14

Cuando Mercurio se había tirado al canal Giuditta había sentido la tentación de retenerlo. O de tirarse con él. No quería renunciar a la sensación de tener la mano del joven en la suya. No quería renunciar a él. Ya en las noches precedentes, en el carro, había sentido una fuerte atracción por los ojos de ese extraño muchacho. Jamás había mirado así a los chicos de la isla de Negroponte. Ni había sentido nunca nada parecido cuando ellos la miraban. Y ninguno de ellos la había salvado de un navajazo. Ninguno de ellos había unido su sangre a la suya. De repente, se quedó sin aliento. Estaba asustada. ¿Qué le estaba pasando por la mente?, se preguntó. ¿Quién era ese chico? No era un sacerdote, él mismo se lo había confesado. En ese caso, ¿quién era? ¿Por qué iba vestido de cura? ¿Qué le había dicho antes de saltar del barco? Casi no se acordaba. Su cabeza se tornaba ligera. «Te encontraré», le había dicho. Se aferró a su padre.

—Mira —le dijo Isacco abrazándola y sacándola del laberinto de emociones en que se estaba perdiendo. Extendió un brazo—. Mira —repitió.

Al fondo del canal, como un fantasma, velada por la niebla y con unos contornos difusos, Giuditta la vio.

—Venecia —dijo Isacco como si estuviese pronunciando una palabra sagrada.

Los remeros de los peate estaban ya en agua profunda. Los pesados barcos se deslizaban silenciosos, surcando el agua salobre.

—Doctor Negroponte —dijo Donnola a espaldas de Isacco con aire oficial—. Quería despedirme de usted y desearle lo mejor.

—Gracias, Donnola. Has sido un magnífico ayudante —dijo Isacco con idéntica formalidad.

Donnola balanceaba su cabeza puntiaguda, como si estuviese asintiendo. De improviso, abandonando las formalidades, se acercó un poco más a Isacco y le dijo en voz baja:

—Si aún necesita un ayudante me encontrará siempre detrás de Rialto, en el mercado del pescado. Puedo asegurarle la clientela.

Isacco se quedó sin saber qué decir, atónito. Azorado. No había hecho proyectos hasta ese punto.

—Me parece un buen trato —respondió vagamente—. En ese caso iré yo a buscarte. A Rialto.

—No, a Rialto no —puntualizó Donnola—. Al mercado del pescado. Detrás de Rialto.

—Justo —corroboró Isacco—. Detrás de Rialto. Lo recordaré.

—Y si quiere comprar el instrumental que ha utilizado estos días —prosiguió Donnola en voz baja—, podría dárselo por una cifra ventajosa.

—No, gracias, Donnola. —Isacco rechazó la oferta instintivamente. Aún no había tomado una decisión definitiva. Temía que en una ciudad como Venecia cualquiera pudiese comprender que no era un verdadero médico. Después sintió que Giuditta le apretaba el costado con una mano. La miró.

—¿Por qué no… doctor? —Los ojos negros e inteligentes de su hija parecían estarle ordenando que aceptase.

—Al menos haga correr la voz entre sus colegas. Quizás haya alguien que esté buscando instrumental —insistió Donnola.

—Bueno, pensándolo bien —se desdijo Isacco—, podría convenirme… —Guiñó un ojo a Giuditta—. Siempre y cuando me lo dejes por un buen precio.

El rostro de Donnola se iluminó con una sonrisa fugaz, porque el hombre adoptó enseguida una expresión grave.

—Le puedo ofrecer un precio ventajoso, eso sí… —empezó a decir—, pero tendré que dar la mayor parte del dinero a la familia de Candia y me restará muy poco…

Isacco lo miró en silencio. No pensaba decir una sola palabra. Donnola estaba tratando de aumentar el precio todo lo posible, pero él pensaba dejarlo que se ahorcase con su misma cuerda.

—Por otra parte… —continuó Donnola rompiendo el silencio—, el cirujano tampoco tenía una familia tan numerosa… —Se rio. Sabía reconocer un hueso duro de roer y el médico lo era. Le convenía dar su brazo a torcer y apretarle las tuercas en otras cuestiones—. Fije usted el precio, doctor —dijo—. Ya pensaremos después en una pequeña comisión por cada cliente que le encuentre.

