5

—Mi madre era actriz —dijo Mercurio bajando del palafito cuando se hizo de día—. Mejor dicho… actor. —Miró a los tres muchachos que bajaban de un salto y lo escuchaban—. ¿Sabéis que las mujeres no pueden ser actrices?

Benedetta y Zolfo se miraron.

—Claro que sí —mintió Benedetta.

—Sí, cómo no —replicó Mercurio—. Pues bien, para poder recitar mi madre se disfrazó de hombre durante años. Y resultaba tan atractivo como hombre que le daban papeles de mujer.

Benedetta y Zolfo lo escuchaban extasiados, pero confundidos por todos esos cambios de sexo que no acababan de entender.

Mercurio cogió el borde de la tela sucia y remendada que estaba colgada bajo el palafito.

—¿Estáis listos? —dijo, y a continuación tiró de ella con un ademán teatral descubriendo lo que ocultaba.

Benedetta, Zolfo y Ercole se quedaron boquiabiertos.

Parecía que estaban en una sastrería. O en un gran almacén. Había una sotana de sacerdote, un hábito de fraile, un vestido negro de escribano y uno a rayas, de criado. Además de uno de caballerizo del Papa, con la chaqueta de cuero reforzado en el pecho. Y también unas mallas de soldado español, con una pierna de color carmesí y la otra azafrán, y un chaleco brillante con lazos y las mangas abullonadas. Un delantal de herrero, una capa negra y una bata encerada, de viaje. De un cesto de mimbre asomaban sombreros, pelucas, gafas, monóculos, barbas postizas y carteras. Y en otro cesto se amontonaban varios instrumentos: una espada corta, un martillo de herrero y uno más estrecho de caballerizo, un cinturón de cuero con cinceles y gubias de tallador, una navaja de barbero, sierras de carpintero y sellos secantes de secretario, plumas de oca, tinteros. Zapatos planos, botas, zapatillas y zuecos de pescador. Y, por último, un traje de cortesana, de color azul cobalto, adornado con piedras preciosas falsas de cristal; otro verde oscuro, digno, de joven de buena familia; y otro más modesto, gris y marrón, con un delantal con un gran bolsillo delante, de criada, acompañado de una cofia blanca.

—¡Coño…! —exclamó Benedetta.

Mercurio se regodeaba, encantado.

—Pongámonos manos a la obra —dijo—. Se me ha ocurrido una idea para quitarle la moneda de oro al tabernero.

—¿Dónde has encontrado todas estas cosas? —preguntó Benedetta como si no lo hubiera oído.

—Las heredé de mi madre —explicó Mercurio—. Ella me enseñó a disfrazarme. Solo que yo soy un tipo de actor… diferente de ella —concluyó riéndose.

—Pero ¿no eras huérfano? —preguntó Zolfo.

—Sí, pero mi madre, al morir, pidió al empresario que me buscase y que me entregara todo esto con su bendición. —Mercurio miró a los chicos que estaban colgados de sus labios—. Escuchad, es una larga historia. Para abreviar os diré que mi madre se acostó con un actor de la compañía, que había comprendido que ella era, en realidad, una mujer. Así nací yo y mi madre se vio obligada a…

—Abandonarte en el torno, como a Ercole y a mí —concluyó Zolfo escupiendo al suelo.

—Eltorrno —repitió Ercole risueño.

—Calla, idiota —le dijo Zolfo.

—No. Mi madre jamás me habría abandonado. Me confió a una mujer y le dio dinero para que me criase. Pero esa mujer me dejó en el torno del orfanato de San Michele Arcangelo y se quedó con el dinero.

—¡Canalla!

—En fin, después mi madre enfermó y murió. El empresario de la compañía me encontró y me dio sus pertenencias, que son estos vestidos… de todos los papeles que ella recitaba… y me contó su historia. Me dijo, además, que era la mejor actriz de su compañía y que…

—¿Que siempre te había querido? —preguntó Zolfo con los ojos llenos de esperanza y de envidia.

—Así es —asintió Mercurio.

—Pero ¿cómo hizo el empresario para encontrarte y saber que eras tú? —terció Benedetta.

—Es una historia complicada —atajó Mercurio—. Ahora pensemos en el mesonero. Lávate la cara y las manos —dijo a Benedetta—. En ese cubo de agua.

—Una mierda, yo no me lavo —soltó Benedetta.

—Lávate —repitió Mercurio.

—¿Por qué tengo que lavarme?

—Porque forma parte de mi plan.

