Benedetta y Zolfo habían sido llevados al carro de los víveres.
—No vaguéis por el campamento —les había dicho el capitán Lanzafame a los dos, aunque mirando solo a Benedetta.
La chica había asentido con la cabeza. El capitán se había alejado y los dos muchachos habían subido la escalera.
El carro era grande, todo de madera, incluso las paredes y el techo. La luz diurna se filtraba tímidamente por los dos ventanucos que había a los lados. Parecía una pequeña casa semoviente. Por todas partes se amontonaban unos toneles oscuros y cajas. En el centro había una gigantesca tinaja de terracota espesa, sujetada por una jaula de cuerda áspera atada a cuatro palos clavados en el suelo y el techo. En tiempos de guerra el vino se protegía más que la comida.
Benedetta y Zolfo miraron alrededor y entrevieron a Giuditta entre dos hileras de cajas. La joven los miraba también, sonriendo vacilante. Después dio un paso hacia delante y cogió un plato abollado de metal fino. Se lo tendió a los dos recién llegados.
—Buey salado y pan negro —dijo—. Comed. —A continuación, a la manera de una buena ama de casa, les señaló los dos jergones improvisados en el suelo—. Tenemos también un calentador. Sentaos.
Benedetta esbozó una sonrisa.
—¿Quién eres?
—La hija del médico.
—Tengo hambre. —Zolfo se arrojó sobre el plato y se sentó al lado del calentador. Mordió la carne salada—. ¿No hay salchichas? —preguntó con la boca llena alzando los ojos hacia Giuditta.
La joven se encogió de hombros.
—¿No tienen salchichas? —insistió Zolfo.
—No lo sé —respondió Giuditta encogiendo de nuevo los hombros.
—¿Que eres judía? —preguntó Zolfo riéndose a la vez que hundía la cabeza en el plato. Pero después se detuvo y miró fijamente a la joven, que tenía una expresión seria y los ojos oscuros más abiertos de lo habitual. La mirada de Zolfo recorrió rápidamente el carro al mismo tiempo que dejaba de masticar. Al ver dos bolsas de viaje, dejó el plato, se extendió hacia la de Isacco y sacó un gorro amarillo. Se levantó con él en la mano. Escupió lo que estaba masticando. —Eres judía —dijo con agresividad acercándose a Giuditta con el gorro tendido hacia ella—. ¡Eres judía! —repitió casi gritando, y se lo tiró.
Giuditta retrocedió asustada.
—¿Qué te pasa, Zolfo? —preguntó Benedetta asombrada.
—¡Sois unos pedazos de mierda! —espetó Zolfo a Giuditta—. ¡Asquerosos judíos!
—¡Zolfo, cálmate! —Benedetta se interpuso entre él y Giuditta. Lo miró a los ojos. Eran los ojos de un loco y estaban cargados de odio—. ¿Qué te ocurre?
—¡Mataron a Ercole, eso es lo que me ocurre! —gritó Zolfo dándole un empellón para poder acercarse a Giuditta.
Benedetta se interpuso de nuevo entre ellos.
—Ella no ha hecho nada —dijo alzando la voz para que su amigo razonase.
—¡Son unos asesinos! ¡Asquerosos judíos! —gritó Zolfo.
La puerta del carro se abrió de improviso.
—¿Qué sucede? —preguntó el capitán Lanzafame.
Zolfo se volvió de golpe.
—¡Es una judía!
—Cálmate, jovencito —dijo el capitán tirando de él—. Cálmate.
Zolfo lo miró sin verlo.
—¡Es una judía! —repitió—. ¡No quiero estar en un carro donde hay judíos asquerosos!
El capitán Lanzafame miró a Benedetta. Cogió a Zolfo y lo bajó a rastras del carro. Le dio un empujón.
—En ese caso dormirás al aire libre —le dijo en tono autoritario—. No quiero problemas. Y cuando nos pongamos en marcha nos seguirás a pie.
Mercurio e Isacco se asomaron desde su carro. El joven se aproximó al capitán corriendo.
—¿Qué pasa? —preguntó. Acto seguido se volvió hacia Benedetta, que estaba en la escalera del carro de los víveres y tenía una expresión indescifrable.
Isacco lo había seguido.
Zolfo lo apuntó con un dedo.
—¡Es un judío, Mercurio! —Tras escupir con rabia al suelo añadió con voz trémula—: ¡Mataron a Ercole! —Al final estalló en un llanto irrefrenable, que lo sacudía como una tormenta.
Benedetta corrió a abrazarlo y lo estrechó contra su pecho. Mercurio no sabía qué hacer. Miró primero a Isacco, después a Giuditta y por último al capitán Lanzafame. Luego abrió los brazos.
