24

—Anselmo del Banco dice que la Serenísima está pensando en crear un barrio exclusivo para los judíos de Venecia —dijo Isacco apenas salió de la casa del banquero, que había considerado las piedras menos preciosas de lo que eran en realidad, pero que, en todo caso, había valorado en una considerable cifra.

—¿Y eso es bueno? —preguntó Giuditta.

—No, niña mía —contestó Isacco—. La idea es organizar un chazer.

—¿Un qué? —terció Donnola.

—Un recinto —respondió Isacco—. Una judería.

—Ah, tonterías —afirmó Donnola—. Eso nunca sucederá.

Isacco lo miró enarcando una ceja.

—Me gusta comprobar que estás más enterado de los asuntos de la República que Anselmo del Banco, que suele frecuentar a los nobles de la Serenísima.

Donnola no dio muestras de haber captado la ironía y respondió: —La posición de privilegio del usurero, doctor, solo demuestra que cierta gente, a despecho de toda lógica, acaba situándose por encima de los cristianos como yo, a pesar de las proclamaciones de la Serenísima. De ello se deduce que lo que afirma la República no siempre corresponde a la verdad sino que es sencillamente una cortina de humo cuyo fin es controlar al pueblo. Otra consecuencia es que la idea de establecer una judería me parece una soberana idiotez, se lo digo yo.

—Si lo dices tú no puedo por menos que creerte —dijo Isacco—. Comunicaré a Anselmo del Banco que puede estar tranquilo.

Donnola se encogió de hombros.

—Puede creer lo que le parezca, doctor. Yo he dicho simplemente lo que pienso.

—Vamos, no te ofendas —dijo Isacco riéndose y guiñando un ojo a Giuditta.

—Pero ¿quiere saber una cosa? El usurero nunca le hará caso. ¿Sabe por qué?

—¿Por qué?

—Pues porque, con todo respeto, a usted le gusta hacerse la víctima.

—¿Tú crees? —preguntó Isacco con una punta de irritación.

—Sí. Como a todos los comerciantes. Puede que ustedes no sean más comerciantes que los demás, pero tampoco lo son menos.

Isacco pensó en Anselmo del Banco y en la manera en que había tasado las piedras. Había pensado lo mismo, pero nunca lo admitiría delante de un goy.

—No lo sé… —dijo.

Donnola se echó a reír cabeceando.

—Lo sabe, lo sabe…

—Me parece que el que lo sabe todo eres tú, Donnola.

—Vamos, no se ofenda —dijo Donnola remedando la entonación con la que había hablado el médico.

Giuditta rompió a reír.

—Con todo respeto, doctor —prosiguió Donnola—, ustedes, los judíos, están convencidos de ser el último mono…

—¿Y no es así? —preguntó Isacco—. Responde con sinceridad.

Donnola lo miró. De repente, su afirmación tenía un peso superior a la que había pretendido atribuirle. La suya era una manera de hablar, sin más.

—Bueno, por ejemplo…

—Te escucho.

—Los turcos son peores —afirmó Donnola, contento de haber encontrado una escapatoria.

—¿Y eso qué tiene que ver? ¡Siempre estáis en guerra contra los turcos!

—Precisamente. Y los consideramos peores que los judíos.

—Pero ¡si en Venecia casi no hay turcos, Donnola!

—Justo. En cambio hay muchos judíos. Por eso el último mono son los turcos y no los judíos —concluyó satisfecho Donnola.

Isacco sacudió la cabeza.

—Ah… contigo no se razona.

Giuditta sonreía divertida.

—¿Te burlas de tu padre? —le preguntó Isacco.

—Jamás me lo permitiría —contestó Giuditta sin dejar de sonreír.

—Pero ¿qué piensas de nuestra discusión? —terció Donnola.

Giuditta miró a su padre y lo abrazó.

—Pienso que el doctor Isacco di Negroponte ha encontrado la horma de su zapato.

—Busquemos una casa, que es mejor —dijo Isacco abrazando alegremente a su hija.

