

—Busca —ordenó a Paolo sin dejar de mirar a Mercurio.

Mascullando disculpas, el herborista alargó las manos.

Benedetta cerró los ojos.

—¡No sirve de nada! ¡Déjala en paz! —dijo Mercurio.

Scarabello no contestó. Clavó la punta de la navaja en el cuello de Benedetta. Acto seguido, mirando a Mercurio, bajó la hoja hasta el escote, la introdujo un poco y apartó el borde del vestido de la piel blanca de Benedetta.

—Mira dentro —dijo al herborista.

—No hay nada —dijo Paolo después de haber verificado, con la cara encendida.

Scarabello, con la gracia propia de un bailarín que acompañaba todos sus movimientos, obligó a volverse a Benedetta y la empujó a un lado.

—Bájate las bragas —le ordenó. Luego se dirigió al herborista—: Paolo, esconde el vestido de la vieja. Toda Venecia lo está buscando en este momento. —Miró a Mercurio esbozando una sonrisa—. Por lo visto has dicho la verdad, muchacho.

Desfalleciendo por la tensión, Mercurio se ató los calzoncillos y lanzó un suspiro de alivio. Se llevó las manos a la cara y sintió que las lágrimas le saltaban a los ojos.

—¡Gracias, Scarabello! —exclamó mostrando el miedo que había contenido hasta ese momento y, una vez más, lo abrazó—. Gracias… gracias…

—¡Basta! —exclamó Scarabello apartándolo de un empujón.

—Perdona, Scarabello, perdona. Y gracias, gracias, gracias…

—De acuerdo, pero basta ya. Esos mohines de afeminado me sacan de mis casillas. —Scarabello se volvió hacia el herborista, que había vuelto con la casaca—. Desmonta las piedras y funde el oro, Paolo. Aprisa. Ahora saldré y me quedaré por aquí, pero no tardaré en volver para recoger la piedra. —Apuntó un dedo hacia Benedetta—. Y tú procura no llamar demasiado la atención. —Se acercó a ella, al punto que habría podido besarla—. Aquí, en Venecia, a una ladrona como tú se la condena a ser descuartizada por cuatro caballos en la plaza de San Marco, y luego echan los restos al canal. ¿Me has entendido? Están buscando a una vieja y a una criada bonita… —Benedetta sonrió contenta—. Que el orfebre reconocerá con facilidad.

—Gracias —dijo Benedetta.

—No me has comprendido —dijo Scarabello encaminándose hacia la puerta de la tienda—. He dicho criada… idiota.

Mercurio se rio. Benedetta lo fulminó con la mirada.

—Muy bien, Mercurio —dijo Scarabello desapareciendo de su vista.

Mercurio corrió en pos de él. Cuando le dio alcance le preguntó en voz baja: —Si yo estuviese buscando a una persona… tú podrías ayudarme, ¿verdad?

—Depende.

—Acaba de llegar a la ciudad —dijo Mercurio bajando aún más la voz y dando la espalda a Benedetta.

—¿Por qué tu… hermana no debe enterarse de que estás buscando a esa persona?

—Bueno… esto…

—¿Por casualidad no será una mujer y tu hermana tiene celos? Procura no dar celos a las mujeres… Pueden cometer estupideces.

Mercurio se alarmó. Benedetta se estaba aproximando a ellos.

—Donnola —dijo de un tirón—. Es un hombre y se llama Donnola.

—¿Donnola? —Scarabello lo miró—. Tienes demasiados secretos para mi gusto, muchacho.

—Se llama Donnola, de verdad.

—Sé de sobra quién es Donnola. Y, desde luego, no acaba de llegar a Venecia —contestó Scarabello—. Todos lo conocen en Rialto. Es muy fácil encontrarlo. Basta ir al mercado, siempre está allí, buscando un inocentón o un trabajito. Pero he oído decir que se había alistado.

—Ha regresado.

—Donnola… —Scarabello se alejó cabeceando—. Ay, muchacho, siento que un día me vas a dar un disgusto…

Mercurio se volvió hacia Benedetta.

—Vamos —le dijo.

—¿Qué decía de Donnola? —preguntó Benedetta cuando llegó a su lado.

—¿Quién? No, has oído mal —dijo Mercurio esquivando su mirada. No sabía por qué, pero su habilidad para mentir no le servía de mucho con Benedetta. O quizás era tan solo una sensación. En cualquier caso, no le convenía arriesgarse.

Apenas enfilaron una calle estrecha y oscura, Benedetta empujó a Mercurio contra la pared.

—¿Cómo lo has hecho?

—¿A qué te refieres? —preguntó Mercurio fingiendo asombro.

—Al dinero. Al verdadero. ¿Dónde lo has puesto? Estaba convencida de que te iba a matar.

—No tenía las monedas auténticas —explicó Mercurio riéndose—. Solo las del teatro.

—Venga ya…

—De verdad. Cuando me registró no tenía las monedas auténticas.

—¡Venga ya, idiota! —soltó Benedetta, exasperada.

—Es cierto. Yo no tenía el dinero… —Mercurio jugueteó con la punta de un zapato en el barro—. Lo tenía él.

—¿Qué?

—¿No viste que lo abracé antes de que empezara a registrarme?

—¡No me lo creo!

Mercurio se rio.

—Te digo que es así.

—Le metiste el dinero en el bolsillo y después… ¡No! Por eso lo abrazaste otra vez. ¡Para recuperarlo! —concluyó Benedetta admirada—. Y yo que pensaba que eras idiota.

—En cambio, tal y como ha dicho Scarabello, la idiota eres tú.

—Ha dicho que soy guapa.

—Lávate las orejas.

Entretanto, habían llegado a la plazoleta del Gambero y se empujaban en medio de la gente sin dejar de reírse. En ese momento, mientras se daba media vuelta para no caerse, Benedetta reconoció a la joven judía que le gustaba a Mercurio, que estaba justo a la puerta de la tienda de telas. Vio que también ella los había visto y que se estaba acercando a ellos con un brazo levantado. La sonrisa se le congeló en la cara. Sintió el mismo odio que había experimentado hacía unos días.

Sin pensárselo dos veces rodeó el cuello de Mercurio con los brazos.

Y lo besó.