—Doblemos hacia allí —propuso Mercurio jadeando mientras sostenía a Ercole, quien, a medida que se iba desangrando, pesaba cada vez más.
Embocaron la calle del Orto di Napoli.
Mercurio se volvió para mirar hacia atrás, preocupado.
—No nos sigue nadie, tranquilo —dijo Benedetta.
—¿Tranquilo? —estalló Mercurio—. ¡He matado a un hombre! Le he robado y matado. Si me atrapan me condenarán a muerte. —Se volvió de nuevo. Tropezó.
—Yo miraré —se brindó Benedetta—. Me quedaré un poco rezagada.
Mercurio asintió con la cabeza.
—Y tú deja de llorar, que no sirve de nada —dijo a Zolfo—. Aprieta la herida.
Zolfo sorbió por la nariz y apretujó el trapo que tapaba la herida de Ercole, que lanzó un gemido.
—Perdona… —dijo asustado.
Cuando vieron que los guardias estaban al fondo de la calle del Cavalletto se escondieron en el callejón de Margutta, una vía que apestaba a estiércol de caballo, a la que daban los establos de los palacios. Mercurio se había quedado sin aliento. Echó un vistazo al Cavalletto. Las campanas de Santa Maria del Popolo entonaron las Vísperas.
—Dentro de poco pasará un carro de Scavamorto. Echaremos a Ercole en él.
Benedetta lo miró perpleja.
—¿Se te ocurre una idea mejor? —preguntó Mercurio.
Benedetta sacudió la cabeza con una mirada insegura en cuyo fondo Mercurio percibió el miedo que Scavamorto suscitaba a todos los niños que trabajaban para él.
Cuando entrevieron el carro Mercurio se dio a conocer al chico que lo conducía. Lo seguía una pequeña procesión de miserables, que los miraron con ojos apagados, cegados por el dolor. Alrededor de ellos la ciudad corría. Y todos, incluidos los guardias, apartaban la mirada del carro de los parias, que no tenían derecho a un funeral. En él se apilaban las putas, los judíos y los actores, que estaban destinados a ser sepultados en tierra desconsagrada.
—Ayudadme a subirlo —ordenó Mercurio.
Cogieron a Ercole y lo pusieron en la plataforma del carro.
—Bendice a mi hija, sacerdote —suplicó una joven con los ojos hinchados por el llanto mientras besaba la mano de Mercurio y señalaba a un ser minúsculo e inanimado que iba en el carro, atrapado entre dos cadáveres rugosos, que parecían embalsamados.
Mercurio trazó una fugaz señal de la cruz en el aire. Después azotó a los burros.
—Zolfo, sube al carro y apriétale la herida —ordenó—. ¿Cuántas veces debo repetírtelo?
Mientras avanzaban por la calle abarrotada, Benedetta se acercó a él y le dijo: —Gracias.
Mercurio no le contestó. Era él el que debía dar las gracias a la muchacha, pero no era capaz.
—Ten —dijo Benedetta.
Mercurio miró la mano de Benedetta. Apretaba el saco de tela con las monedas que mercurio había arrojado al comerciante. Cogió el dinero en silencio.
Benedetta tampoco dijo nada.
Dejaron a sus espaldas la iglesia de Santa Maria del Popolo y pasaron por debajo de la gran Puerta del Popolo, sujeta por las murallas de la ciudad en las que habían meado un sinfín de generaciones de romanos. Después de atravesar la calle Flaminia doblaron a la derecha, en dirección al río, y llegaron a un terreno más bajo, donde el hedor de los cuerpos en descomposición se hizo insoportable.
Ante sus ojos se abrían las fosas comunes.