Isacco sonrió complacido. Donnola era un estafador de calidad. Sabía lo que se llevaba entre manos. Lo había puesto entre la espada y la pared. Ahora se veía casi obligado a aceptar su colaboración. Pero sería un buen socio.

—De acuerdo, Donnola —dijo—. Trato hecho. —Diciendo esto, como si su destino, o el canto de una sirena, lo estuviese llamando, Isacco sintió que debía volverse hacia la Ciudad Prometida, para no perderse un solo instante de ese evento prodigioso.

Cuando la Serenísima empezó a desvelarse, los mármoles de los palacios le parecieron a Isacco mucho más brillantes de lo que había imaginado, pero se dio cuenta de que, en cambio, no había previsto las barbas de algas que ondeaban a ras del agua, similares a unas banderas verdes mojadas. Igual que tampoco había imaginado la sutileza de las columnas y los capiteles, de los montantes, de los rosetones, de las cabezas de animales y de las figuras mitológicas esculpidas en el mármol que sostenían los balcones. Además había chimeneas por todas partes, altas y finas, como las patas huesudas de un gigantesco cangrejo con la barriga al aire. Sintiendo una emoción creciente e incontrolable al pensar que estaba realizando un sueño que su padre había perseguido durante toda su vida, Isacco contemplaba los cristales soplados de las ventanas, emplomados entre ellos, y las gruesas cortinas a rayas grandes y vivaces, con penachos y colgantes, y las redes de palos de madera negra decoradas con hojas y botones dorados. Y, pese a que ya había oído hablar de ellas, se asombró igualmente al ver las barcas particulares que solo se veían en Venecia, largas y finas, capaces de maniobrar con agilidad en espacios estrechos, arqueadas tanto en la popa, donde se remaba con un solo remo, como en la proa, coronada por una especie de serpiente estilizada de metal que representaba al Canal Grande y a todos los barrios de la Serenísima. Miró maravillado el gran puente de Rialto, que en ese momento se estaba abriendo para dejar pasar una galera de dos palos. Y, por último, en el punto en que el Canal Grande se ensanchaba en una suerte de mar de pequeñas dimensiones, vio a su izquierda la plaza de San Marco, el campanario, el palacio ducal y una multitud desmesurada que, apenas vio arribar a los peate con los escudos de la batalla, empezó a gritar.

Giuditta percibía el estado de ánimo de su padre y vibraba con él, en sintonía con la emoción que la embargaba a ella, cegada por la majestuosidad de la ciudad, por su mitológica absurdidad arquitectónica. Y agradeció a su padre que hubiera decidido dar ese paso. Se sintió sacudida por una intensa pasión, que jamás había experimentado. Se dijo que en Venecia encontraría el amor y su imaginación voló hacia el hermoso rostro de Mercurio. Quizá, pensó, ahora tenía menos miedo. Quizá, se dijo, era porque Mercurio ya no estaba allí, a su lado. Enrojeció y se volvió hacia su padre, que miraba conmovido la gran plaza atestada de gente, y le dijo:

—Gracias.

Isacco no la oyó. En sus oídos se entremezclaban las trompetas y los tambores de la Serenísima.

Los peate, con una maniobra suave y sin corregir los remos, como si se deslizasen por el aceite, después de haber apuntado la proa a los amarres de la plaza, que eran de granito y estaban cubiertos de algas, viraron y con un ligero choque de madera, bajo y sordo, se apoyaron en los palos y en los grandes sacos de protección hechos de cuerda y rellenos de trapos. En un abrir y cerrar de ojos las respectivas tripulaciones lanzaron los cabos y bajaron unas anchas pasarelas con una guía de paño rojo en el centro.

El capitán Lanzafame no había bajado del caballo. En un primer momento miró la muchedumbre que los aclamaba, y después a sus hombres, con una expresión de orgullo y alegría. Desenvainó la espada y la agitó en el aire sin decir una palabra, dado que no habría servido de nada y que, además, no lo habrían oído. Todos los hombres, incluso los heridos y los inválidos, le contestaron alzando las armas. Después el capitán se volvió hacia Isacco y le sonrió. El médico vio que los ojos de Lanzafame brillaban, como si tuviera fiebre alta, y comprendió que su mirada era idéntica.

