19

—¡Soltad los remos! —oyeron Mercurio y Benedetta desde debajo de la cesta de pescado, donde se habían escondido para viajar a Venecia.

—No quiero problemas —dijo el pescador.

—Pero el medio sueldo lo has cobrado ya —le respondió con dureza una voz que Mercurio reconoció como la de Zarlino, el joven criminal que había organizado el viaje clandestino.

—Canalla —murmuró entre dientes Mercurio.

—¿Quién es? —preguntó Benedetta, alarmada.

Mercurio no contestó. Cogió el saquito del dinero y, haciendo el menor ruido posible, sacó todas las monedas de plata que había cambiado en la fonda para no tener que pagar siempre con oro y levantar sospechas. A continuación hurgó bajo las tablas del barco y escondió el saquito. Por último arrancó una punta del chaleco, puso dentro el dinero y lo anudó. Pasó el paquete a Benedetta y le indicó con un ademán que se lo metiese en el escote.

—Lo siento —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Benedetta.

En ese momento se oyó un choque de maderas. Los habían abordado.

—No quiero problemas —dijo el pescador lloriqueante.

—Entonces cállate —contestó Zarlino—. ¿Dónde los has escondido?

Un momento después una violenta patada hacía volar por los aires la cesta bajo la cual estaban escondidos Mercurio y Benedetta.

—Hola, amigo —dijo riéndose Zarlino empuñando una navaja y dirigiéndose a Mercurio—. Parecéis ratones, más que pescados.

Sus tres compañeros, que estaban a bordo del otro barco, pequeño y medio roto, se echaron a reír. Tenían unas caras desagradables, marcadas por la indigencia, y pocos dientes en la boca, pese a lo jóvenes que eran. Se mantenían pegados al barco del pescador gracias a una rampa.

Mercurio y Benedetta se pusieron de pie y les hicieron frente.

El pescador y sus dos hombres miraban al suelo.

—¿Qué quieres? —preguntó Mercurio. Sentía que la rabia le subía a las sienes haciéndolas pulsar.

—He pensado que necesito más dinero —dijo Zarlino.

—Pues búscate un trabajo —contestó Mercurio. Miró alrededor. Estaban en un canal periférico de la laguna. Alrededor no se veía un ser vivo. El pescador había elegido el lugar para evitar posibles encuentros con la guardia. Y quizás había cometido la estupidez de decírselo a Zarlino. O tal vez se habían puesto de acuerdo de antemano. Junto a ellos crecían matas de juncos altos, con los penachos pelados. No tenían escapatoria. Nadie pasaría por allí y, en caso de que alguien lo hiciese, era muy probable que se desentendiese de ellos y los abandonase a su destino.

—Las bromas nunca me han divertido —dijo Zarlino.

—Porque eres tan estúpido que no las entiendes —replicó Mercurio.

Con un ademán, Zarlino ordenó a dos de sus compañeros que subieran a bordo. El tercero se quedó en su sitio para mantener unidos los dos barcos.

—Tienes dos posibilidades, amigo —dijo cuando oyó que sus hombres estaban detrás de él—. O nos das el dinero o lo cogemos nosotros. En el primer caso podrás proseguir rumbo a Venecia, en el segundo te degollaremos y luego te tiraremos al canal. Tú eliges.

—Casi estoy tentado de creerte —dijo Mercurio sonriendo—. En el fondo, ¿por qué no debería fiarme de un caballero como tú?

—Por lo que veo sigues haciendo el juglar, ¿eh?

—Soy así —dijo Mercurio encogiéndose de hombros y recorriendo el barco con la mirada. Cuando vio lo que necesitaba saltó con su rapidez habitual, como había aprendido a hacer para sobrevivir a Scavamorto en las alcantarillas romanas. Cogió una red y la lanzó hacia los tres pillándolos desprevenidos. Con ello ganó ventaja. Arrancó a uno de los marineros un remo de la mano y los golpeó con todas sus fuerzas. El golpe dobló en dos a uno de los hombres y dio en la cabeza a Zarlino, que gimió a la vez que caía al suelo.

Entretanto, Benedetta, sin esperar órdenes de Mercurio, había cogido un pequeño mazo redondo que los pescadores usaban para los peces más grandes, y golpeó al tercer agresor, que se retorcía tratando de liberarse de la red. Pero el golpe no dio en el blanco, la barca se balanceó, Benedetta tropezó, perdió el equilibrio y cayó en brazos de Zarlino que, mientras tanto, había hecho un agujero en la red y estaba saliendo de ella.