—Era amigo suyo… —dijo quedamente, pese a que era consciente de que su frase no significaba nada para esa gente. Desde que habían dejado las fosas comunes Zolfo nunca había llorado. Había subido al carro de Scavamorto y el frío de la noche le había congelado las lágrimas en las mejillas. Y puede que también en el corazón. A partir de ese momento no había vertido una sola lágrima ni había dicho una palabra sobre Ercole—. Se le pasará enseguida —dijo al capitán, que aguardaba en silencio irguiendo su cuerpo imponente.
Lanzafame sacudió la cabeza y apuntó a Zolfo con un dedo.
—No quiero problemas, chico. ¿Me has entendido? En caso contrario te tiraré de aquí a patadas en el culo —dicho esto se alejó.
Benedetta empujó a Zolfo a un lado. El muchacho no podía dejar de llorar. Mercurio dio un paso hacia ellos, pero Benedetta lo detuvo con un ademán de la mano.
Entonces Mercurio se volvió hacia Isacco.
—Lo siento —le dijo. Miró a Giuditta. Su mirada era de orgullo, tenía las cejas ligeramente arqueadas en una expresión que era casi de desafío.
Isacco subió los peldaños y la abrazó.
Si bien tenía frío y estaba cansado, Mercurio se alejó y deambuló por el campamento solo. Al final, tras coger una salchicha y un trozo de pan negro, se sentó en una barrica vacía, tirada en el campamento, al otro lado del camino. Oyó unos pasos a su espalda, pero no se volvió.
—¿Te apetece beber algo, medio cura? —le preguntó el capitán Lanzafame. Llevaba en las manos dos jarras de metal llenas de vino.
—Sí —dijo Mercurio.
—Todos los curas beben —comentó risueño el capitán mirando hacia delante, hacia el bosque, que se estaba transformando en una quebrada mancha negra.
—Pues sí…
—La sangre de Cristo —prosiguió el capitán sin dejar de reírse, y de un sorbo bebió más de la mitad de su jarra. A continuación chasqueó los labios—. No te ofendas, medio cura. Soy un soldado, mi oficio me obliga a reírme de todo. No tengo nada contra ti ni contra la Iglesia.
Mercurio sonrió y bebió.
—¿Puedes controlar a ese chico?
Mercurio asintió con la cabeza, pese a que no estaba mínimamente convencido.
—Mañana nos pondremos en marcha y pasado mañana estaremos en Venecia —dijo el capitán—. Y, con todo el respeto por tu voto de castidad, medio cura, lo único que necesito para recuperarme es una cama y una mujer. —Se rio. Un instante antes de marcharse dijo—: El médico ha terminado. —A continuación, con voz seria y queda, añadió—: No soportaba más sus gritos. No sé por qué, pero es distinto que en la batalla. —Dio una brusca palmada en la espalda a Mercurio y se dio media vuelta para marcharse.
—Capitán… —dijo Mercurio como si las palabras salieran solas por su boca—, ¿qué se siente cuando se mata a una persona? —La voz de Mercurio temblaba imperceptiblemente.
—Nada.
—¿Nada? ¿Ni siquiera la primera vez?
—No me acuerdo. Ha pasado demasiado tiempo. ¿Por qué?
—Por nada…
El capitán lo observó en silencio.
—¿Tienes algo que decirme?
Mercurio sentía la necesidad de compartir su pesar con alguien, pero el capitán era un soldado y podía arrestarlo.
—¿Hay alguna razón especial por la que decidiste vestir la sotana, muchacho?
Mercurio respiró hondo. El capitán no era la persona adecuada para confiarse. Giró en la mano la jarra de vino, titubeante.
—Mi madre era… una borracha. Cuando le creció la barriga no recordaba quién era mi padre. Me entregó a los curas… por eso me hice cura. No conozco otro oficio. Eso es todo.
El capitán lo miró atentamente. Asintió con la cabeza y se marchó.
Mercurio se quedó solo. El poco vino que había bebido se le había subido a la cabeza. Sentía el estómago revuelto, así que se apresuró a comerse el último trozo de salchicha y el pan negro. Entornó los ojos. En la oscuridad emergieron las imágenes de los soldados heridos, el olor a sangre, la carne cortada y recosida, sus miradas, más de asombro que de dolor, el miedo a la muerte que se leía en sus ojos. Se levantó de golpe. No quería quedarse solo en el campamento. Se acercó a paso resuelto al carro de los víveres.
Encontró a Benedetta y Zolfo a los pies de la escalera.
—¿Te has calmado? —preguntó a Zolfo sin el menor asomo de reproche.
Zolfo lo miró. Tenía los ojos enrojecidos. Parecía, más que nunca, un niño.
—No quiero dormir con esos judíos —dijo—. Odio a los judíos.
Mercurio se metió en el carro.
