20

—¿Tienes una habitación para mi hermana y para mí? —preguntó Mercurio entrando en la Lanterna Rossa, un tugurio situado en Ruga Vechia di San Giovanni, no muy lejos del mercado del pescado de Rialto.

El dueño de la fonda estaba sentado en una silla medio hundida. Era muy menudo, tenía unos sesenta años, poco pelo en la cabeza y apenas unos cuantos dientes en la boca. Además, tenía cara de pocos amigos y se rascaba sin cesar las piernas y las ingles. Los piojos se lo estaban comiendo vivo, pensó Mercurio.

El viejo no respondió. Escupió en un orinal que había al lado de la silla. La sangre teñía de rojo su saliva.

—Oléis como dos arenques marinados y podridos —dijo a continuación.

—¿Tienes miedo de que apestemos tu palacio? —le respondió Mercurio—. ¿Tienes una habitación o no?

—¿Y tú? ¿Tienes dinero? —preguntó el viejo.

—No, ¿por qué? —contestó Mercurio con aire displicente—. ¿Se paga por estar en un sitio así?

Benedetta se rio.

—Cuesta un sueldo a la semana, bromista —dijo el viejo y volvió a escupir en el orinal.

—¿Me llevo los piojos de los colchones y encima quieres que te dé una moneda a la semana? —preguntó Mercurio.

—Algunos viven bajo los puentes. Ciertos sobreviven. Podéis probar si queréis.

—Te daré una moneda al mes —propuso Mercurio.

El viejo escupió y cerró los ojos.

—Vamos a buscar un sitio mejor que esta mierda —dijo Mercurio a Benedetta—. Scarabello nos encontrará de todos modos.

El viejo abrió los ojos de golpe.

—¿Quién? —preguntó.

—¿No estabas durmiendo? —dijo Mercurio.

—¿Scarabello? Podías haberlo dicho antes, muchacho. En ese caso… una moneda por dos semanas, dado que sois amigos de Scarabello.

Mercurio se metió la mano en el bolsillo y lo escrutó en silencio.

El viejo se agitó en la silla, inquieto, y se volvió a rascar la ingle.

—Un sueldo por tres semanas. Pero dile a Scarabello que te he hecho este precio de favor.

—Se lo diré, sí. Él me aseguró que en esta pocilga se podía dormir por una sola moneda al mes —contestó Mercurio.

Benedetta se escondió detrás de él conteniendo la risa.

El viejo reflexionó por un segundo.

—¡De acuerdo, maldita sea! Eres un ladrón, muchacho.

—Gracias por el cumplido —dijo Mercurio. Se inclinó hacia delante y escupió en el orinal del viejo—. Esto también va incluido en el precio, ¿verdad?

Rezongando, el viejo los acompañó a su habitación, un cuartucho donde apenas cabía un colchón de salvado, sucio a más no poder. En un rincón había un orinal tan viejo que debía de haber sido usado por Matusalén. La habitación no tenía ventanas.

—Aquí dentro te ahogas —afirmó Mercurio—. Voy a dar una vuelta.

—Te acompaño —se apresuró a decir Benedetta.

Mercurio jamás había visto una ciudad tan extraña.

—Hay demasiada agua —dijo con desasosiego. Pero luego, poco a poco, se fue dejando cautivar por la magia del lugar, único e inimaginable, por las calles abarrotadas de gente, de tiendas, de talleres, de mercados, de puestos.

Para empezar quiso subir al puente de Rialto, majestuoso, compuesto de dos rampas de alerce y de un artefacto extraordinario que abría el puente cuando pasaban las galeras más grandes. Los operarios, a las órdenes de un capataz, hacían correr las cuerdas y los tirantes que había dentro de un mecanismo de poleas y engranajes, y el puente se abría chirriando. Parecía un juego de prestidigitación. Algo jamás visto. Cuando el puente empezaba a abrirse, los dueños de las tiendas que había a los dos lados del mismo aseguraban la mercancía con cuerdas, pero en el curso de una de esas operaciones unos picaruelos se habían divertido desatándolas y el puente se había visto invadido por un sinfín de rollos de preciadas telas. Mercurio y Benedetta se habían reído con los muchachitos, como si todos fueran amigos, en tanto que los comerciantes se afanaban para recuperar la mercancía.

