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Cuando Mercurio oyó que los muchachos se alejaban en silencio arrastrando los zapatos por el barro, cerró la tapa y avanzó a gatas por la galería baja y angosta, hecha de piedras pequeñas y cuadradas, inconexas y cubiertas de algas viscosas. Apenas sintió bajo las manos la losa que tan bien conocía, se puso de pie y ladeó la cabeza hacia la izquierda, porque sabía que en la bóveda había un saliente que debía evitar.

El clamor de la Ciudad Santa no lograba llegar hasta allí abajo. Allí reinaba el silencio. Un silencio espeso, únicamente profanado por el constante goteo del agua y por los pasos apresurados de las ratas. Mercurio sintió un vacío en su interior. Una especie de frío en el estómago. Retrocedió hasta la tapa para decir a los chicos que podían pasar la noche juntos. Pero cuando se asomó al malecón Benedetta, Zolfo y Ercole ya no estaban. «Eres un imbécil orgulloso», se dijo. Regresó y avanzó por el camino abovedado, de toba, con unos pilares de ladrillos cada diez pasos. En el centro fluía perezosamente un arroyuelo de líquido pútrido. Tras dejar a su espalda tres pilares de ladrillos se metió por una estrecha abertura que había en la toba. Frotó la llave de chispa que llevaba en el bolsillo y encendió una antorcha que estaba clavada en la pared.

La llama temblorosa que producían los trapos empapados de brea iluminó una estancia cuadrada, de más de una pértiga de altura. En el centro se erigía un andamio toscamente construido y de aspecto no muy estable, cuatro largueros y ejes de través formaban la plataforma, cuya anchura era de dos pasos por dos y en cuya cima dormía Mercurio al amparo de la humedad del terreno, en un jergón con dos mantas para caballos bordadas con el escudo pontificio, que había robado en un establo de la ciudad. Una parte del andamio estaba cubierta con una pesada tela, desgarrada en varios puntos, que parecía una vela vieja.

Mercurio subió la escalera de mano. Clavó la antorcha en el agujero que había excavado en la pared con un cincel. Abrió el saquito que había sustraído al comerciante y tiró las monedas a las tablas de madera del palafito. Una fortuna. Pero, en lugar de alegrarse, en sus oídos retumbó la maldición del comerciante. Tuvo miedo de que la desgracia cayese sobre él. Se decía que los judíos hacían pactos con el diablo y que eran brujos. Mercurio se hizo la señal de la cruz. Miró la mano roja que estaba pintada en el saco de piel. El dibujo lo atemorizó. Tiró el saquito y metió las monedas en otro de tela, más ligero.

Sacó un mendrugo de una bolsa de cuero. Se arrebujó en las mantas y empezó a mordisquear el trozo de pan luchando contra la tentación de salir de allí. Desde hacía tres meses el silencio y la soledad de la alcantarilla lo angustiaban. Se asomó por el palafito, mirando hacia abajo, al fondo húmedo del sumidero. «No hay peligro», se dijo en voz alta. Masticó un poco más de pan y se volvió a asomar para escrutar el suelo. Apretó aún más las mantas alrededor de su cuerpo. «Duerme», se ordenó. Pero no podía. En sus oídos retumbaba el terrible ruido que había oído hacía tres meses, cuando el agua había invadido la alcantarilla. Y los chillidos de las ratas que buscaban una vía de escape. Abrió desmesuradamente los ojos y se incorporó jadeando. Miró hacia abajo. No había agua. La alcantarilla no se estaba inundando. Mercurio lo sabía de antemano. Hacía ya un año que había escapado de Scavamorto, pero aún no se había acostumbrado a la soledad. Y seguía sin querer reconocerlo.

—Mercurio… —oyó. De nuevo—: Mercurio… ¿estás ahí?

El joven bajó de un salto del palafito empuñando la antorcha. Se asomó a la entrada de su refugio y vio a Benedetta, Zolfo y Ercole.

