4

Los habían dejado en un muelle torcido que se balanceaba en el agua. El timonel había apuntado un brazo hacia el noreste y había dicho: —Ciudad Venecia—. Luego, en tanto que los marineros de la chalupa se alejaban, ansiosos por repartirse el botín con sus compañeros, el timonel había vuelto a señalar el noreste y había gritado: —Sendero. Dos millas. Posada del Oso. —Al final se había dado dos manotazos en la cabeza—. ¡Gorro amarillo! ¡Judíos!

Yits’aq y Yeoudith permanecieron en el muelle contemplando la barca que desaparecía en la niebla. Estaban solos. En un mundo desconocido. Yits’aq apuntó el brazo hacia el noreste y dijo, remedando al timonel: —Ciudad Venecia.

Yeoudith se echó a reír, pero tenía la mirada perdida.

Ribono Shel Olam, el Señor del mundo, nos ampara a la sombra de sus alas —afirmó Yits’aq—. No te preocupes.

Yeoudith apuntó el brazo hacia el noreste y repitió:

—Posada del Oso. Hambre.

Yits’aq le sonrió con una expresión atormentada.

—Lo siento, cariño. No vamos a la posada del Oso.

—Pero ¿por qué…?

—Al capitán no le va a gustar mucho la broma de las piedras —explicó Yits’aq—. Los he entretenido con los baúles para evitar que nos cortasen el cuello. Creían que tenían un tesoro al alcance de la mano y que, por tanto, no valía la pena correr el riesgo de que los ahorcasen. ¿Entiendes?

—No… —La voz de Yeoudith era fina, rayana en el llanto, y veía el rostro de su padre a través de un velo de lágrimas que trataba de contener.

Yits’aq la abrazó.

—Cariño, podrían desembarcar y buscarnos en la posada del Oso para hacérnosla pagar. Y nosotros no queremos que una manada de macedonios malolientes se salga con la suya, ¿verdad?

Yeoudith sacudió la cabeza incapaz de dominar por más tiempo las lágrimas.

—No…

—Bien —dijo Yits’aq—. En consecuencia, iremos a un sitio donde no nos buscarán.

—¿Adónde?

—Nos alejaremos de Venecia.

—Pero…

—Y volveremos dentro de unos días. Es un tanto tortuoso como itinerario, pero mucho más saludable, ¿no te parece?

Yeoudith asintió con la cabeza y después la apoyó en un hombro de su padre a la vez que sorbía por la nariz.

—¿Me estás llenando de mocos la casaca? —preguntó Yits’aq.

Yeoudith se apartó de golpe.

—¡Padre! ¡Qué asco! ¡Deberías haber tenido un hijo!

—¿Me has llenado de mocos o no?

—¡No!

—¿No?

—¡No!

—¿Echo un vistazo?

—¡Padre! —En el semblante asustado de Yeoudith se dibujó una tímida sonrisa.

—Ven aquí —dijo Yits’aq.

—No… —Pero, poco a poco, Yeoudith se acercó a él, balanceándose, con las manos a la espalda.

Yits’aq sacó algo de su bolsa de terciopelo y se lo dio a su hija.

—Has oído, ¿no? —Se dio dos golpecitos en la cabeza—. Gorro amarillo. Judíos. —A continuación, con cierta solemnidad, se encasquetó el gorro y esperó a que su hija lo imitase—. A partir de este momento somos oficialmente judíos de Europa —dijo—. Y a partir de este momento me llamo Isacco di Negroponte y tú Giuditta.

—Giuditta…

—Suena bien.

—Sí…

—Y tú estás encantadora con ese gorro estúpido en la cabeza.

Giuditta se ruborizó.

—¡No, eh! ¡Por el amor de Dios! No te comportes como una mujer, porque nunca las he soportado —dijo Isacco.

Giuditta miró a su padre intentando comprender si estaba bromeando.

—No bromeo.

Giuditta se ruborizó de nuevo.

—Perdona, no quería —dijo de inmediato.

Isacco emitió un sonido, poco menos que un gruñido, y alzó la mirada al cielo. Después señaló un sendero estrecho y embarrado en dirección al Oeste.

—A algún sitio nos llevará. —Pero antes dejó varias huellas en el camino que conducía a la posada del Oso. Regresó caminando por la hierba de la orilla—. Estarán borrachos y furiosos. No se darán cuenta. En cualquier caso, siempre es mejor hacerlo todo bien, recuérdalo.

—¿Dónde has aprendido esas cosas, padre? —preguntó Giuditta.

—No es necesario que lo sepas todo —contestó Isacco apurado. Se encaminó hacia el Oeste, pero sin pisar el barro del sendero—. Sígueme. Caminaremos un poco entre las cañas para no dejar…

Se oyó un ruido sordo, de agua, y un gemido ahogado.

