Anno Domini 1515
El carro de la mierda, como lo llamaban en el barrio del Angelo, pasaba una vez a la semana. El lunes.
Ese lunes, después de cinco días de lluvia ininterrumpida, el carro de la mierda avanzaba a duras penas por el angosto callejón de la Pescheria, por el que apenas pasaba, al punto que los ejes de las ruedas rayaban de vez en cuando las paredes de las casas. Los seis galeotes encadenados a los tiros del carro se hundían en el barro hasta los tobillos y gemían cuando debían esforzarse para sacar las ruedas de los agujeros en que quedaban atrapadas. Sus calzones de lana miserable, gruesos y agujereados, estaban embarrados hasta la ingle. Delante del carro caminaban otros dos forzados, encadenados entre ellos, cuya tarea consistía en recoger los sacos llenos de basura y excrementos que estaban a las puertas de las casas o en los patios y vaciarlos en el gigantesco cubo que había en la plataforma del carro. Cuatro soldados vigilaban a los galeotes, dos de ellos iban a la cabeza de la nauseabunda procesión, los otros dos detrás.
Detrás del carro se apelotonaba un grupo heterogéneo de personas, más extranjeros que romanos, como, por otra parte, era frecuente en la Ciudad Santa. Había dos eruditos alemanes, cargados con unos voluminosos libros bajo el brazo, tres monjas tocadas con unas grandes capuchas fruncidas hacia arriba, que caminaban con la cabeza inclinada; un norteafricano cuya piel recordaba a las avellanas tostadas; dos soldados españoles vestidos con unas mallas con una pierna amarilla y la otra roja, que caminaban guiñando los ojos para combatir el dolor de cabeza, después de una noche en una taberna, y que se dirigían temblorosos a sus alojamientos para que no los declararan desertores; un hindú con un turbante, acompañado de un camello que rezongaba, irritado por el frío, mientras se dirigía al circo que se había instalado en la otra orilla del Tíber, y un comerciante judío, reconocible por el gorro amarillo prescrito por la ley. Todos, sin distinción alguna, tenían en la cara una expresión de disgusto debido al terrible hedor, que iba empeorando a medida que se aproximaban a la plaza de Sant’Angelo in Pescheria, donde a la peste del carro de la mierda se unía la de los desechos de los puestos de pescado que llevaban seis días pudriéndose en el suelo.
Cuando llegaron a la plaza la gente que iba detrás del carro de la mierda lo adelantó y se perdió en la pequeña Babel de personajes que abarrotaba Sant’Angelo in Pescheria.
También el comerciante, que se llamaba Shimon Baruch, apretó el paso mirando inquieto alrededor, poniendo en evidencia su temperamento temeroso. Acababa de cerrar un magnífico trato en el vecino mercado de las cuerdas, donde había vendido una gran partida de sogas trenzadas recién llegadas a bordo de una embarcación que estaba anclada en el puerto de Ripa Grande, y, en lugar del habitual crédito, había cobrado el correspondiente importe en efectivo. Por ese motivo caminaba agachado, cerrándose la capa con ambas manos; le preocupaba tener que ir por las calles de Roma con la bolsa de cuero llena de monedas que se había colgado al cincho.
Shimon Baruch observó al dignatario de un exótico país cualquiera, dueño de un gran bigote rizado, que iba escoltado por dos moros gigantescos con unas cimitarras cargadas de adornos y el mango de colmillo de elefante. Vio unos malabaristas de tez olivácea, quizá de origen macedonio o albanés. Y un grupo de viejos sentados delante de sus casas en unas sillas de paja, que jugaban a los dados lanzándolos en una caja de madera que había en el suelo. Y también a tres pobres mujeres que deambulaban alrededor de los puestos de pescado sobre los que languidecían ya varias cestas de mimbre llenas de caballas de Isola Sacra y de percas de Bracciano. Las mujeres hurgaban en la basura desperdigada por el suelo buscando una cabeza o una cola para sazonar el caldo de hierbas campestres, que era lo único que iban a servir en la mesa por la noche. Dos de ellas debían de tener unos cuarenta años, y sus labios, apretados por el frío, se fruncían de forma innatural evidenciando una gran penuria de dientes en la boca. La tercera, en cambio, era muy joven. Tenía el pelo rojizo, más bien oscuro, y un cutis que se intuía tan blanco y transparente como el alabastro bajo la suciedad que lo cubría. Shimon Baruch pensó que se parecía a la Susana asediada por los vejestorios del libro del profeta Daniel.
