La noche pasó tranquila en casa de Anna del Mercato. El fuego siguió chisporroteando quedamente en el hogar. Antes del amanecer Anna lo atizó de nuevo y puso el caldo a calentar.
Apenas el fraile se ausentó para ir al retrete que había al otro lado del huerto, Mercurio, mordiendo media cebolla cruda y un trozo de pan mojado en el caldo, se acercó a Zolfo y le dijo: —Cuando vuelva te despides de él y nos vamos.
—No, yo me quedo con él —contestó Zolfo.
—¿Eres idiota? —le espetó Mercurio—. ¿Qué pretendes hacer? ¿El clérigo?
—Quédate tú también, Benedetta —dijo Zolfo sin hacer caso a su amigo.
—Yo no voy con curas —dijo Benedetta resuelta.
—Combatiremos juntos a los judíos y vengaremos a Ercole.
—¿Se puede saber qué se te ha metido en la cabeza? —preguntó Mercurio.
—Fray Amadeo ha dicho que podrá contar mi historia para que los cristianos comprendan que los judíos son un azote peor que las langostas que Dios envió al faraón —contestó de un tirón Zolfo—. He encontrado un padre y un ideal.
—Pero ¿te das cuenta de cómo hablas? —dijo Benedetta—. Ese fraile te tiene sorbido el seso…
—Déjalo, es un bobalicón —dijo Mercurio. A continuación se volvió hacia Zolfo apuntándole a la cara con un dedo—. Nuestros padres ni siquiera se enteraron de que habíamos nacido y nuestras madres nos tiraron a la calle, les importaba un carajo si llegábamos vivos a la mañana siguiente. Si buscabas un padre podrías haberte quedado con Scavamorto.
—No me interesa lo que dices —respondió Zolfo cruzando los brazos en el pecho. Después se volvió a Benedetta—: ¿Te quedas conmigo?
La joven lo miró en silencio. Sus ojos se colmaron de pesar.
—Mi madre me vendió a un cura —explicó en voz baja—. Era mi primera vez. —Se mordió los labios para contener las lágrimas—. Yo no me quedo.
Mercurio sintió que se le encogía el estómago. Zolfo, en cambio, la miró como si la confesión no le afectase. Con todo, Mercurio sabía que era tan solo una forma de combatir el miedo.
—Ven con nosotros —le dijo tocándole un brazo.
Zolfo se apartó bruscamente. Su voz era dura.
—Quiero mi parte —dijo.
Benedetta miró a Mercurio. Este asintió con la cabeza. Benedetta contó seis monedas de oro y las puso sobre la mesa. Zolfo las cogió de inmediato.
Al entrar de nuevo, fray Amadeo notó la tensión que flotaba en el ambiente. Se acercó a Zolfo y le puso una mano en un hombro como si pretendiese dejar bien claro que lo poseía. Benedetta y Mercurio le plantaron cara. Zolfo abrió la mano y mostró el dinero al predicador desafiando abiertamente a sus amigos.
Fray Amadeo se quedó boquiabierto al ver las monedas.
—El Señor bendice nuestra santa cruzada con este dinero —dijo.
—Al menos Scavamorto lo habría aceptado sin hipocresía, memo —dijo Mercurio. Puso un cuarto de plata sobre la mesa—. Esta es para Anna del Mercato. No te la metas en el bolsillo, fraile. —Sostuvo la mirada al religioso, pasó por delante de él y se dirigió a la puerta—. Vamos, Benedetta.
La muchacha miró a Zolfo. Sabía que detrás de la máscara de dureza se ocultaba un niño, pero no sabía cómo arrancársela. Cabeceó y a continuación se reunió con Mercurio en la calle.
Anna del Mercato estaba en la huerta cuando vio que se marchaban. Siempre sucedía lo mismo, llegaban por la noche y se iban a la mañana siguiente. Pero ese chico no era como los demás, porque ahora vestía la ropa de su marido. Al verlo desaparecer sintió una punzada en el corazón. Levantó la azada y cuando la bajó con los ojos velados erró el golpe y partió en dos una col negra que había sobrevivido al hielo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Benedetta al poco que caminaban.
Mercurio estaba turbado por lo que Benedetta le había confesado a Zolfo. La vida era un asco para todos ellos, Mercurio lo había comprendido demasiado pronto. En ese momento entendía también lo que pretendía decirle Scavamorto cuando le había explicado que el hecho de haber sido abandonados por sus madres podía ser una suerte para algunos de ellos. No contestó.