—¿Qué plan?

—Lávate y verás. —Cogió el vestido verde de muchacha de buena familia—. Debería quedarte bien —le dijo tendiéndoselo.

—Está fría —protestó Benedetta a la vez que se enjuagaba los ojos con dos dedos.

—Debe parecer que estás limpia —le dijo Mercurio—. No te quejes.

—Odio lavarme —contestó Benedetta enfurruñada.

—No hace falta que lo digas. —Mercurio se echó a reír.

Benedetta lo fulminó con la mirada. Después hundió las manos en el agua y se restregó la cara con rabia.

—Muy bien, ahora cámbiate de vestido —le dijo Mercurio después de haber comprobado que también había desaparecido el negro bajo las uñas.

—¿Dónde? —preguntó Benedetta.

Mercurio puso expresión de asombro.

—¿Cómo que dónde?

—¿Pretendes que me desnude delante de ti? —dijo Benedetta.

—Bueno, no tengo otra habitación, ya lo sabes —respondió Mercurio.

—Date media vuelta y no se te ocurra mirar —ordenó la muchacha. Se oyó el crujido de la ropa y a continuación dijo—: Ya está.

Zolfo y Ercole se quedaron estupefactos.

—Estás guapísima —dijo Zolfo.

Ercole repitió:

—También Ercole dice que estás guapísima.

Benedetta se puso roja como un tomate.

—Sois un par de imbéciles —dijo mirando a Mercurio.

—Empezad a salir —les ordenó este sin hacer ningún comentario—. Yo llegaré enseguida y os explicaré el plan.

Al cabo de media hora estaban en la calle.

Mientras caminaban a buen paso, Benedetta se acercó a Mercurio.

—¿Qué papel representaba con este vestido?

—¿Quién?

—Tu madre.

—Ah, sí… Hacía… la duquesa.

—¿La duquesa? —repitió Benedetta. Acarició el vestido, encantada. Dio unos cuantos pasos más, muy tiesa, y añadió—: Oye, lamento lo de anoche.

—¿A qué te refieres?

—No hablaba en serio… esto es, lo que te dije sobre ahogarnos en tu alcantarilla… no sabía que…

—No te preocupes.

Benedetta le apoyó una mano en un hombro.

Mercurio no la rechazó.

—No quiero tener amigos.

—Imagínate yo —dijo Benedetta. Luego lo observó risueña—. Pareces un auténtico cura.

Mercurio sonrió complacido. Lucía una larga sotana negra con botones rojos y un corazón ensangrentado y coronado de espinas bordado en el pecho. Además iba tocado con un sombrero negro y brillante.

—Aún no es perfecto —dijo. Se acercó al pesebre de dos burros, cogió un puñado de heno, hizo una pelota con él y se lo metió bajo la túnica, a la altura de la barriga—. Los curas desayunan, comen y cenan todos los días. No como nosotros. Por eso están tan gordos. —Acto seguido, aprovechó que pasaban al lado de un puesto de fruta para robar al vuelo una manzana, cortó dos trozos y se los metió en la boca, entre los dientes y las mejillas—. Ya está, ahora fí que eftoy perfecto —dijo riéndose—. Bafta caminar con un pafo más grave… —concluyó cambiando el ritmo de su andar.

—¡Es increíble! —exclamó Benedetta.

Para diffrazarfe no bafta ponerfe…

—No te entiendo —dijo Benedetta.

Mercurio se sacó los trozos de manzana de la boca y los tiró.

—No, en cambio no funciona. Otra regla: no exagerar. Si el tabernero no me entiende todo se irá a la mierda. Decía: para disfrazarse no es suficiente ponerse un vestido distinto del habitual. Tienes que convertirlo en el vestido de siempre. Debes moverte con él como si fuera el que te pones todas las mañanas.

—En ese caso, ¿cómo debería moverme yo con este traje de duquesa? —preguntó Benedetta.

—Bueno, deberías contonearte.

—Vete a la mierda —dijo Benedetta, pero tras dar un par de pasos se echó a reír y empezó a contonearse.

Enfilaron el callejón de’ Funari.

—Espera aquí y quédate a la vista —ordenó Mercurio a Benedetta—. Vosotros dos, escondeos.

El tabernero del callejón de’ Funari era un hombre robusto, con la cara sonrosada de tanto beber y aire de suficiencia. Estaba en medio de dos grandes aberturas cuadradas con unas puertas de hojas plegables que en ese momento estaban fijando tres criados. La taberna de los Poetas era amplia y luminosa. En el pasado había sido un almacén. En la pared de la derecha había dos enormes toneles de vino, expuestos para demostrar la riqueza de su dueño.

