6

La tabernera movió la cabeza de golpe mirando vivamente a los ojos a Giuditta. Su expresión era casi de temor. El temor que sienten los miserables cuando la suerte los favorece como jamás habrían imaginado.

—¿Cómo has dicho? —preguntó con un hilo de voz.

—Mi… mi padre… es… —balbuceó Giuditta.

La tabernera se volvió lentamente hacia Isacco.

—Buena mujer… —empezó a decir Isacco sacudiendo levemente la cabeza y buscando las palabras apropiadas para salir del apuro.

Pero la mujer lo interrumpió soltando un torrente de palabras.

—¿Es usted médico? No le haré pagar la habitación, le cocinaré lo que quiera, pero, se lo ruego, salve a mi hija —dijo con énfasis—. Sálvela, doctor.

Isacco lanzó una mirada de reprobación a su hija, se sentía acorralado.

—Haré todo lo que pueda, buena mujer —dijo titubeante—. Permita que la vea.

La tabernera corrió hacia la escalera.

Isacco miró a los dos borrachos que estaban en la mesa de al lado.

—Ven conmigo —dijo a Giuditta esquivando su mirada.

—Mi marido murió el año pasado de malaria —le contó la tabernera mientras recorrían el pasillo corto y angosto que había en lo alto de la escalera—. Solo me queda ella. —Abrió una puerta.

—Espera aquí —dijo Isacco a Giuditta, y entró en una habitación cuyo techo era tan bajo que tuvo que agacharse.

Se quitó el gorro amarillo y se lo puso en el cinturón. Vio una vieja vestida de negro sentada en un rincón, en una silla baja, que hilaba casi a oscuras. Tenía la máscara que suelen tener los viejos, que simulan no ver la muerte cuando esta trajina cerca de ellos para que no note su presencia. Isacco supuso que era la madre de la tabernera, o del marido muerto. Después vio un fraile de espaldas, vestido con un hábito áspero, que en su día debía de haber sido negro, y una cuerda atada a la cintura, los pies descalzos, sucios. Estaba arrodillado al lado de la cama en que yacía la niña enferma, que gemía y se agitaba. Sintió cierto malestar. Nunca le habían gustado los sacerdotes. Antes de acercarse a la cama se volvió hacia la puerta y miró a Giuditta en la penumbra. Asombrado, comprobó que no estaba enojado con ella. Al contrario, experimentó una sensación que habría podido definir como gratitud. Y calor.

El fraile tenía la frente apoyada en el jergón y no alzó la cabeza cuando oyó al recién llegado sino que siguió murmurando sus oraciones.

Isacco tocó la frente de la niña, que debía de tener unos diez años. Ardía. Apartó las sábanas. La niña estaba acurrucada sobre un costado. Se preguntó qué habría hecho su padre. Intentó girarla y estirarle las piernas. La niña chilló de dolor y se llevó las manos a la barriga.

El fraile alzó la mirada. No tenía más de treinta años, pero parecía tener la cara momificada, hasta tal punto se adhería la piel a los huesos. Tenía las mejillas hundidas y surcadas por unas profundas arrugas que parecían cicatrices. Su aspecto era el de un hombre que llevaba ayunando muchas semanas. Sus ojos, pequeños y de un color azul intenso, vivaces, y con los bulbos resquebrajados por la tela de araña roja que formaban los capilares, se posaron de inmediato en el gorro amarillo que Isacco llevaba en el cinturón. Se puso en pie de un salto y apuntó el crucifijo que llevaba colgado al cuello hacia el médico.

—¡Satanás! —rugió—. ¿Qué haces aquí?

Isacco dejó de palpar el abdomen de la niña.

—Es un médico, padre —explicó la tabernera—. Está aquí para ver a mi hija.

El fraile se volvió hacia la mujer y la escrutó con severidad, como si acabase de pronunciar una blasfemia.

—Es un judío —dijo con voz grave.

—Es un médico —repitió la tabernera.

