El dolor sobre la nuca fue intenso y breve. Fidel Castro perdió el conocimiento y cayó de bruces sobre su mesa de trabajo. Lo encontró Chomy Miyar, su ayudante, a quien su adiestramiento como médico no le dejó espacio a la ilusión: el Comandante se moría. Algo perfectamente predecible tras las dos isquemias cerebrales transitorias anteriormente padecidas, la primera de ellas en 1989. Setenta y tantos años, hipertenso, colérico, ex fumador y arterioesclerótico: tenía que sucederle. Y así ocurrió, su corazón se detuvo para siempre dos horas más tarde, de madrugada, pese a todos los intentos de reanimación. Junto a él estaban su mujer Delia del Valle, tres de sus hijos, y sus hermanos Raúl y Ramón. Raúl, el de peor fama, pero el más sentimental, lloraba. De alguna manera, Ramón había asumido el rol paternal de hombre fuerte y sostenía al resto de la familia. Deliberadamente no le avisaron a la hermana Agustina. No era de fiar, y todo había que mantenerlo en el mayor de los secretos.
En un salón contiguo, muy afectados y nerviosos, seis personas hablaban en voz muy baja: José Machado Ventura, Ricardo Alarcón, Julio Casas Regueiro, Abelardo Colomé Ibarra, Juan Almeida y Carlos Lage. Inesperadamente llegó Eusebio Leal. Nadie pudo adivinar quién le había avisado, pero tampoco nadie tuvo la descortesía de preguntarle. Cualquier observador inteligente hubiera percibido que no encajaba en el grupo. Era un outsider. Alarcón fue el más frío al saludarlo; Lage, el más educado y amable, pero siempre desde su desvitalizada corrección. Leal llevaba su segundo apellido, Spengler, con un orgullo casi insolente. Era demasiado aristocrático, demasiado afectado. Se le veía a la legua que su vinculación con la Revolución era el producto de una festinada cabriola del destino. Había sido seminarista y lo que le hubiera ido de maravilla era el capelo cardenalicio.
Cuando Raúl se dirigió al pequeño grupo ya se había recuperado. «Fidel ha muerto», dijo, y enseguida añadió lo siguiente: «en marcha la Operación Alba». La Operación Alba estaba prevista para el momento en que sucediera lo inevitable. El jefe del Estado Mayor acuartelaría inmediatamente a todas las tropas del ejército y las colocaría en alerta máxima, listas para cualquier eventualidad. Oficialmente se decía que era una medida previsoria ante un artero ataque yanqui, pero la verdad profunda era otra: impedir cualquier aventura de posibles oficiales desafectos no localizados por la contrainteligencia. El general Colomé Ibarra, Ministro del Interior, movilizaría a todas las fuerzas policiacas y parapoliciacas, con especial énfasis en los batallones antimotines, pero sin excluir a los Comités de Defensa de la Revolución. Una dotación de diez mil agentes saldría esa madrugada a detener preventivamente a los disidentes, reforzar las embajadas extranjeras y custodiar las estaciones de radio, televisión y los aeropuertos civiles. El doctor José Machado Ventura –el gran apparatchik– , se encargaría de controlar al Partido Comunista, cuyos jefes provinciales tendrían que presentarse a las siete de la mañana en la oficina del Comité Central para recibir las instrucciones. Carlos Lage citaría al Consejo de Ministros y Juan Almeida el Consejo de Estado. Ricardo Alarcón haría lo mismo con la Asamblea Nacional del Poder Popular, pues a ésta le tocaría refrendar la prevista sucesión de Raúl a la jefatura del Estado. Felipe Pérez Roque, el inexperto ministro de Relaciones Exteriores, naturalmente, convocaría al cuerpo diplomático y se encargaría de la prensa extranjera.
Con el objeto de transmitir la impresión de calma total, se decidió que el anuncio de la muerte de Castro lo diera primero un locutor de Radio Rebelde. A las cinco de la madrugada comenzarían a tocar marchas militares e himnos políticos para preparar a la población. Todas las emisoras se pondrían en cadena. A las seis de la mañana –una vez que la Operación Alba ya hubiera sido completada– un locutor circunspecto daría la noticia escuetamente: «en la madrugada de hoy.. etc., etc.» La noticia terminaba con el anuncio de que Raúl Castro se dirigiría a la población a las ocho en punto. Se suspendían las clases y se declaraban treinta días de duelo nacional. Los tres primeros incluían el cierre de los centros de trabajo para que el pueblo pudiera llorar su pena y acudir a los funerales.
