18

A despecho de su nombre, Fray Amadeo da Cortona había nacido en un figón de la ciudad alta de Bérgamo. Su madre solo tenía quince años y había muerto en el parto. Era la hija del dueño del figón.

El cantinero, destrozado por el dolor, había envuelto al recién nacido en una manta, aún sucia de sangre, y había desafiado el frío de la noche haciendo oídos sordos al llanto y a las súplicas de su esposa. Todos los parroquianos lo habían seguido, tanto hombres como mujeres, y todos sabían quién era el padre del niño. Al llegar al convento de los Dominicos, la orden de frailes predicadores, el cantinero había llamado con rabia al portón hasta que el fraile guardián, que se había despertado con el estruendo, había abierto la mirilla y había escudriñado fuera. El cantinero, vociferando, había obligado al fraile guardián a que despertase de inmediato al hermano herborista. El fraile guardián, asustado, había entrado corriendo en el convento, donde se estaban encendiendo ya las primeras velas, y había contado que una multitud de exaltados exigían que saliese el fraile herborista.

—¡Aquí tienes a tu bastardo! —había gritado el cantinero con los ojos casi fuera de las órbitas cuando el hermano herborista, acompañado de buena parte de los religiosos del convento, se había asomado asustado a la mirilla.

»¡Mató a su madre para nacer! ¡Que su delito recaiga dos veces sobre ti, dado que lo has generado! ¡Que ardas durante toda la eternidad en el fuego del infierno! ¡Yo te maldigo, fraile canalla! ¡Y maldigo también a este bastardo! —Al decirlo había dejado en el suelo al recién nacido, que gemía cada vez más débil, casi aterido. Después el cantinero se había dado media vuelta y mientras regresaba al figón había estallado en llanto por la muerte de su única hija, que se había dejado seducir por el religioso.

El fraile herborista se llamaba Reginaldo da Cortona.

Cuando la multitud se marchó, dispersada por el frío, recogió al recién nacido y lo llevó a un sitio más cálido cruzando el pasillo bajo las miradas severas de sus hermanos. Después lo alimentó con leche de cabra. El niño sobrevivió, así que los frailes se preguntaron qué podían hacer con él. La primera opción era meterlo en un orfanato, como se solía hacer. Pero el hermano Reginaldo da Cortona preguntó si podía quedarse con él para que le recordase siempre su debilidad y su pecado. «Como si fuera una cruz», dijo, pensando exclusivamente en sí mismo, al igual que muchos ministros fanáticos, y sin considerar que, de esa forma, estaba condenando al niño.

De manera que el pequeño, al que habían bautizado con el nombre de Amadeo —lo que había suscitado la hilaridad de muchos frailes, que lo llamaban Ama-Deo-e-non-le-donne,[3]— creció como la pecaminosa excreción del padre, que lo llevaba consigo a todas partes. Los pocos que no estaban al corriente de la escandalosa historia, se enteraron de ella en los años sucesivos. Amadeo estaba acostumbrado a las miradas constantes de los demás clavadas en él y si por casualidad su padre se encontraba con un forastero, como acto de expiación se apresuraba a contarle de cabo a rabo toda la historia delante de él, sin dejarse en el tintero ningún detalle y golpeándose el pecho. El resultado de tanto ejercicio pio fue que el hermano Reginaldo da Cortona, al cabo de muchos años, logró reconquistar el respeto de los habitantes de Bérgamo, quienes le perdonaron el pecado de juventud en virtud de la tortura con la que afligía al pequeño Amadeo y que hacía pasar por penitencia. El niño, en cambio, siguió siendo siempre la «cruz», al punto que todos acabaron llamándolo de esa forma. A decir verdad tampoco tuvo la oportunidad de convertirse en otra cosa.

Una tarde, cuando tenía diez años, Amadeo se escapó del convento. Tenía una meta precisa: el figón en el que había nacido y en que había muerto su madre. Cuando se asomó al local, oscuro y miserable, identificó enseguida al dueño, su abuelo, y a su esposa, su abuela. Se acercó al hombre tímidamente, en tanto que los escasos parroquianos, que lo habían reconocido, se callaron y lo miraron. También el cantinero sabía quién era el niño.

—Siento lo que le hice a mi madre —dijo Amadeo con una vocecita fina, arrodillándose, porque a lo largo de esos años lo único que había aprendido de su padre era a expiar sus pecados.