El fraile alzó la mirada.

—Padre, ¿por qué mandas la serpiente viscosa a la débil Eva? —Clavó sus ojos enloquecidos en Isacco—. Mándamela a mí, que yo la aplastaré con mi talón.

—¿Qué le ocurre a mi hija, doctor? —preguntó la tabernera a Isacco en tono apremiante, como si comprendiese que quedaba poco tiempo para poder hacer algo.

Isacco había visto a su padre enfrentarse a esa inflamación, que afectaba en especial a los niños.

—Hay que cortar y atar… —empezó a decir mirando fijamente al religioso.

—¡Calla, impío! —gritó el fraile, que luego se dirigió de nuevo a la madre de la enferma—. ¿Has perdido el juicio, mujer? ¿Cómo puedes dejar que toque a tu hija, consagrada a Cristo, con sus sucias manos de judío? El contacto con este cáncer no hará sino empeorar su enfermedad, mujer ignorante. ¿No comprendes que le robará el alma y que la venderá a su amo Satanás, necia? Si Nuestro Señor ha decidido salvar a la niña la salvará gracias a mis oraciones; si, en cambio, ha decidido llamarla a su lado es para que pueda sentarse en un coro angelical, mujer ingrata. Pero si muere a manos del judío impío irá al infierno, a asarse con los cerdos como él. —El fraile se detuvo, apuntó el crucifijo hacia Isacco y se acercó a él recitando—: Vade retro, Satanás. Quita tus patas de esta enferma. Vade retro, Satanás. Nunca tendrás el alma de esta inocente criatura.

—Hay que cortar, mujer —dijo Isacco reculando. Miraba a la tabernera como si pretendiese decirle que ella era la que tenía la última palabra.

—Salga —le dijo la mujer a su pesar.

—Y no alojarás al impío, está escrito en las Sagradas Escrituras —declamó el predicador con vehemencia—, para evitar que sus pecados reblandezcan tu casa.

Apenas se quedaron a solas en el pasillo en penumbra la mujer, con la cabeza inclinada, dijo a Isacco: —Vaya enseguida a su habitación con su hija. No seré yo la que tire a la calle por la noche a un cristiano… bueno, aunque sea judío.

—Hay que cortar, mujer —dijo Isacco.

La tabernera negó vigorosamente con la cabeza, como si tratase de expeler de sus oídos las palabras de Isacco.

—Que no os vean por ahí —les advirtió. Después les dio una vela de sebo y una llave de chispa.

Isacco y Giuditta se encerraron en la habitación.

—La culpa es mía —dijo Giuditta.

Isacco no respondió, no la acarició, no la miró. Se echó en el jergón en silencio.

Al alba, la niña había muerto.

Isacco lo supo al oír los gritos desesperados de su madre, que retumbaban en la taberna. En ese momento, como si compartiesen su dolor, las campanas anunciaron las Laudes. Los débiles tañidos reverberaban en la niebla densa. Como fondo se oía la voz del fraile recitando una oración fúnebre en latín.

—Levántate, deprisa —dijo Isacco a su hija—. Tenemos que irnos.

Abrieron la puerta de la habitación, bajaron sigilosamente la escalera y se encaminaron hacia la salida.

Cuando llegaron al patio, delimitado por unos cuantos palos clavados entre ellos y una red de juncos cuyo único fin era marcar un perímetro a las gallinas que escarbaban en el suelo, la tabernera se asomó a la ventana de la habitación de arriba, que había abierto para dejar volar el alma de la niña. Al ver que se estaban marchando a hurtadillas, aturdida por el dolor y casi sin darse cuenta de lo que decía, imitando al fraile con el que se había pasado la noche rezando, gritó: —¡Malditos judíos! ¡Habéis traído la desgracia a mi casa! ¡Que Dios os maldiga!

—No te vuelvas y sigue andando —ordenó Isacco a Giuditta mientras se cruzaban con unos campesinos que acudían de las casas vecinas para consolar a la madre.

