25

Shimon había decidido que no cabalgaría por el camino para evitar cualquier posible encuentro con los guardias, dado que iba vestido de capitán del ejército de Su Santidad. Pero el bosque era más espeso de lo que había imaginado, de manera que llegó de noche a la fonda.

Decidió que esperaría hasta que amaneciera. Acampó en una roca, junto al torrente. Encendió una hoguera. No tenía nada para comer, pero no se sentía débil. Bebió y abrevó también al caballo. Se preparó para pasar la noche.

Recordó lo que le había sucedido en la fonda. Recordó a la muchacha, a la impresionante facilidad con la que le había hecho picar el anzuelo. Con la misma facilidad con la que Mercurio lo había hecho picar también. Shimon pensó que, a pesar de todo el odio y la rabia que sentía, y de que se había convertido en un hombre totalmente distinto, que había perdido el miedo que lo había paralizado siempre, seguía sin tener la menor experiencia sobre la vida. Mercurio y esa joven habían luchado con uñas y dientes desde que eran niños. Habían comprendido muy pronto que si querían sobrevivir debían convertirse en unas fieras. Él, en cambio, había creído que la única dificultad a la que iba a tener que enfrentarse era el hecho de haber nacido judío. Había heredado la profesión y los contactos comerciales de su padre que, al igual que él, era judío. Y su padre, a su vez, había heredado los clientes y la profesión de su abuelo. Ninguno de ellos había padecido la pobreza. Y todos ellos, indistintamente, habían sido unos hombres temerosos. Dominados por el miedo. El miedo a perder lo que tenían, el miedo a ser judíos en un mundo cristiano, el miedo a no respetar las reglas de la comunidad religiosa y de la sociedad en que vivían. Miedo a tener una mujer, además de la esposa, que, en la mayor parte de los casos, elegían los padres. Miedo a sentir pasión y cólera, pero también alegría. En ciertas ocasiones se había dicho que tenía miedo del miedo. Pero en ese momento, creía que, en realidad, siempre había tenido miedo de no tener miedo. El miedo era un compañero fiel, reconfortante, que guiaba la vida por las vías por las que esta debía discurrir. El miedo impedía los cambios, las ideas distintas a las oficiales. El miedo garantizaba la inmovilidad.

Shimon sonrió mientras la luz del alba empezaba a filtrarse por las hayas. Ya no quería seguir paralizado. Su destino había cambiado, y quizá se lo debía también a Mercurio, que, al robarle, lo había dejado en la ruina. Que lo había obligado a afrontar su naturaleza, sofocada durante años. En el fondo, gracias a Mercurio había infringido la ley, se había procurado un arma, la había clavado en el cuerpo de un enemigo, había expresado a voz en grito su odio, su rabia, su rebelión. A los hombres y a Dios. En el fondo, gracias a ese delincuente, que con su misma arma le había elevado la voz, Shimon tenía ahora una voz aún más fuerte, que salía de su corazón, de sus entrañas, de su ser de carne y sangre.

Sí, todo eso se lo debía a Mercurio. Se lo agradecería como correspondía.

Pero ahora debía dar las gracias a la joven que lo había hecho sentirse tan estúpido, dándole una lección. Porque Shimon, por fin, después de años y años de letargo, sabía lo que significaba estar vivo. Había sentido lo que se puede experimentar de verdad por una mujer. Había sentido que la carne que tenía entre las piernas se llenaba de sangre y de pasión. Había sentido incluso la embriaguez que produce desobedecer al propio miedo. Arriesgarse. Sí, el riesgo estaba en el centro de la nueva embriaguez de Shimon. Y los hechos habían demostrado que los dioses ayudan al hombre que se arriesga. Puede que no fuese el caso del dios de los judíos. Puede que a ese dios le habría gustado decirle que se estaba equivocando. Pero Shimon había cerrado también esa puerta. Hacía oídos sordos al dios de sus padres. En cambio, los nuevos dioses, paganos, sanguinarios, animalescos, lo habían protegido. Le habían hecho un extraordinario regalo. Estaba condenado a ser encarcelado por una injusticia. En cambio, había sido liberado por unos acontecimientos que, en apariencia, no guardaban ninguna relación con él. Y lo habían agraciado de nuevo. Se había reconocido en el bandido que le había salvado la vida. En ese momento no había temido la muerte. Quizás había sentido cólera, porque debía llevar a cabo una tarea. Pero miedo, no. Había superado un límite, atravesado un confín, se dijo, y ya no podía volver atrás.