El cantinero había titubeado unos segundos, como si estuviera a punto de conmoverse —como había hecho su mujer, que se había tapado la boca con una mano—, pero después había dicho al niño:

—Fue mi hija durante quince años y madre tuya durante los escasos segundos que tardaste en matarla. No tolero que digas que es tu madre en mi presencia.

El niño se sintió herido al oír esas palabras. Inclinó la cabeza, se tragó la humillación y encontró la fuerza de decir:

—Lamento lo que le hice a tu hija.

La abuela rompió a llorar sin poderse contener por más tiempo, y habría corrido a abrazar a su nieto —que tenía los mismos ojos pequeños, azules y penetrantes de su hija— si no hubiese sido porque su marido la detuvo con la mirada. Después el cantinero se mostró aún más duro, miró al niño apuntándolo con un dedo.

—Vete, ser inmundo —le dijo y, no encontrando nada mejor para expurgar el odio que sentía por el pequeño y sin saber por qué lo decía, dado que no era algo que lo atormentase, añadió—: En este mundo solo los judíos son más repugnantes que tú.

Amadeo fue castigado cuando regresó al convento. Pero a partir de ese día empezó a informarse sobre los judíos y descubrió, por encima de todo, que eran los asesinos de Nuestro Señor Jesucristo, los que lo habían crucificado, y que, desde entonces, cargaban con el tremendo pecado del calvario. De esta forma, en su sencilla mente infantil se hizo la luz. Era lógico que los judíos fueran peor que él. En el fondo, habían matado al Hijo de Dios, y él solo a una pobre muchacha. Por primera vez en su breve existencia experimentó cierta sensación de alivio. Había dejado de ser el peor excremento de la sociedad. Por primera vez tenía alguien a quien despreciar con todas sus fuerzas, igual que hacían los demás con él.

Los judíos podían ser su moneda de rescate. Así pues, no habían tardado en convertirse en la razón de su vida. El odio que podía volcar en ellos lo ayudaba a sentirse mejor y, por primera vez, en lo correcto. Se había convencido de que el odio que sentía por los judíos era, en realidad, un acto de amor hacia Dios, de manera que se había dedicado en cuerpo y alma a este santo odio y había decidido consagrar su vida a la lucha contra la gente de Satanás. Con el pasar del tiempo, Amadeo se había convertido en predicador, como su padre. Para entonces había olvidado ya a su abuelo y lo que este le había dicho sin ton ni son. Al cabo de unos años olvidó cuál era el origen de su odio. Lo había asimilado como si fuese algo natural y, sobre todo, justo.

Por eso sabía usar las palabras adecuadas para alimentar el odio de Zolfo.

El hermano Amadeo da Cortona sabía reconocer tanto la bondad como la debilidad. Por la primera razón había podido alojarse en casa de Anna del Mercato. Por la segunda sabía que lograría convertir a Zolfo en el abanderado de su batalla.

—Contaré tu historia para mostrar al mundo los caminos que recorre Satanás del brazo de sus siervos judíos —dijo una vez más al chico mientras se dirigían al muelle del Canal Saldo—. Pero será necesario efectuar unas cuantas… correcciones a tu historia. Por ejemplo, no hace falta que digas que robasteis al comerciante. Así el pecado del pueblo judío será más evidente, ¿comprendes?

Zolfo asintió con la cabeza, dispuesto a jurar en falso con tal de vengarse de los judíos, que eran más culpables del asesinato de Ercole que de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

—Ahora debemos embarcarnos para ir a Venecia —prosiguió el hermano Amadeo—. Venecia es la ciudad de los judíos. Allí celebran sus sabbats y organizan sus pecaminosos negocios. Allí es donde necesitan más que nunca nuestra acción purificadora.

Una vez en el muelle el fraile se acercó a un gran barco en el que estaban cargando el pescado destinado al mercado de Rialto.

—Buen hombre —dijo fray Amadeo a uno de los pescadores—, ¿estarías dispuesto a llevarnos a Venecia?

El pescador lo miró indeciso. Sus ojos se posaron en una gran cesta de mimbre que había en popa, cubierta por una tela apestosa y manchada con la sangre que manaba de las vísceras de los pescados.

—Podemos pagar —dijo Zolfo, que había intuido la idea del pescador.

—¿Cuánto? —preguntó el hombre a la vez que miraba fijamente al religioso.

—¿Cuánto quieres? —preguntó Zolfo, que parecía más capacitado que el sacerdote para regatear, y miró la cesta. Por unos segundos tuvo la impresión de que esta se movía imperceptiblemente. Después vio dos dedos o, al menos eso le parecieron, que asomaban por las redes de mimbre. Dio un paso hacia delante en el muelle y bajó uno de los peldaños viscosos para mirarla mejor. Los dedos se retiraron al interior de la cesta.