—¿Qué queréis? Os advertí que os marcharais —dijo. No lograba decirles que se alegraba de verlos. No estaba acostumbrado a expresar ciertas cosas.

—En la taberna de Poeti… —empezó a contarle Benedetta con los ojos anegados en lágrimas—, pues bien, el tabernero…

—¡Nos ha robado las monedas de oro! —concluyó Zolfo.

—No me interesa —dijo Mercurio agitando la antorcha delante de sus caras.

—Regalamos el pescado a unos mendigos —prosiguió, en cambio, Benedetta—. No queríamos comer como los ricos… Así que fui a la taberna y pedí unos platos deliciosos, y el tabernero… me preguntó si tenía con qué pagarle. Entonces le enseñé una moneda de oro. Él quiso probarla con los dientes para comprobar si era auténtica. Después me dijo: «Esta moneda es mía. Llama si quieres a la guardia de Su Santidad y denúnciame, siempre y cuando puedas explicar de dónde sale, dado que tienes toda la pinta de ser una ladrona. Desaparece». Se echó a reír, y mientras me alejaba no dejaba de oír sus carcajadas.

—¡Maldito ladrón! —exclamó Zolfo.

Mercurio los miró fijamente.

—¿Y qué queréis de mí?

Benedetta lo miró, casi sorprendida.

—Yo… —empezó a decir.

—Nosotros… —balbuceó Zolfo.

Mercurio los observaba en silencio.

—Ayúdanos —dijo, por fin, Benedetta.

—Sí, ayúdanos —repitió Zolfo.

—¿Y por qué debería hacerlo? —preguntó Mercurio.

Los muchachos miraron al suelo. Se hizo un breve silencio.

—Vámonos —dijo Benedetta—. Nos hemos equivocado.

Mercurio los miró sin decir palabra. Parecían tres perros callejeros, como los que se veían deambular cautelosos por las calles de Roma, en medio de la noche, famélicos, cuyo pelo se erizaba al oír el menor crujido, y que huían incluso de las sombras. Al igual que los perros, enseñaban los dientes con la esperanza de que los tomasen por unos animales feroces, cuando, en realidad, tenían únicamente miedo de recibir una pedrada. Mercurio sabía lo que sentían. Porque él lo sentía también.

—Esperad —dijo mientras los tres se volvían para marcharse—. ¿Quién es el tabernero que os ha robado la moneda de oro?

—¿Y a ti qué narices te importa? —preguntó Benedetta.

Mercurio sonrió. Quizás había encontrado la forma de retenerlos. Y de transigir con su orgullo.

—A mí nada, pero sería divertido encontrar la manera de darle por culo.

—Nos lo pensaremos —dijo Benedetta dándose tono.

—Venid —les ordenó Mercurio entrando en el refugio—. No obstante, que quede claro que solo os ayudaré a recuperar la moneda, después cada uno seguirá por su camino.

—Me alegro de que lo digas —replicó Benedetta—, porque no soportaría la idea de tener que cuidar de otro mocoso.

Mercurio se rio y le señaló la apertura:

—Las señoras primero.

Al entrar en el palafito los muchachos se quedaron boquiabiertos.

—¿Qué hay detrás de la tela? —preguntó Zolfo.

—No te metas donde no te llaman —contestó Mercurio poniéndose de pie en el palafito—. Y no olvidéis que este sitio es mío.

—Es un sumidero, apesta a mierda. Es todo tuyo. ¿Quién estaría dispuesto a vivir en un sumidero? —le dijo Benedetta siguiéndolo.

—Yo —respondió Mercurio.

—Por mí hasta puedes ahogarte —afirmó Benedetta.

—¡No lo vuelvas a decir! —soltó Mercurio con rabia abriendo desmesuradamente los ojos.

La chica dio un paso hacia atrás. El palafito se balanceó. Los muchachos callaron.

