21

Después de salir de Roma, Shimon Baruch había abandonado la vía Flaminia. Se había adentrado en los bosques que crecían alrededor de Rieti, se había escondido, después de hacer provisiones y luego, al cabo de una semana, había regresado, había vuelto a tomar la vía Flaminia y se había desplazado hacia el norte, sin saber aún si iría a Milán o a Venecia. Durante la semana en que había estado escondido Shimon había reflexionado sobre la respuesta de Scavamorto. En un principio Shimon había pensado que mentía. Pero Scavamorto era un buen hombre y saltaba a la vista que sentía afecto por Mercurio. Por eso podía haber dicho la verdad, convencido de que Shimon habría pensado que mentía. Shimon se dijo que quizás era eso lo que había sucedido.

La vía Flaminia atravesaba los Apeninos, llegaba a la costa adriática y luego, tras dejar atrás Rímini, un puerto que antaño había sido favorable a los judíos, proseguía en dirección a Venecia convirtiéndose en la vía Emilia. Todo ello en territorio pontificio. Shimon, apretando «su» certificado de bautismo, pensaba que incluso en el caso de que lo buscasen nunca se les ocurriría pensar que podía demorarse tanto en un territorio que pertenecía a la Iglesia.

Al anochecer, mientras se acercaba a Narni, Shimon se topó con una carroza penitenciaria, negra, con dos ventanucos estrechos y reforzados por dos barras de hierro cruzadas, arrastrada por cuatro caballos flamencos con unos culos enormes y musculosos, que avanzaba lentamente. Shimon tiró las riendas del caballito árabe y se acercó a ella, porque el camino era demasiado estrecho para adelantarla.

Los dos guardias carcelarios a caballo que escoltaban la carroza se aproximaron a él al verlo.

—¿Adónde vas? ¿Quién eres? —le preguntaron.

Shimon se metió una mano en el bolsillo y les tendió el certificado de bautismo. Era la primera prueba.

—Alessandro Rubirosa —leyó uno de los guardias—. ¿Eres español?

Shimon negó con la cabeza y se señaló la garganta para darles a entender que era mudo.

—¿Eres mudo? —preguntó el guardia para confirmarlo alzando la voz, como si fuera también sordo.

Shimon asintió con la cabeza.

—¿Y adónde vas? —preguntó el otro guardia.

Shimon no sabía cómo explicarlo. Trató de dibujar en el aire una góndola.

—¿Zapatos turcos? ¿Qué tiene que ver eso? —preguntó el guardia.

—Cuchillo turco —le corrigió su compañero señalando la navaja de Scavamorto que Shimon llevaba en el fajín.

Shimon cabeceó. Pensó en la manera en que podía explicarse.

—Bueno, qué más da —dijo el primer guardia.

Shimon trató de decirles con un gesto que quería comer y dormir.

—Narni está lleno de fondas… —empezó a decir el primer guardia.

—Pero corre el riesgo de perderse. Casi es de noche —terció el otro guardia—. Puedes venir a la fonda del Generale. Es barata, limpia y se come bien.

Shimon titubeaba. Algo le decía que no podía fiarse de ellos. Pero después pensó que era el viejo comerciante asustadizo el que hablaba así. De manera que, sobre todo por reacción a esa idea, que lo había irritado profundamente, asintió con la cabeza a los guardias.

Al cabo de un par de millas enfilaron un sendero estrecho y llegaron a una explanada cubierta de hierba que quedaba delante de una casa de dos pisos pintada de color rojo ladrillo y con buena parte de los postigos cerrados.

La carroza penitenciaria se detuvo en el centro de la explanada. Lloviznaba y hacía frío. Los guardias abrieron la puerta. Shimon, que mientras tanto se había apeado del carro, percibió la oleada de humores corporales que salía de la carroza. Al mirar dentro vio a cinco hombres sentados en dos bancos de madera encadenados de pies y manos a unos gruesos anillos de hierro. Uno de los prisioneros se quejaba apretándose la barriga.

