Cuando el fraile predicador y su zarrapastrosa banda de campesinos hubieron pasado, Isacco indicó a Giuditta con un ademán que se quedara quieta.
—No lo seguirán hasta el fin del mundo —dijo.
De hecho, al cabo de una media hora vieron regresar a los campesinos, más tranquilos sin el predicador, y arrepentidos de haber perdido unas horas preciosas de trabajo por algo que no acababan de comprender.
—Ya verás que Venecia es una ciudad amiga de los judíos —dijo Isacco.
Reiniciaron el viaje costeando el camino del bosque, a la manera de los animales salvajes. Caminaron casi hasta el atardecer, en silencio, y solo se pararon una vez para comer un trozo de pan. Cuando anocheció Isacco explicó a su hija que el zorro no dormía en las posadas, sobre todo si había perros. Así pues, cortó varias hojas y ramas, construyó una especie de jergón cubierto e invitó a su hija a tumbarse a su lado.
—Cuanto más pegados estemos menos frío sentiremos —le dijo.
Al alba se levantaron ateridos y, tras cruzar el camino, volvieron por donde habían llegado la noche anterior, pero por el otro lado, donde el bosque era más tupido.
—Soy una estúpida —dijo Giuditta al cabo de un rato parándose—. Si no hubiese dicho a esa pobre mujer que eras médico ahora iríamos por el camino principal.
Isacco se volvió
—Soy una estúpida —repitió Giuditta furiosa, y se mordió con fuerza el labio inferior por miedo a echarse a llorar.
Su padre se acercó a ella con aire serio. Le aferró los hombros mirándola a los ojos.
—Sí —dijo.
Giuditta inclinó la cabeza atormentada.
Isacco le apoyó un dedo bajo la barbilla y la obligó a alzar la cara.
—Cometiste una estupidez. —La miró con sus ojos profundos—. Intenta comprenderlo. La gente como yo… quiero decir, los que viven como yo… bueno, la gente como yo quiere ser dueña de su destino y de sus engaños. ¿Lo entiendes?
—Sí, padre —asintió Giuditta—. Lo siento. —Hizo amago de arrojarse en sus brazos.
Isacco se lo impidió y la mantuvo distante para poder mirarla a los ojos.
—Te equivocaste. Eres una pésima compañera. —De repente se echó a reír de buena gana, con una ligereza que asombró a Giuditta—. Pero, por otra parte, hiciste una cosa extraordinaria que solo ahora, después de leguas y leguas de camino logro aceptar…
—¿De qué se trata? —preguntó Giuditta sorprendida.
La mirada de Isacco pareció perderse en un pasado remoto y en viejas emociones. Miró a su hija.
—Eres guapa, niña mía —le dijo—. Tan guapa como tu madre, que era una auténtica belleza. —Le acarició la cara—. ¿Sabes qué fue la cosa extraordinaria que hiciste?
—¿Qué? —repitió Giuditta.
—Me diste un futuro —dijo Isacco.
—¿Qué quieres decir, padre? —preguntó Giuditta confusa.
Antes de que Isacco pudiese responderle se oyó un ruido, constante, aunque aún indefinido, del que parecían emerger de cuando en cuando unos cantos. La tierra vibraba. El padre y la hija se guarecieron en la sombra.
Isacco apoyó un dedo en los labios y murmuró:
—Silencio.
Al cabo de un instante por una curva apareció una procesión de carros, caballeros e infantes. Algunos llevaban puesta la armadura, otros solo el protector de hombros, otros llevaban unas vendas manchadas de sangre, ciertos andaban con dificultad, el resto iba en los carros. Usaban las espadas y las lanzas como muletas. A los lados de los carros o de las sillas de los caballos colgaban ballestas y arcos, y las aljabas estaban llenas de flechas. No parecía que se estuvieran retirando después de una derrota, porque cantaban. Los caballeros tenían aire orgulloso. Cabalgaban sin abandonarse al balanceo del animal, erguidos a pesar de las heridas. A la cabeza de la columna se agitaban las banderas de la Serenísima.
—Venecianos —susurró Isacco.
Había una decena de carros, y entre los caballeros y los soldados a pie no sumaban más de cien. Isacco pensó que no era prudente pedirles si podían unirse a ellos hasta llegar a Venecia. No con una joven tan atractiva como compañera de viaje. Pensó que el deseo de festejar era, en ocasiones, peor que la rabia. Por eso permanecieron agazapados en el bosque y dejaron que los soldados se alejasen.
—Los seguiremos a distancia —dijo Isacco haciendo un ademán a su hija para que se moviese—. Una caravana de soldados es como una escoba en un suelo lleno de escarabajos, limpia el camino.
Salieron del bosque y atravesaron un campo cenagoso. Cuando llegaron al margen del camino vieron una piedra miliar de granito, cuadrada. La piedra indicaba que quedaban treinta y nueve millas para Venecia.
—Aún estamos lejos —afirmó Isacco. Notó la mirada extraviada de Giuditta—. Hashem, el Señor, el Santo Bendito, nos guiará.