—¡Que Dios os maldiga! —vociferó la tabernera, fuera ya de sí.

Un campesino con unas manos gruesas como layas, los miró con rencor y escupió al suelo.

A la tabernera se añadió el fraile que, con el crucifijo en la mano y asomándose tanto a la ventana que casi parecía que se fuera a caer de ella, gritó con su voz atronadora de predicador: —¡Gente de Satanás! ¡Gente de Satanás!

Isacco vio que Giuditta hacía amago de mirar hacia atrás.

—No te vuelvas —le ordenó de nuevo con voz queda y firme—, ni camines demasiado deprisa.

—Judíos, gente de Satanás —repitió una vieja que formaba parte del reducido cortejo de campesinos. A sus insultos se unieron los del resto del grupo.

Después una piedra golpeó a Isacco en la nuca. Las piernas le flaquearon por unos segundos. Nada más. Isacco se enderezó el gorro amarillo y siguió andando sin escapar, como le indicaba su experiencia de estafador, como se debía hacer con el oso y con los perros pastores. Con el rabillo del ojo observó a su hija, que avanzaba rígida y sumisa, con el rostro surcado de lágrimas.

—¡Marchaos, malditos! —retumbó por última vez la voz de la tabernera.

El padre y la hija doblaron la esquina y enfilaron el camino principal.

Debían de haber recorrido un cuarto de milla, a paso sostenido, en absoluto silencio y sin mirarse a la cara, cuando Isacco, al acercarse a un bosque, dijo: —Sígueme—. Atajó por los campos y se adentró en la espesura. Al llegar al tronco grueso de un árbol que había sido abatido por un rayo, se sentó encima y con un ademán invitó a Giuditta a que hiciese lo mismo. Sacó de la bolsa el trozo de pan de la noche anterior y lo partió. —Come —dijo—. Es lo único que tengo.

Giuditta extrajo de su bolsa tres galletas duras de harina de centeno con uvas pasas y almendras.

—Aún nos quedan estas —dijo con los ojos anegados en lágrimas.

Su padre la abrazó.

—Jamás habría pensado que unas galletas viejas podían procurarme tanta felicidad —comentó.

En cuanto acabaron de comer el frugal desayuno oyeron unos gritos procedentes del camino.

—Quítate el gorro —dijo Isacco.

—Pero la ley… —repuso Giuditta.

—¡Quítate el maldito gorro! —silbó Isacco.

Acto seguido se levantó y se dirigió a un punto desde el que podía vigilar el camino sin ser visto. Se arrodilló detrás de un arbusto. Giuditta se reunió con él. Vieron al fraile caminando a la cabeza de un reducido grupo de campesinos armados con hoces y horquillas.

—¡Son los herejes que niegan que nuestro Señor Jesucristo es el cordero de Dios! —gritaba el predicador con su voz estentórea.

—Amén —respondían a coro los campesinos.

—¡Son los impíos que se burlan de la Anunciación y de la Inmaculada Concepción!

—¡Amén!

—¡No son dignos de vivir en presencia de Nuestro Padre!

—¡Amén!

Separándose del coro, un campesino gritó:

—¡Raptan a nuestros recién nacidos para beber su sangre!

Entonces todos, en un coro inconexo, vociferaron:

—¡Que mueran los judíos!

Asustada, Giuditta se acurrucó al lado de su padre.

—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

Isacco la escrutó muy serio con sus ojos de carnero.

—A pesar de que te llamo «niña mía», en realidad ya no eres una niña —dijo con dureza en voz baja—. Deja ya de lloriquear.

Giuditta se apartó de su padre. Pensó que lo odiaba. Pero luego se dio cuenta de que había dejado de llorar. Y de que tenía menos miedo.

Entonces Isacco se aproximó a ella y le dijo:

—Ahora te enseñaré cómo vive el zorro cuando el cazador ha soltado a los perros.