22

A la mañana siguiente, mientras vagaban por el puente de Rialto estudiando la manera de robar ropa nueva, un joven con un ojo vendado se acercó a Mercurio y Benedetta.

—Seguidme, vamos a ver a Scarabello —dijo el tuerto.

Nada más bajar del puente doblaron a la izquierda costeando el Canal Grande, a lo largo de Riva del Vin. Para no hundirse en el barro trataban de caminar por las viejas planchas de madera que estaban en buena parte atascadas por el tráfico de los toneles de vino que se descargaban en la zona para abastecer casi todas las casas y tabernas de Venecia. Subieron el rio Terrà del Fontego, pasaron junto a la iglesia de San Silvestro, doblaron a la izquierda y salieron al campo homónimo.

Scarabello estaba de pie, con los brazos abiertos y extendidos, delante de la tienda de un peletero. Un hedor terrible a ácidos para curtir se difundía en el aire húmedo. Scarabello lucía un grueso abrigo de piel. Dos mozos trajinaban alrededor de él con un pincel en la cabeza, que mojaban en una lata llena hasta el borde de pintura negra. Mercurio notó que en ciertos puntos, en los que insistían, precisamente, los mozos, la piel era marrón. No se comprendía de qué animal se trataba. El pelo era hirsuto. Podía ser tanto de perro como de oso. Scarabello tenía un trozo de carne atravesado en el cuchillo que empuñaba en la mano izquierda, y lo mordía de vez en cuando. Sus hombres, tres, a los que se añadió el tuerto, estaban sentados a un lado, en las piedras blancas que sobresalían de las paredes de una casa.

—¿Qué te parece Venecia? —preguntó Scarabello cuando Mercurio se detuvo delante de él. No se dignó a mirar a Benedetta.

—Por lo que veo está llena de inocentones —contestó Mercurio. Una vez más le impresionó el color del pelo de Scarabello, que era casi blanco.

—¿Y quién te dice que puedes desplumarlos? —preguntó Scarabello.

—Supongo que necesito tu permiso.

Scarabello sonrió complacido. Se volvió hacia los dos mozos con un ademán de impaciencia.

—Vamos, ¿cuánto os falta?

Ninguno de los dos respondió, pero el peletero salió a toda prisa de la tienda para verificar el trabajo. Cabeceó.

—Señor Scarabello, no está bien hecho —se lamentó—. Hay que fijar el tinte.

—No tengo tiempo —respondió Scarabello irritado—. ¿Cuánto falta?

—Casi han acabado —dijo el peletero sumisamente.

Scarabello le indicó con un ademán que podía marcharse. Acto seguido, mordió un trozo de carne.

—Vamos, explícame qué quieres hacer —dijo a Mercurio.

—Necesito dos vestidos nuevos —explicó Mercurio sonriente—. Con estos encima nos huelen a una milla de distancia.

Scarabello no dijo una palabra.

—Soy un buen timador, ya te lo he dicho, y ella una buena rompesquinas —prosiguió Mercurio—. Tú dinos que…

Scarabello lo obligó a callar alzando una mano.

—Estoy harto —dijo a los mozos.

—Hemos acabado, señor Scarabello —dijo uno de ellos.

—Pero tenga cuidado… —empezó a decir el otro.

—Vete al infierno —lo atajó Scarabello, y haciendo un gesto a Mercurio para que lo siguiese, embocó la angosta calle del Luganegher pasando por delante de una tienda de salchichas. Sus hombres lo seguían. Y también Benedetta.

Scarabello caminó a toda prisa hasta llegar al campo Santo Aponal. Una vez allí se detuvo e indicó a Mercurio una tienda miserable, desierta.

—Hace cinco años nació ahí dentro un monstruo con dos cabezas, cuatro brazos y tres piernas. Un niño y una niña, pegados. Eran hijos del herborista. —Apuntó con el cuchillo, donde aún tenía clavado el trozo de carne, a un hombre que estaba inclinado sobre el mostrador—. A la niña la llamaron Maria, al niño, Alvise. Vivieron una hora. Después un médico se llevó al monstruo y lo embalsamó. A partir de ese día nadie volvió a entrar en la tienda.

Mercurio miró al herborista.

—Siendo así, ¿por qué sigue teniéndola abierta?

—Porque ahora trabaja para mí. Traerás aquí un tercio de lo que ganes, y él me lo dará a mí.

—Un quinto —propuso Mercurio.

El cielo se nubló de repente. Se alzó un viento húmedo y retumbó un trueno, similar a un lamento sombrío.

—No estás en condiciones de negociar, muchacho.

—Un cuarto.

—¿Eres duro de oído?