Zarlino la cogió con fuerza, le rodeó el cuello con un brazo y le apuntó la navaja a la garganta.

—Se acabó el juego, amigo —dijo a Mercurio con una risa maligna—. Ahora te vas a dormir, a menos que quieras que la sangre de esta hermosa muchacha salpique tu casaca de fustán.

Mercurio temblaba de rabia. Respiraba como un toro enfurecido, pero dejó caer el remo con un gesto de irritación.

—No tenemos más dinero —dijo jadeando—. Somos dos muertos de hambre como tú…

Zarlino se rio.

—Con ese vestido de campesino pareces un muerto de hambre, desde luego —dijo liberándose de la red de pescar sin soltar a Benedetta, que miraba fijamente a Mercurio con expresión de tormento—. Pero no tanto como pretendes hacerme creer.

—Regístrame —dijo Mercurio abriendo la casaca y sacando el forro de los bolsillos—. No tengo más dinero.

Zarlino lo escudriñó en silencio, con aire serio, razonando. Después su espantosa cara se ensanchó en una sonrisa.

—Te creo, ¿sabes? Es cierto. Tú no llevas dinero encima. —Metió una mano por el escote de Benedetta a la vez que gruñía y palpaba a la joven—. Tienes dos tetitas pequeñas, pero sabrosas…

—¡Déjala! —dijo Mercurio.

—No se estropeará si la toqueteo un poco. ¿La quieres toda para ti? —Mientras hablaba seguía palpando el vestido hasta que, por fin, emitió un sonido de satisfacción—: ¡Ah! ¿Qué tenemos aquí? —Sacó el lío anudado y lo lanzó a uno de sus hombres sin apartar la navaja del cuello de Benedetta.

—¡Diecisiete piezas de plata! —exclamó su compañero tras abrir el envoltorio.

—Vaya, vaya —dijo Zarlino socarrón—. Para ser un muerto de hambre tenías unos cuantos ahorros. Y hasta puede que tengáis más. —Obligó a volverse a Benedetta. La estrechó contra su cuerpo doblándole un brazo detrás de la espalda. Se metió la navaja en el fajín y le metió una mano bajo la falda.

—¡Canalla! —gritó Mercurio—. ¡Era todo lo que teníamos!

Benedetta trató de desasirse, pero Zarlino le retorció con más fuerza el brazo. La joven gimió de dolor y de rabia.

—Bueno, sea como sea encontraré algo interesante aquí abajo, ¿verdad, hermosura? —Sacó la mano, se lamió el dedo medio y volvió a hurgar bajo la falda jadeando en el cuello de Benedetta. Con un movimiento rudo hundió la mano—. Aquí está. ¿Te gusta, guapetona?

—¡Suéltala, canalla! —gritó Mercurio.

En ese mismo instante Benedetta mordió a Zarlino en una oreja clavándole los dientes con ferocidad. El joven gritó de dolor y la soltó. Benedetta lo empujó hacia atrás, contra sus hombres, y reculó. Entretanto Mercurio había recogido de nuevo el remo y lo blandía en el aire, listo para golpear.

—Marchaos —dijo—. Ya tenéis lo que buscabais.

—Antes del mordisco nos habríamos ido —respondió Zarlino con una expresión de dolor dibujada en el semblante. El borde superior de la oreja colgaba como el de ciertos perros después de un combate—. Antes nos habríamos ido, de verdad. Ahora, en cambio, solo nos marcharemos cuando hayas probado mucho más que mi dedo. —Se volvió hacia sus secuaces—. ¿Qué decís?

Los tres hombres se rieron. El que sujetaba la rampa se llevó una mano a la ingle y se la palpó ostentosamente.

—Ayudadnos —pidió Mercurio al pescador.

El pescador y los dos remeros no habían alzado los ojos en ningún momento, ni siquiera un segundo. Tampoco lo hicieron en ese momento.

Mercurio los miró con desprecio.

—No sois mejores que ellos —dijo—. Sois aún más infames.

—Entonces —dijo Zarlino—. ¿Nos concedes a tu chica sin tantas historias o debemos cortarte el cuello?

—Tendréis que cortarme el cuello. —En la voz de Mercurio no había un ápice de vacilación.

—Peor para ti. Quizá te habrías divertido mirando. —Se rio Zarlino.

—¿Mirar qué? —preguntó alguien.

