9

Isacco pasó la mitad del día en el primer carro, después cambió al segundo. Las horas que pasaba inclinado sobre los heridos transcurrían idénticas, y todas eran terribles, medidas por las campanas del campo que, con sus quejosos tañidos, anunciaban las oraciones cristianas. Al anochecer Isacco no había dejado de cortar carne, serrar huesos, cauterizar amputaciones y hemorragias, componer fracturas, coser desgarros, sacar puntas de flecha, y aplicar emplastos en las heridas. Pero, por fin, acabó también en el segundo carro.

Tras bajar por la escalera de madera tambaleante seguido de Donnola, que llevaba el estuche con los instrumentos quirúrgicos, y salir al aire libre, frío, húmedo y cortante, Isacco se masajeó la espalda y la arqueó de cara al sol pálido, velado por la neblina. Su ropa estaba empapada de sangre.

Donnola llevó dos tazas de caldo caliente, dos salchichas y dos trozos de pan duro. Isacco cogió el caldo y el pan.

—Ah, es cierto, su religión le prohíbe comer cerdo —dijo Donnola—. No sabe lo que se pierde —añadió mordiendo la primera salchicha.

Isacco, acostumbrado a esos comentarios, asintió distraídamente con la cabeza, y mojó el pan en el caldo para reblandecerlo. Comieron de pie allí mismo, en silencio, soportando el frío. Después Isacco se forzó a respirar hondo dos, tres veces.

—Nunca prestamos atención, pero el aire huele bien —dijo. Se volvió a llenar los pulmones, como si pretendiese almacenar el aire puro antes de volver a sumergirse en el hedor de los carros—. Tengo que satisfacer una necesidad —añadió mirando a su ayudante.

Donnola le devolvió la mirada, inexpresiva. Luego, al ver que el médico seguía escrutándolo, dijo:

—Acomódese.

—¿No hay un retrete? —preguntó Isacco desconcertado.

Donnola abrió los brazos.

—El mundo es un retrete —dijo risueño y, dado que Isacco no se movía y seguía mirándolo, añadió indeciso—: ¿Es usted tímido, doctor?

Isacco se agitó y miró alrededor. Divisó un arbusto que quedaba bastante lejos del campamento y se encaminó hacia él.

Donnola se reía del pudor del médico.

—Hasta los mejores de nosotros cagan, doctor. No hay por qué avergonzarse —gritó.

Isacco no se volvió para contestarle. Llegó al arbusto, lo inspeccionó y se aseguró de que nadie pudiese verlo desde el campamento. Cuando consideró que estaba bien escondido se desabrochó la bata verde, se bajó los pantalones y los calzones de lana y se agachó. En su cara, además de la expresión de esfuerzo, se dibujó otra de dolor. Isacco apretó los dientes. Cerró los ojos y redobló el esfuerzo. Emitió un leve gemido y a continuación exhaló un suspiro de alivio. Después, sin levantarse, metió las manos bajo su cuerpo y rebuscó en la tierra. Cogió un pequeño envoltorio y lo limpió en la hierba. Desató el lazo que lo cerraba. Era un intestino de oveja, en su interior guardaba cinco piedras preciosas que brillaron a la luz del atardecer cuando Isacco se las puso en la palma de la mano. Dos esmeraldas grandes, dos rubíes también de buen tamaño, y un diamante, más pequeño que las otras cuatro gemas, pero mucho más valioso.

En ese momento oyó un crujido en el bosque, próximo al arbusto. Se sobresaltó y se apresuró a esconder las piedras cerrando la mano. Miró alrededor alarmado. «¿Quién está ahí?», dijo. Aguzó de nuevo las orejas, pero no hubo más ruidos. «Habrá sido un animal», pensó Isacco, y se relajó. Acabó de hacer lo que debía, se limpió con unas hojas grandes y ásperas, volvió a poner las gemas en el intestino, ató fuertemente la cuerda y, por último, haciendo un poco de esfuerzo, metió de nuevo el precioso paquete donde nadie lo podría encontrar.

—¿Se siente mejor? —preguntó Donnola cuando lo vio regresar.

Isacco no le contestó, subió al tercer carro, escupió en el instrumental, anunció que la fiebre que había matado al cirujano precedente estaba exorcizada y se dedicó a los heridos.