—Te cojo una manta. —Cuando se asomó por la puerta con la manta en la mano dijo a Benedetta—: El capitán no quiere que estés fuera, sobre todo por la noche.
Benedetta asintió con la cabeza.
—Voy enseguida.
Mercurio miró a Zolfo.
—Buenas noches.
Zolfo sorbió por la nariz, cogió la manta y se la echó a los hombros.
Mercurio le ofreció también la jarra de vino.
—Te ayudará a entrar en calor.
Zolfo cogió la jarra y le entraron de nuevo ganas de llorar, pero se contuvo y apuró el vino de un sorbo. Tosió.
Mercurio entró en el carro. El aire era tibio y olía a comida. Miró a Isacco y a su hija, que se había aovillado en brazos de su padre.
—Partimos mañana —dijo a Isacco, pero su mirada se desviaba siempre hacia la muchacha. Jamás le habían interesado las mujeres, los adultos decían que solo traían problemas. Pero esa chica tenía algo que lo atraía irremediablemente.
—Bien —dijo Isacco.
—El capitán ha dicho que dentro de dos días estaremos en Venecia —añadió Mercurio para romper el violento silencio que se había producido después. O puede que con la única intención de sonreír a la joven. Si bien sabía que no la había visto en su vida, habría jurado que en su corazón la conocía.
—Bien —repitió Isacco.
Mercurio se tumbó en el jergón y se tapó.
«Las mujeres solo causan problemas», pensó tratando de mantener los ojos apartados de la hija del médico.
—Coge el calentador para tu amigo —le dijo Isacco.
La puerta del carro se abrió. Mercurio se incorporó apoyándose en un codo.
—Lleva el calentador a Zolfo —dijo a Benedetta.
Benedetta lo cogió y se lo pasó a Zolfo, que se había acurrucado en los peldaños como un perro.
—No quiero nada de esos judíos —le dijo.
—La idea es de Mercurio, imbécil —dijo Benedetta.
A continuación cerró la puerta. Miró alrededor. No sabía dónde tumbarse. Las noches anteriores había dormido siempre abrazada a Zolfo y Mercurio se había quedado siempre a cierta distancia de ellos. Pero Zolfo estaba fuera y no sabía dónde dormir. Notó que la hija del médico miraba a hurtadillas a Mercurio. Así que se sentó al lado de él, como si pretendiese dejar bien claro que era suyo. Pero ese simple gesto le hizo sentir algo que no quería pensar. Tuvo miedo de que Mercurio la echase de allí, de manera que se apartó y se arrebujó en la manta.
—Buenas noches a todos —dijo apresuradamente.
—Buenas noches —le respondieron los demás, uno tras otro.
Isacco sopló el farol y el carro se sumió en la oscuridad.
A Mercurio le habría gustado decirle que lo dejara encendido, pero no quería que lo tomasen por un niño. No cerró los párpados. Sabía adónde llevaban las imágenes espeluznantes de los soldados heridos. Abrió bien los ojos y miró fijamente el ventanuco que tenía delante de él con la esperanza de que la débil luminiscencia de la noche aclarase la oscuridad. En cualquier caso, no pudo detener los pensamientos que poblaban su mente. Además, mientras trataba de resistir, se formó ante él la imagen que trataba de rehuir desde hacía varios días. Vio la garganta del comerciante desgarrándose. Oyó el ruido viscoso de la hoja penetrando en la carne y el crujido de la tráquea al romperse. Se sentó de golpe apretando los puños. No sabía cuánto tiempo había pasado. A su derecha Benedetta respiraba con regularidad. Dormía. Y le pareció que también el médico y su hija respiraban profundamente.
—¿No puedes dormir? —susurró Isacco.
—¿Y usted? —respondió Mercurio al cabo de un instante.
—No —contestó Isacco.
Siguió un largo silencio. Después Mercurio oyó un crujido. En unos segundos Isacco estaba a su lado.
—Tu amigo, el que se ha quedado fuera, ¿conoce mi secreto? —dijo Isacco bajando la voz todo lo que pudo.
Mercurio no respondió enseguida.
—No se preocupe —dijo.
—Eso no es ni un sí ni un no.
—Somos unos ladrones y unos estafadores —dijo entonces Mercurio—. Como ustedes. A ninguno nos conviene que nos descubran.
—Pero nosotros somos judíos —apuntó Isacco.
Mercurio sabía lo que eso significaba. Y tenía razón. Sentía una gran simpatía por ese hombre.
—No sabe nada de su tesoro, puede estar tranquilo… doctor.
—Gracias —dijo Isacco, y volvió a tumbarse—. Venecia —dijo al cabo de un instante con voz soñadora.
—Sí… Venecia —repitió Mercurio.
Pero esta palabra no significaba nada para él.