Se levantó y se enjuagó la cara. Pensó también en lavar la espada. Pero la hoja oscurecida por la sangre seca le daba sensación de poder. Montó en el caballo y lo espoleó.

Una vez en la fonda ató su montura a una encina y se sentó a pensar. Además del general y de la joven, en la fonda estaban las dos viejas y los tres mozos. Pero a él solo le interesaba la muchacha.

Al cabo de un rato vio que dos mozos subían a un carro tirado por un mulo y se alejaban. Inmediatamente después el tercero se adentraba con una carretilla en el bosque. Era el momento de actuar, se dijo Shimon.

El general se había sentado delante de la fonda, bajo una pérgola, y había pedido que le sirvieran una jarra de vino. Bebió y se enjugó la barba blanca. A continuación sacó una pipa corta del chaleco y la llenó.

Mientras la encendía, Shimon se abalanzó sobre él. Cogió el mechón de pelo que le caía por la frente, le levantó la cabeza y apoyó la hoja de la espada en su cuello rugoso. Acto seguido movió hacia atrás la espada con un movimiento rápido. La hoja penetró en la carne vieja del general.

Una de las dos viejas, que había salido con la comida para el general, gritó y dejó caer el plato y los cubiertos. Después, sorprendiendo a Shimon, se inclinó, cogió el cuchillo e intentó apuñalarlo. Shimon le dio un golpe en la cabeza con la empuñadura de la espada. La vieja lanzó un gemido y cayó al suelo. Sin prestarle la menor atención, Shimon entró en la fonda. La otra vieja, al verlo, se hincó de rodillas, se hizo la señal de la cruz y se puso a rezar. Shimon ni siquiera la miró. Buscaba a la joven. Al pasar por delante de una ventana vio que estaba escapando.

Salió como un rayo de la fonda y empuñó la ballesta, que había cargado de antemano. Jamás había usado una. Inspiró hondo, apoyó una rodilla en el suelo y apuntó. La joven había cruzado casi todo el patio y se estaba acercando al henil. Si llegaba a él dejaría de estar en el radio de tiro. Shimon apoyó el dedo índice en el gatillo y lo apretó.

La flecha saltó con violencia, vibrando en el aire.

Un instante después la joven se levantó la falda. Lanzó un grito, pero no se detuvo. La flecha la había rozado y se había clavado en la pared del henil.

Cuando Shimon vio que la joven se adentraba en el bosque tiró la ballesta al suelo y corrió hacia su caballo. No tardó en darle alcance. Le dio una patada. La joven cayó al suelo y no se volvió a levantar. Jadeaba. Tenía el pelo revuelto y en sus ojos se leía un profundo miedo.

—¿Quieres el dinero? Está en la habitación del general —dijo asustada—. No quería… no quería… me obligó…

Shimon le ordenó con un ademán que se levantase, después le agarró el pelo y echó a andar hacia la fonda. La muchacha lo seguía gimiendo y agarrando con fuerza la mano con la que Shimon le tiraba el pelo para reducir el dolor.

Pasaron por delante del cadáver del general. La joven chilló y rompió a llorar.

—No… no… te lo ruego…

Shimon desmontó y la miró. Le dio una violenta bofetada. Pensaba matarla, pero solo después de haberla atormentado. No moriría rápidamente como el general. Debía sufrir. Al igual que sufriría Mercurio. Porque ellos lo habían humillado.

La empujó hacia la habitación que había en la parte trasera, donde lo habían drogado.