El pescador parecía inquieto.

—¿Cuánto quieres? —le preguntó de nuevo Zolfo.

El pescador estaba en un tris de responder, pero antes miró alrededor. Vio que dos guardias se acercaban a ellos.

—Marchaos —dijo de repente en voz alta.

Zolfo miró hacia los guardias que estaban ya a una decena de pasos de ellos.

—Vamos, ¿cuánto? —lo apremió mirando de nuevo la cesta. Estaba casi seguro de que no contenía pescado—. Si no me contestas diré a los guardias que tienes un fugitivo escondido en la cesta —lo amenazó.

El pescador palideció.

—Marchaos, os lo ruego —dijo.

—¿Cuánto? —repitió Zolfo inclinándose hacia la cesta. Si alargaba una mano podía volcarla. En ese momento oyó una voz procedente de la misma.

—Zolfo —susurró—. No nos traiciones.

Zolfo reconoció la voz, era Benedetta. Reculó sorprendido. Miró al pescador y a fray Amadeo. Ninguno de los dos la había oído.

Benedetta se estremeció en el interior de la cesta.

Acurrucado a su lado, Mercurio le apretó la mano.

—No te muevas —susurró.

Habían pagado al pequeño delincuente que habían conocido en la plaza del mercado y se habían embarcado al amanecer. Hacía más de una hora que estaban ovillados en la cesta, envueltos en el nauseabundo olor a pescado. Observaban la escena a través de la red de mimbre, temiendo que no tardasen en descubrirlos.

Vieron que Zolfo daba un paso hacia detrás y que decía tirando de una manga del fraile:

—Busquemos otro barco.

—¡No, quiero que este hombre nos lleve a Venecia! —exclamó el hermano Amadeo alzando demasiado la voz.

—No se puede ir a Venecia —le dijo uno de los guardias, que estaba lo bastante cerca como para oírlo.

—¡Debo hacerlo! —vociferó el fraile con arrogancia—. ¡Por deseo de Nuestro Señor!

—A Venecia se va por deseo del Dux —respondió el guardia.

—¿Impedirías a un ministro de la Santa Iglesia…? —empezó a decir el hermano Amadeo apuntando al cielo con un dedo.

Pero el guardia lo interrumpió de inmediato.

—A un espía no le costaría mucho ponerse una sotana. —Lo miró gravemente—. En tiempos de guerra la laguna está cerrada a los forasteros.

—¿Pretendes impedírmelo? —El fraile se acercó amenazador al guardia confiando en la protección del crucifijo que llevaba al cuello—. Yo me embarcaré.

—Y yo te arrestaré, hermano.

—Quiero ver si eres capaz.

Desde su escondite, Mercurio y Benedetta vieron que el guardia pedía a su compañero que se acercase con un ademán.

—Coge al chico —le dijo. Después aferró un brazo del fraile con fuerza—. Estás arrestado, en nombre de la Serenísima, sospechoso de ser un espía —dijo con dureza, y lo empujó en dirección a la prisión de Mestre.

—¿Qué hacemos? —preguntó Benedetta, angustiada.

—No te muevas —le ordenó Mercurio mirando a hurtadillas a través del mimbre.

La barca se estaba alejando del muelle. Aprovechando la confusión, el pescador había ordenado a sus hombres que soltasen amarras.

—Pero lo han arrestado —protestó Benedetta viendo que el otro guardia se llevaba a Zolfo.

—No te muevas —silbó de nuevo Mercurio.

Los remadores habían empujado el barco para separarlo del muelle, después se habían sentado en sus bancos y habían metido los remos en las chumaceras.

Benedetta se movió un poco, como si pretendiese salir de la cesta.

—Debería ayudarlo —dijo.

Mercurio no le repitió que no se moviese. El barco se había alejado ya del muelle. A través de la red de mimbre vio que los guardias se paraban y que soltaban a Zolfo y a fray Amadeo. El chico y el fraile se marcharon con la cabeza gacha. Probablemente se dirigían a casa de Anna del Mercato, pensó Mercurio. Zolfo se volvió antes de enfilar el sendero y miró hacia la cesta.

A Benedetta le pareció que su expresión era triste.

—Ese fraile no me gusta —dijo quedamente.

—Ese fraile es el demonio —afirmó Mercurio.