Un barco largo y rápido, de color negro, apareció como surgido de la nada tras salir de un cañaveral. A bordo viajaba un joven de unos veinte años. Alto, delgado y vestido de negro. Atildado. Pero lo que más llamaba la atención de él era su larga melena lisa, peinada con esmero, y la cinta roja que llevaba atada a un mechón en el lado derecho. Era tan artificialmente claro que parecía más blanco que rubio. Calzaba además unas botas altas hasta las rodillas, ceñidas, con una hebilla de plata. Sonrió, pero su sonrisa no tenía nada de amistosa.

A Mercurio le pareció un lobo mostrando los dientes. Se quedó petrificado.

—¿Qué pasa, miserable, no contestas? —preguntó el joven apoyando distraídamente una mano en la espada corta que llevaba a la cintura, metida en un fajín verde manzana que destacaba en su atuendo negro. Estaba de pie, en proa. Parecía que no tuviese la menor dificultad en mantener el equilibrio.

En la embarcación viajaban otros cuatro jóvenes de aspecto poco recomendable, pero mucho menos desnutridos y groseros que los hombres de Zarlino, que había palidecido.

—Hola, Scarabello —dijo con la voz crispada por el temor—. ¿Qué haces por aquí?

El barco negro se deslizó silenciosamente y metió su proa puntiaguda entre los otros dos barcos. Scarabello mantuvo un pie en el suyo y puso el otro en el del pescador para sujetarse.

—La pregunta pertinente es otra. ¿Qué haces tú en mi zona, miserable?

—Bueno, verás, Scarabello… estos dos me debían dinero y yo… pues bien, he venido a recuperarlo y… en fin, estábamos bromeando con la chica… Es mona, ¿no te parece? —farfulló casi de un tirón Zarlino.

Scarabello lo escrutaba en silencio sin prestar atención a los demás. Como si no existieran. Después, siempre en silencio, alargó una mano con la palma abierta. Tenía los dedos llenos de anillos de todas las formas.

Zarlino se rio entre dientes, azorado. Se encogió de hombros, carraspeó, se masajeó el cuello y por fin hizo un ademán al hombre que había cogido el dinero. Sin vacilar, el hombre puso el envoltorio con las monedas en la palma de Scarabello.

—¿Cuántas? —preguntó este sin mirar el dinero.

—Diecisiete —contestó Zarlino—. De plata.

—¿Y qué tipo de favores puede ofrecer un pordiosero como tú para recibir diecisiete monedas de plata? —preguntó Scarabello.

—Son dos forasteros y los estaba ayudando a ir a Venecia.

Scarabello miró a Mercurio con indiferencia, fugazmente. Después volvió a escrutar a Zarlino.

—No pagarían tanto aunque los sentases al lado del Dux en el Bucintoro.

—La cifra pactada era un sueldo de plata —terció Mercurio—. Y se lo habíamos dado ya.

—Pero no te bastaba, ¿verdad, miserable? —Scarabello no apartaba los ojos de Zarlino. Hablaba con tanto sosiego que helaba la sangre.

—No, Scarabello… esto… debes saber…

—Estos dos me importan un comino —lo interrumpió Scarabello—. Pero que vengas a mi zona y creas que puedes hacer lo que te parezca me molesta mucho. Lo entiendes, ¿verdad?

—Escucha, lo siento, pero…

—¿Lo entiendes? ¿Sí o no?

—Sí… —contestó Zarlino quedamente mirando al suelo.

—Sí —repitió Scarabello en voz baja.

Mercurio observaba la escena en silencio. La fuerza de Scarabello le fascinaba. Y su frialdad. Su capacidad de dominarse a sí mismo, además de los acontecimientos. No demostraba cólera alguna.

—¿Qué me sugieres que haga? —preguntó Scarabello.

—Te lo ruego…

—De acuerdo, comprendo. Eres tan estúpido que ni siquiera sabes qué proponerme para demostrarme que has entendido que no puedes entrar en mi territorio y salir bien parado —dijo Scarabello—. Tendré que pensarlo yo, como de costumbre. Nadie me echa nunca una mano —concluyó suspirando de forma teatral.

—Métele un remo en el culo —propuso Benedetta—. Es más, permíteme que lo haga yo.

—Nadie te ha dado vela en este entierro, zorra —dijo Scarabello.

—Discúlpala —dijo Mercurio.

Scarabello miró de nuevo a Zarlino.

—Vuelve a bordo de tu bañera —le ordenó.

Mientras Zarlino y sus amigos obedecían, se volvió hacia sus hombres, que habían entendido ya lo que pretendía y que le pasaron un hacha. Con la gracia de un bailarín, Scarabello subió al barco de sus competidores, alzó el hacha en el aire y la clavó con fuerza en el fondo.