—Levantaos, fulanas, si no queréis que os tire también al cubo —dijo uno de los galeotes del carro de la mierda a la vez que se acercaba a los restos de pescado empuñando una pala. Los soldados se rieron e hicieron una señal a las mujeres para que se apartasen.
Shimon Baruch se dirigió con la cabeza gacha hacia el teatro Marcello, donde, por fin, iba a poder poner a buen recaudo la bolsa de dinero. Pero, al volverse a mirar por última vez a la atractiva joven de pelo cobrizo, observó que esta miraba a un muchachito andrajoso con la piel amarillenta y una larga melena sucia, casi pegada a la cabeza, que estaba sentado a cierta distancia, entre las ruinas del pórtico de Ottavia, y tiraba piedras a una cabra que comía ortigas y parietaria. Mientras lo escrutaba, curvándose aún más, el niño se dio cuenta de que lo estaba mirando y le gritó:
—¡La tela de su gorro es buena, señor judío! ¡Prosperidad! ¡Prosperidad!
Shimon Baruch se volvió de golpe sin responder y vio que un muchachote, que estaba apoyado con aire atontado en una pared al otro lado de la plaza, se precipitaba hacia ellos alargando una mano. Era un gigante grande y rojo, con una cabellera tupida y descolorida como el forraje de los burros y el nacimiento bajo, animalesco, que casi borraba su frente. Iba vestido con harapos y movía torpemente sus piernas robustas y cortas ondeando su tronco macizo. También los brazos eran cortos, desproporcionados. Parecía un enano gigantesco, pensó el comerciante. Le bastó verlo para comprender que estaba loco. Corroboró su intuición cuando el gigante, guiñando los ojos como si temiese que lo apalearan, habló con una voz gutural, sin matices, en una lengua extravagante en que las sílabas peleaban entre sí:
—Doe monedas, señor… Tenga la bondad, doe monedas de limosna, senoría lustrísima.
—Déjame en paz —le dijo, expeditivo, el comerciante, agitando una mano en el aire como si estuviera espantando una mosca.
El gigante se tapó asustado la cara, pero siguió pegado a él, sin dejar de repetir:
—Una pequeña, excelentísimo senor…, una pequeña nada más.
Luego, justo delante de la fachada de la iglesia de Sant’Angelo, le agarró un brazo con exagerada vehemencia.
Shimon Baruch se volvió alarmado.
—¡No me pongas las manos encima, sucio asqueroso! —gruñó tratando de disimular el miedo que lo ahogaba.
En ese preciso momento un muchacho de unos dieciséis años, con la tez oscura y el pelo negro como la pez, delgado y desarticulado, y con un gorro amarillo calado descaradamente de través en la frente, dobló la esquina de la iglesia corriendo. El muchacho casi tropezó con el comerciante y se aferró a sus hombros para no caer.
—Perdone, señor —se disculpó enseguida, pero después, al ver el gorro amarillo que llevaba el otro, añadió—: Shalom Alejem. —E inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Alejem Shalom —contestó mecánicamente Shimon Baruch, en parte relajado al ver un correligionario, aunque aún agitado porque no lograba zafarse del demente.
—¡No, li he visto primiero que tú! —protestó el gigante encolerizado dirigiéndose al recién llegado—. ¡Y el buen senor me dará la limozna a mí! —Sin soltar el brazo del comerciante dio un violento empellón al joven tocado con el gorro amarillo—. ¡Vete!
