—¿Qué será de Zolfo? —preguntó Mercurio a la mañana siguiente al capitán Lanzafame, antes de que se pusieran en marcha. Benedetta estaba detrás de él, angustiada.
—Intentó asesinar a la chica —respondió gravemente el capitán. Miró a Benedetta—. Debe someterse a la ley marcial.
—No… —Benedetta se mordió el labio.
—Tenía una navaja y si no hubiese intervenido… —continuó Lanzafame.
Benedetta lo interrumpió.
—No quería matarla, capitán. Usted no conoce a Zolfo. ¡No haría daño a una mosca!
—Puede que a una mosca no, pero a un judío, sí. —Lanzafame la miró de nuevo. Pensó que era guapa. Quizá demasiado joven.
—¿Qué será de él? —repitió Mercurio.
El capitán no respondió enseguida. Miró de nuevo a Benedetta.
—Tengo que pensarlo —dijo marchándose.
Mercurio corrió en pos de él.
—Capitán, se lo ruego…
Lanzafame se paró. Bajó la voz.
—Ese chico es débil —afirmó.
Mercurio recordó que Scavamorto había dicho lo mismo.
—Conozco a los seres humanos mejor que nadie, porque los miro a la cara mientras intentan matarme —prosiguió Lanzafame—. Ese chico es débil, y un traidor. No te fíes de él. Jamás. —Hizo amago de marcharse.
—Capitán… —Mercurio lo retuvo—. Quería asustarla… puede que desfigurarla. Pero no matarla.
El capitán lo miró fijamente.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Hágalo por Benedetta…
Lanzafame miró a la joven de tez de alabastro. Tenía la cabeza inclinada y la luz jugueteaba con su cabellera cobriza. Una vez más, pensó que muy hermosa. Y muy joven.
—Puede que atemos mal al chico cuando embarquemos…
—Gracias, capitán —dijo Mercurio.
—¿De qué? —preguntó Lanzafame, y se alejó—. ¡En marcha! —gritó a sus hombres.
La noche anterior había mandado un mensaje a Mestre para anunciar su llegada. De manera que esa tarde, cuando llegaron a la Fedelissima, tal y como llamaban a la antesala de Venecia, Mestre, los supervivientes fueron recibidos por una multitud festiva, pese a que solo se trataba de una pequeña caravana de heridos que regresaba a su patria. Los comandantes en jefe y el grueso de las tropas aliadas a los franceses del rey Francisco I de Valois seguían en pie de guerra. Pero después del miedo que había pasado en los años anteriores, el pueblo solo deseaba celebrar la victoria de Marignano que había tenido lugar hacía diez días y que parecía haber dado un vuelco a la terrible crisis veneciana devolviendo a su Serenísima buena parte de los territorios en tierra firme.
El capitán Andrea Lanzafame encabezaba la columna seguido de los hombres condecorados. Iba muy tieso en su silla, con la mano derecha apoyada en la espada enfundada en el lado izquierdo, y sonriendo desde lo alto de su poderoso caballo castrado a la gente que ensalzaba a los supervivientes. Lucía la armadura de combate, abollada por los golpes del enemigo. Encima de la armadura ondeaba la túnica sin mangas con los colores y los emblemas de su ciudad y de su estirpe: un campo rojo en cuyo centro destacaban dos bandas amarillas, una vertical y otra horizontal, que formaban una cruz. Y dos sarmientos de vid con racimos de oro para indicar que descendía de los señores de Capo Peloro, linaje del reino siciliano que en el pasado había sido conquistado por los normandos, y de los que Andrea Lanzafame había heredado el pelo rubio y los ojos azules.
Asomados a los ventanucos laterales del carro de los víveres, Mercurio, Benedetta, Isacco y Giuditta contemplaban a la abigarrada multitud. Tras dejar atrás un brazo del río Marzenego, atravesaron la puerta Belfredo del Castenuovo, situada al norte del burgo de Mestre, antes de embarcarse rumbo a Venecia, donde iba a tener lugar la auténtica fiesta.
Mercurio contó once torres, una de ellas tenía un gran reloj. Los muros estaban en mal estado, en ellos se veían las profundas huellas que había dejado un incendio. Mientras la procesión enfilaba la planta en forma de escudo cuyo perímetro era de más de media milla, pensó que el castillo era gigantesco. En el centro del mismo se erigía una torre mayor que las demás, el Mastio, sede de la Superintendencia, frente a la cual las mayores autoridades de Mestre, vestidas de ceremonia, esperaban el regreso de las primeras tropas de héroes.
