Shimon Baruch abrió los ojos.
Se sintió perdido. No sabía dónde estaba.
Luego recordó.
Desde hacía una semana, todas las mañanas le sucedía lo mismo. Desde que se había despertado. Desde cuando, como decían los médicos y su mujer, Hashem>, el Omnipotente, el Santo Bendito, había decidido salvarlo. Se despertaba y no sabía dónde estaba ni quién era. Él, que siempre había sabido todo, hasta el menor detalle. Él, que había llevado una vida mínima, procurando no llamar la atención, no tener problemas. Él, desde hacía una semana, se despertaba y no se reconocía. Porque algo radical se había producido en su interior. Algo que Shimon Baruch no lograba dominar. Y apenas recordaba quién era y dónde estaba aparecía en su mente la imagen del chico que le había engañado y robado. La cara delgada, el pelo oscuro y los ojos negros, la sonrisa descarada. Y después Shimon veía resplandecer la hoja de la espada. Y una sensación sombría, pesada como una capa lo envolvía forzando un poco más todavía la transformación que se estaba operando en él desde hacía una semana.
Shimon se movió lentamente en la cama. A su lado oía la leve respiración de su esposa. Apenas esta se daba cuenta de que estaba despierto se apresuraba a ponerse de pie, le preparaba el desayuno, lo colmaba de atenciones, lo lavaba, lo afeitaba. Y no dejaba de hablar y de llorar ni un solo momento.
Pero Shimon Baruch tenía ganas de estar solo.
Sobre todo esa mañana. Porque, tal vez, iba a ser la última mañana como hombre libre. A la mañana siguiente se iba a celebrar la primera audiencia del proceso contra él. Apenas habían considerado que estaba en vías de curación el hacha de la justicia había caído sobre él. Si no estaba ya en la cárcel de Curia Savella era porque el abogado que se ocupaba de su defensa tenía buenas relaciones. Y por estos privilegios se hacía pagar sustanciosamente.
Pero las relaciones, fuesen cuales fuesen, no iban a poder salvar a Shimon de la condena. Y Shimon lo sabía. Era un judío, armado y acusado de homicidio. Poco importaba que le hubiesen robado. En sus mismas condiciones, un cristiano podía cometer una masacre y beneficiarse después de los atenuantes. Porque el cristiano mataba a un delincuente. Él, en cambio, al ser judío, había matado a una oveja del rebaño y el Sumo Pastor se lo haría pagar muy caro. El abogado decía que se las arreglaría con cuatro o cinco años de prisión y una sanción pecuniaria más que elevada. «Se las arreglaría», esas habían sido sus palabras.
—¿Llevas mucho tiempo despierto, marido mío? —le preguntó su mujer, que estaba a su lado, al ver que tenía los ojos abiertos.
Shimon no la miró. Contuvo un gesto de irritación.
—¿Qué quieres comer hoy para recuperar las fuerzas? —prosiguió su mujer levantándose de la cama y meando en el orinal.
Shimon no movió un solo músculo.
—¿Arenque, pan ácimo? ¿O prefieres otra cosa? —La mujer del comerciante se bajó el camisón y tiró el contenido del orinal por la ventana. Dio la vuelta a la cama y se detuvo frente a su marido—. ¿Entonces? Dime.
Shimon la miró. Le habría gustado decirle que se fuese al infierno. Le habría gustado decirle que se ahogase con el arenque y el pan ácimo. Le habría gustado decirle que no quería ir a la cárcel, que no sabía cómo pagar al abogado ni la sanción que lo esperaba. Le habría gustado soltarle un chorro de palabras.
Pero no podía.
Porque Shimon Baruch se había quedado mudo cuando la hoja de la espada se había clavado en su garganta.
Se levantó de la cama y se encaminó hacia la mesa, donde su esposa había organizado un escritorio, al igual que en el resto de habitaciones de la casa, con pergamino, una pluma de oca y un tintero siempre lleno. Porque Shimon Baruch solo podía comunicarse ya de esa forma.
«Caldo», escribió.
Su mujer entró a toda prisa en la cocina dando órdenes, agitada, a la criada.
Shimon se tocó el cuello. La venda aún estaba mojada de sangre. Se puso delante de un espejo de azogue. Se miró.
Su mujer regresó a la habitación.
—Ahora te ayudaré a vestirte, marido mío. Pero antes te ayudaré a lavarte. Y si quieres te ayudo también a rezar. —Se acercó a su espalda y se echó a llorar—. ¿Qué haremos, marido mío? Menudo drama. ¿Por qué tuvo que ocurrirnos esto? ¿Qué mal hemos hecho? ¿Por qué Hashem ha decidido ponernos a prueba? —Lo abrazó.