—¿Entonces? ¿Adónde vamos? —preguntó de nuevo Benedetta.
Mercurio la miró.
—¿Sabes lo que me dijo esta mañana Anna del Mercato apenas me desperté? Me preguntó si tenía un proyecto.
—¿Qué significa eso?
—Dijo que los seres humanos deben tener siempre un proyecto si quieren vivir de verdad.
—¿Y ella, qué proyecto tiene? —preguntó Benedetta, polémica.
—Su proyecto era su marido. —La voz de Mercurio vaciló—. Pero ha muerto. Así que me dijo que, de alguna forma, ella también está muerta.
—¿Y a nosotros qué nos importa?
—No lo sé… —Mercurio dio una patada a una piedra—. Solo que me dio por pensar que yo nunca he tenido un proyecto. O, al menos, eso creo.
—Bah, bobadas de vieja.
—Sí…
Caminaron en silencio. Mercurio pateaba todas las piedras que encontraba. Benedetta se encogía de hombros con un estremecimiento.
—¿Y qué proyecto tenemos nosotros ahora? —preguntó la joven al cabo de un rato.
Mercurio se volvió para mirarla. Pero, en lugar de ver a su amiga, veía a Giuditta.
—Encontrar una barca que nos lleve a Venecia —dijo—. Vamos a la plaza central.
La plaza del mercado y de los negocios aún no se había despertado a esas horas. Mercurio preguntó a varios barqueros, pero todos le dijeron que en tiempos de guerra los forasteros no podían entrar en Venecia. Mientras vagaban por la plaza Mercurio vio una tienda con un toldo azul. Observó que los pocos clientes que la frecuentaban tenían un aire triste. Intrigado, se acercó a ella y vio que se trataba de una casa de empeños.
—¿Quién es el usurero? —preguntó a un transeúnte.
—Isaia Saraval —le contestó el hombre.
Mercurio escudriñó el interior de la tienda. Vio a un hombretón que lo miraba fijamente. Lo saludó, pero el tipo no le contestó, pese a que no le quitaba los ojos de encima. Mercurio comprendió que era una especie de vigilante. Después un hombre de unos cincuenta años, con una cara alargada y afilada, y aire amable salió de la tienda adamascada. Llevaba al cuello una larga cadena de la que colgaba una lente de aumento. Con toda probabilidad era la misma lente que el usurero había utilizado para valorar el collar de Anna del Mercato, pensó Mercurio.
—¿Y ahora qué hacemos?
Mercurio vio una taberna delante de la casa de empeños y se encaminó hacia ella. Benedetta comió a dos carrillos. Mercurio, en cambio, dejó la cabeza de cerdo asada con coles hervidas en el plato. Al ver que un joven entraba con aire circunspecto en la tienda de empeños dijo a Benedetta: —Quédate aquí.
Salió y esperó delante del establecimiento.
Al poco el energúmeno que vigilaba los valores de Isaia Saraval echó al joven de la tienda dándole un empellón.
—La próxima vez que aparezcas por aquí mi patrón te denunciará a la policía.
—Pedazo de mierda —rezongó el joven alejándose de allí.
Mercurio se le acercó.
—Buenos días, amigo —dijo.
El joven lo miró, suspicaz.
—Has tratado de empeñar algo que no es tuyo, ¿verdad? —dijo Mercurio.
—¿Quién eres? Desaparece.
—Soy uno como tú, compadre —lo tranquilizó Mercurio—. Y estoy buscando un barco que me lleve a Venecia. Puedo pagar.
El joven pareció repentinamente interesado.
—Podrías habérmelo dicho enseguida, amigo —dijo—. ¿Cuánto puedes pagar?
—Somos dos personas —contestó Mercurio.
—Una moneda de plata por cada uno.
—Una por los dos.
—De acuerdo —accedió el joven. Parecía un ratón. Tendió la mano a Mercurio—. Dame la moneda de plata y mañana nos vemos en el Canal Salso.
—¿Me tomas por idiota? —dijo Mercurio riéndose.
—Tengo que encontrar el barco…
—Te daré el dinero cuando esté a bordo —afirmó Mercurio—. ¿Te interesa el trato o no?
El joven cabeceó.