—¡General! —gritó uno de los guardias.

En un abrir y cerrar de ojos se produjo un agitado ir y venir. Los guardias debían de constituir un buen negocio para la posada. Llegaron dos mozos cargados con unos cubos llenos de agua. En cuanto los guardias hicieron bajar a los prisioneros, los mozos echaron el agua en el interior de la carroza para limpiar el suelo de excrementos. Los prisioneros fueron conducidos a un henil. Shimon vio que este hacía las veces de prisión. Los ataron uno a uno a un grueso palo horizontal que iba de una pared a otra. Les dejaron las muñecas flojas para que pudieran comer. A continuación aparecieron dos viejas con un caldero de cobre y unos cuencos de terracota. Los llenaron con un caldo acuoso y se los pasaron a los prisioneros.

—Ese me parece que no tiene hambre —dijo uno de los prisioneros señalando al hombre que gemía con las manos en la barriga.

Un guardia se rio de manera un poco estúpida. Luego gritó en dirección a la posada:

—¡General! ¡Tienes un cliente!

De la posada salió un hombre viejo, pero aún vigoroso, con el pelo cano, corto y liso, y una joven que podía ser su nieta, a juzgar por la edad, guapa, pero de aspecto vulgar.

—Buenas noches, general —dijeron los guardias al viejo en un tono obsequioso con el que, sin duda, no se habrían dirigido a un simple posadero—. Este pobre hombre es mudo. Es un viajero. Necesita comer y una buena habitación.

El viejo miró a Shimon.

—Ven —le dijo, y se encaminó hacia la posada—. ¡Preparad algo para los muchachos! —gritó a las dos criadas que se habían ocupado de los prisioneros.

Shimon escrutó a la muchacha que, contoneándose de manera excesiva, seguía al general. Pero, por lo visto, la joven ni siquiera se dio cuenta.

La posada parecía limpia, aunque modesta. Uno de los mozos invitó con un ademán a Shimon a sentarse a la mesa. Los guardias, tanto los dos que iban a caballo como los que viajaban en la carroza, tomaron asiento en otra, estaban de buen humor y se abalanzaron sobre una jarra de vino tinto. Casi al instante las dos viejas salieron de la cocina con dos grandes fuentes llenas de comida para los guardias y un plato para Shimon. Había pan fresco, pollo asado, salchichas y cebollas en vinagre.

Shimon miró las salchichas.

Cogió una rebanada de pan, la dobló y metió dentro una. Mordió la carne de cerdo por primera vez en su vida.

«No volverás a ser judío», repitió. Se sintió fuerte.

Entretanto, la joven, tras bajar la escalera por la que había desaparecido el misterioso general, se sentó a la mesa de los guardias moviéndose con lánguida sensualidad.

Shimon jamás había visto una muchacha tan hermosa y provocadora. O quizá, se dijo, jamás se había concedido la posibilidad de verla. Pese a que no dejaba de sentir cierta sensación de peligro, se sentía irresistiblemente atraído por la joven. La miró mientras, sentada al lado de los guardias, de espaldas a él, se reía y bebía. Ignorándolo.

Solo mucho después, cuando los guardias dieron muestras de tener sueño y de haber bebido bastante, la joven se levantó y, volviéndose, lo miró.

El judío se sobresaltó.

—Sígueme —le dijo la muchacha al pasar por su lado para salir de la posada.

Uno de los guardias soltó una carcajada.

Shimon se quedó paralizado, atontado, estupefacto. Pero luego se levantó de un salto y salió de la posada justo a tiempo de verla doblar la esquina del edificio, una figura negra contoneándose en el fondo negro, un poco menos oscuro que la noche. Entonces, antes de que desapareciese del todo, se puso a seguirla como un animal doméstico.

Al alzar la mirada vio al general asomado a una ventana del primer piso. Shimon se estremeció. Lo temía instintivamente. Pero quizá no lo había visto, pensó. Porque la noche era oscura, y él era viejo.