Shimon la apartó con rabia. Abrió la boca para gritar con todo el aliento que tenía en la garganta, pero solo emitió un silbido. Terrible. Más temible que cualquier grito. La sangre de la venda aumentó. Shimon se la arrancó. Volvió a gritar hasta que las venas del cuello se hincharon. La herida salpicó de sangre el espejo.
—No, marido mío… —lloriqueó la mujer.
Shimon se volvió para mirarla. Con ojos de desprecio. Y de odio. Se dirigió al escritorio.
«No sabes lo que tengo dentro», escribió. «Yo ya no soy yo».
La mujer estalló en sollozos.
«Vete», escribió Shimon.
Casi arrastrándose, la mujer salió de la habitación.
Al quedarse solo sintió que el odio y la rabia que experimentaba lo hacían sentirse más fuerte. Más vivo. «Es lo único que tengo», pensó. Mientras se enrollaba una nueva venda limpia al cuello volvió al espejo. «Odio y rabia», repitió. Se miró a los ojos y vio algo más. «Miedo». Trató de desviar la mirada, pero estaba como paralizado. Y cuanto más se miraba más sentía disminuir la rabia y el odio y aumentar el miedo. No tardaría en sentir solo miedo, a menos que lograse apartarse del espejo. Pero no podía mover los pies ni las piernas. Entonces, justo unos segundos antes de que el miedo borrase definitivamente el odio y la rabia, hizo el único movimiento del que era capaz. Se inclinó hacia delante, de golpe, con todas sus fuerzas, y golpeó el espejo con la frente. Sintió el impacto, el ruido, las esquirlas que le cortaban la piel, la sangre caliente que le caía por los ojos y lo cubría por completo de rojo.
La puerta de la habitación se abrió. Su esposa gritó, se tapó la boca con las manos e hizo ademán de acercarse a su marido.
Shimon la miró fijamente y se echó a reír. Después la sacó a empujones de la habitación y cerró la puerta dando un violento portazo.
«No volverás a mirarte al espejo», se dijo Shimon.
Cogió un borde de la sábana en la que había dormido y se taponó la herida de la frente. Al cabo de un momento dejó de sangrar. La herida no debía de ser muy profunda. Apenas un arañazo, se dijo. Nada que pudiese impresionar a un hombre que podía meterse el dedo índice en la garganta y sentir el aire que entraba y salía por ella.
«No volverás a escuchar al miedo», se dijo.
Se vistió y acto seguido abrió la puerta del dormitorio. Con un ademán ordenó a su esposa que le llevase el caldo caliente y se callase. Saboreó el caldo y el silencio.
«Di a los guardias que he ido al río a suicidarme», escribió.
—¡No! ¡No, marido mío! —exclamó la mujer rompiendo a llorar.
Shimon alzó una mano, como si tuviese intención de darle una bofetada. La mujer reculó. Shimon nunca la había tocado hasta ese momento, pero pensó que no le disgustaría hacerlo. Y que tampoco sentiría placer. Bajó la mano sin golpearla y hundió de nuevo la pluma de oca en el tintero, pero se dio cuenta de que no tenía nada que decirle. Ya no. Arrojó la pluma sobre la mesa y se encaminó hacia la puerta sin coger el gorro amarillo. Aunque sí todo su dinero.
Anduvo hasta la iglesia de San Serapione Anacoreta. Era una iglesia pequeña de periferia, frecuentada por gente miserable que traía hijos al mundo con la fecundidad propia de los conejos.
Shimon había calculado que a esa hora el templo debía de estar desierto. Entró en la sacristía. Era un cuartucho frío, pese a que la chimenea estaba encendida. El párroco, un sacerdote viejo y rechoncho con las uñas tan negras como el carbón, estaba bebiendo vino acodado a la superficie carcomida de una mesa. El ama de llaves estaba sentada a su lado, bebiendo también. El religioso se mostró irritado por la visita, pero cuando Shimon le enseñó una moneda de plata se levantó enseguida y lo siguió adulándolo.
Shimon escribió al párroco que se había quedado mudo a raíz de un accidente y que este le había privado también de la memoria. No obstante, sabía que había nacido en esa parroquia, continuó, y por eso debía de quedar en ella un rastro de su identidad.
—¿Te bautizaron aquí, hijo? —preguntó el párroco.
Shimon asintió con la cabeza.
—¿Recuerdas en qué año?
«Mil cuatrocientos setenta y cuatro», escribió Shimon.