Los muchachos de los muertos, según los llamaban en la ciudad, estaban esperando el carro. En cuanto lo vieron se pusieron manos a la obra, cada uno de ellos se colocó en su posición de trabajo. Pero cuando los más viejos reconocieron a Mercurio bajo la ropa del joven religioso se detuvieron. Lo miraban en silencio, como si no tuvieran valor para saludarlo, llenos de admiración. También Benedetta y Zolfo habían oído hablar siempre de Pietro Mercurio de los huérfanos de San Michele Arcangelo. Era famoso entre los niños de las fosas comunes en las que trabajaban los huérfanos que habían sido rescatados de los religiosos por unas cuantas monedas. Se decía que Mercurio era el único capaz de enfrentarse a Scavamorto. Y era uno de los pocos que se había marchado de allí.
Mercurio saludó a los más viejos.
—Bajemos a Ercole —dijo.
Los chicos subieron a toda prisa al carro. Bajaron a Ercole, que cada vez estaba más pálido, y lo metieron en una burda camilla, hecha con dos palos de madera revestidos de una tela sucia.
—Llevadlo a la chabola —ordenó Mercurio.
—Pero ¿qué hacéis? ¡Volved a descargar el carro, ablandahigos! —gritó una voz de barítono.
Los chicos que estaban ayudando a Mercurio se encogieron instintivamente.
—Está herido, Scavamorto —explicó Mercurio sin mostrar el menor temor por el hombre alto y delgado, vestido de manera llamativa, que llevaba un cuchillo curvado, al estilo turco, metido en una funda naranja anudada al cinturón, bajo una casaca morada.
Scavamorto irguió la cabeza y al verlo su expresión de crueldad se transformó en una sonrisa aún más feroz.
—¡Dichosos los ojos! —exclamó, y a continuación soltó una carcajada teatral—. Fray Mercurio, qué placer inesperado me causa su visita. —Se acercó sin dejar de mirarlo un solo momento. Y solo cuando llegó a su lado, superándolo en un palmo en estatura, se volvió hacia Ercole—. Ah, el idiota… —dijo a la vez que examinaba la herida—. Podéis llevarlo a la fosa —dijo dirigiéndose a los muchachos—. Está acabado.
Zolfo rompió a llorar.
—Ayúdalo —dijo Mercurio—. Cúralo.
—Por lo visto no me has entendido. Está acabado —respondió Scavamorto con una sonrisa velada, como si el hecho le procurase un sutil placer.
—Te puedo pagar —dijo Mercurio sosteniéndole la mirada.
El rostro enjuto de Scavamorto asumió una expresión grave.
—Chico, puede que hayas oído muchas leyendas sobre ti entre estos desgraciados y hayas acabado creyendo en ellas. —Le soltó el aliento a la cara—. No puedes comprar a Scavamorto, piojoso —silbó desenfundando el cuchillo—. Si quisiera tu dinero no necesitaría ganármelo. Podría quitártelo.
—Te lo ruego —dijo Benedetta.
Scavamorto la miró.
—El cura es él, de manera que es a él a quien corresponde rogar, ¿no? —dijo riéndose divertido de su juego de palabras.
—Te lo ruego —repitió Mercurio.
Scavamorto guiñó los ojos abriendo los orificios nasales, como si estuviera olfateando algo exquisito. Miró alrededor con ojos crueles, que parecían no ver a los niños que lo circundaban. Examinó de nuevo a Ercole, que había dejado de agitarse. Lo golpeó con los nudillos en la frente.
—Toc, toc, ¿hay alguien ahí? —Se rio cuando Ercole le respondió respirando desfallecido. A continuación repitió—: Está acabado. Tiradlo a la fosa.
—¡No! —gritó Zolfo abalanzándose sobre Ercole.
—Ayúdalo —dijo Benedetta a Scavamorto.
Scavamorto miró a Mercurio.
—Ayúdalo… por favor —dijo Mercurio sin un ápice de desafío en la mirada.
—Llevadlo al cobertizo —ordenó Scavamorto.
Los niños de los muertos levantaron la camilla y se dirigieron al cobertizo, un gran edificio hecho de madera y piedra, que habían erigido sin ningún proyecto previo, a medida que iban necesitando más espacio.
Benedetta y Zolfo siguieron a la camilla.
Scavamorto escrutaba a Mercurio.
—Es inútil. Está acabado —le dijo cabeceando.
Mercurio no respondió.