En efecto, a las ocho en punto, en la oficina del Consejo de Estado, en presencia de sus treinta miembros –que la cámara hábilmente se encargó de recoger– Raúl Castro, con voz entrecortada, leyó dos cuartillas en las que precisaba tres cosas fundamentales: primero, Fidel, el padre de la patria, el maestro, el líder inigualable, había muerto como consecuencia de un devastador episodio cerebral; segundo, los mecanismos sucesorios habían funcionado con arreglo a la ley y todo estaba bajo el más absoluto control; y tercero, la Revolución continuaría su inquebrantable rumbo socialista, ahora más que nunca, pues se trataba de un compromiso de honor con el héroe desaparecido. Tras su intervención se anunció que los funerales se llevarían a cabo 48 horas más tarde en la Plaza de la Revolución, donde se crearía un mausoleo, muy cerca de la estatua de José Martí.
La reacción de los cubanos reflejada por la televisión se movía entre la histeria y el estupor. Llantos, gritos, contorsiones. Algunos grupos de la Juventud Comunista gritaban «Fidel, seguro, a los yanquis dales duro», como si quisieran revivirlo con la consigna. Los opositores, los desafectos y los indiferentes –es decir la inmensa mayoría del país– se recogían prudentemente en sus casas para evitar confrontaciones con los no se sabía por qué encolerizados castristas. Lucía Newman, la corresponsal de CNN, aunque lo intentó, no consiguió filmar ninguna opinión crítica. El representante de Notimex, la agencia oficial de la prensa mexicana, ni se molestó en tratar de buscarla. Lo más cercano a la desaprobación eran personas que se encogían de hombros o que señalaban con un dedo en los labios su decisión de guardar silencio. La sensación prevaleciente era el miedo. Un miedo atroz a lo desconocido. Era como si un descomunal y prolongado eclipse se presentara de pronto ante un pueblo ignorante. El sol, súbitamente, había desaparecido.
El día del funeral, cuando Raúl Castro ocupó la tribuna, la plaza ya estaba llena. Fue el único que habló, pero todas las caras conocidas de la Revolución lo acompañaban en primera fila. Se quería trasmitir de manera creíble una imagen de unidad. Sus emotivas palabras, cuidadosamente escogidas, reiteraron el mensaje anterior: la sucesión era un hecho; la Revolución continuaba; los hombres mueren, pero el Partido es inmortal. Aceptó, sin embargo, que la situación económica del país resultaba extraordinariamente difícil. El discurso apenas duró cuarenta y cinco minutos y fue más notable por lo que no dijo que por lo que repitió. No hubo,, por ejemplo, desafíos a Estados Unidos ni retos al modelo occidental. Los astutos castrólogos enseguida notaron que algo había cambiado en el tono. Cuando se iban, en voz queda, Raúl le dio una orden a Lage: «reúne mañana al Consejo de Estado; están ocurriendo cosas importantes». Se le veía terriblemente preocupado.
Tras los monstruosos funerales de su hermano Fidel, Raúl Castro llegó a la reunión del Consejo de Estado con unas enormes ojeras que esta vez no se debían a la afección hepática que padece sino a la falta de sueño y a las inmensas tribulaciones que le embargaban. Los yanquis no habían desembarcado en Cuba, pero sucedían cosas igualmente graves. Por ejemplo, la Dirección General de Inteligencia ya le había notificado que antes de las ocho horas de saberse la noticia, numerosos socios, testaferros y apoderados de Cuba en el exterior habían comenzado a apropiarse de los activos de la Isla situados fuera del país. Era una incontrolable piñata.