—¡Suéltame, desgraciado! —gritó Shimon Baruch al demente, con una punta de temor en la voz.
—¡Suéltalo! —gritó a su vez el muchacho, y se abalanzó valerosamente sobre el gigante, que, sin embargo, le dio un puñetazo en el estómago y lo dobló en dos. Pero el joven no se rindió y se tiró encima de él pegándole en la cara.
El gigante lanzó un sonido gutural, soltó al comerciante y agarró iracundo al muchacho, lo volteó en el aire y lo lanzó contra Shimon Baruch tirando al suelo a los dos.
Los guardias, que en un principio se habían puesto en alerta para reprimir la pelea, se echaron a reír al ver a los dos tipos con gorro amarillo en el barro, como si estuvieran luchando entre ellos. También se reían las pescaderas, con las manos apoyadas a la cintura y balanceando los senos, y el dignatario del Gran Visir y los dos moros con las cimitarras. Los dos malabaristas albaneses habían dejado de lanzar al aire sus pelotas y los dos soldados españoles, sin frenar el paso, retrocedían para no perderse el espectáculo. Incluso los eruditos alemanes se habían parado y se habían puesto las gafas.
—¡Mátalos! —gritó el muchachito que apedreaba a la cabra a cierta distancia, incitando al demente.
Los forzados se echaron a reír a su vez y uno de ellos gritó al gigante:
—¡Dales una lección! ¡Dales unas cuantas coces!
El tonto dio una patada en la barriga al muchacho con el gorro amarillo, que estaba ayudando al comerciante a levantarse. El chico gimió, se volvió hacia Shimon Baruch y le dijo con ojos aterrorizados:
—¡Escape, por el amor de Dios!
Luego se abalanzó vociferando sobre el gigante, movido por la fuerza de la desesperación. Lo golpeó de nuevo y puso pies en polvorosa.
El gigante echó a correr en pos del muchacho del gorro amarillo, en dirección a la orilla del Tíber, secundado por el chico con la piel ictérica, que gritaba:
—¡Judío de mierda! ¡Estás muerto, judío de mierda!
Shimon Baruch pensó que debía ayudar a su correligionario. Pero solo por un instante, porque después el miedo que tiranizaba su vida lo venció y lo hizo escapar en dirección contraria, hacia el teatro Marcello.
Las pescadoras, los galeotes, los soldados y todas las personas reunidas en Sant’Angelo in Pescheria se reían mirando al muchachito y al gigante que perseguían al joven con el gorro amarillo.
Aprovechando la confusión, la muchacha con la tez de alabastro que rebuscaba en la basura alargó una mano hacia una cesta de mimbre, que estaba en el borde de una placa de mármol, sustrajo todas las caballas que pudo y se alejó sin que las pescadoras la viesen.
Mientras tanto, el joven con el gorro amarillo había doblado la esquina. Sus dos perseguidores le pisaban los talones insultando a voz en grito la raza de los judíos. Un borracho trastabillante se plantó en medio del callejón con los brazos abiertos y gritó al muchacho que se acercaba a él:
—¡Detente, judas repugnante!
El joven se paró a un paso del borracho.
—Responde a esta pregunta: de uno a diez, ¿hasta qué punto eres imbécil? —le preguntó.
El borracho se quedó parado con una expresión alelada en el rostro.
El joven se quitó el gorro y le golpeó con él la cabeza, riéndose.
—Más vale que te bebas otra copa mientras piensas —le dijo. Guardó el gorro y se volvió hacia el muchachito de piel amarillenta y el gigante, que a esas alturas le habían dado ya alcance—. Moveos —les ordenó.
El borracho los miró sin comprender.
—Idiota —le dijo el muchachito con la piel amarillenta, y le escupió.