—Buenos días, hermano —oyó decir a su espalda.

—Yo no tengo ni hermanos ni hermanas —respondió arisco el tabernero al encontrarse de cara con el sacerdote joven.

—Nuestro Señor quiere darte hoy una oportunidad —explicó Mercurio esbozando una leve sonrisa.

El tabernero lo miró de pies a cabeza.

—Si vas buscando ofrendas te has equivocado de puerta —respondió e hizo amago de volverse.

—No me has comprendido, buen hombre. Es Nuestro Señor quien, en su inmensa generosidad, te ofrenda algo a ti —dijo Mercurio.

El tabernero lo miró frunciendo el entrecejo.

—¿Qué ofrenda?

—Te está brindando la posibilidad de remediar un error, hermano.

El tabernero desconfió. Cruzó los brazos y arqueó la espalda hacia atrás. Apretó los labios mirando al curita.

Mercurio no habló y le sostuvo la mirada.

—¿De qué error me hablas? —preguntó por fin el tabernero, cediendo.

Mercurio sonrió radiante.

—Su ilustrísima señoría, el obispo de Carpi, monseñor Tommaso Barca di Albissola, a quien tengo el altísimo honor de servir como secretario, in saecula saeculorum atque voluntas Dei…

—Deja ya de escupir en latín y habla de una vez. Apresúrate a decirme lo que quieres —dijo el tabernero, que había perdido el aplomo al oír el interminable nombre.

—No hace falta que hable. Te bastará ver a una jovencita para entenderlo. —Mientras hablaba se volvió hacia la esquina del callejón y señaló a Benedetta—. ¿La reconoces?

—¿Por qué debería? —preguntó el tabernero a la defensiva.

—Porque anoche te quedaste con una moneda de oro que poseía legítimamente —explicó Mercurio.

—Que me condene si eso es cierto…

Mercurio empezó a cabecear y frunció los labios en señal de disgusto.

—Nuestro Señor, por mano de su humilde servidor, te está brindando una oportunidad ¿y tú la desperdicias de esa manera? Yo represento la mano de Dios y la bolsa de su señoría. La moneda que sustrajiste a la muchacha es del obispo, que se encuentra en Roma para ver al Santo Padre, como todos los años. Y el obispo aún no sabe nada de todo esto…

El tabernero titubeaba. Por un lado temía que fuese un enredo, pero a la vez no quería correr el riesgo de enemistarse con un poderoso prelado. Por un lado no quería desprenderse de una moneda de oro que había ganado con suma facilidad, pero por otro conocía la ferocidad de la justicia que administraban los poderosos.

—Parecía una ladrona, estaba muy sucia y andrajosa… —protestó.

—Sí, claro. Acababa de salir del orfanato de San Michele Arcangelo, donde Su Excelencia elige a sus… criadas. Y la de ayer era la primera prueba que la muchacha debía superar. Su señoría ilustrísima la llama la «prueba de la moneda». Estoy obligado a entregar a cada nueva criada una moneda de oro y mandarla a comprar comida. Si vuelve con la cena podemos educarla, si, en cambio, desaparece, los guardias salen a buscarla y recibe el castigo que merece por ladrona… —Se levantó el sombrero, sonriendo para sus adentros. Sabía que al quitárselo el tabernero se fijaría en otra cosa, para la cual tenía la respuesta preparada, no le permitiría concentrarse.

—¿Y quién me asegura que no eres un liante? Eres muy joven… —dijo, como había previsto, el tabernero, con la mirada vacilante, moviéndose de derecha a izquierda—. Además, si de verdad eres un sacerdote, ¿dónde está la tonsura?

—Soy un novizium saecolaris —contestó Mercurio recurriendo a la categoría inexistente que había inventado, muchas estafas anteriores.

Sacó el saquito de tela en que había metido las monedas robadas al comerciante, lo hizo tintinear y deshizo el lazo que lo cerraba. Acto seguido lo abrió, lo colocó en la palma de su mano, y lo puso bajo la nariz del tabernero.

—El precepto de la misericordia me obliga a hacer esto, tabernero desconfiado. Mira estas monedas. ¿No son acaso idénticas a la que robaste a la muchacha? ¿No tienen todas un lirio a un lado y a san Juan Bautista al otro? Estas monedas no son comunes en Roma.