Isacco se volvió.

Giuditta había dado un paso en falso y había hundido en el agua la pierna izquierda.

—¡Ah! ¡Qué latosa eres! —la imprecó Isacco. La agarró con fuerza y la levantó para dejarla en tierra firme—. Escucha… —le dijo sintiéndose en culpa por su intolerancia y gesticulando—, yo… estaba bromeando.

—En ese caso, disculpa si no me he reído —respondió Giuditta fríamente—. ¿Podemos retomar el camino?

Isacco la miró, la respiración se aceleraba en su interior, pero se contuvo y echó a andar. Apenas había dado unos pasos se detuvo. Se volvió hacia su hija resoplando por la nariz como un toro. Estaba morado.

—¡De acuerdo! —soltó—. ¡No bromeaba! ¿Contenta?

Giuditta lo miraba en silencio. Trataba de demostrar orgullo, pero su padre vio en sus ojos el miedo que sentía.

Isacco pensó que se parecía extraordinariamente a su madre. Y también que era una lástima que Giuditta no la hubiese conocido.

—Oye, lo siento —dijo—. No sé cómo hay que comportarse con una hija. Debería haberte criado yo, pero no lo hice. Así fue. Y ahora ¿podemos zanjar el asunto?

Giuditta arqueó una ceja.

—¿Eso es un sí o un no?

Giuditta se encogió de hombros.

—Sí.

—Bien —gruñó Isacco sintiéndose cada vez más culpable. Se dio media vuelta y echó de nuevo a andar—. Atenta a donde pones los pies —dijo con rudeza—. Es decir… —corrigió enseguida el tono mordiéndose un labio—, intenta seguirme. —Respiró hondo—. Es decir, quiero decir… si puedes… Bueno, me comprendes, ¿no?

Giuditta no contestó.

Isacco se volvió.

—¿Lo has comprendido?

—Sí.

Guardaron silencio durante más de una milla. Luego el sendero se ensanchó en un camino que, sin embargo, estaba también lleno de barro. El sol avanzaba lentamente hacia el horizonte, débil y velado por la niebla.

Durante todo el recorrido, Giuditta no dejó de pensar un solo instante en la pregunta que la oprimía. Una pregunta que se había ya planteado un sinfín de veces, desde que era pequeña.

—Padre…

Pero nunca había tenido el valor suficiente.

—¿Qué?

Eran incontables las veces en que había querido hacerle esa pregunta, pero siempre había tenido miedo. Miedo de preguntar. Miedo de la respuesta. Miedo de perder lo poco que tenía.

—Padre…

—Vamos, ¿qué quieres? —preguntó Isacco con su consabida rudeza.

Giuditta miró alrededor. Miró el mundo nuevo que prometía una nueva vida. Miró los hombros de su padre. La había llevado consigo. No se había marchado solo. Giuditta inspiró hondo. El corazón le latía en la garganta.

—Padre, tengo que hacerte una pregunta —dijo de improviso con los ojos cerrados y una voz sutil, que le temblaba en la garganta. Y prosiguió veloz, antes de sucumbir de nuevo al miedo persistente, antes de que Isacco se volviera—. ¿Estás enfadado conmigo porque maté a mi madre? ¿Por eso crecí con la abuela y nunca te veía?

Isacco, que había hecho ademán de volverse, se quedó petrificado al oír la pregunta. Hundió la cabeza entre los hombros, como si hubiese recibido un golpe tremendo e inesperado. Abrió desmesuradamente los ojos y los labios, boqueando, sin aliento. Daba la espalda a Giuditta, pero no lograba volverse. Tenía el corazón encogido.

—Caminemos —dijo a duras penas sin ánimos para mirarla—. Dentro de nada oscurecerá y… Caminemos, vamos. —Tras dar unos pasos empezó a hablar lentamente, con la voz ronca, pero, en todo caso, sin mirar a su hija, que lo seguía con la cabeza inclinada—. Tu madre… murió de parto. No la mataste tú. La diferencia es enorme… y confío en que puedas entenderla, dentro de ti. Yo nunca he pensado que… Yo no estaba allí, porque… bueno, porque llevaba una vida… en fin, la vida que ya te he contado… más o menos… Si creciste con tu abuela materna no fue porque no te quería ver, sino porque me fiaba de ella… y tú… tú… —Isacco se detuvo. Aún no podía volverse. Sentía a su hija detrás de él. Sentía que estaba conteniendo la respiración y solo en ese momento lograba ver a esa niña, que siempre había creído independiente, como era en realidad. Una niña que había crecido pensando que su padre la odiaba—. No sé cómo pude ser tan estúpido —añadió en voz baja. Dio medio paso—. ¡La verdad es que no lo sé! —gritó parándose en seco.