Giuditta estaba a su izquierda, tan absorta en la contemplación de todo que le apretó excitada la mano herida, puede que confundiéndolo con su padre. Mercurio se tensó al principio a causa de la sorpresa y el dolor. Pero después le devolvió el apretón calurosamente. Giuditta se volvió sorprendida. Mercurio se había ruborizado y la escrutaba; el corazón le latía acelerado, sacudido por una intensa emoción. Al sentir el contacto el joven había comprendido por qué se decía que las mujeres solo traían problemas.
Giuditta trató de soltar la mano.
Mercurio la retuvo.
Y Giuditta dejó que lo hiciese sin poner mayor objeción.
Se miraron prolongadamente. Alrededor todo pareció sumirse en el silencio.
En ese momento Isacco se volvió hacia su hija exclamando:
—¡Y esto no es nada, ya verás Venecia!
Las manos de Giuditta y Mercurio se soltaron al instante.
Mercurio se volvió embarazado dando la espalda a Isacco. Su mirada se cruzó con la de Benedetta, que lo observaba enfurruñada. También ella se había ruborizado. Pero de rabia, pensó Mercurio. Y eso también lo sorprendió. Eludió los ojos de la joven, solo que no sabía dónde posarlos.
Entretanto, Giuditta seguía sonriendo exageradamente a su padre con las mejillas ardientes.
—¿Por qué pones esa cara de idiota? —preguntó Isacco con desconfianza.
—Tengo calor —contestó Giuditta abanicándose con la mano.
Isacco vio que tenía sangre en los dedos. Le cogió la mano y la examinó. No estaba herida. Entonces miró a Mercurio, que seguía de espaldas, obstinado.
—Límpiate los dedos —dijo severamente a su hija y la apartó interponiéndose entre ella y Mercurio.
En ese momento, la puerta del carro se abrió.
—Baje a festejar, doctor —dijo Donnola.
Por un instante la tensión se diluyó en la luz del día, en el vocerío de la gente y la atmósfera festiva. Mientras se apeaban Mercurio y Giuditta se rozaron de nuevo y se ruborizaron. Isacco agarró a su hija y la llevó a rastras con él. Mientras se alejaba, Giuditta lanzó una ojeada furtiva a Mercurio, que le sonrió levemente, cada vez más desconcertado de sus emociones.
—No nos separemos —le dijo Benedetta con rabia, y se acercó a Zolfo, que tenía las manos atadas a un caballo. Mercurio la siguió esquivando su mirada.
Rodeado por la multitud, el capitán Lanzafame sujetaba como podía a su caballo. Apuntó a Isacco con un dedo.
—Saca el gorro amarillo. Aquí hay que respetar la ley.
Luego se acercaron a las autoridades, que guiaron a los valerosos supervivientes a la Fossa Gradeniga, donde tres grandes barcos mercantiles típicos de la laguna, los peate, los esperaban para transportarlos a la plaza de San Marco, al corazón de las celebraciones.
—Subid con nosotros —dijo Lanzafame a Isacco, e invitó también a Mercurio con un ademán—. En tiempos de guerra los extranjeros no pueden embarcarse para ir a Venecia, pero vosotros os habéis ganado el viaje.
En la orilla había una pasarela larga de tablas de haya, colocada a cierta altura del suelo para garantizar una mayor visibilidad a los valientes y para simplificar la carga de los carros y de los inválidos. Las nubes se habían esparcido, aquí y allí, en el cielo gris, y el sol se filtraba por las hendiduras iluminando el Camino del Agua.
Mientras Isacco y Giuditta subían a la pasarela, seguidos de Mercurio, Benedetta y Zolfo, siempre atado, se oyó un grito.
—¡Satanás! ¡Te he encontrado!
—No te vuelvas —ordenó Isacco a su hija al reconocer la voz.
En cambio, la multitud, los militares, todos se volvieron.
El fraile predicador que Isacco y Giuditta habían conocido en la taberna y que los había acosado al día siguiente, avanzaba ahora a grandes zancadas abriéndose paso a empujones con el crucifijo en la mano. Tenía el pelo sucio, pegado al cráneo, y la barba enmarañada y llena de migas.
—¡Gente de Satanás! ¡Impíos, pecadores, no sembréis vuestro cáncer en nuestras tropas! —gritaba. Después, no encontrando un insulto mejor, vociferó—: ¡Judíos!
Isacco empujó a su hija para que se escondiese detrás del caballo del capitán Lanzafame.
—¡Herejes! —gritó el fraile precipitándose hacia la pasarela.
El caballo del capitán Lanzafame se espantó, nervioso.
—¡Han traído ya la desgracia a pocas millas de aquí! ¡Por su culpa murió una niña inocente, una criatura de Dios! —gritó el fraile arengando al gentío—. Se me han escapado ya una vez, pero hoy Satanás no me gastará otra de sus jugarretas.