Mercurio cabeceó.

—De acuerdo…

—Aunque no creo que gane mucho contigo. —Scarabello sonrió y se volvió hacia sus hombres, que se rieron divertidos—. No me pareces un gran ladrón. Y salta a la vista que no tienes las ideas claras.

—Soy un magnífico estafador —dijo Mercurio ofendido—. Y un mago del disfraz.

—¡Igual que todos los romanos, su modestia es… papal!

Los hombres se Scarabell se rieron de nuevo.

Unas cuantas gotas de lluvia cayeron tímidamente del cielo plomizo.

—Sois una pésima pareja —afirmó Scarabello como si acabase de notar la presencia de Benedetta—. ¿Cuál es la primera regla de un rompesquinas? —preguntó a Mercurio.

El joven se encogió de hombros, dando a entender que la cosa no le interesaba.

—Que no escape dejando a su compañero en la mierda cuando las cosas se tuercen —contestó.

—Esa regla vale para cualquier rompesquinas —dijo Scarabello—. Pero un buen rompesquinas… debe pasar inadvertido.

—Por supuesto —dijo Mercurio, fingiendo que lo daba por descontado.

La lluvia arreció, pero Scarabello no se movió del centro del campo. Se volvió hacia Benedetta y le dijo: —Tú no pasas inadvertida. Eres demasiado guapa.

Benedetta se iluminó y sonrió complacida.

—Es un defecto, idiota —le dijo Scarabello.

—Idiota —repitió Mercurio dándose aires.

—¿Y qué se supone que hay que hacer si un rompesquinas llama demasiado la atención? —preguntó Scarabello mientras la lluvia se intensificaba.

—Pues cambiar de rompesquinas —respondió Mercurio riéndose. Pero vio que Scarabello no lo secundaba—. Estoy bromeando. Quiero decir… está bien, lo entiendo…

—Fanfarrón —dijo Scarabello.

—No, de acuerdo… Si es vistoso… —farfulló Mercurio buscando la solución para no verse obligado a reconocer su ignorancia—, si es demasiado guapa… siempre puedes desfigurarla con la navaja, ¿no?

—Debes aprovechar el defecto, idiota —dijo Scarabello.

—Idiota —repitió Benedetta.

—Aprovechar el defecto. Eso era lo que quería decir —dijo Mercurio ruborizándose.

Scarabello sacudió la cabeza. Su pelo, empapado ya por la lluvia, que caía incesante, se movió en el aire como si fueran los tentáculos de una extraordinaria bestia albina.

—Debes resaltarlo para que se convierta en una distracción. Ese tipo de rompesquinas no vigila a los tontos, como es habitual; los vigila… procurando que los tontos se concentren en el. ¿Me sigues?

—No —admitió Mercurio dándose por vencido—. ¿Qué se supone que debo hacer?

Scarabello se acercó a Benedetta y le soltó la melena.

—Eh… —protestó Benedetta.

—Cállate —le ordenó Scarabello en tono autoritario. Con la mano que le quedaba libre le desabrochó la camisa que llevaba bajo el vestido y la enrolló hacia dentro, de manera que el escote quedase a la vista. No contento con ello, arrancó después un borde del vestido y enrolló abriendo aún más el escote, por el que se entreveían ya los menudos pezones de color rosa. Se volvió hacia Mercurio.

—¿Lo entiendes ahora? Usa lo que tienes. Es la primera regla. Le mirarán las tetas y tú tendrás vía libre… fanfarrón.

Mercurio asintió con la cabeza. Estaba empapado. Vio que los hombres de Scarabello no apartaban los ojos del escote de Benedetta.

—Tenéis que respetarla. Es virgen —dijo.

Benedetta lo miró atónita. Enrojeció. Después, sin saber qué hacer, le dio un puñetazo en el hombro.

Scarabello cabeceó.

—Estoy hasta los huevos de mojarme por vuestra culpa —dijo, y a continuación entró en la tienda del herborista.

Al ver entrar a Scarabello y sus secuaces en el establecimiento, el hombre se inclinó en señal de respeto. En el interior apenas si había mercancía. Se trataba de una habitación grande y fría, con el suelo cubierto de tablas de madera, las paredes encaladas y unas cuantas verduras en unas cestas tan negras como el carbón. Mercurio tuvo la impresión de que el herborista no tenía miedo de Scarabello. Al contrario, lo miraba agradecido. Cogió una caja cerrada con un extraño candado cilíndrico, la abrió y tendió un puñado de monedas a Scarabello.

Este se las metió en el bolsillo sin contarlas. A continuación cogió cuatro piezas de plata y se las dio al herborista.

—Considérate pagado —dijo.