Giuditta se había movido detrás de su padre, de manera que cuando este se paró alargó una mano y la apoyó en su espalda para no chocar con él. Al sentir que Isacco se tensaba arqueando un poco la espalda, levantó de inmediato la mano, como si el cuerpo de su padre estuviese ardiendo.

—Perdona —murmuró.

—No… —dijo Isacco.

Permanecieron allí, inmóviles. Isacco incapaz de volverse. Giuditta con la mano con la que había tocado a su padre suspendida en el aire.

—Te he contado que mi padre era médico… —continuó Isacco, consciente de que ese tema le iba a causar un dolor que no quería afrontar—. Un buen médico, el mejor de la isla de Negroponte. El médico personal del gobernador veneciano… el bailo como lo llaman ellos. Yo nunca he visto ese mundo… Nací en 1470, cuando los turcos ocuparon la isla y expulsaron a los venecianos. Mi padre sobrevivió. Los turcos le permitieron ejercer como médico, pero en el interior, donde solo vivían los miserables, los pastores. Y él se adaptó… muriendo por dentro, nutriendo rabia y nostalgia por su vida pasada. Era el hombre más orgulloso, altivo, arrogante y tozudo que jamás ha existido… —Isacco se detuvo—. ¿Te recuerda a alguien que conoces? —Sonrió melancólicamente, pensando en sí mismo.

Giuditta alargó la mano hacia la espalda de su padre, con timidez.

—No —dijo.

Isacco sintió una punzada de conmoción en el pecho. Y calor en la espalda, donde Giuditta había apoyado la mano.

—Nos hizo vivir durante años en un chamizo asqueroso, a mi madre y a mis tres hermanos, con dos cabras que nos procuraban la leche. La gente que curaba no tenía dinero para pagarle. Pero luego se pasaba las noches hablando de Venecia, de las alhajas y de la civilización superior, de los brocados y las deliciosas especias. Nos enseñó también a hablar veneciano… el muy canalla. Empezó a sacar dientes, a cortar abscesos, a traer niños y corderos al mundo, a castrar animales y a amputar piernas infectadas a los cristianos. En pocas palabras, se convirtió en un barbero. Él, el gran médico del bailo de Venecia. Y me llevaba consigo… porque decía que yo era el único de sus hijos al que no le asustaba la sangre. Luego añadía, con desprecio… el muy canalla, añadía siempre la misma frase mientras hablaba con los pacientes que curaba: «No le asusta la sangre porque este hijo mío no tiene ni Dios ni conciencia». ¿Y sabes por qué? Pues porque había descubierto que me las arreglaba como podía y que frecuentaba el puerto, donde me agenciaba comida, incluso robando, para mi madre, que cada vez estaba más débil. Pero él jamás aceptó un compromiso. El señor médico del gobernador de Venecia… el muy canalla.

Giuditta se acercó aún más a su padre y lo abrazó por detrás, apoyando la cabeza en la delgada espalda de él.

Isacco apretó los labios y frunció el ceño tratando de contener las lágrimas de rabia que pugnaban por salir.

—Un buen día me marché. Acababa de inventarme la leyenda de la santa y del Qalonimus. Y conocí a tu madre. Su padre, que era como el mío, la había echado de casa. Quizá por eso la comprendía, porque sabía lo que llevaba dentro. Un año después se disponía a dar a luz a nuestra hija… a ti. Pero algo se torció. La comadrona… —Isacco se dobló—. ¡Oh, Señor del Mundo, ayúdame a soportarlo!

Giuditta se inclinó con él sin soltarlo.

—¿Cómo puede matar un recién nacido inocente a su madre? —dijo Isacco con la voz quebrada por la emoción—. Aunque quisiera, no podría. ¿Cómo se te puede haber ocurrido, niña mía? Yo, en cambio… yo no pude ayudarla… pese a que creía haber aprendido todo del gran canalla, del medicucho del bailo… Si alguien la… si alguien es responsable de su muerte, soy yo. —Isacco se enderezó y encontró la fuerza necesaria para volverse hacia su hija. Le cogió la cara con las manos—. Me decía a mí mismo que no estaba en casa porque llevaba una vida difícil… —Sonrió melancólico—. Te lo dije hace poco tiempo… —Atrajo a Giuditta hacia él. No lograba mirarla a los ojos durante demasiado tiempo—. Estaba poco en casa porque me sentía en culpa contigo… por haberte privado de tu madre… porque no había sido capaz de…

Se abrazaron en silencio.

—Padre…

—Chito… no digas nada, pequeña.

Siguieron abrazados. Isacco al dolor y al sentimiento de culpa, que había conseguido reconocer por primera vez. Giuditta a su padre, que era muy distinto a lo que siempre había imaginado. Porque era un charlatán y un timador. Y porque no estaba enfadado con ella por la muerte de su madre.

—Padre… —repitió Giuditta al cabo de un buen rato.