—No, te lo ruego… —lloriqueó Zarlino.

Scarabello asestó otros dos golpes precisos alrededor de la primera grieta. El agua salinosa empezó a entrar copiosamente en el casco. Scarabello agarró los dos remos y los lanzó lejos. Después, con un brinco, volvió a su bonito barco.

—Tienes suerte, miserable. Piensa en todas las cosas que podías haber perdido. Una mano, un brazo, la lengua, los ojos… Sigue tú con la lista mientras nadas. —Empujó el barco hacia el centro del canal. A continuación se volvió hacia el pescador—. Y ahora nos toca a nosotros dos. ¿Cuánto te ha dado por hacer algo que deberías haberme pedido a mí?

—Medio sueldo, señor.

—Bien, me daré por satisfecho si me das dos sueldos —dijo Scarabello y, dado que el pescador no se movía, gritó—: ¡Ahora!

El pescador rebuscó en sus bolsillos y reunió la suma.

—Bien —dijo Scarabello—, podéis marcharos. —Se volvió hacia Mercurio y Benedetta—: Supongo que vosotros dos ibais bajo esa cesta, he notado que apestáis como bacalaos podridos. Volved a meteros ahí, pero antes dadme al menos las gracias.

—¿Y nuestro dinero? —preguntó Mercurio.

Benedetta le dio un codazo.

Scarabello se echó a reír.

—Eres un caradura, ¿sabes?

—De acuerdo, quédatelo —dijo Mercurio con aire arrogante.

—¿Me estás dando permiso, muchacho? —preguntó Scarabello sin saber si tomárselo a broma o responder a la ofensa.

—Quédatelo en pago de nuestra afiliación —prosiguió Mercurio.

—¿Afiliación? —preguntó Scarabello estupefacto.

—Sí. Acéptanos en tu banda. Soy un buen estafador y ella una buena rompesquinas —explicó Mercurio.

Scarabello parecía divertido por el rumbo que estaba tomando la conversación.

—¿De dónde venís?

—De Roma —respondió Mercurio—. Y ella no es mi novia. Es mi hermana.

Scarabello miró a Benedetta.

—Qué extraño, se diría que tenéis la misma edad.

—Yo soy casi dos años más pequeña que él —terció Benedetta—. Mi hermano siempre se ha ocupado de mí y me ha enseñado todo lo que sabe de la calle.

Mercurio pensó que Benedetta era, a decir poco, una buena compañera.

—¿Por qué os marchasteis de Roma? —preguntó Scarabello.

—Por razones higiénicas —contestó Mercurio.

Scarabello se rio.

—¿Robaste la tiara al Papa?

—Puede —respondió Mercurio.

Scarabello sonrió mientras lo sopesaba. Después se volvió hacia el pescador.

—Llévalo a Rialto y explícale dónde está la Lanterna Rossa. —Miró a Mercurio—. Pide una habitación. Es una mierda, pero con dos sueldos de plata no te puedes permitir más por un par de semanas.

—No tengo dos sueldos de plata —replicó Mercurio.

Scarabello sonrió y lanzó al aire dos monedas. Mercurio las cogió al vuelo.

—Puede que vaya a buscarte —le dijo. Empujó el barco para alejarlo y desapareció silenciosamente en la densa tela de araña de juncos, de donde había emergido.

—¡Ahógate, canalla! —gritó Benedetta a Zarlino, que intentaba llegar a nado a la orilla con sus secuaces, dado que la embarcación en que viajaban se había hundido.

—Yo… no sabía… —susurró el pescador.

Mercurio lo fulminó con la mirada.

—Muérete, villano. —Después hizo que Benedetta se agachase a su lado y ordenó al pescador que los escondiese de nuevo bajo la cesta de mimbre.

—Lo siento. Perdóname —dijo Mercurio cuando el barco se movió.

—Sabías que sucedería, ¿verdad? —dijo Benedetta en tono sombrío.

Mercurio recuperó el saquito con las monedas de oro. Lo hizo tintinear suavemente.

—Era la única manera de salvar estas.

—¿Por qué tenía que llevarlas yo y no tú?

—Porque te habría palpado de cualquier forma y si no hubiese encontrado nada habría sido peor.

—Eres un pedazo de mierda —gruñó Benedetta.

Mercurio no dijo nada. Al cabo de un rato le preguntó:

—¿Te hizo mucho daño… ahí abajo?

—Eres un pedazo de mierda —repitió Benedetta, sin rabia ya. Acto seguido añadió—: Hermanito.