En el pasado, la revista Forbes de Estados Unidos había informado que Fidel Castro tenía en el extranjero una fortuna calculada en mil cuatrocientos millones de dólares –lo que le hizo exclamar a Fernando Arrabal que se trataba de otro gran triunfo de la Revolución, pues Batista sólo pudo llevarse doscientos–, pero lo cierto es que esa inmensa cifra estaba fragmentada en varias decenas de cuentas situadas en Panamá, Suiza, Londres, Luxemburgo o Liechtenstein, al alcance de elementos desaprensivos que en el momento de la muerte de Fidel, como los buitres, habían iniciado el saqueo de la sagrada tumba sin que el Ministerio de Comercio Exterior pudiera evitarlo, pues el propio secreto de las operaciones lo impedía. El dinero no era de Fidel. Era para usarlo Fidel en actividades marginales de la Revolución. Forbes nunca hubiera entendido eso. En general, se trataba de compañías que negociaban las exportaciones cubanas en el exterior –azúcar, tabaco, ron, níquel–, pero la madeja se había ido haciendo más compleja y ya incluía hoteles, restaurantes, instituciones que «lavaban dinero» en complicidad con el Banco Financiero de Cuba, y hasta algún restaurante madrileño repleto de matones.
Pero quizá lo más grave no era la evaporación de esa red exterior propiedad del desaparecido Comandante, sino la extraña actitud asumida por los brokers ingleses, franceses y suizos que solían adelantar divisas contra futuras entregas de azúcar. Súbitamente todos se volvieron fríos y cautelosos, dando evasivas cuando se les intentaba conminar a que no perdieran la confianza. En la comunidad financiera internacional se había instalado una demoledora actitud que podía resumirse en una palabra: expectativa. Todos estaban expectantes, paralizados, aguardando a ver qué sucedía, y con esa actitud precipitaban a Cuba en una crisis mucho mayor de la que el país había padecido hasta ahora. Una crisis «terminal», llegó a decir Raúl Castro recurriendo al manoseado anglicismo.
Carlos Lage completó el desolador cuadro económico con detalles impresionantes: la zafra, otra vez, no llegaría a los cuatro millones de toneladas de azúcar, y la capacidad real de importación de petróleo, dadas las divisas disponibles y la total ausencia de crédito, apenas alcanzaría para costear tres millones de toneladas, salvo que los venezolanos quisieran extenderles una problemática línea de créditos. Esto es, la mitad del mínimo con que el país podía funcionar. Eso quería decir un drástico recorte de la generación de electricidad y de transporte, una caída en picado de la producción de alimentos, y hasta la imposibilidad de mantener la infraestructura que soporta el turismo fuera de Varadero o Cayo Coco, enclaves aislados en donde artificialmente se podía sostener cierto nivel de confort. El único ingreso considerable eran los 800 millones de dólares que remitían los exiliados a sus familiares, pero se trataba de un regalo envenenado que desalentaba el trabajo local, generaba inflación y destruía los fundamentos éticos del sistema. Estaban a las puertas de una hambruna y de una catástrofe sanitaria como las que habían ocurrido en Norcorea tras la muerte de Kim Il Sung.
La explicación de Colomé Ibarra, ministro del interior, fue igualmente sombría. El aumento de la delincuencia era un fenómeno de crecimiento exponencial. Si se reducía aún más la cuota de alimentos, eran predecibles asaltos a las shopping en donde se vende en dólares, y atracos a los desprevenidos turistas. El peligro de desórdenes públicos y de estallidos sociales no provenía de la cantera de la oposición disidente conocida –que estaba perfectamente controlada y penetrada por la policía política– sino de la población más pobre y desvalida, especialmente entre la etnia negra, pues era la que menos acceso tenía a moneda extranjera, dado el escaso número de afrocubanos exiliados capaces de socorrer a sus familiares.