—De manera que tienes cuarenta y un años —afirmó el párroco mirándolo.
—Pues sí que los lleva mal —comentó el ama.
—Calla, desgraciada —la regañó el párroco.
—Usted también lo piensa.
—Perdónala, el vino no le sienta bien —dijo el párroco y entró en la habitación contigua. Sacó un grueso libro lleno de polvo de un estante arqueado por el peso de los documentos que albergaba. En la tapa rígida del volumen aparecía escrito «1470-1475». Lo puso en la mesa. Se rascó la cabeza.
—Pero ¿cómo te vamos a encontrar si no recuerdas tu nombre?
Shimon se golpeó el pecho como si pretendiese decir que él se ocuparía de eso. Abrió el voluminoso libro y empezó a pasar las decenas y decenas de nombres que figuraban en él. De vez en cuando encontraba una hoja suelta y amarillenta metida entre las páginas. Gesticulando preguntó qué eran.
—Certificados de bautismo que no han sido retirados —explicó el párroco suspirando—. Ya sabe lo ignorante que es la gente del pueblo. No comprenden que el certificado de bautismo vale más que cualquier otro documento.
Shimon asintió con la cabeza. Él, en cambio, sí que lo sabía. Se puso a hojear de nuevo el libro. A cierto punto encontró lo que necesitaba. Cogió un certificado y se señaló, después señaló otra vez el documento.
—¿Eres tú, hijo? —preguntó el párroco. Cogió el certificado y leyó—. ¿Eres Alessandro Rubirosa? Pero aquí dice que naciste en mil cuatrocientos setenta y uno y no en mil cuatrocientos setenta y cuatro.
Shimon se encogió de hombros. Volvió a señalar el certificado y luego se golpeó el pecho.
—Me parece extraño, hijo —farfulló el párroco—. Además, ¿por qué no retiraste nunca el certif…?
—¿Alessandro Rubirosa? —terció el ama de llaves—. ¡Imposible! Sé quién es ese tipo.
Shimon se alarmó.
—Lo recuerdo porque murió hace… ¿Cuánto será? No hace más de un par de meses —continuó el ama, y acto seguido dio una palmada en el hombro al párroco—. Vamos, usted también debe recordarlo. Es el tipo que murió asesinado en la pelea de la taberna del Ippocampo.
—¿Ese? —preguntó el párroco guiñando los ojos por el esfuerzo de hacer memoria—. ¿Estás segura de que se llamaba Alessandro Rubirosa?
—Tan segura como que tengo el culo hecho polvo por las hemorroides —dijo el ama de llaves cruzando los brazos en el pecho.
El párroco cabeceó sin escandalizarse mínimamente por la forma de hablar del ama. Se volvió hacia Shimon agitando el certificado en el aire.
—No te llamas así, hijo. ¿Lo ves? Este pobre desgraciado está muerto. —Se dirigió a la chimenea—. Y, a buen seguro, no vendrá a reclamar su certificado. Bueno, un papelucho menos. —Hizo amago de tirar la hoja a la chimenea.
Shimon saltó y se la arrancó de la mano.
—No eres tú, hijo —dijo el párroco—. Lo siento…
Shimon dobló el certificado y se lo metió en el bolsillo.
—Pero ¿qué haces, hijo? Resígnate, no eres tú.
Shimon cogió la pluma y escribió en una página del enorme libro: «Es cierto, no soy yo».
—¿Entonces? —El párroco parecía perplejo.
Shimon arrancó la página en que había escrito y la tiró a la chimenea.
—Eh, no, mi querido hijo. Eso no se hace…
Shimon empuñó con fuerza el atizador, se volvió y golpeó al párroco en la frente. El sacerdote gimió y se desplomó al suelo. El ama se quedó petrificada mientras Shimon remataba al sacerdote. Solo cuando le llegó el turno trató de huir. Recibió el primer golpe en la nuca. El segundo le rompió el cráneo.
Shimon Baruch puso en su sitio el voluminoso libro, vació el cepillo y se puso la sotana del párroco. Sería un religioso durante varios días. Así llamaría menos la atención en una ciudad como Roma. Ni su propia mujer lo reconocería, pensó sonriendo. Leyó por última vez el certificado de bautismo de Alessandro Rubirosa, que le concedía una nueva vida.
«No volverás a ser judío», se dijo saliendo de San Serapione Anacoreta. Dejó que el odio y la rabia crecieran en su interior. «Y no tendrás un momento de paz hasta que no hayas encontrado a ese maldito joven y lo hayas hecho sufrir».