—No, doctor, antes tenemos que ir a hablar con el capitán Lanzafame, se lo he dicho esta mañana —dijo Donnola—. El capitán me dijo que fuéramos hoy a mediodía a su cuartel general. Necesita de sus servicios.

—¿Y dónde está ese cuartel general? —preguntó Isacco.

—Aquí mismo, detrás de Rialto, doctor.

—Por lo visto todo gira alrededor de Rialto.

—Porque Rialto es el corazón de la ciudad.

—Creía que era San Marco.

—San Marco es para los políticos, los intrigantes y los visitantes.

—Bueno, vayamos entonces al cuartel general —dijo Isacco—. Pero no recuerdo haber visto cuarteles por aquí.

—¿Y quién ha hablado de cuarteles? —preguntó Donnola riéndose—. En tiempos de paz el cuartel general del capitán es la fonda de las Spade.

Llegaron a la calle que estaba detrás de las Spade, a espaldas de la Pescheria Grande, en la calle de la Scimia, donde había una fonda que administraban las monjas de San Lorenzo, según les explicó Donnola disgustado.

—¡Una fonda limpia! —exclamó escandalizado.

No obstante, al ver un borracho en el suelo y una prostituta que le rebuscaba tranquilamente en los bolsillos delante de la entrada, Isacco pensó que la fonda de las Spade no parecía en absoluto estar en manos de religiosos.

—Quizá sea mejor que su hija espere fuera, doctor —dijo Donnola.

—Ni lo sueñes —dijo Isacco con firmeza—. Mi hija viene conmigo. ¿A quién se le ocurre? Mira alrededor…

—Sí, pero dentro…

—Ni hablar. Asunto zanjado —dijo Isacco en tono categórico—. No quiero dejarla aquí fuera.

Donnola se encogió de hombros, abrió la puerta de la fonda y entró. Isacco y Giuditta lo siguieron.

Apenas entraron los azotó un olor nauseabundo, aún peor que el del callejón. Era un hedor en el que se entremezclaba el olor a sudor, a dátiles podridos, a plátanos aplastados en el suelo y cocinados por la humedad y la sal, a pescado putrefacto, a brea y a madera, además del que emanaba de un retrete que no habían limpiado en varias semanas. A todo ello se superponía el olor a vino rancio. El local era enorme, pero oscuro, pese a que estaban en pleno día. En las ventanas colgaban unas gruesas cortinas oscuras y las lámparas de aceite tenían una llama tan baja que apenas se podían distinguir las facciones de los parroquianos. Giuditta vio en un rincón a un borracho meando contra la pared sin que nadie protestara. De vez en cuando, mientras avanzaba detrás de su padre, veía un pecho o una falda que se levantaba dejando a la vista un culo blanco. En el aire flotaban frases obscenas, risotadas groseras, suspiros y maldiciones. Parecía la antesala del infierno, pensó Giuditta inquieta. Se detuvo al ver que la mano de una mujer se insinuaba por debajo del sobretodo de su padre y le palpaba el miembro a través de la tela de los pantalones.

—Lo tienes grande, amor mío —dijo una voz ronca que parecía estar recitando una cantilena. De la penumbra emergió el rostro de una mujer con la cara pintada de blanco, y las mejillas y los labios de color púrpura—. Si quieres te la chupo por un cuarto de tinto y un sueldo de seis bagattini[4]. Seguro que nunca has probado un beso como el mío. Sonrió mostrando una boca desdentada, con las encías enrojecidas. Giuditta retrocedió sobresaltada y gritó. La mujer fue absorbida de nuevo por la oscuridad y solo se oyeron sus risotadas roncas, seguidas de las de un borracho.

—Mi hija no puede estar aquí. Pero ¿dónde nos has traído? —pregunto Isacco a Donnola.

—Que conste que se lo advertí, doctor —respondió Donnola.