El tabernero alargó la nariz y echó un vistazo. A continuación se metió la mano en el bolsillo y extrajo la moneda robada.

—¿Cómo podía saberlo? —masculló. Tiró la moneda al aire, nervioso, y la cogió al vuelo.

Mercurio no dijo nada.

El tabernero volvió a lanzar la moneda al aire y miró a Benedetta.

—¿Cómo podía saberlo? —repitió, a punto de ceder. Lanzó de nuevo la moneda, esta vez más alto, tratando de posponer el momento de deshacerse de ella.

En ese momento, un grito feroz retumbó en el callejón de’ Funari.

—¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!

El tabernero se volvió de golpe y vio que un judío señalaba a Benedetta y a otros dos muchachos. Tuvo la certeza de que habían tratado de timarlo.

Pero la moneda seguía en el aire.

Veloz como un gato, Mercurio la cogió al vuelo adelantándose por un instante al tabernero.

—Imbécil —dijo riéndose en su cara mientras ponía pies en polvorosa.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —gritó el tabernero corriendo en pos de él.

Si bien Mercurio era más rápido que el tabernero, la única dirección en que podía escapar era hacia el comerciante, que seguía gritando contra Benedetta, Zolfo y Ercole. Mercurio se escabulló por el estrecho hueco que había entre la pared del callejón y el comerciante. Mientras corría, el forraje de los burros que había usado como barriga iba resbalando por la sotana.

En un primer momento, Shimon Baruch no le prestó atención.

Mercurio logró pasar.

Pero inmediatamente después el comerciante se fijó en el forraje que iba dejando Mercurio a su espalda, lo reconoció e invirtió la dirección de su carrera para perseguirlo.

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

Detrás de él, el tabernero también gritaba.

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

Dado que todos daban la caza a Mercurio, los tres muchachos se encontraron sanos y salvos sin haber hecho nada. Benedetta se alejó en dirección opuesta, seguida de Zolfo y de Ercole, que tenía los ojos asustados de un niño. Apenas dieron unos pasos y doblaron la esquina Benedetta se paró y miró a Zolfo.

—Debemos ayudarlo —dijo.

Mercurio corría como alma que lleva el diablo intentando despistar al comerciante, pero la sotana lo frenaba. El tabernero había desistido casi enseguida. Mercurio lo había visto inclinarse, jadeando, ya en los primeros callejones. Pero en ese momento, cada vez que se volvía para mirar, veía que el comerciante estaba más cerca. Dobló hacia San Paolo alla Regola. Pensó que allí iniciaba un dédalo de callejones donde podía desaparecer sin dejar rastro. Pero vio que el comerciante había ganado más terreno. Por si fuera poco, le pareció ver también a lo lejos a Benedetta corriendo como un rayo, levantándose la falda con las manos. La imitó, levantó la sotana, apretó los dientes y bajó la cabeza. Sus pies se hundían en el barro y sentía que los pulmones le ardían. Si tiraba el saco con el dinero el comerciante se pararía a cogerlo y él se podría poner a salvo. Pero no quería desprenderse de él. Al doblar hacia San Salvatore in campo se dio cuenta de que cada vez corría con mayor dificultad. «No tires la toalla», pensó. Enfiló una serie de calles angostas. Se volvió para vigilar. No se veía al comerciante, pero Mercurio sabía que aparecería de un momento a otro. Embocó un callejón lleno de basura. Nada más entrar en él comprendió que había caído en una trampa. Era un callejón sin salida. Oyó los pasos del comerciante que se acercaban. Se aplastó contra la pared, en un hueco entre dos columnas de ladrillos rojos. Contuvo la respiración.

Shimon Baruch llegó al cruce de los callejones. A pesar de que los judíos no podían poseer armas, había comprado una espada corta de doble hoja con el mango largo. Frente a él se abrían tres callejones, dos a la derecha y uno a la izquierda, minúsculo y lleno de desechos del vecino mercado de verdura.

—¡Maldito seas! —gritó. Embocó el callejón sin salida. Se detuvo, desesperado por haberlo perdido—. ¡Maldito! —gritó. Salió del callejón, pero enseguida oyó un crujido de verduras pisoteadas. Lo enfiló de nuevo hecho un basilisco.

Mercurio se había desplomado removiendo la alfombra de residuos que había atraído al mercante.

—¡Ya te tengo, ladrón! —exclamó Shimon Baruch—. ¡Devuélveme mi dinero!