—Chsss… no es necesario que me digas nada.

—Al contrario, padre.

—En ese caso, dime.

—Los mosquitos me están devorando viva.

Isacco se separó de ella.

—Te pareces a tu madre, pero tienes mi espíritu —dijo soltando una sonora carcajada. La abrazó de nuevo y añadió—: Vamos, movámonos. Parecemos dos mujeres.

—¡Yo soy una mujer!

—¡Ah, es cierto! —exclamó Isacco sin dejar de reírse, le bajó el gorro amarillo a Giuditta tapándole los ojos—. Mira dónde metes los pies, pesada.

El sol se acababa de poner cuando divisaron un caserío bajo, por cuya chimenea salía un humo denso. En la fachada destacaba el dibujo torpe y desconchado de un anguila, si bien recordaba más a un monstruo marino. La puerta estaba cerrada.

Isacco se paró y miró a Giuditta.

—Escúchame, no te cambiaría por ningún hijo varón de este mundo —le soltó de golpe.

Giuditta, que no se lo esperaba, enrojeció.

—¡No es posible! —exclamó Isacco.

Giuditta enrojeció aún más.

—No sé si lo conseguiré —gruñó Isacco.

A lo lejos, una campana sonó las vísperas.

—Entremos y olvidémoslo —dijo Isacco. Llamó a la puerta y abrió.

Al asomarse padre e hija fueron azotados por un chorro de aire agradablemente tibio. Olía a comida y a establo. La sala, enorme, estaba destinada en parte a los parroquianos y en parte al establo, de manera que un muro bajo y una puertecita de madera la dividían en dos. Vieron dos vacas de leche y un burro. El techo era bajo y oprimente. Las ventanas minúsculas. En la larga mesa de tablas que había en el centro ardía una lámpara de aceite de un metal pobre; una simple caja que hacía las veces de depósito y una mecha, que ardía flanqueada por dos pequeños espejos de mercurio, ya opacos. Algo más atrás otra lámpara, grande, pero igualmente sencilla, colgaba de una viga del techo. El fondo de la habitación estaba casi en penumbra.

A la mesa estaban sentados dos clientes con la mirada perdida en el vacío, y una jarra de vino delante. Apenas se volvieron para mirar a los recién llegados.

—Buenas noches, gente de bien —dijo Isacco en voz alta para llamar la atención del tabernero, dondequiera que estuviese.

En el piso de arriba se oyó un gemido que fue cobrando fuerza hasta convertirse en un grito. Era una voz infantil. El grito duró unos instantes.

—Buenas noches, gente de bien —repitió Isacco dirigiéndose al piso de arriba.

Oyeron que se abría y se cerraba una puerta, después una mujer joven, aunque ajada ya por el cansancio, se asomó a la barandilla. Su mirada estaba preñada de angustia. Empuñaba una linterna cerrada con una vela de sebo en el interior.

—Buenas noches, buena mujer —dijo Isacco—. Somos viajeros y nos gustaría pasar aquí la noche y comer algo caliente, si es posible.

La tabernera los miró con aire ausente, como si estuviese pensando en otra cosa. Luego dijo mecánicamente: —Cuesta medio sueldo de plata.

—Perfecto —dijo Isacco.

—Pero no tengo nada de comer —especificó la mujer—. Solo puedo ofrecerles pan y vino.

—Eso nos bastará.

La tabernera asintió con la cabeza, pero no se movió. A continuación, un nuevo gemido, que no llegó a convertirse en grito, la obligó a volverse. Se llevó una mano a la boca, aún más angustiada. Bajó la escalera, hecha con unas simples tablas alisadas, abrió el aparador que había en el rincón más oscuro de la sala, sacó un pan envuelto en un trapo de lino tosco y llenó una jarra con el vino tinto de una botella. Puso la mesa y luego les llevó dos vasos desportillados y un cuchillo para el pan.

—Hoy no he cocinado —dijo desfallecida—. Mi única hija se ha puesto enferma…

—Lo siento —dijo Isacco.

—Y yo estoy enloqueciendo —prosiguió la mujer con una mirada que, al desenfocarse, revelaba toda la pena que sentía.

—¿Qué ha dicho el médico? —inquirió Isacco.

La tabernera lo miró atónita. Acto seguido cabeceó, ensimismada.

—Ningún médico viene hasta aquí —dijo—. Nosotros parimos solos a nuestros hijos en la cama y en ella morimos también solos cuando llega nuestra hora.

Giuditta miró a la mujer sintiendo que su dolor la invadía.

Un nuevo gemido les llegó de la habitación del piso de arriba.

La mujer se sobresaltó y apretó los labios. Su cara, poco agraciada, mostraba casi con indecencia el sufrimiento que la estaba desgarrando.

Sin pensárselo dos veces, Giuditta le dijo:

—Mi padre es médico.