Aún se oían los cantos de los soldados.
—Vamos —dijo Isacco.
Al echar a andar dos caballeros de la retaguardia emergieron de la nada y se acercaron a ellos al galope con la espada desenvainada. Detuvieron los caballos cuando estaban casi encima de Isacco, que retrocedió circunspecto sin caerse.
—¿Quiénes sois? —preguntó uno de los caballeros.
—Me llamo…
—¿Por qué nos seguís? —lo interrumpió el otro caballero con aspereza.
—Nos dirigimos a Venecia y nos sentimos más seguros viajando detrás de las tropas de la Serenísima República, valeroso guerrero —explicó Isacco con un tono tan rígido que casi resultó pomposo.
Los caballeros se echaron a reír al oírlo.
—Es evidente que no sois venecianos, pese a que habláis nuestra lengua —dijo uno de ellos—. Tenéis la piel más oscura que la nuestra y el pelo y los ojos también oscuros. A primera vista diría que sois judíos. Tú, en especial, con esa barba de chivo. Pero no sois judíos, ¿verdad? No lleváis el gorro amarillo que prescribe la ley.
El caballero que había desenvainado la espada la dirigió hacia la bolsa de terciopelo de Isacco y enganchó el gorro. El otro caballero, que tenía la espada baja, con la punta hacia el suelo, se acercó con el caballo a Giuditta y la rodeó escudriñándola.
—No hagáis daño a mi hija —dijo Isacco palideciendo. Dio un paso hacia el caballo que pisoteaba inquieto el barro con los cascos y añadió—: Se lo suplico, caballero.
Riéndose, el soldado acercó la espada al trasero de Giuditta, como habría hecho un pastor para llevar de nuevo una oveja al rebaño, y rozó la falda suave de la joven, tejida por las viejas en los montes de la isla de Negroponte. Giuditta dio un brinco hacia delante y se quedó en el centro del camino, justo donde quería el caballero.
—Vamos —ordenó el otro soldado a Isacco. Pero lo dijo sin agresividad.
Los escoltaron hasta que alcanzaron la bandera de los heridos. Una vez allí los entregaron al capitán Andrea Lanzafame, un hombre apuesto de unos cuarenta años, fuerte, con los ojos claros y penetrantes, el pelo enmarañado por la guerra, y una barba puntiaguda. El capitán bajó del caballo y miró a Isacco a los ojos. Isacco pensó que era un hombre impaciente. Por eso consideró que le convenía responder en consecuencia, sin rodeos.
—¿Sois judíos? —preguntó el capitán.
—Sí, señor —respondió Isacco.
—¿Por qué no lleváis el gorro amarillo?
—Porque nos perseguían para matarnos.
El capitán Lanzafame lo observó en silencio, asintiendo ligeramente con la cabeza.
—¿Quiénes sois?
—Me llamo Isacco di Negroponte. —Se volvió hacia Giuditta, que lo miraba aterrorizada. Le sonrió imperceptiblemente. Le agradecía que hubiese dicho que era médico. Ella, tan parecida a H’ava, la mujer que la había dado a luz, la mujer a la que Isacco había amado con ternura. H’ava, cuya muerte se reprochaba. Mientras Isacco se acercaba a la niña en la taberna, se había vuelto hacia Giuditta, que lo observaba desde la penumbra del pasillo. Y le había parecido que su mujer, a través de esa hija extraordinariamente parecida a ella, lo bendecía. Giuditta había hablado por boca de H’ava. Y H’ava había dicho a Isacco que no lo consideraba culpable de su muerte y le había indicado su ocasión. Un nuevo destino. Sonrió y a continuación se dirigió al capitán.
—Me llamo Isacco di Negroponte, médico, conocedor de los humores internos y de la cerusa —dijo orgulloso.
—¿Eres sastre? —soltó de buenas a primeras el capitán Lanzafame.
—¿Sastre? —repitió perplejo Isacco.
—¿Cortas y coses? ¿Eres cirujano? —lo apremió el capitán.
Después de la invasión de los turcos el padre de Isacco se había visto obligado a realizar trabajos médicos más humildes, incluso cruentos, como los que se solían dejar en manos de los barberos o de los matarifes. E Isacco lo acompañaba siempre. El hijo que no tenía miedo de la sangre porque no tenía ni Dios ni conciencia.
—Sí, también soy sastre —asintió Isacco. Tuvo la impresión que el capitán lo miraba entonces con mayor respeto, a diferencia de lo que habría hecho cualquier otro médico o aristócrata.
—¿Tienes aquí tu instrumental, doctor? —le preguntó el capitán pasando de inmediato a tratarlo como un subalterno a sus órdenes.
—No… —dudó Isacco.
—En ese caso usarás el de Candia, el cirujano de campo, que murió de fiebre hace dos días —dijo el capitán. Después añadió—: Espero que no te traiga mala suerte.
Isacco volvió la cabeza hacia su hija.