El capitán Lanzafame subió al carro en plena noche. Iluminó la cara demacrada de Isacco con un farol.

—Ve a echarte —le ordenó—. No puedo evitar que la guerra mate a mis hombres, pero sí que lo haga un sastre medio dormido.

Como en sueños, Isacco acabó de vendar a un herido.

El capitán Lanzafame lo esperaba fuera. Le señaló el carro de los víveres.

—Tu hija está allí. Hay una manta y un calentador de carbón —dijo.

Isacco caminaba como un fantasma.

Cuando llegaron al carro el capitán Lanzafame añadió:

—Los hombres dicen que eres un carnicero.

Isacco bajó la cabeza.

Había serrado cinco piernas por la rodilla, una hasta casi la cadera —y el soldado no había superado la hemorragia—, dos brazos a la altura del codo y una mano. Había cortado una docena de dedos. Había usado los tres carretes de hilo para suturar las heridas y, después, cuando se habían acabado, había ordenado a Donnola que descosiera una camiseta para tener algo que enhebrar en la aguja curvada. A fin de cuentas, habían muerto tres y dos estaban en condiciones críticas.

—Dicen que eres un carnicero —repitió el capitán Lanzafame mirando en la oscuridad de la noche—. Pero dentro de unos días, cuando vuelvan a abrazar a sus familias, se darán cuenta de que les has salvado el pellejo —añadió con una mueca de satisfacción—. Vete a dormir. Te lo has merecido.

Isacco miró al capitán agradecido. No dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza. Después, subió pesadamente los tres peldaños que llevaban al interior del carro de los víveres. Abrió la puerta. Giuditta estaba iluminada por una pequeña lámpara de aceite. Se despertó sobresaltada. Al verlo gritó, dio un salto y se refugió entre dos cajas.

—Soy yo, tu padre —dijo Isacco.

—Parecías un soldado —dijo Giuditta, que, pasado el susto, sentía admiración por el hombre manchado de sangre, como un héroe—. He guardado un poco de carne para ti, pero no es pura —le dijo—. Túmbate, estarás cansado.

Isacco se echó en el jergón, casi desfallecido, y agradeció la manta tibia y la estufa. Giuditta le dio el trozo de buey seco. Isacco se llevó la carne a la boca e intentó masticarla, pero se durmió al instante. Giuditta le sacó el trozo de carne de la boca y lo abrazó.

Isacco se despertó al alba.

—Tengo que marcharme —dijo a su hija. Se levantó y se asomó fuera del carro.

Donnola estaba ya allí, sentado en la escalera, envuelto en la manta de un caballo y con la cabeza apoyada en la maleta del instrumental. Se puso de pie de un salto, cogió dos tazas de vino, dos trozos de pan, una salchicha de cerdo y un pedazo de buey, y desayunaron.

Después subieron al tercer carro para acabar el trabajo que habían dejado pendiente. En esas pocas horas uno de los heridos había muerto desangrado.

—Habría podido salvarlo —dijo Isacco quedamente.

Donnola tapó la cara del muerto y ordenó a dos soldados que llevaran el cadáver al carro de los difuntos.

—Devolvemos a los venecianos a sus familias para que tengan una sepultura cristiana —le explicó.

—Amén —susurró un soldado en un rincón.

Los heridos de ese carro estaban menos graves. Isacco solo usó la sierra con el soldado que había dicho «Amén», que sobrevivió.

Hacía ya un poco que había sonado la hora novena cuando Isacco y Donnola acabaron con el tercer carro. Cansados e intoxicados por el olor a la sangre y a los excrementos de los heridos, salieron al aire libre. Todo estaba en penumbra. El sol, próximo al ocaso, ya no podía horadar la espesa capa de nubes, de manera que se estaba alzando una neblina molesta. El campo tenía un aspecto espectral. Los carros y las figuras humanas aparecían velados. Los hombres habían dejado de cantar.

En ese silencio denso retumbó de pronto un gemido, seguido de un grito:

—¡Ah! ¡Te he pillado, asqueroso ladrón!

Isacco y Donnola dieron un paso hacia el lugar de donde procedía la voz.

—Es el cocinero —explicó Donnola.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! —vociferó un niño. Su voz sonaba más rabiosa que asustada.