Shimon llegó a la parte trasera de la posada. Vio una puertecita abierta y una tenue luz en el interior. Se acercó frenando las piernas, que deseaban echar a correr.

La joven estaba de espaldas, pero apenas Shimon se asomó a la puerta con la respiración entrecortada se volvió y le salió al encuentro. Si bien su boca sonreía, su mirada ardía presa de un deseo que Shimon, pese a su escasa experiencia, supo interpretar sin dudar. La chica lo hizo entrar tirándole de un brazo, cerró la puerta y, haciendo una suerte de pirueta, se dejó caer de espaldas sobre ella.

—Todas las noches me obligan a acostarme con un viejo —dijo a bocajarro—. Pero esta noche el general está ocupado con los guardias. No me buscará.

Shimon se sentía turbado por la belleza embriagadora de la muchacha. La camisa de gasa que le velaba el escote del vestido se había corrido hacia un lado y dejaba entrever la piel, sombreada por la cavidad que formaban los pechos. La miró fijamente en silencio.

La joven se movió para coger una jarra de vino.

—Ven aquí —le dijo arrodillándose en el jergón.

Shimon se movió como un pez que ha mordido el anzuelo. Se sentó en el jergón. Con suma lentitud se acercó al rostro de ella. Olfateaba el fuerte olor de su boca, una mezcla de carne y de vino tinto. Estaba anclado a sus ojos, oscuros y enigmáticos.

La joven lo miró intensamente, ladeando apenas la cabeza, luego, con extrema lentitud, le apoyó la jarra en los labios.

—Bebe —le dijo.

Y Shimon bebió. Sintió que el vino tibio gorgoteaba en su garganta. Tenía un sabor ligeramente amargo. Y sintió el cálido aliento de la muchacha cerca de sus labios.

—¿Te gustaría hacer el amor conmigo? —le preguntó ella.

El corazón de Shimon se aceleró.

La joven se quitó la camisa de gasa. El escote del vestido dejaba a la vista una generosa porción de pecho. La muchacha sonrió, se levantó y le quitó las botas. Luego le ofreció otro sorbo de vino.

Shimon bebió y volvió a sentir un ligero gusto amargo en la garganta.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó la joven.

Shimon gesticuló para explicarle que era mudo.

—¿Eres un comerciante?

Shimon asintió con la cabeza. Tenía la cabeza cargada. El cansancio de esos días empezaba a hacer mella en él.

—¿Eres rico?

Shimon se dio cuenta de que cada vez sentía la cabeza más pesada, pese a que intentaba resistirse. Se daba cuenta de que se había comportado como un idiota.

La muchacha lo miró en silencio.

Shimon notó que cada vez se sentía más confuso.

La joven lo registró. En un abrir y cerrar de ojos encontró el bolsillo secreto en las botas de Scavamorto y sacó varias monedas de oro. Se metió una en la boca y la mordió. Después volvió a mirarla con aire de satisfacción.

—Siete monedas de oro —dijo.

Shimon no podía moverse. Se le cerraban los ojos. La cabeza le daba vueltas. Los objetos que había en la habitación ondeaban, se difuminaban, cambiaban de tamaño. Era un mundo inestable, en ciertos momentos demasiado coloreado, en otros apagado, podía ser tanto silencioso como chillón. Shimon sentía una opresión en el pecho que casi le impedía respirar. Y un cansancio contra el que no podía hacer nada. «No harás el amor conmigo, ¿verdad?», consiguió pensar.

La joven apoyó la cabeza de Shimon en su pecho. Le acarició la piel bajo la camisa. Acto seguido le cogió una mano y se la besó. Le besó los dedos, el dorso, la palma, con parsimonia. Después metió la mano en el escote de su vestido y la guio por su pecho, caliente y suave. Empujó una yema hasta bordear un pezón.

—Lo siento —le susurró con la voz ronca y jadeante.

Unos segundos antes de perder el conocimiento Shimon vio sangre. Por todas partes. Vio sangre en el pecho del demente que había asesinado, sangre en el suelo de la sacristía donde había matado al párroco y a su ama de llaves, sintió sangre en la boca, su sangre, que gorgoteaba cada vez que respiraba.