—No le sucederá nada —dijo el capitán.
—¿Con todos estos soldados? —preguntó inquieto Isacco.
—Son mis soldados. Y yo soy su capitán —dijo el militar.
Isacco lo observó. Nadie mejor que un timador sabía leer el corazón de los hombres. Era una cualidad indispensable en un oficio a decir poco incierto y carente de reglas. Y la cara del capitán Lanzafame, dura y orgullosa, reflejaba un corazón sincero.
—Le creo —dijo Isacco.
—Está bajo mi protección —corroboró el capitán—. Ahora ve a ejercer tu oficio. En los carros están los niños que quieren volver a ver a sus familias. —Rodeó la boca con las manos—. ¡Donnola![1] —gritó.
En menos que canta un gallo apareció un hombre pequeño, con una cabeza aún más pequeña y dos ojitos minúsculos que parecía, si no del todo una comadreja, sí un extraño animal, puntiagudo y calvo. Tenía tan solo un poco de vello rojizo sobre el labio superior y en la punta de la barbilla. La piel que le rodeaba los ojos estaba tan arrugada como un fruto seco, en tanto que en las mejillas imberbes era grasa y brillante. Parecía un niño viejo.
—Te presento al doctor Negroponte. Dale el instrumental de Candia —ordenó el capitán—. Y oblígalo a escupir en él delante de los hombres para ahuyentar a la maldición de la fiebre que lo mató. Si se niega ordena que lo azoten o dale unas cuantas patadas en el culo, tú decides. Pero después de que lo hayas hecho, estarás bajo su mando. No le discutas. —Se volvió hacia Isacco—. Acamparemos aquí. Quiero que empieces enseguida. Sigue a Donnola.
Isacco se acercó a su hija.
—Gracias —le dijo.
—Padre… —empezó a decir Giuditta.
Pero Isacco la abrazó y la hizo callar. A continuación le susurró a un oído: —Cuando bajes de un barco o subas a un carro no te subas la falda y enseñes las piernas como sueles hacer.
—Espero que sepas usar la sierra —dijo el capitán.
Isacco siguió a Donnola, quien se encaminó al primer carro, del que emanaba un fuerte olor a podrido. La sierra, había dicho el capitán. «Gangrena», pensó Isacco.
—¡Tengo hambre! —gritó en ese momento el capitán.
Mientras subía al carro Isacco vio que el militar decía a un soldado: —Y también la muchacha tendrá hambre. Nada de cerdo. Moveos, encended el fuego.
Al sumergirse en la pila de cuerpos humanos que se amontonaban en el carro —cubierto por una tela desgarrada en varios puntos— Isacco pensó que si recitaba su papel hasta el fondo todo saldría a pedir de boca. Se sentó al lado del primer soldado —un joven que no debía de tener aún veinte años, con los ojos dilatados por el miedo—, le tocó la pierna destrozada por los cascos de un robusto caballo de guerra y observó las esquilas de hueso que amarilleaban ya, al igual que los bordes desgarrados de la herida. Sabía qué hacer. Su padre había sido un buen maestro. «Gracias, cabrón», pensó.
—Escupe en el instrumental para ahuyentar a la maldición —dijo Donnola a la vez que abría bajo su nariz un estuche de piel malgastado, tan grande como una maleta, y abarrotado de instrumentos quirúrgicos.
Isacco escupió sin vacilar y luego dijo en voz alta, de forma que todos los heridos del campo lo pudieran oír: —La maldición de la fiebre de Candia ya no existe.
Donnola puso una expresión de asombro.
—Los médicos se niegan siempre a hacer estas prácticas… —dijo en voz baja con desconfianza—. Las consideran contrarias a la ciencia.
—¿Así que no soy un médico? —le preguntó Isacco mirándolo fijamente sin bajar los ojos, con la seguridad que toda una vida dedicada a estafar le había enseñado a mostrar.
Donnola lo escrutó sin decir una palabra.
—Dale algo fuerte de beber, mejor aguardiente que vino, átalo bien y dame una sierra recta y una curva. Y calienta un hierro plano —dijo Isacco—. Hazlo cuando hayas decidido que soy un verdadero médico, claro está.
Donnola se estremeció, se inclinó sobre el estuche y sacó dos instrumentos.
—Sierra recta y sierra curva. A su servicio… señor médico.
Isacco empuñó los instrumentos. «Guía mis manos, H’ava, si es esto lo que deseas para mí», suplicó.
Mientras el capitán Lanzafame ofrecía a Giulia un trozo de pan y carne salada de buey, el grito del joven retumbó en el campo estremeciendo a sus habitantes.
Los cantos se interrumpieron por un instante, luego reiniciaron con renovado brío.
A la vez que mordía la pierna del muchacho con los dientes de la sierra, Isacco sintió que una violenta emoción estallaba en su interior. Las lágrimas le saltaron a los ojos y sintió una opresión en la garganta.
«Permanece a mi lado, amor mío», rogó mentalmente a su mujer. «Ayúdame».