—Tráeme un cuenco de pulpa de aquilea y de equiseto, y la pócima de centinodia —dijo Scavamorto—. ¿Recuerdas dónde guardo las medicinas?
—Recuerdo todo de ese sitio —contestó Mercurio. Acto seguido se volvió y corrió hacia un cobertizo más pequeño, que tenía una chimenea torcida.
—Muy bien, Mercurio —susurró Scavamorto, y luego se dirigió hacia el cobertizo de los muchachos. Ordenó que cortaran la camisa de Ercole y que dejaran la herida a la vista. La miró sin hacer el menor comentario.
Zolfo contenía el aliento, abrazado a Benedetta.
Scavamorto lo miró.
—Ve a trabajar si quieres cenar esta noche, enano —le dijo con dureza.
Zolfo hizo amago de hablar, con los ojos hinchados por el llanto y la rabia.
Antes de que pudiese pronunciar una palabra Scavamorto le dio una bofetada.
—Hay que descargar un carro —dijo—. A trabajar.
Benedetta atrajo a Zolfo hacia ella y le dijo al oído.
—Ve.
Scavamorto ya no los miraba. Hundió un dedo en la herida de Ercole. El demente gimió. Scavamorto sacó el dedo y lo olfateó. Sacudió la cabeza.
Zolfo salió del cobertizo llorando.
—Ve a trabajar tú también —dijo Scavamorto a Benedetta.
La niña inclinó la cabeza y salió. Al tropezarse con Mercurio en la entrada le dijo: —Lo odio.
Mercurio siguió adelante sin decir nada. Entregó a Scavamorto lo que le había pedido.
—¿Sabes dar la extremaunción, sacerdote? —preguntó Scavamorto riéndose. Incorporó a Ercole y le hizo beber un sorbo de pócima de centinodia. Acto seguido abrió el tarro que contenía la pulpa de aquilea y equiseto, cogió un poco con la punta de un dedo y untó con ella la herida. Ercole lanzó un nuevo gemido, pero más débil. Scavamorto apuntó el índice aún sucio de ungüento y sangre hacia Mercurio.
—Es un despilfarro. No sé por qué lo hago. —Miró a Ercole—. No llegarás a mañana, lo sabes, ¿verdad, idiota?
Ercole tenía dibujada una sonrisa torpe en el rostro.
—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos —dijo Scavamorto—. Tapadle la herida con un trapo para alejar a las moscas, y repartíos su ropa. Mañana lo tiraremos a la fosa. —Se levantó y se marchó.
Mercurio temblaba de rabia.
—Dadle una manta y si uno de vosotros intenta quitarle una sola prenda antes de que se muera se las verá conmigo —dijo con voz sombría. Salió y buscó a Zolfo. No lo vio. Se acercó entonces al carro que estaban descargando.
Cuatro muchachos, de los más fuertes, cogían los cadáveres —que habían desnudado antes las muchachas encargadas de recuperar la ropa destinada a la venta o a los huérfanos—, dos por los brazos y dos por las piernas, los balanceaban en el aire, como si fuese un juego, y una vez alcanzada la inercia necesaria los lanzaban al vacío. Los cadáveres aterrizaban con un ruido sordo en la fosa.
Mercurio se asomó. Vio a Zolfo al fondo del agujero. Esperaba que alineasen el cadáver que acababan de lanzar. Mercurio entró en la fosa y le quitó la pala de la mano.
—Ve a ver a Ercole —le dijo.
Zolfo se echó a llorar. Mercurio no lo consoló. Zolfo subió por el terraplén y desapareció. Mercurio, con la pericia propia del que conoce el oficio, mezcló la cal viva con la tierra. Trabajó hasta el anochecer, sin detenerse un solo momento, con un brío que le ayudaba a no pensar. Después volvió al cobertizo y comió un cuenco de sopa de col negra, acuosa, en la que flotaban varios trozos de cebolla deshechos.
Benedetta y Zolfo estaban sentados al lado de Ercole, que deliraba.