Como cuando había creído que se moría.

Pero esta vez Shimon no tenía miedo.

«Qué idiota», se limitó a pensar.

Y después todo se sumió en la oscuridad.

A la mañana siguiente, poco antes de amanecer, se despertó aterido, con la cabeza cargada y la vista ofuscada. Le faltaban las botas y el abrigo. Tenía los tobillos encadenados al palo del henil. A su lado estaban los cinco prisioneros. Vomitó.

—Por lo visto te has divertido esta noche —comentó riéndose uno de los galeotes. Sus compañeros lo secundaron, al igual que los guardias.

—Alessandro… Rubirosa —dijo el capitán de los guardias leyendo el certificado de bautismo—, se te acusa de haber violado a una muchacha virgen y de haber intentado matarla. Por ello serás conducido a la prisión de Tolentino, donde te juzgará un tribunal eclesiástico. —Lo miró—. ¿No tienes nada que decir en tu defensa, mudo? —Soltó una carcajada y se volvió hacia sus hombres—. Subidlo a la carroza. Nos marchamos.

—Vamos, de pie —dijeron los guardias a los prisioneros y, a la vez que uno de ellos desenvainaba la espada, el otro abría los candados que los encadenaban al palo. A continuación los pusieron en fila y los empujaron hacia la carroza penitenciaria.

Nada más salir del henil Shimon vio a la muchacha, que estaba a cierta distancia de ellos, buscándolo con la mirada. Sus ojos se encontraron. La joven dio varios pasos hacia delante y se puso a su lado.

—Prométeme que pensarás en mí —le dijo.

Shimon la miró con ojos gélidos. Pensó que a la luz del día parecía más demacrada que la noche anterior. Tenía unas ojeras algo más oscuras que la tez blanca de la cara y delimitadas por unas pequeñas arrugas. Sus labios eran menos rojos y menos abultados. Se comportaba con menos descaro, o puede que solo estuviese más cansada. Sus hombros estaban menos erguidos y sus ojos brillaban con una luz remota, triste y misteriosa al mismo tiempo.

Shimon abrió la boca como si pretendiese gritar. El silbido desgarrador que emitió golpeó a la joven en la cara.

La muchacha reculó asustada.

Un guardia lo empujó. Otro lo golpeó con el mango de su espada en la cara.

Mientras se dirigía a la carroza penitenciaria, atado al resto de los prisioneros que se reían y hacían comentarios obscenos, su cuerpo temblaba de frío y de cansancio, y tenía la mente aún ofuscada por la droga. Sus pies descalzos, que se hundían en el barro al andar, estaban congelados. Además sentía en la boca el sabor de la sangre, que ya le resultaba tan familiar.

«Sí, pensaré en ti», dijo mentalmente a la muchacha volviéndose para mirarla.

Los guardias lo hicieron subir a la carroza y lo encadenaron a un banco.

—Deberíamos haberlo matado —dijo la muchacha al viejo, lo suficientemente alto para que Shimon pudiese oírla.

—¿Tanto miedo te ha dado? —le preguntó el viejo riéndose.

—Me da asco.

—Ya sabes que es demasiado peligroso matarlos.

La joven escrutaba a Shimon. Y Shimon la escrutaba a ella.

Los guardias cerraron la puerta de la carroza.

«Pensaré en ti», se dijo de nuevo Shimon.

La carroza partió. Al cabo de un rato el prisionero que la noche anterior se lamentaba se acurrucó en el banco y empezó a respirar con dificultad.

—A ver si te mueres enseguida, guapo, que me molestas —dijo uno de los prisioneros.

Los demás se rieron. Todos menos Shimon.

Media hora después los lamentos se hicieron más fuertes.

—A ver si es verdad que te mueres enseguida —dijo otro de los prisioneros.

—¿Necesitas ayuda para morir? —dijo el que estaba a su lado dándole un codazo en el estómago.