—Has llegado —le dijo el capitán y, antes de que Isacco pudiera contestarle, espoleó con tanta fuerza a su caballo que este casi se encabritó. El caballo saltó sin vacilar a la pasarela. Con la espada aún en alto el capitán Andrea Lanzafame guio su cabalgadura por el pavimento mojado de la plaza.

La multitud lanzó un grito de excitación.

Después de la caballería bajaron los soldados que aún lograban caminar. A ellos se unieron Isacco y Giuditta. Detrás de ellos iban los carros de los heridos y los inválidos.

Como una gigantesca aureola, un sinfín de velas de todos los colores resplandecían alrededor de la cabeza cortada del San Giacomo Pater Domini, una de las más de cien reliquias que poseía la Serenísima. La santa cabeza, con su relicario, estaba en lo alto de un palo de oro, de una altura de dos pértigas y cuatro palmos, y se conservaba con una mandíbula y casquete de plata. El resto de las santísimas reliquias —manos, pies, momias, clavos y astillas de la Santa Cruz, el brazo de santa Lucía, el ojo de san Zorzi, la oreja de san Cosme— eran llevadas en procesión por un grupo de religiosos de San Salvador y de San Giorgio Maggiore, que se habían peleado por desempeñar esa parte tan importante de la fiesta.

Como poseídos, los espectadores, se desvivían por tocar las reliquias y los soldados que protegían la seguridad de los objetos sagrados apenas podían contenerlos. Inmediatamente después iban los obispos, con paramentos sagrados, y el vicario de San Marco, que llevaba en la mano el evangelio del apóstol, escrito de su mismo puño y letra. Al fondo del pasillo humano que se balanceaba soportando los empujones de los que se inclinaban para mirar y tocar, el octogenario dux Leonardo Loredan y el Patriarca de Venecia, Antonio II Contarini, aguardaban a los héroes para darles el abrazo de la patria.

Isacco y Giuditta apenas habían dado unos pasos entre las dos hileras compactas de gente cuando cuatro guardias ducales, al mando de un funcionario de la Serenísima ataviado con uniforme de gala, los detuvieron.

—Seguidme, no podéis estar aquí —dijo el funcionario.

A empujones, los guardias ducales los obligaron a abandonar la procesión.

El capitán Lanzafame, que se había vuelto para animar a sus hombres, vio la escena. Su mirada se cruzó con la de Isacco. No movieron la cabeza ni fruncieron los labios, ni alzaron las manos. Se limitaron a mirarse como dos hombres orgullosos, en silencio. El capitán sabía que solo los estaban apartando, que no los iban a arrestar. Los dos gorros amarillos debían desaparecer de la procesión, eso era todo. El médico no sería mencionado en los actos oficiales. Como si no existiese. Pero al mirar a sus hombres, que agitaban en el aire los muñones ensangrentados, tan espantosos como las santísimas reliquias —y, como tales, aclamados por el pueblo— pensó que, a despecho de las relaciones militares, un hábil médico había trabajado con pericia en los días y noches pasados.

—Me importan un carajo todas estas tonterías —dijo en ese momento Donnola separándose del cortejo y uniéndose a Isacco y Giuditta, que estaban aturdidos por el boato de la orgiástica procesión—. Vengan —añadió cogiendo a Isacco de un brazo y llevándolo a un callejón más tranquilo—. Apuesto a que necesitan una posada donde poder comer y dormir —dijo risueño.

—Y yo apuesto a que ya has pensado en ella —concluyó Isacco riéndose.

—La mejor de la ciudad, se lo juro —aseguró Donnola llevándose la mano derecha al corazón—. Camas limpias, pocas ladillas, comida sana y barata. La mejor posada de la ciudad, en serio… —Se calló por un momento, apurado—. Y no harán el menor caso a los gorros amarillos.

—Creía que esta ciudad estaba libre de los prejuicios del mundo cristiano —dijo Isacco.

—Lo está, doctor, se lo juro. —Donnola volvió a apoyarse la mano en el corazón—. Pero, si he de ser franco, debe comprender que, en cualquier caso, son ustedes judíos.