Pero lo que más impresionaba a Mercurio era el enorme número de embarcaciones de todo tipo que surcaban los canales. Jamás había visto un tráfico similar. Por todas partes se oían gritos, discusiones y el choque de la madera. Había más barcas en Venecia que carros en las calles de Roma.

Nada más atravesar el puente, en la orilla donde se encontraba el mercado del pescado, junto a la iglesia de San Giacomo, vieron una amplia zona, denominada de las Fabbriche Vecchie, en plena efervescencia. Un barbero, que sacaba dientes en la calle, les contó que hacía un año las fábricas habían sido arrasadas por un terrible incendio, pero que ya las estaban reconstruyendo. Mercurio se dedicó a observar a los cortadores de piedras y a los carpinteros que trabajaban sin descanso, y pensó que debía de ser una fatiga inmensa transportar todas esas piedras y ladrillos con las barcas. Los mozos de cuerda se movían de un lado a otro con sus carros de ruedas de madera, anchas y planas, cantando en su extraño dialecto.

Le pareció que todos vendían algo. Había una cantidad inimaginable de tiendas, de comercios, de intercambios. Los establecimientos más ricos tenían en la fachada unas ménsulas de piedra de Istria y unos toldos de llamativos colores. Había también un soportal denominado Banco Giro, donde los comerciantes no necesitaban llevar encima el dinero, porque un banquero señalaba las transacciones en su registro y las garantizaba oficialmente, evitando de esta forma que tanto los vendedores como los compradores fueran robados. Nada más doblar la esquina estaba la calle de la Sicurtà donde, en un palacio de dos pisos con ventanas puntiagudas y cristales de colores, que a Mercurio le recordaron un glaseado dulce, se aseguraban los barcos y los cargamentos de telas, especias y todo tipo de mercancías que entraban o salían de la ciudad.

Pero, en general, todas las calles y los soportales estaban invadidos por una marea variable de gente. Una multitud de comerciantes nómadas, vendedores ambulantes con productos miserables colgados del brazo, prostitutas, y un sinfín de mendigos; Mercurio jamás había visto tantos en Roma, ni siquiera en época de Cuaresma. Como no podía ser menos, entre la gente identificó también a los ladrones y los estafadores. Pensó que las estratagemas para robar eran iguales en todas partes. El brazo de tela que permitía usar el verdadero para birlar a hurtadillas una cartera o un pañuelo. Ciegos de pega que tropezaban con sus víctimas y que aprovechaban la circunstancia para dejarlas sin blanca. Ladrones de baja estofa que cogían la mercancía y echaban a correr con la esperanza de ser más rápidos que su perseguidor.

—Tenemos competencia —comentó a Benedetta.

Rialto era el corazón comercial de la ciudad, pensó, y, sin lugar a dudas, era también el mejor sitio para un estafador como él. Se convertiría en su cuartel general. Había con qué divertirse.

—Quiero un vestido nuevo —dijo Benedetta al caer la tarde—. Este apesta. He visto una tienda donde venden unos preciosos.

—¿Tienes un plan? —le preguntó Mercurio.

—¿Qué plan?

—¿Cómo piensas apoderarte de esos vestidos?

—Pagándolos —contestó Benedetta estupefacta—. Tenemos un montón de dinero.

Mercurio negó con la cabeza.

—Eres muy astuta, ¿sabes? —Ese día había notado que cada vez que pronunciaba el nombre de Scarabello la gente se encogía. Todos lo conocían y lo temían—. ¿Y si un hombre de Scarabello nos estuviese siguiendo y nos viese, aunque solo fuera por casualidad? Ese no es el tipo que se echa a reír sin más cuando descubre que le han tomado el pelo.