Julio Casas Regueiro, el general más cercano a Raúl Castro, comenzó por confesar que en las Fuerzas Armadas existía un enorme malestar que, eventualmente, podía provocar conspiraciones y deserciones. Primero, había que aceptar el hecho innegable de que el otrora noveno ejército del mundo, triunfador en Angola y en Etiopía, hoy apenas era un holding económico que labraba tierras, poseía hoteles medio vacíos e instituciones financieras, y en el que los coroneles no aspiraban a la gloria de una victoria militar, sino a conducir un taxi para turistas o a inaugurar un «paladar» en el que se pudiera servir comida a los extranjeros. La Marina había tenido que convertirse en chatarra. La aviación apenas contaba con treinta aviones con capacidad de volar. La artillería móvil y los carros de combate estaban detenidos por falta de baterías y combustible. En caso de un enfrentamiento con los norteamericanos, sólo la guerra bacteriológica podía ser de alguna utilidad, pero la utilización de esas armas en el propio suelo tendría un efecto terrible sobre la población cubana, y era muy dudoso, en caso de guerra, que los aviones pudieran cruzar el Estrecho de la Florida. En resumen: las Fuerzas Armadas ya no eran el brazo de la Revolución, sino un ineficiente conglomerado de actividades económicas, carente de visión y ayuno de misión.
Entonces fue el turno de Eusebio Leal. Con voz temblorosa, el historiador de La Habana se atrevió a decir lo que todos pensaban: «señores, ante una situación como la nuestra, no es moralmente justificable imponerle al pueblo cubano más sacrificios. ¿Para qué? ¿Para estar mañana peor? Hicimos una Revolución gloriosa en el tiempo y en el lugar equivocados. Resistimos cuarenta años. Nadie nos pudo derrotar. Pero no debemos continuar hundiendo a nuestro país en la miseria. Cuba no puede ser la excepción política y económica de Occidente. Y da igual si tenemos o si no tenemos razón. Se trata de un problema de supervivencia. De la supervivencia de nuestra población». El primero que se atrevió a aplaudir fue Alfredo Guevara. Luego siguió Casas Regueiro. Siempre había pensado que era una estupidez aferrarse a dogmas que la realidad desmentía constantemente. Alguna vez hasta se había atrevido a discutirlo con su suegro, Carlos Rafael Rodríguez, y había descubierto un criterio similar. Ricardo Alarcón sonrió levemente y se unió a las palmadas. Raúl Castro asintió con un gesto de resignada fatiga.
Tras jurarle fidelidad eterna a la memoria de Fidel Castro, al Buró Político le tomó seis horas formular una nueva estrategia. El camino era obvio. Había que intentar, a la mayor brevedad, una suerte de reconciliación con Estados Unidos, pues bastaría esa aproximación para lanzar al mundo el mensaje adecuado: en Cuba se iniciaba un periodo de cambios reales y profundos. Simultáneamente, Estados Unidos, directa o indirectamente, era el único poder sobre la tierra capaz de organizar una rápida operación de salvamento. Con la buena voluntad norteamericana el petróleo saudí o kuwaití podía llegar a tiempo, pues las reservas de crudo, incluidas las militares, apenas cubrían cuarenta y cuatro días. Asimismo, los alimentos europeos y los bienes de equipo japoneses sólo llegarían a la Isla si Washington los alentaba a dar ese paso.
El encargado de la misión sería Ricardo Alarcón. Era el americanólogo del grupo y llevaba toda una vida soñando con desempeñar ese papel. Avisado Washington mediante una discreta conversación sostenida en La Habana con la Jefa de la Oficina de Intereses de Estados Unidos, se disfrazó el primer encuentro como una rutinaria continuación de las habituales reuniones sobre temas migratorios que tienen lugar en la capital norteamericana, pero para los observadores más sagaces resultó muy extraño que la delegación estadounidense estuviera presidida por dos funcionarios con línea directa a la Casa Blanca, caracterizados por lo que los gringos llaman no-non sense. Gente de habla clara, al grano y con los pies en la tierra.
Alarcón comenzó por describir la pavorosa situación económica del país, para añadir de inmediato que, de seguir así, podían producirse desórdenes y hasta otro éxodo incontrolado de balseros. Muerto Fidel Castro, nadie tenía la autoridad en el país para detener un fenómeno de esa naturaleza. Ése era su implícito chantaje. La proposición resultaba obvia: el Gobierno cubano estaba dispuesto a la apertura política a cambio de dos condiciones. La primera, que Estados Unidos se comprometiera a no intervenir militarmente. La segunda, que se pusiera en marcha, por iniciativa y coordinación de Washington, una «operación salvamento», más importante que la llevada a cabo en Norcorea. En suma, y parafraseando la frase israelí («paz por territorio»), se trataba de algo tan sencillo como «democracia por ayuda», quid pro quo del cual Estados Unidos derivaría un indudable beneficio: tranquilidad migratoria en su volátil frontera caribeña.