—¿Quieres hacer el amor? —lloriqueó la joven—. ¿Quieres hacer el amor?

Shimon abrió la puerta de una patada. Empuñaba la espada, que goteaba sangre. Empujó dentro a la muchacha, con violencia, y cerró la puerta a su espalda.

La joven se arrodilló delante de él juntando las manos.

—¡No me mates! No me mates, te lo suplico… —Después, con un ademán repentino, se abrió el vestido arrancando los botones y dejando a la vista su generoso pecho—. ¿Quieres hacer el amor? —Se acercó a él, siempre de rodillas, y le restregó el pecho por las piernas—. ¿Quieres hacer el amor? —repitió—. Tómame… tómame… —Se arrastró hasta la cama en que Shimon había perdido el conocimiento la noche anterior y se tumbó tocándose los pechos con las manos—. Mírame. ¿Te gusto? ¿Soy guapa? ¿Quieres hacer el amor?

Shimon pensó que debería haberla matado en el bosque. Se sentía débil. Tan débil como cuando ella lo había seducido. La miraba y pensaba en la mañana anterior, cuando lo habían obligado a subir a la carroza penitenciaria y la había visto ajada. La imagen le volvió a la mente y lo turbó. Porque ya no era la joven que nunca se habría podido permitir. Esa mañana había visto a una mujer que podía haber sido suya. Eso era lo que había sentido en lo más hondo. Y en ese momento, viéndola así, vencida, en su poder, se sintió aún más débil. Porque, antes incluso de admitirlo, sabía que la deseaba con todas sus fuerzas.

Tiró al suelo la espada y dio un paso hacia la joven.

Ella se levantó la falda.

—Sí, ven… sí… —murmuró abriendo las piernas y descubriendo una mancha de vello claro—. Ven… te deseo… mira cómo te deseo… —prosiguió la joven, se llevó una mano a la boca, se lamió los dedos, y la hizo resbalar hasta metérsela entre las piernas.

Shimon sintió que la sangre le corría por las venas, a oleadas y con resaca. Le subía a la cabeza y luego volvía a bajar, rauda, hasta las ingles. Su corazón se aceleraba. Jadeaba. Se acercó aún más a ella.

La muchacha alargó una mano y le desató los pantalones con destreza. Rápida, hábil. Estaba acostumbrada a hacerlo, pensó Shimon. Y, una vez más, se sintió débil. Y solo. La mano de la joven le aferró el pene. Empezó a moverlo, con brío, tratando de que la carne creciese. Pero la sensación que experimentaba había dejado petrificado a Shimon.

«Nunca has tenido una mujer», se decía. «Tu esposa no era una mujer y tú nunca has sido un hombre. Un verdadero hombre». Sintió en lo más profundo su debilidad. Decidió apartarse y empuñar la espada de nuevo, pero la joven, como si hubiese intuido lo que pensaba, lo aferró por la cintura y lo atrajo hacia ella.

Shimon se encontró tumbado en la cama. La joven le bajó los pantalones, se levantó la falda hasta las caderas y montó a horcajadas sobre él. Le cogió una mano y se la apoyó en un seno. Después empezó a moverse, arriba y abajo, frotando el pene blando de Shimon.

—Oh, sí… así… ¿Sientes cuánto te deseo? —jadeaba—. Así me haces gozar… así…

Pero el pene de Shimon no parecía dispuesto a hincharse y a crecer. Shimon pensó que con su esposa, que no era una mujer, nunca había fallado. En cambio, no podía hacer el amor con esa hermosísima joven. Era absurdo. Sentía que el miedo se asomaba de nuevo a su alma. Y, con él, la soledad que nunca había querido admitir. Se sentía una nulidad.

La muchacha, sin dejar de gemir, se separó de su cuerpo y deslizó sus labios por las piernas de él. Shimon sintió el calor. El movimiento. Jamás había pensado que sería capaz de hacerlo. Algunos hablaban de ello, pero él jamás lo había probado. Era maravilloso, podía imaginárselo, pero, aun así, no sucedía nada. Cerró los ojos y se llevó una mano a la frente.