—¿Qué quieres, fraile? —le preguntó el capitán Lanzafame.
Mercurio notó que los ojos de Zolfo se habían vuelto a encender. Le dio un pescozón.
—¡No dejes que ese cáncer apeste a tus valerosas tropas! —dijo con énfasis el fraile.
El capitán Lanzafame dejó vagar la mirada entre la gente que, esclava de las supersticiones religiosas, no sabía qué partido tomar.
—Este hombre ha curado a mis soldados —dijo de forma que todos lo pudieran oír—. Y gracias a él ahora pueden reunirse de nuevo con sus familias.
La multitud comprendió el valor de esta última frase. Aplaudió al capitán, incluso al médico.
El fraile había perdido terreno. Pero la Iglesia y, sobre todo, la vida, lo habían moldeado para la batalla. No tenía el sentido de la derrota ni el de la victoria, como cualquier mercenario, sino una propensión constante a la lucha, rasgo propio de los fanáticos.
—¿Has liberado ya a tus diablos, Satanás? —Saltó a la pasarela y trató de rodear el caballo del capitán Lanzafame—. ¡En ese caso estaré aquí para combatirte sin retroceder un solo paso!
El capitán Lanzafame desenvainó la espada y la hizo vibrar en el aire con una expresión rabiosa. La multitud contuvo el aliento. Después la espada voló y se clavó entre los pies del predicador tras haber traspasado su grueso hábito, dejándolo anclado a la pasarela.
—¡Quieto ahí, pájaro de mal agüero! ¡Me estás torturando los oídos y yo lo único que quiero oír es la alegría de mi gente!
La muchedumbre aplaudió, divertida a la vez que escandalizada.
—¡Que el último recupere mi espada, a menos que el fraile se la trague! —gritó el capitán Lanzafame espoleando su caballo—. Apresúrate a subir al barco —dijo a Isacco.
—¡Gente de Satanás! —vociferaba el fraile.
Los marineros, tras soltar los cabos que sujetaban los peate[2] —anchos, planos, y con los flancos bajos pintados de color negro brillante— apoyaron los largos remos en el amarre para empujarlos hasta el centro del canal.
A ese punto, tal y como había dicho el capitán, los nudos que aprisionaban a Zolfo se deshicieron cuando el soldado que lo vigilaba tiró de ellos.
—Márchate, capullo —gruñó el soldado.
Apenas se vio libre, Zolfo, en lugar de escapar de inmediato, dio un paso en dirección a Isacco.
—¡Gente de Satanás! —gritó. Y antes de que alguien pudiese intervenir subió a la barandilla, saltó a tierra y huyó.
Benedetta miró a Mercurio. Después, al ver que el barco se empezaba a alejar del muelle, saltó a tierra y corrió en pos de Zolfo.
Mercurio permanecía inmóvil. Le habría gustado tener aún la mano de Giuditta en la suya. Vio que el barco se estaba apartando demasiado del atracadero para poder dar un salto.
Rodeada de la gente que se agolpaba en el muelle, Benedetta lo miraba.
Mercurio se volvió hacia Giuditta.
—Te encontraré —le dijo.
El capitán Lanzafame lo miraba contrariado.
—¡Idos al infierno! —exclamó Mercurio y se tiró al agua.
La gente que estaba en tierra se rio y aplaudió.
Mercurio alcanzó el muelle con unas cuantas brazadas. El agua estaba helada y era cenagosa. Olía a fango. Después, varias manos y brazos robustos lo izaron. Lo miraban riéndose sarcásticamente. Mercurio los empujó y se volvió hacia el barco. Giuditta lo estaba mirando. «Te encontraré», silabeó esperando que ella pudiese leerle los labios y acto seguido echó a correr tras Benedetta. Cuando le dio alcance la joven estaba con Zolfo delante del predicador.
—¿Qué quieres? —preguntó el fraile a Zolfo mirándolo con ojos enloquecidos, encendidos por el fanatismo.
—¡Odio a los judíos! —contestó el chico como si fuese una contraseña.
El fraile lo sopesó. Era el único, entre toda esa gente, que le hacía caso. Señaló con un dedo los peate, ya lejanos, en el centro del canal.
—¿Hasta ese punto los odias? —preguntó con aire grave.
—¡Sí! —contestó Zolfo con un entusiasmo que parecía valer también para Mercurio y Benedetta, que, sin embargo, callaban, sorprendidos y cohibidos.
Mercurio goteaba y seguía mirando hacia la Fossa Gradeniga, donde los barcos se estaban alejando. Giuditta era ya un minúsculo puntito en el horizonte.
—¡Seguidme, soldados de Cristo! —exclamó el religioso alzando las manos al cielo. Se dio media vuelta y echó a andar abriéndose paso entre la multitud.