A escasa distancia del carro de los víveres y del gran tonel barrigudo y abierto que contenía el buey con sal y que estaba cerca de una hoguera, Isacco y Donnola vieron a un hombretón que agarraba por el cogote a un chico esquelético, bajo, con el pelo largo y sucio, y la tez amarillenta.

—¡Estate quieto! —ordenó el cocinero al chico. Pero este se revolvía como un obseso tratando de desasirse y le dio una patada en una espinilla. El cocinero, con la mano que le quedaba libre, le asestó una sonora bofetada. En el aire espeso se oyó el gemido del niño.

—¿Qué pasa? —preguntó el capitán Lanzafame, alertado por el ruido.

Giuditta se asomó desde el carro de los víveres. Vio a su padre a lo lejos y sonrió. No bajó la escalera. El capitán le había ordenado que se quedase en el carro y que no deambulase por el campamento. Una joven guapa como ella paseando entre la tropa podía causar problemas.

—Me había parecido verlo, capitán —explicaba el cocinero—. Y ahora he confirmado mis sospechas. Tenemos un ladronzuelo.

El capitán Lanzafame miró al crío. Le salía sangre por la nariz.

—Suéltalo —ordenó al cocinero.

El hombretón sintió la tentación de replicar, pero obedeció. Soltó al chico. El pequeño saltó de inmediato, listo para escapar. Pero el capitán Lanzafame esperaba que lo hiciese, de manera que, con la velocidad del rayo, se inclinó, alargó un brazo, como si estuviera clavando la espada, y golpeó al chico en la pierna que este había levantado para echar a correr. Eso bastó para hacerle perder el equilibrio. El niño hizo una pirueta y cayó al suelo. El capitán se abalanzó sobre él, lo aferró por el pecho y lo levantó sin hacer el menor esfuerzo. Luego lo dejó de nuevo en tierra, como si lo estuviese plantando.

—No te muevas —le ordenó. Su voz era firme y autoritaria.

El niño se quedó inmóvil.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el capitán.

El muchachito apretó los labios y miró en derredor.

—¿Cómo te llamas? —repitió el capitán en tono más agresivo.

—Se llama Zolfo —dijo una voz a su espalda.

Un sacerdote emergió de la oscuridad, lucía una larga sotana negra con botones rojos, y un corazón sangrante y aprisionado por una corona de espinas bordado en el pecho. Iba tocado con un sombrero negro y brillante, que se quitó al acercarse. Detrás de él iba una chica bastante joven y radiante con un vestido verde. El capitán notó la piel, blanca como el alabastro, y la larga melena cobriza.

—¿Quién eres? —preguntó el capitán Lanzafame al ver que el sacerdote era sumamente joven.

—Me llamo Mercurio de San Michele —respondió el joven acercándose al capitán sin temor alguno. Acto seguido señaló a Zolfo—. Perdónelo, no ha podido resistir el hambre. Llevamos andando todo el día y la niebla nos ha impedido encontrar una taberna. Unos bandidos nos robaron los caballos y el carro, es un milagro que sigamos con vida y…

—¿Eres sacerdote?

—No, soy un novizium saecolaris, un prometido a Cristo Nuestro Señor —respondió Mercurio sonriendo—. Y además soy el secretario de su ilustrísima señoría el obispo de Carpi, monseñor Tommaso Barca di Albissola, que nos espera en Venecia para ver a estos dos pobres hermanos de la pía obra de los huérfanos de San Michele Arcangelo, a los cuales…

—En Venecia no conozco a ningún obispo que responda a ese nombre —dijo el capitán con desconfianza.

—Porque reside en Carpi —contestó al vuelo Mercurio—. Pero en este momento su ilustrísima señoría está de visita en Venecia y debemos reunirnos con él allí.

El capitán lo escudriñaba en silencio.

—Tenemos dinero para pagar la carne que este muchacho os ha robado —añadió Mercurio.

El capitán Lanzafame no pareció interesado por la cuestión.

—¿Y por qué tu obispo está tan ansioso por ver a estos dos huérfanos? —preguntó, en cambio.

—Bueno… es un asunto… eclesiástico —contestó Mercurio—. Y privado.

El capitán Lanzafame no le quitaba los ojos de encima.

—Estás diciendo que esos dos son los bastardos del obispo —dijo el cocinero riéndose, secundado por el resto de los soldados.