Caminaron apretando el paso, en silencio. Al doblar la siguiente esquina el joven dio un codazo al gigante.
—Estúpido, a ver si aprendes a golpearme como se debe —le dijo.
El gigante lo miraba asustado y confuso.
—Perdona… —lloriqueó.
El joven se volvió hacia el muchachito.
—Y tú trata de controlar a tu pedazo de bestia. —Se inclinó—. Me has destrozado el estómago con la patada, idiota —dijo.
—Pídele perdón —ordenó el muchachito al demente.
—Perdóname, Mercurio… —lloriqueó el gigante—. No cuchillos, Ercole, te rueigo.
—No, no te acuchillaré, capullo —dijo Mercurio poniéndose de pie.
El niño dio un empellón al gigante.
—¿Te acordarás alguna vez de que tienes la fuerza de un elefante? —le dijo.
—Sí, Zolfo… —asintió mortificado el gigante—. Ercole capullo.
—Sí nada —gruñó Zolfo. Acto seguido se volvió hacia Mercurio—. Ya verás como mejora…
En ese momento llegó un grito procedente de la plaza de Sant’Angelo in Pescheria.
—¡Me han robado! ¡Al ladrón! —gritaba el comerciante. Se oyeron las risotadas de la gente, que había entendido lo que había ocurrido y que se estaba divirtiendo aún más que antes—. ¡Estoy arruinado! ¡Al ladrón! ¡Malditos! ¡Yo os maldigo! —Cuanto más gritaba Shimon Baruch desesperado más fragorosas eran las carcajadas que llegaban de la plaza, como un boato, parecía un teatro.
—Vámonos de aquí —dijo Mercurio.
Franquearon el malecón que había frente a la isla Tiberina y mientras bajaban hacia un refugio escondido entre las zarzas, la chica con el pelo cobrizo y la tez de alabastro les dio alcance.
—Tenemos la cena —anunció ufana mostrando las cinco caballas que había robado.
—Tenemos mucho más que eso, Benedetta —replicó Zolfo.
Mercurio extrajo el saquito lleno de monedas que habían robado al comerciante. Notó que en la piel había pintada una mano roja. Deshizo el lazo, se acuclilló y tiró las monedas al suelo. El sol del crepúsculo las hizo brillar como si fueran brasas resplandecientes.
—¡Son de oro! —exclamó Zolfo.
Mercurio se quedó boquiabierto. Contó a toda prisa las monedas y las dividió en una proporción de dos para él y una para los demás.
—Pero nosotros somos tres… —protestó Zolfo.
—La idea del golpe fue mía —lo atajó Mercurio con aspereza—. El estafador soy yo, si estuvieseis en mi lugar os pillarían enseguida. —Los miró con suficiencia—. Sois tan solo dos compadres, mejor dicho, uno y medio, porque el lelo vale la mitad. Y un rompesquinas mujer. —Metió sus monedas en el saquito y lo volvió a cerrar. A continuación se levantó y señaló las monedas que había en el suelo.
—Esa es vuestra parte, y he sido más que generoso. Si no os parece bien siempre podéis hacerlo por vuestra cuenta. —Los miró desafiante.
—Así está bien —dijo Benedetta sosteniéndole la mirada.
Zolfo se inclinó para recoger el dinero.
—Al menos ha quedado claro quién manda entre vosotros tres —comentó Mercurio riéndose.
—¿Quieres comer el pescado con nosotros? —le preguntó Benedetta.
Zolfo miró a Mercurio esperanzado.
—No me gusta comer acompañado —respondió Mercurio con brusquedad—. Si os necesito sé dónde buscaros. —Abrió la tapa—. Y no digáis nada a Scavamorto a menos que queráis que os robe.
—Podríamos quedarnos contigo —sugirió Zolfo.
—Esfúmate —dijo Mercurio—. Yo estoy bien como estoy, y este sitio es mío.
A continuación se metió en el tramo de alcantarilla donde vivía.