—Está bien. Mañana por la mañana en el Canal Salso —a continuación añadió—: ¿Dónde duermes? Si quieres por medio sueldo te puedo encontrar una habitación en una casa segura.
Mercurio supuso que si aceptaba el joven y sus amigos los desplumarían esa misma noche.
—Al amanecer en el Canal Salso —dijo.
—En el amarre del pescado. La barca se llama Zitella. Di que te manda Zarlino, así me llamo —dijo el joven malhechor—. No te puedes equivocar.
—No me equivocaré, Zarlino. —Mercurio volvió a la taberna, donde Benedetta también había dado buena cuenta de la cabeza de cerdo y había bebido demasiado vino—. Tenemos que encontrar un sitio donde dormir —le dijo.
—Me gustaría que Zolfo estuviese aquí —farfulló Benedetta.
Mercurio preguntó al tabernero si tenía una cama para él y su hermana. Este le respondió que se acababa de quedar libre una habitación. Tenía unos colchones de salvado y poquísimos piojos, le aseguró.
Mercurio llevó a Benedetta al piso de arriba, casi a hombros. Apenas se dejó caer en el colchón la joven exhaló un suspiro de placer y se durmió enseguida. Mercurio se asomó a la ventana del cuarto y miró la plaza.
Frente a él, el toldo azul de la casa de empeños de Isaia Saraval ondeaba ligeramente.
Mercurio salió cuando estaba a punto de anochecer, después de haber sacado del fajín de Benedetta el saquito con las monedas de oro, sigilosamente, para no despertarla. Deambuló un poco por la plaza y después, tras haber tomado su decisión, entró en la casa de empeños.
Benedetta se había despertado al oír que Mercurio cerraba la puerta. Le dolía la cabeza por el vino, pero enseguida se dio cuenta de que ya no tenía el dinero. Se levantó de un salto y se asomó a la ventana. No vio a Mercurio. «Canalla», imprecó. Se enjuagó la cara con el agua helada de la palangana que había al lado de la cama. Volvió a mirar por la ventana y vio que Mercurio doblaba la esquina de la plaza y enfilaba un callejón. «Canalla», repitió mientras salía como un rayo de la habitación y se lanzaba en su búsqueda.
Lo siguió sin que la viese, nutriendo pensamientos cargados de rencor y estudiando todas las formas posibles para matar a Mercurio, el ladrón. Peor aún, el traidor. Pero se quedó de piedra al ver que su amigo entraba con aire furtivo en casa de Anna del Mercato y que después salía de ella a toda prisa.
Lo esperó agachada detrás de un árbol marchito y cuando Mercurio estuvo lo suficientemente cerca salió de su escondite y se plantó delante de él.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Mercurio con una expresión de sorpresa que Benedetta consideró de culpabilidad.
—Soy yo la que debería preguntarte eso.
—No te concierne.
—Tienes mi dinero. Vaya si me concierne.
Mercurio trató de dejarla atrás. Tenía prisa y sus maneras eran bruscas.
Benedetta no comprendía nada. Le bloqueó el camino. En ese momento se oyó un grito procedente de la casa. Benedetta reconoció la voz de Anna del Mercato.
—¿Qué has hecho? —preguntó preocupada.
El grito se repitió. Pero Benedetta se dio cuenta de que era de alegría.
—¡Virgen Santa! —gritaba Anna del Mercato—. ¡Mi collar! ¡Mi collar! —Después la oyeron llorar.
Mercurio empujó a Benedetta detrás del árbol. Desde allí vieron que Anna del Mercato salía corriendo de la casa mirando a derecha e izquierda. La mujer se enjugó las lágrimas y besó el collar que apretaba en la mano.
—Dondequiera que estés, te has ganado el Paraíso, muchacho —gritó.
—¿Qué collar es ese? —preguntó Benedetta después de que Anna del Mercato entrase de nuevo en la casa.
—Vamos a la fonda —dijo Mercurio.
—¿Tiene que ver con la historia del proyecto? —preguntó Benedetta.
—No seas pesada y métete en tus asuntos. —Mercurio se dirigió apretando el paso hacia el centro de Mestre.
—Creía que me querías abandonar —dijo al cabo de un rato Benedetta haciendo un esfuerzo para seguirlo.
—No seas tan pegajosa —respondió Mercurio con ordinariez.
Benedetta se rio quedamente, a hurtadillas.