—¡Deberías de haberte explicado mejor! —estalló Isacco—. Espérame fuera —dijo a Giuditta guiándola a toda prisa hacia la entrada de la fonda—. No tardaré nada. No te alejes de aquí ni des confianzas a nadie. —Miró a Giuditta. Estaba pálida—. Donnola es un imbécil y tú un estorbo —masculló. Se asomó a la puerta—. ¡Capitán Lanzafame! —gritó.

La fonda se sumió en el silencio por un instante. Acto seguido reinició el habitual barullo. Pero un cuerpo imponente emergió de la oscuridad.

—Ah, eres tú —dijo Lanzafame con la voz pastosa a causa del vino. Tenía la camisa fuera de los pantalones y abierta en el pecho. La luz que se filtraba desde la calle dejaba a la vista unas cicatrices moradas.

Donnola apareció a su espalda.

—Dijo que quería vernos, capitán.

El capitán asintió con la cabeza.

—Salgamos.

Una vez fuera, Isacco miró a Lanzafame con una vaga expresión de pesar.

—No me juzgues, judío —dijo con aspereza el capitán, apuntándolo con un dedo.

Isacco miró la fonda y se encogió de hombros. Había visto decenas de sitios así. Había pasado un sinfín de horas de su vida en lugares como ese. Y había visto cientos de hombres ahogando sus penas en el vino, como el capitán Lanzafame. Él también había sido uno de ellos.

—No me interesa lo que hace.

Lanzafame exhaló un suspiro y dijo con voz grave:

—En cambio, yo te lo quiero decir. Y también a tu hermosa hija. Hago lo que hago porque el que ha estado en la guerra ha perdido su alma, se la ha vendido al diablo, los remordimientos lo atormentan y debe ensuciarse hasta el final de sus días para expiar los pecados que ha cometido. —Lanzafame miró a Isacco, luego a Giuditta. Al final se echó a reír sonoramente—. ¿Son estas las estupideces que quieres oírme decir, judío?

—Deja de llamarme judío —dijo Isacco.

El capitán Lanzafame asintió levemente con la cabeza sin decir nada.

—Necesito tu ciencia —dijo después—. Hay una persona que está… muy mal. —Le apoyó una mano en un hombro y le habló al oído. El aliento le olía a vino especiado. Le apretó el hombro con agresividad—. Si la matas, te mataré… doctor. —Lo miró. Tenía los ojos velados por el exceso de vino—. Ah, y no puedes negarte. Esta es la otra condición —volvió a decir el capitán riéndose de nuevo. Después, trastabillando como un borracho, echó a andar sin volverse—. ¡Vamos! —gritó.

Cuando llegaron a Ruga dei Speziali entraron en un portal ruinoso y subieron cuatro pisos por la escalera, que era angosta y oscura. La casa del capitán Lanzafame era una buhardilla sucia y desordenada. Les abrió una criada vieja y gruesa, que se movía con dificultad. Parecía un ama de llaves y su aspecto era aún más sucio que el de la casa. El suelo de madera sin pulimentar estaba cubierto por un dedo de polvo y barro reseco. La casa apestaba a humores corporales y a comida podrida.

—Es muda —explicó el capitán señalando a la vieja.

La criada miró a Isacco y se llevó un dedo a una oreja.

—Nos importa un comino si nos oyes o no —dijo Lanzafame—. No tenemos la menor intención de hablar contigo. Muévete, culona. —El capitán se volvió hacia Donnola y Giuditta—. Vosotros esperad aquí.

La vieja escoltó a Isacco y al capitán a una habitación que había al fondo de un pasillo corto. Allí el olor era aún más fuerte. En la cama yacía una mujer de unos treinta años con aspecto atormentado. Sudaba y estaba pálida. Tenía una mano fuera de la manta. En el dorso se extendía una llaga, abierta de forma que casi se veía el hueso. Un poco más arriba, en el brazo, tenía otra pústula sangrante, pero menos profunda.

—¿Es su esposa? —preguntó Isacco.

—¿Quién? ¿Esa? —Lanzafame se rio groseramente, casi con desprecio. Pero después, con los ojos conmovidos, como si se le hubiese pasado la borrachera, dijo en voz baja—: Sálvala, te lo ruego.