La delegación norteamericana estaba preparada para la oferta. Pero era importante que el Gobierno cubano entendiera de manera muy clara la posición de Estados Unidos: en primer término, la Ley Helms-Burton, justa o injusta, cruel o benéfica, dejaba algún espacio para este tipo de maniobra, mas cualquier acuerdo tenía que ceñirse al espíritu y la letra de ese texto legal. En segundo lugar, a lo largo de casi cuarenta años la comunidad cubana en Estados Unidos –dos millones de personas– había alcanzado un grado de presencia en la vida política y social norteamericana que hacía impensable que sus intereses y deseos fueran totalmente ignorados. Eso, por razones electorales, nunca lo harían ni republicanos ni demócratas. El Gobierno cubano, como había sucedido en los veinte países que mudaron de sistema en las últimas décadas, sencillamente, tenía que pasar por la aduana de la oposición interna y externa. No había escapatoria.
Por otra parte, como ocurrió en la transición española, que la delegación norteamericana conocía a fondo, tres eran las medidas previas que debía adoptar unilateralmente el Gobierno cubano para poder iniciar el proceso de apertura: la primera, era decretar una muy amplia amnistía para los presos de conciencia; la segunda, permitir la libre asociación política y la emisión de la palabra escrita o hablada; la tercera, autorizar el regreso de los exiliados políticos que desearan incorporarse a la vida pública del país. Incluso, una cuarta podía preverse para más adelante: un foro gobierno-oposición para discutir el destino del país al que serían invitados doscientos líderes prominentes del mundo democrático internacional vinculados a las grandes familias políticas de Occidente: democristianos, liberales, socialdemócratas y conservadores. Un acto de esta naturaleza, en el que no faltarían los más importantes políticos de Estados Unidos y América Latina, sería la prueba del firme compromiso de las democracias con la transición cubana y un clarísimo mensaje para la comunidad económica de los países desarrollados.
Una vez iniciado el cambio, y en vías de ejecución un plan para la reconstrucción económica de Cuba, ya esbozado en época del presidente Clinton, Estados Unidos pondría todo su peso tras una fórmula que reconciliara a los cubanos sin necesidad de recurrir a venganzas o a represalias. Afortunadamente, existían los precedentes uruguayo y argentino, en los que una «ley de punto final», refrendada por los electores democráticamente, sirvió para pasar una página negra de la historia de esos países. Nadie esperaba que hubiera olvido, pero sí que se produjera una suerte de perdón colectivo, universalmente exculpatorio. La democracia era un método excelente para curar heridas y legitimar este tipo de acciones legales. Si Raúl Castro tenía que alejarse del poder como parte del proceso de transición, podría hacerlo con todas las garantías, sacrificio menor, pues –al fin y al cabo– también se trataba de un hombre bastante enfermo.
¿Significaba el cambio que la Revolución comunista desaparecería? Muy probablemente, pero no sería por imposición de Estados Unidos sino por la voluntad del electorado. Era lo predecible, pues Cuba ni debe ni puede escapar a su destino occidental y latinoamericano. La Isla, como las veinticinco naciones más desarrolladas y felices del planeta, debe organizar su vida pública de acuerdo con los principios y métodos democráticos, y su modelo económico no debe ser otro que el de la libertad de empresa, la propiedad privada y el mercado, como seguramente decidirían en las urnas los propios cubanos. Sólo que dentro de ese amplio marco, como ha sucedido en los países del Este de Europa, los viejos comunistas tendrían un ancho espacio para continuar sus vidas con dignidad y sin peligro. Un espacio que ellos nunca les concedieron a sus adversarios.
Finalmente, se abrieron las cárceles. Nunca es mayor la dicha –cantó el poeta– que el día de soltar los prisioneros. En silencio, cabizbajos, cansados, cientos de miles de cubanos regados por todos los rincones del planeta, emprendieron el viaje de regreso. El país se fundió en un abrazo largo, silencioso y apretado. Era como volver a nacer.