¿Por qué se sentía tan débil, tan insignificante?

En ese momento notó un movimiento anómalo. Algo que lo alertó. Abrió los ojos de golpe.

La joven empuñaba la espada, si bien no parecía que se dispusiese a golpearlo con ella. Shimon le dio un golpe con la rodilla, se puso de pie y la desarmó. Le arrebató la espada y la levantó.

La muchacha sabía que iba a morir. Había perdido su oportunidad.

Shimon sujetaba la espada sobre su cabeza y miraba hacia abajo, hacia la muchacha que se protegía instintivamente con las manos. Entonces se vio. Vio su pene, blando, mojado con la saliva de la joven. Se imaginó con la espada en el aire y los pantalones bajados. Y sintió dolor. Por sí mismo. Porque iba a matar a la joven con el pene flácido y al aire. Porque había deseado, solo entonces se lo confesaba, hacer el amor con ella desde la primera vez que la había visto e incluso después de que lo hubiese engañado, robado, y se hubiese reído de él. Incluso cuando le había dicho al general que él le daba asco, Shimon la había deseado. Ella siempre había sido más fuerte. Y lo sería incluso si le cortaba la cabeza de un tajo. Debido a su pene flácido, que había tenido miedo de una mujer que no se podía permitir.

Shimon se llevó una mano al pene, avergonzado. A continuación bajó el arma.

La muchacha lo miró sin comprender.

Shimon se abrochó los pantalones, arrancó la sábana, la hizo a tiras y ató con ella a la joven de pies y manos.

No, no la mataría. No tenía valor para hacerlo.

Salió sin mirarla, se encaminó hacia la fonda, subió a la habitación del general y la puso patas arriba hasta que encontró sus botas, su abrigo y las monedas de oro. Las cinco que eran suyas, otras cinco de oro y unas veinte de plata. Y varias joyas masculinas y femeninas. Miró en los armarios, cogió las prendas que podían resultarle cómodas y las cargó en el carro tirado por el caballito árabe de Scavamorto que había encontrado en el henil.

Volvió a la fonda. Las viejas habían desaparecido. Fue a la cocina y arrambló con todos los víveres que pudo. A continuación cogió papel y pluma. Solo entonces se dio cuenta de que quería escribir algo a la joven.

Se le saltaron las lágrimas a los ojos. «Qué débil eres», pensó.

Salió, desesperado, sintiéndose solo, como nunca se había sentido, montó en el carro y azotó al caballito, que saltó de inmediato, nervioso.

Cuando volvió a pasar por el lugar donde había sido atacada la carroza penitenciaria estaba anocheciendo.

En la pequeña explanada, rodeada de hayas seculares, vagaban, inquietos y furtivos, dos grandes lobos. Al oír el carro se escondieron en el bosque. Shimon seguía llorando, sin sollozar. El caballito estaba nervioso, no dejaba de pisotear el terreno con los cascos y de relinchar. Shimon encendió el farol del carro. Alrededor de él, en el bosque, brillaron una decena de ojos rojos. Los dos lobos que había visto eran los más valientes, pensó Shimon. Los demás estaban al acecho en la oscuridad. Aguzó las orejas. Los lobos aullaban, atormentados por el olor a sangre.

Shimon abrió la boca y gritó su espantoso silbido. A continuación hizo chasquear el látigo en el aire.

En el bosque, los lobos gruñeron.

Shimon abandonó la explanada preguntándose si tendría fuerzas para continuar, para llevar hasta el final su búsqueda y su venganza, que conllevaba la muerte de Mercurio.

La muchacha le había mostrado toda su debilidad.

Los gruñidos feroces de los lobos que peleaban por la carne humana retumbaron entre las hayas y se alzaron hacia la luna.

Pero Shimon no los oyó. En sus oídos solo retumbaba la risa de la joven. Porque estaba seguro de que en ese momento se estaba riendo de él.