Mercurio salió del cobertizo y caminó lentamente por el campo de las fosas comunes mirando el interior de las mismas a la tenue luz de una luna menguante, velada por unas nubes sutiles.
—¿Sigues teniendo el viejo vicio, muchacho? —preguntó una voz a su espalda.
Mercurio se volvió hacia la figura enjuta de Scavamorto.
—¿Qué vicio?
—Cuando te compré a los frailes de San Michele Arcangelo pasabas horas mirando las fosas. Un día te pregunté por qué lo hacías y me contestaste que querías ver si encontrabas en una a tu madre —explicó Scavamorto sin el menor asomo de sarcasmo en la voz.
Mercurio no dijo nada, pero se puso tenso.
Scavamorto soltó una carcajada.
—¿No te acordabas?
—Déjame en paz —dijo Mercurio.
—Decías que aunque nunca la habías visto la reconocerías porque era tu madre.
—Fantasías infantiles —contestó lúgubre Mercurio.
—Puede ser. Pero lo más interesante era que la buscabas entre los muertos, y no entre los vivos. Tu rabia era formidable.
—Me importa un carajo, Scavamorto.
—¿Qué quieres decir? ¿Que ya no la buscas entre los muertos?
—No la busco y basta.
Scavamorto se volvió a reír, pero quedamente, sin la habitual maldad.
—Vamos… ¿Quién es tu madre, Mercurio? —Le apoyó una mano en la nuca sin apretar, a la manera de un padre, o de un maestro.
Mercurio no se rebeló. Sintió un nudo en la garganta.
—Era una dama… —empezó a decir, como si estuviese recitando un canto fúnebre—. Estaba triste y tenía un marido de mierda que viajaba por el mundo combatiendo en todas las guerras… De manera que ella acabó acostándose con un criado joven y apuesto, y se quedó embarazada. Antes de que volviese su marido se deshizo del bastardo y ordenó que matasen al criado…
—¿O?
—Mi madre era una criada triste que tenía un amo de mierda que nunca iba a la guerra y que la violaba todas las noches. Cuando supo que esperaba un hijo la despidió y la dejó en la calle. Ella me abandonó en el torno, acuchilló a su amo y la ahorcaron en la plaza del Popolo.
—¿O?
—Estoy harto de este juego, Scavamorto —dijo Mercurio apartándose de él—. Ya no soy un niño.
—¿O…?
—Mi madre… —Los ojos de Mercurio se velaron de tristeza.
—Era una huérfana… —sugirió Scavamorto.
—Y un cura se la folló… —dijo Mercurio—. Y por eso su hijo se vestía con esta estúpida sotana de cura.
Scavamorto se rio.
—O era…
—Basta. Es un juego de mierda…
—«Quién era mi madre» es un juego precioso —dijo Scavamorto—. Lo hago también con los demás huérfanos, pero ninguno es tan bueno como tú. Los muy imbéciles se obsesionan con una historia y no consiguen llegar muy lejos. Tú, en cambio, eres capaz de inventarte una madre distinta cada día.
—Scavamorto…
—No tienen fantasía…
—Hoy he matado a un hombre —confesó Mercurio de un tirón.
Scavamorto removió un poco de tierra con la punta de una bota.
—Me ahorcarán —añadió Mercurio en voz tan baja que ni siquiera él mismo se oyó.
Los dos se callaron. Las nubes, al deslizarse silenciosas por delante de la luna, hacían aparecer y desaparecer los cadáveres de la fosa.
Mercurio cerró los ojos y dijo:
—Tengo miedo.
—Lo comprendo —dijo Scavamorto.
—Tengo miedo de morir —repitió Mercurio.
Scavamorto cogió un puñado de tierra y lo tiró a la fosa.
—No es necesario que mueras, muchacho.
Mercurio no se volvió para mirarlo.
—Debes huir. Cruzar la frontera del Reino Pontificio.
—¿Y después?
—Siempre has sido el mejor de mis muchachos. —Scavamorto le dio pescozón—. Emprende una nueva vida. Es tu ocasión. ¿O crees que añorarás la alcantarilla que hay frente a la isla Tiberina?