—¿Entonces? —preguntó Benedetta desconcertada.

—Entonces tendremos que vivir como si no tuviésemos ese dinero. Es sencillo —contestó Mercurio. Miró a Benedetta—. ¿Qué haríamos si no lo tuviésemos?

—¡Oh, no! —exclamó Benedetta.

—Oh, sí.

—No, no, no…

—Sí, sí, sí, hermanita.

—¿Nos sobra el dinero y debemos correr el riesgo de ir a la cárcel por robar?

—Debemos usar ese dinero para realizar nuestro proyecto.

—¡Estás obsesionado con esa historia! —soltó Benedetta—. ¡No tenemos ningún proyecto!

—Lo tendremos. Al menos, eso espero. Además, el dinero se acabaría tarde o temprano y lo único que sabemos hacer es robar, reconócelo.

—Oh, no… —dijo Benedetta desfalleciendo.

—Oh, sí.

—Entonces por hoy me quedo con esta piel de pescado —dijo desconsolada Benedetta señalando el maloliente vestido—. Comemos algo y nos vamos a dormir. Estoy agotada, tengo los pies hinchados y los zapatos llenos de barro.

—Me gustas cuando estás tan alegre —comentó Mercurio riéndose.

—Jódete.

Entraron en una taberna. Comieron pescado cocinado de una extraña manera. Estaba pegajoso. Al resto de los parroquianos parecía gustarles. Después regresaron a la fonda.

Mercurio escudriñaba la multitud. ¿Cómo iba a poder encontrar a Giuditta entre toda esa gente?

—¿Buscas a alguien? —le preguntó Benedetta cuando llegaron a la Lanterna Rossa.

—¿Quién? ¿Yo? —dijo Mercurio entrando en la fonda.

El viejo seguía sentado en su silla, a la entrada. Los miró con ojeriza y escupió en el orinal.

—En mi opinión no es una silla —dijo Mercurio—. Es el culo, que ha echado raíces.

Benedetta se echó a reír.

—¿Entonces? ¿A quién buscas? —le volvió a preguntar.

—A nadie.

Mercurio encendió una vela e inspeccionó la habitación. Quitó con delicadeza una tabla de madera de la pared lateral y con una cuchara que había robado en la taberna excavó un agujero en la pared. Metió en él el saquito con las monedas y puso de nuevo la tabla en su sitio. —Buscan siempre en el suelo —dijo a Benedetta.

Se miraron azorados.

—Bueno, durmamos —dijo Benedetta—. ¿A qué estás esperando?

—¿A qué lado quieres dormir?

—Ni se te ocurra acercarte a mí —lo advirtió ella. Se tumbó en el lado izquierdo de la cama y se tapó con la única manta que había—. La manta la cojo yo, porque tú tienes las pieles de conejo.

Mercurio se echó en el lado derecho.

—¿Apago la luz?

—Apágala —asintió Benedetta.

—¿No prefieres que la deje encendida?

—Apágala.

Mercurio sopló la vela y la oscuridad los envolvió. Guardaron un silencio forzado durante un rato.

—¿Duermes? —preguntó Mercurio en voz baja al cabo de un rato.

—No. ¿Qué quieres? —contestó Benedetta con brusquedad.

—Quería decirte que cuando los ladrones nos quitaron los caballos y todo lo demás…

—¿Qué…?

—No… pues que fuiste muy valiente.

—De acuerdo, ya lo has dicho. Ahora durmamos.

—Sí, eso es. Buenas noches.

Benedetta no contestó.

—¿Puedo pedirte una cosa? —preguntó Mercurio.

—¿Qué más quieres?

—¿Piensas alguna vez en Ercole y en el hombre que maté?

Benedetta calló durante unos segundos. Después, con una voz menos arisca, le preguntó: —¿Cómo se llamaba el borracho que murió ahogado?

—No lo sé…

—¿Y piensas alguna vez en… No-Lo-Sé?

—Continuamente —contestó susurrando Mercurio. Luego añadió—: Y también en el comerciante.

