Cuando la Universidad de Belgrano me propuso dar cinco clases, elegí temas con los cuales me había consustanciado él tiempo. El primero, el libro, ese instrumento sin él cual no puedo imaginar mi vida, y que no es menos íntimo para mí que las manos o que los ojos. El segando, la inmortalidad, esa amenaza o esperanza que han soñado tantas generaciones y que postula buena parte de la poesía. El tercero, Swedenborg, el visionario que escribió que los muertos eligen él infierno o el cielo, por libre decisión de su voluntad. El cuarto, el cuento policial, ese juguete riguroso que nos ha legado Edgar Allan Poe. El quinto, el tiempo, que sigue siendo para mí el problema esencial de la metafísica.
Gracias al auditorio, que me dio su indulgente hospitalidad, mis clases lograron un éxito que yo no había esperado y que ciertamente no merecía.
Como la lectura, la clase es una obra en colaboración y quienes escuchan no son menos importantes que el que habla.
En este libro está mi parte personal de aquellas sesiones. Espero que el lector las enriquezca, como las enriquecieron los oyentes.
J.L.B.
Buenos Aires, 3 de marzo de 1979