El herborista le besó la mano con ojos resplandecientes.

—Gracias, que Dios te bendiga, siempre y por la eternidad —dijo.

Scarabello levantó la mano, si bien el suyo no era un gesto de irritación. Señaló a Mercurio con el cuchillo.

—Paolo, no creo que este fanfarrón nos haga ganar mucho. Aun así, lo hemos reclutado. —Se llevó a la boca un trozo de buey y lo mordió. Al sentir que el jugo le resbalaba por la barbilla, se limpió con la manga del abrigo. Al bajar de nuevo el brazo tenía un gran bigote negro bajo la nariz.

La lluvia había disuelto el tinte del abrigo de piel que, en ciertos puntos, volvía a ser marrón. Mercurio miró al suelo. El abrigo estaba formando una mancha negra a sus pies.

—Te sienta bien el bigote —comentó soltando un carcajada.

Ninguno de los hombres de Scarabello se atrevía a hablar.

Scarabello lo miró sorprendido, sin comprender.

El tuerto fue el primero que se movió. Se plantó delante de Mercurio, le cogió la pechera y le dio un empellón.

—Cállate, capullo —le dijo. Agarró a Mercurio por los costados y lo hizo chocar contra uno de sus amigos, que lo aferró por el cuello y lo maltrató. Mercurio se aferró también a este, poco menos que abrazándolo, para no caerse. El hombre lo empujó molesto hacia otro de ellos diciendo—: Deja de reírte, imbécil. —El tipo que lo tenía entre las manos cogió a Mercurio como si fuese una pelota, lo apretó, lo tiró al aire y luego al suelo, delante de Scarabello—. ¡Pídele perdón, bastardo!

Scarabello solo miró al suelo en ese momento.

Benedetta contenía el aliento. El herborista se había vuelto de espaldas. Mercurio metió un dedo en el charco negro y se dibujó un bigote.

—Ahora somos iguales. —Soltó una carcajada sin poder contenerse—. Pero el tuyo es más grande.

—¡Cállate, imbécil! —gritó el tuerto, pero cuando estaba a punto de dar una patada a Mercurio, Scarabello sacó el trozo de carne del cuchillo y se lo tiró a la cara.

El tuerto gruñó.

—Pero, Scarabello…

—¡Eres tú el que debe callarse! —Scarabello apuntó el cuchillo hacia Mercurio—. Levántate —le ordenó. Se volvió hacia el herborista—: Tráeme un espejo, Paolo.

El hombre se precipitó hacia la trastienda y volvió con un viejo espejo.

Scarabello se miró, después escrutó al tuerto.

—¿Quién es el imbécil? ¿Tú o él? —dijo sombrío—. ¿Me habrías dejado salir así por miedo a decírmelo, idiota? —gritó. Miró al resto de sus hombres—. ¡Idiotas!

Estos bajaron la mirada.

Scarabello se limpió con el paño que le había dado Paolo. Después se lo pasó a Mercurio esbozando una sonrisa divertida.

—Ve a la sastrería del teatro del Anzelo. Es mío. Di que te mando yo. Si encuentras algo que te sirva, cógelo. —Le dio una palmadita en la mejilla—. Adiós, fanfarrón.

—Un momento, Scarabello —dijo Mercurio. —¿Podemos empezar a hacer cuentas? Debo pagarte un tercio de lo que robe, ¿no es así?

Scarabello lo miró sorprendido.

Mercurio se encaminó hacia el mostrador y dejó encima de él una navaja, un saquito de terciopelo verde, en el que tintinearon unas monedas, y un pañuelo rojo. Miró al herborista.

—¿Cuánto es, Paolo?

—¡Eh, ese saquito es mío! —exclamó el tuerto.

—¡Y el pañuelo es mío! —dijo otro de los hombres.

—¡Mi navaja, hijo de la gran perra! —gritó el tercero.

Scarabello se dio una palmada en un muslo y soltó una sonora carcajada.

—¡Me parece que este fanfarrón nos va a hacer ganar, y cómo! —Se volvió hacia sus hombres—. ¡Os ha engañado como a unos idiotas! ¡Creíais que lo habíais asustado y él, en cambio, os ha vaciado los bolsillos! ¡Capullos! —Los cogió por la barbilla y, uno a uno, les pasó la manga por la cara untándosela de negro—. Y no se os ocurra limpiaros. ¡Nos vemos esta noche! Coged vuestras cosas, lelos. —Acto seguido salió de la tienda.

La lluvia había cesado y un sol caprichoso se asomaba por las nubes, que se iban abriendo. La risa divertida de Scarabello retumbaba en el campo Santo Aponal.