—Menuda idea estúpida he tenido —rezongó Mercurio recuperando la calma. Se metió bajo una manta y arrojó la otra a los chicos—. Compartidla, es lo único que tengo. Y no os peguéis a mí.

Benedetta arregló la paja e hizo tumbarse a Zolfo y a Ercole. Luego se echó también.

—¿No apagas la antorcha? —preguntó a Mercurio.

—No —dijo él.

—¿Te asusta la oscuridad? —Benedetta se rio entre dientes.

Mercurio no contestó.

—Ercole no tiene miedo de la oscuridad —dijo el demente con un orgullo infantil.

—Cállate —lo regañó Zolfo.

Se hizo un silencio embarazoso. Solo se oía el crepitar de la antorcha y los pasos apresurados de las ratas en las galerías.

—Odio sus patitas de mierda —comentó Mercurio como si estuviese hablando para sus adentros.

Ninguno de los chicos le contestó.

—Hace tres meses el río creció de improviso… —inició en voz baja Mercurio. Ninguno habló. Por lo que sabía, podían incluso dormir. Pero le daba igual, necesitaba contárselo. Era la primera vez que lo hacía—. El agua asquerosa del Tíber inundó la alcantarilla. No sabía qué hacer… El agua subía y subía… Las ratas nadaban y emitían esos sonidos horribles…, había decenas…, cientos de ellas… —Se detuvo. La respiración se quebraba en su garganta, las lágrimas se le saltaban a los ojos. Tenía miedo. Como entonces. Pero no quería que lo notaran.

—¿Y luego…? —preguntó Benedetta.

Zolfo se acurrucó contra el cuerpo de Ercole.

—Las ratas se dirigían al punto por el que entraba el agua —prosiguió Mercurio con un hilo de voz—. Me daban mucho asco, nunca había visto tantas… así que fui en dirección contraria… y luego… me encontré con un desgraciado…, un borracho… Lo conocía porque le robaba todo lo que tenía cada vez que empinaba el codo… Y él… él me aferró la chaqueta y me gritó que debía seguir a las ratas. «Las ratas —decía—, las ratas saben adónde ir. Nada con ellas». Y yo… no sé por qué le hice caso… Era solo un borracho de mierda… «Sigue a las ratas», gritaba. Así que, a pesar de que me impresionaban, las seguí…, algunas subían por mi espalda, y a la cabeza… y chillaban de esa manera… repugnante…

Benedetta se estremeció. Zolfo se pegó a Ercole.

—Después el agua lo inundó todo y las ratas se sumergieron… No veía nada, pero las sentía mientras nadaba en el agua… Las sentía con las manos… y pensaba que me iban a estallar los pulmones… —Mercurio jadeaba, como si estuviese reviviendo esa larga apnea—. Llegué a la tapa, la empujé y subí a la superficie… Alcancé la orilla con las ratas y me quedé allí esperando al borracho… para darle las gracias. Estaba arrepentido de haberle robado tantas cosas a ese pobre imbécil que me había… en fin, que me había salvado… Pasé allí todo el día… en vano. Una semana después, cuando el río se retiró, volví aquí. Mientras buscaba mis cosas subí por un ramal periférico, hacia el este… —Mercurio se calló.

Ninguno de los chicos habló.

—Estaba allí —continuó Mercurio al cabo de un rato bajando aún más la voz—. No había seguido a las ratas porque no sabía nadar. Se había metido en la alcantarilla. Había seguido el camino que pretendía hacer yo antes de encontrarlo. Estaba hinchado, tenía la lengua hinchada y morada…, los ojos abiertos y rojos, parecían de cristal…, las manos seguían agarradas a una tapa que no se había abierto.

Ni siquiera se oía la respiración de los chicos.

Pero la historia no se acababa ahí. A Mercurio aún le quedaba algo por decir. Una imagen que lo atormentaba. Respiró hondo.

—Las ratas estaban volviendo… y estaban hambrientas…

Reinó el silencio. Y en el silencio se oyó:

—Ahora Ercole tiene miego de la oscuridad.