Todos se volvieron a reír. Excepto Shimon.

—¿No te divierte, mudo de mierda? —le preguntó el prisionero que estaba sentado delante de él e, inclinándose hacia delante, le escupió en la cara.

Shimon permaneció impasible.

Al final, cuando llegaron a lo alto de una loma inmersa en un hayal, la respiración se redujo a un estertor. El hombre expiró prolongadamente por última vez y se quedó inerte, sacudido por el movimiento de la carroza.

—¡Eh, por fin ha estirado la pata! —gritó el prisionero que estaba encadenado a su lado—. ¡Echadlo a los lobos! ¡No quiero viajar con un cadáver!

La carroza se detuvo. La puerta se abrió.

En ese momento una flecha atravesó el cuello del guardia que había abierto. En el interior de la carroza Shimon y los prisioneros oyeron unos gritos, golpes sordos, la tierra que temblaba bajo los cascos de numerosos caballos, maldiciones y rezos. Después se hizo el silencio.

Una cara hundida por el hambre, fea e inexpresiva, se asomó a la carroza. Detrás de ella había una decena de hombres, en su mayoría manchados de sangre.

—Estás libre, jefe —dijo el de la cara hundida.

El hombre que todos creían muerto se levantó.

Uno de los bandidos saltó al interior de la carroza y le liberó los tobillos.

—Me alegro de volver a verte, jefe —dijo.

El hombre no le contestó. Extrajo la navaja de su cinturón y, sin mediar palabra, degolló al prisionero que le había dado un codazo en el estómago. A continuación se apeó de la carroza y dijo a sus hombres:

—Matadlos a todos.

Sin pensárselo dos veces uno de los bandidos subió al carro y hundió la espada en el pecho del primer prisionero, que estaba sentado al lado de Shimon.

—A ese no —dijo el jefe de los bandidos apareciendo de nuevo a lomos de un caballo y señalando a Shimon—. No sé por qué no te reíste, mudo… pero hoy es tu día de suerte.

Los bandidos dejaron secos a los demás prisioneros y acto seguido lanzaron las llaves de la cadena a Shimon. Después se marcharon al galope.

Shimon abrió el candado, bajó del carro y buscó al capitán de la guardia. Una flecha de ballesta estaba clavada en su ojo derecho y salía por el cráneo, en la parte posterior. Shimon pensó que resultaba cómico. Le registró los bolsillos. Recuperó el certificado de bautismo. Además encontró una moneda de oro. Un florín. Lo reconoció. Era uno de sus siete florines y, a todas luces, formaba parte del botín que había correspondido al capitán. Rebuscando en los bolsillos del resto de los guardias encontró un segundo florín que, supuso, se habrían repartido más tarde, puede que gastándolo en una taberna, en compañía de una puta. Eso significaba que el general y la joven tenían los otros cinco.

Le quitó las botas al capitán y se las probó. Pisoteó el terreno. Las espuelas tintinearon. Le quedaban bien. Acto seguido cogió los guantes de piel y se echó a los hombros el abrigo con las divisas de capitán del ejército pontificio. Por último se encasquetó el yelmo ligero.

Oyó un quejido. Se volvió. Uno de los guardias tenía un brazo tendido hacia él.

—Socorro… ayúdame…

Shimon se aproximó a él. Era solo un muchacho. Se hincó de rodillas y le sujetó la cabeza con las manos, apoyándola en su regazo.

Luego la retorció con violencia.

Desató a los caballos del tiro de la carroza, les dio una palmada en sus poderosas ancas y esperó a que se alejasen. Cogió una espada ensangrentada, una ballesta y varias flechas. Tomó por las bridas a uno de los caballos de la guardia. Era un castrado de color blanco. Tenía el cuello surcado de sangre. Shimon se lo limpió. Lo calmó y montó en la silla. A continuación le dio un ligero golpecito con las espuelas del capitán. El caballo se movió.

«Voy para allí», pensó Shimon dirigiéndose hacia la fonda.