—Yo también pienso en Ercole. Y en ese estúpido de Zolfo —dijo Benedetta en tono amistoso—. ¿Y qué piensas?

Mercurio no respondió enseguida.

—Pues que tengo miedo…

—Ah…

—Además siento un gran frío dentro.

Los dos muchachos se volvieron a callar durante un buen rato.

—Mercurio… —dijo después Benedetta.

—¿Eh?

—Si quieres puedes acercarte, bajo la manta —propuso Benedetta, y se apartó hacia el centro de la cama dándole la espalda.

Mercurio se quedó quieto durante unos segundos, después se aproximó a ella cohibido.

—Ni se te ocurra besarme —le advirtió Benedetta.

—No —dijo Mercurio.

Benedetta resopló, alargó una mano hacia atrás, cogió la de Mercurio y la apoyó en su costado.

—Si no te acercas no entraremos en calor —dijo—. Pero no me toques…

—No.

—Y vigila esa cosa que tienes entre las piernas… en fin, dile que se comporte.

—Sí —dijo Mercurio ruborizándose.

Al cabo de cierto tiempo Benedetta le preguntó: —¿Te impresiona que me haya acostado con un cura y con unos cuantos asquerosos más?

—La vida es una mierda. —La voz de Mercurio delataba rabia y embarazo.

—¿Por qué estás siempre enfadado?

—Yo no estoy siempre enfadado.

—Sí que lo estás.

Mercurio reflexionó.

—No me apetece hablar de eso.

Benedetta se calló un momento, luego le preguntó: —¿Entonces? ¿Te impresiona que no sea virgen?

—¿Qué más da que seas virgen o no?

—Los hombres solo respetan a las mujeres vírgenes, ¿no lo sabías?

—Esto… sí, claro, sí que lo sabía…

Benedetta se rio quedamente.

—Nunca has hecho el amor, ¿verdad?

—Sí, alguna que otra vez.

—¿Ah, sí? —le preguntó Benedetta con una punta de malicia—. ¿Y cómo fue?

—Bueno, esto… digamos que las manos de los dos… tenían algo que ver, ¿lo entiendes? —farfulló Mercurio cohibido.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—En fin, que no fue nada del otro mundo…, es decir, que hay cosas mejores…

—Mentiroso —dijo Benedetta risueña—. Nunca lo has hecho.

—Tengo sueño, durmamos.

Benedetta sonrió.

—Sí, durmamos. —Después metió una mano bajo la de Mercurio.

Al sentir el contacto, Mercurio se tensó.

—Relájate, solo quiero calentarla.

Mercurio no contestó. Era cierto. Jamás había hecho el amor. De hecho, no sabía nada del amor. Permaneció inmóvil durante un tiempo que le pareció interminable, con los ojos abiertos. Solo se rindió al cansancio cuando oyó que la respiración de Benedetta se hacía más pesada. Cerró los ojos. Apenas lo hizo se acordó de Giuditta. Recordó cuando se habían cogido de la mano, en el carro de los víveres, en Mestre. Le pareció sentir ese calor especial. Supuso que eso debía de ser el amor. Igual que le había sucedido a Anna del Mercato y a su marido. Y si el amor era ese revoltijo en la barriga, bueno, debía reconocer que no estaba nada mal, pensó. Pensó en Giuditta sin oponer resistencia. Quizá podía convertirla en su proyecto. Se imaginó de nuevo en el carro, a su lado.

Y apretó la mano de Benedetta.

Benedetta le devolvió el apretón y se acercó un poco más a él.

Mercurio sintió que enrojecía de vergüenza.

—Perdóname —susurró embarazado.

—¿Por qué? —dijo Benedetta

—Creía que estabas durmiendo.

—No —dijo Benedetta con dulzura—. Perdona, ¿por qué?

Mercurio apartó la mano y se separó de ella volviéndose hacia el otro lado.

—Nada, olvídalo… —dijo con brusquedad—. Tengo calor.