A espaldas del comerciante aparecieron Benedetta, Zolfo y Ercole. Benedetta ordenó con un ademán a Mercurio que se callase. Después susurró algo al oído de Ercole. Mercurio vio que el gigante negaba con la cabeza. Sus ojos delataban un gran miedo.

Shimon Baruch avanzó, ajeno a lo que estaba sucediendo detrás de él.

—Maldito asqueroso, querías arruinarme, ¿eh? ¡Dame mi dinero o te mato! —Dio un paso apuntando con la espada al pecho de Mercurio. Se movía a golpes, indeciso, como si dudase entre destriparlo o escapar, asustado de la locura que se había adueñado de él. Su cuerpo temblaba mientras avanzaba con los ojos muy abiertos y la garganta seca, apuntando el arma contra su enemigo, que había quedado atrapado al fondo del callejón con la espalda pegada a la pared. Para darse ánimos gritó tan fuerte como pudo.

Mercurio estaba aterrorizado. Cerró los ojos.

Benedetta empujó a Ercole.

—¡Ercole tiene miego! —lloriqueó el gigante.

El comerciante se volvió de golpe tendiendo la espada, en el preciso momento en que Zolfo daba una patada a Ercole. El gigante echó a andar alargando las manos para desarmar al comerciante. Pero, ya fuese por miedo o por torpeza, tropezó y empezó a caer sobre el judío que, tan asustado como él, le clavó la espada.

Mercurio oyó un gemido ahogado, como una expresión de asombro. Abrió los ojos y vio la punta de la espada ensangrentada, que asomaba por la espalda de Ercole, a quien había atravesado de parte a parte.

Shimon Baruch retrocedió y extrajo el arma mirando fijamente a Ercole, que agonizaba por su culpa.

—No quería… Yo no quería… —balbuceó.

El gigante cayó al suelo lentamente.

—Ercole… tiene… daño…

—¡No! —gritó Zolfo.

—No quería… —repitió Shimon Baruch. Luego, como si hubiese perdido el juicio, miró a Mercurio con un odio renovado—. ¡La culpa es tuya! ¡La culpa es solo tuya! —vociferaba el comerciante.

Apretándole la muñeca, Mercurio giró sobre sí mismo haciendo palanca con la cadera en la pierna del comerciante. Shimon Baruch cayó y al hacerlo arrastró a Mercurio. Los dos hombres rodaron por la basura. Mercurio solo tenía una idea en la cabeza: no debía soltar la espada bajo ningún concepto. No pensaba en otra cosa. De improviso, la espada del comerciante cedió y golpeó contra la pared. Su codo se dobló de manera innatural y la muñeca se giró. El peso de Mercurio lo empujó hacia abajo sin pretenderlo.

La hoja se hundió en la garganta del comerciante.

Mercurio oyó el ruido que hacían los cartílagos, parecido al que emitían los escarabajos al ser pisoteados. Se levantó aterrorizado, sus ojos se reflejaban en los de Shimon Baruch, que se iban apagando poco a poco. Lo miró fijamente. Inmóvil. Aún empuñaba la espada. La soltó. Al caer al suelo el arma produjo una vibración metálica.

—No… —susurró Benedetta.

Como si hubiese despertado de un prolongado letargo Mercurio sacó la bolsa de tela que contenía las monedas robadas.

—¿Era esto lo que querías? —gritó fuera de sí—. ¿Era esto? —Lanzó con violencia el saco al comerciante, que agonizaba en el suelo aferrándose la garganta con las manos—. ¡Cógelas! ¡Son tuyas! ¡Cógelas ahora mismo!

—Sal de ahí, Mercurio —le dijo Benedetta tocándolo.

Mercurio se volvió, al principio no la vio. La miró callado, enfocándola gradualmente. La iba reconociendo poco a poco. Miró también a Ercole. Una mancha de sangre se extendía por su casaca, a la altura del estómago. Lo ayudó a ponerse de pie.

—Sujétalo por el otro lado —dijo a Zolfo.

Zolfo lloraba.

—¡Sujétalo! —ordenó Mercurio. Miró a Benedetta—. Vamos.

Tras dejar al comerciante a sus espaldas se perdieron en el laberinto de callejones de Roma.

Cuando llegó la guardia, una vieja asomada a un ventanuco que daba al callejón dijo: —Lo ha matado un sacerdote.

Uno de los guardias se inclinó sobre Shimon Baruch.

—No está muerto —anunció.

—Lo ha matado un sacerdote —repitió la vieja.