—Nunca lo había visto reírse tan a gusto —dijo Paolo cuando los hombres de Scarabello hubieron salido—. Pero por un momento pensé que te iba a matar, muchacho. —El herborista miró las cuatro monedas de plata que tenía en la palma de la mano—. No me malinterpretes, no estoy hablando mal de Scarabello. De no haber sido por él a estas alturas estaría muerto. Nadie compra hierbas al padre de un monstruo. Creen que la maldición caerá sobre ellos si hacen negocios conmigo. —Sus ojos se velaron—. Y mi mujer, temiendo lo que le aguardaba, dijo a los curas que la culpa de que hubiera nacido el monstruo era mía, porque negociaba con el diablo. Me excomulgaron, declararon nulo el matrimonio, y ahora ella trabaja como ama de llaves en los Frari, imagínate. Dio a luz a Maria y a Alvise, mis hijos, que nacieron pegados, pobres criaturas. —Paolo no se enjugó las lágrimas, como si estuviese acostumbrado a sentir las mejillas mojadas—. Scarabello fue el único que no me abandonó. Es una buena persona, mejor que cualquiera de los que lo rodean. ¿Crees que un hombre como él necesita a uno como yo?

Mercurio y Benedetta estaban azorados. No sabían qué decir. Después de farfullar unas cuantas frases de circunstancias pidieron al herborista que les explicase dónde estaba el teatro del Anzelo y a continuación se adentraron en las calles atestadas de gente.

—Scarabello ha dicho que soy guapa —dijo Benedetta.

—No, dijo que eras idiota —replicó Mercurio riéndose.

—A ti también.

—Puede, pero gracias a este idiota tendremos ropa que no apestará a pescado.

—Has tenido suerte, que no se te suba a la cabeza.

Se empujaron riéndose. Si alguien los hubiese visto sin saber sus respectivas historias habría pensado que eran dos muchachitos despreocupados. Cuando llegaron a Campiello dei Sansoni, en medio de la multitud que se apiñaba alrededor de un vendedor ambulante de pájaros raros que procedían directamente del Paraíso Terrenal, como él mismo pregonaba, Mercurio vio un cabeza puntiaguda, calva y familiar. Sintió que el corazón se le aceleraba.

—¡Donnola! —gritó

Donnola no lo oyó y siguió andando a buen paso.

—¡Donnola! —Mercurio volvió a llamarlo a la vez que agitaba un brazo en el aire—. ¿Has entendido quién es? Sigámoslo —dijo a Benedetta.

—¿A qué viene tanto interés por ese lerdo?

—Quiero saludarlo. Era el ayudante del médico.

—¿Y qué más te da el doctor? Vamos al teatro del Anzelo. —Tiró de Mercurio en dirección contraria.

—¡Suéltame! —Mercurio se zafó de ella con excesivo ímpetu—. Ve tú, luego me reuniré contigo. —Echó a correr detrás de Donnola. Podía llevarlo hasta Giuditta, pensó.

Mercurio se abrió paso a empellones y enfiló una calle estrecha con el suelo viscoso. De vez en cuando entreveía la cabeza puntiaguda de Donnola, y entonces lo llamaba a voz en grito y se agitaba aún más.

Cuando estaba a punto de darle alcance, Donnola se volvió y vio a un joven que gritaba su nombre y gesticulaba de una forma que, a primera vista, le pareció agresiva. Apretó el paso y, dado que conocía las calles y los atajos como la palma de su mano, lo despistó.

Cuando Mercurio llegó a la Riva del Vin vio que Donnola había subido a una barca. Ya no podía alcanzarlo. En la barca, que se encontraba casi en el centro del Canal Grande, viajaba el médico. Y a su lado iba su hija.

—Giuditta… —dijo Mercurio en voz baja mientras el corazón le daba un vuelco. Echó a correr por los muelles llenos de barro, braceando—. ¡Giuditta! —gritaba—. ¡Giuditta!

La joven se volvió.

Mercurio no pudo comprender si lo había reconocido, pero pensó que sí, porque sus miradas se entrelazaron por un instante, pese a la distancia. O, al menos, eso fue lo que quiso creer cuando se paró, exhausto y manchado de barro hasta las rodillas.

—¡Giuditta! —gritó a pleno pulmón.

La muchacha no dejaba de mirarlo, pero no hacía ninguna señal, ningún gesto.

—Giuditta… —repitió Mercurio con la respiración entrecortada.

Benedetta había contemplado la escena desde lejos. Contuvo con rabia las lágrimas que le anegaban los ojos. Se mordió los labios, hasta casi hacerlos sangrar.

Y sintió un odio profundo por la hija del médico.