El capitán fulminó a sus hombres con la mirada.

—¿Quién de vosotros conoce con certeza a su padre? —preguntó—. Y, pese a ello, yo nunca os he llamado bastardos.

Los soldados bajaron la mirada.

Los ojos azules del capitán Lanzafame buscaron por un instante a la muchacha del cutis de alabastro.

Benedetta no le sonrió, si bien lo miraba con respeto.

El capitán se dirigió de nuevo a Mercurio. Parecía más relajado.

—Deberíais haber sido más prudentes y habernos pedido la comida. Como mucho os habríais arriesgado a que os la negáramos, pero no a la muerte. Os podríamos haber confundido con unos espías o con enemigos, ¿os dais cuenta?

—No sabíamos si en esta parte del mundo las personas son temerosas de Dios o bárbaras —dijo Mercurio.

—¿Bárbaras? —El capitán Lanzafame se rio—. Me pareces algo confuso, muchacho. —Después se volvió hacia el cocinero—. Dales algo de comer. —Hizo amago de marcharse, pero enseguida se detuvo, retrocedió y apoyó una mano en un hombro de Mercurio para hacer un aparte con él—. ¿Eres cura o no?

—Aún no, excelencia.

—Sea como sea, mis hombres se sentirán reconfortados si alguien los bendice —dijo el capitán Lanzafame—. Se debaten entre la vida y la muerte y ven fantasmas. Están asustados, sienten el aliento del demonio en el cuello. Bendícelos y absuélvelos de sus pecados. Digo yo que sabrás alguna oración, ¿no?

—Sí, excelencia.

—Y deja de llamarme excelencia, soy un capitán de la Serenísima.

—Sí, capitán.

Lanzafame sonrió. El joven religioso le gustaba. Pensó que era un desperdicio que un muchacho así se dedicase al sacerdocio. Pero no era asunto suyo.

—Donnola —gritó. Cuando apareció el hombrecillo le ordenó—: Acompaña al cura.

—Venga, padre —dijo Donnola. Pero luego pensó que era demasiado joven—. Quiero decir, hijo…

—Llámalo sacerdote, Donnola —dijo el capitán—. Si no dentro de poco lo llamarás Espíritu Santo.

Los soldados se rieron. Donnola y Mercurio subieron al carro donde Isacco se había puesto ya manos a la obra.

Mercurio se arrodilló al lado de un hombre al que estaba curando el médico y se puso a rezar.

—Te suplicamos, oh arcángel Miguel, que junto a todo el coro de los arcángeles y con los nueve coros de ángeles, cuides de este hombre en la vida presente para que, permaneciendo bajo tu protección, vencedor de Satanás, llegue a gozar de la divina bondad contigo, en el Santo Paraíso.

—Amén —susurró el herido con el rostro más sereno—. Gracias, padre.

Acto seguido Isacco se levantó y se acercó a otro soldado, que estaba inconsciente. Mercurio se arrodillo a su lado.

—Lo haces muy bien, muchacho —susurró Isacco a Mercurio—. Pero tengo buen ojo y sé que no eres lo que aseguras ser.

Mercurio lo miró inquisitivamente, con cierta tensión.

—Eres un estafador —prosiguió Isacco en voz baja.

Mercurio no contestó, se limitó a mirar al médico.

—Pero no diré nada —continuó Isacco—. Estos desgraciados necesitan un sacerdote.

—Gracias —dijo Mercurio. Su rostro se iluminó con una leve sonrisa—. Estaba en el bosque cuando se apartó para hacer sus necesidades corporales —dijo.

Esta vez fue Isacco el que lo miró en silencio.

—Y yo tampoco diré nada. —La sonrisa de Mercurio se ensanchó—. Estos desgraciados necesitan un médico.

Isacco escrutó al joven timador. La suya no era una amenaza. Servía simplemente para dejar bien claro que no era idiota, al contrario. Isacco soltó una risotada.

Mercurio se rio con él.

—¿Por qué se ríen? —preguntó Donnola.

Isacco y Mercurio no le contestaron. Se miraban a los ojos y se reconocían, divertidos.

—Vamos, hagamos nuestro trabajo —dijo después Isacco.

—Sí —asintió Mercurio—. Hagamos nuestro trabajo.