—¿Sabías que estaba allí? —preguntó Mercurio maravillado—. ¿Por qué no viniste a buscarme? Me compraste…
Por toda respuesta, Scavamorto esbozó una sonrisa.
Mercurio bajó la mirada.
—Mañana por la mañana, al amanecer, me robarás un carro ligero. El de los dos caballos, el de los burros no, son demasiado viejos y lentos —dijo Scavamorto—. A esa hora Ercole estará ya muerto. Llévate también a esos dos.
—Ni siquiera los conozco…
—Deja ya de hablar como un imbécil —lo atajó Scavamorto—. ¿De qué te sirve hacerte el sentimental al contrario?
—¿Qué quiere decir sentimental al contrario?
—Uno como yo —contestó Scavamorto con ligereza—. El hecho de que uno viva sin nadie… no significa que no tenga necesidad de compañía. —Golpeó suavemente la frente de Mercurio con la punta del dedo índice—. Pero, si te acostumbras, mala cosa… porque después ya no puedes cambiar. Cambia, ahora que estás a tiempo. —Se volvió para regresar a su cobertizo—. Zolfo es lo que es. Un débil. Pero la chica es buena. Ha sobrevivido a la vida que le impuso su madre… A veces el hecho de ser abandonado en el torno puede ser una fortuna.
Mercurio permaneció en silencio.
—No sueltes el vestido de cura. Os servirá en caso de que os crucéis con algún bandido. Dirígete al Norte. No te quedes en el campo. Un estafador de ciudad como tú acabaría en un cepo de caza. Yo te veo bien en dos ciudades. Milán o Venecia. —Scavamorto se encaminó hacia su cobertizo, pero, tras dar dos pasos, se detuvo y volvió al lado de Mercurio—. Me olvidaba de un detalle. Yo dejo que me robes el carro, pero me tienes que pagar. ¿Cuánto tienes?
Volvieron a medirse, como siempre habían hecho.
—Un sueldo —dijo Mercurio.
—¿Un sueldo de plata? —Scavamorto escupió al suelo.
—De oro —dijo Mercurio.
Scavamorto lo miró fijamente.
—No basta, necesitas al menos tres.
—No los tengo.
—Memeces.
—Dos.
—Y el tercero lo ponen tus socios.
—Ellos no tienen un sueldo.
Scavamorto se rio.
—Eres un payaso. Seguro que les has dado su parte. Eres un timador honesto.
—De acuerdo, tres. —También Mercurio escupió al suelo—. Usurero.
La mano de Scavamorto se abrió delante de él, con la palma hacia arriba y los largos dedos de araña hormigueando en el aire. Mercurio metió una mano en la sotana y sacó tres monedas.
Como si hubiese vuelto a entrar en su personaje, Scavamorto dijo con su habitual voz maligna, cargada de veneno: —En cualquier caso, acabarán matándote, muchacho.
Mercurio lo miró. Esbozó una sonrisa.
—Gracias.
Scavamorto se marchó.
Mercurio oyó que abría la puerta de su cobertizo. Luego el silencio fue roto por un sonido obsceno, a caballo entre un eructo y un acceso de tos. Inmediatamente después Zolfo gritó: —¡No!
—La muerte se lo ha llevado antes de lo previsto —comentó Scavamorto—. Vete enseguida, muchacho. —Cerró la puerta.
Mercurio se estremeció en la oscuridad de la noche.
Se dirigió al recinto. Cogió por las bridas los dos caballos bajos y macizos que estaban ya atados al carro que usaba Scavamorto para recorrer las calles de Roma. Los llevó al cobertizo de los muchachos de los muertos. Entró.
—Ercole no acabará desnudo en la fosa —dijo en voz alta midiendo las palabras—. Era uno de nosotros.
Los muchachos de los muertos asintieron lentamente con la cabeza.
Solo se oía el llanto ahogado de Zolfo.
Mercurio se acercó a él y a Benedetta.
—Vosotros, venid conmigo.