LA OTRA ORILLA
¿Por qué vives en Miami?», preguntan con sorna los norteamericanos Y enseguida se contestan: «porque es la ciudad más cercana a Estados Unidos.» La broma lleva oculta una crítica y el reconocimiento de un hecho antropológico evidente: hay un sector importante del sur de la Florida que culturalmente está más cerca del mundo hispano que de los propios Estados Unidos. Basta llegar al aeropuerto de Miami para comprobarlo. Ese mundo hispano está formado con los dolorosos restos de varios naufragios y desastres: en primer término, por supuesto, el cubano. Luego han seguido el nicaragüense y el colombiano. Ahora van llegando las riadas de venezolanos razonablemente asustados por el Armagedón que se anuncia en ese país. Pronto la dieta casi suicida de esa ciudad añadirá la arepa venezolana al «sándwich» cubano o a la tortilla de maíz centroamericana. Miami entonces, además de más obesa, será un poco más cosmopolita, más mestiza en el sentido cultural, más interesante, en la medida en que estos nuevos inmigrantes, aun sin proponérselo, enriquecerán con sus hábitos y formas de vida ese ya complejo mosaico de nacionalidades y etnias que fulgura en las series de televisión y que le va dando a la ciudad un perfil único dentro del contorno urbano de Estados Unidos, y hasta un grato y amanerado estilo arquitectónico decorado en amables tonos pasteles.
En todo caso, como se sabe, Miami no es la única ciudad hispana de Estados Unidos. Los Ángeles y San Antonio –entre otras– también lo son. Pero lo son de una manera diferente. En Los Ángeles y en San Antonio, no obstante el enorme peso demográfico de los ciudadanos de origen mexicano, la cultura dominante, el mainstream, es estadounidense. En Miami, sin embargo, hay dos culturas que conviven sin mezclarse excesivamente, dos mainstream. ¿Por qué? Porque la legendaria capacidad de asimilación de la sociedad y la cultura norteamericanas, apta en el pasado para fagocitarse a millones de alemanes, italianos o judíos centroeuropeos sin grandes dificultades, todavía no ha tenido tiempo de absorber a los cientos de millares de inmigrantes latinoamericanos que van llegando en imparables oleadas sucesivas. Para que se produzca la integración y americanización de estas personas habrá que esperar a que se reduzca el flujo de recién llegados y predominen en el censo los hispanos de segunda o tercera generación, ya educados en inglés, y eso sucederá, pero dentro de varias décadas. Será una lenta digestión.
Este cambio radical en cierta medida es una consecuencia de la revolución cubana. En 1959 Miami era otra cosa. Era, fundamentalmente, un tranquilo balneario utilizado por norteamericanos ricos que escapaban de la crudeza del invierno, alegre tropa de ciudadanos, casi siempre de la tercera edad, a la que discretamente se habían incorporado algunas figuras de la mafia o del espectáculo. La ciudad no se distinguía en el terreno académico, industrial o comercial. Lo suyo era la playa, el cocotero, y la piña colada que entonces comenzaba a beberse copiosamente. Sin embargo, para los cubanos, desde hacía cierto tiempo, Miami tenía otro destino: era un refugio político. Lo fue en la década de los treinta, cuando unas cuantas docenas de exiliados de la dictadura de Machado se radicaron en la ciudad, y volvió a serlo en la de los cincuenta, cuando les tocó el turno a unos cuantos centenares que huían del gobierno de Batista. De estos últimos, y de la posterior evolución de la ciudad hasta nuestros días, puede seguirse la pista histórica por medio de un periódico en español fundado en 1953 por un emprendedor abogado nicaragüense, exiliado de la dictadura de Somoza, don Horacio Aguirre, quien de alguna manera previó el curioso destino de Miami como refugio latinoamericano de las catástrofes de la zona, y desde entonces se entregó a la tarea de prestarles una voz a los perseguidos. Quien hoy quiera averiguar cómo Miami se ha convertido en lo que es, una especie de capital latinoamericana de la cuenca del Caribe, todo lo que tiene que hacer es asomarse a los archivos del Diario las Américas. Ahí está todo.
Dadas las experiencias de los exiliados durante el machadato y el batistato, fue de una manera natural que desde el primer momento quienes huían del régimen de Castro tomaran a esta ciudad floridana como punto de llegada. Incluso, en los días iniciales de 1959, prácticamente se cruzaron en el aire los que regresaban a Cuba y los que la abandonaban. Quienes huían del castrismo en ese momento no eran demasiados, y es muy probable que el grupo calificable como «batistiano» en esos primeros tiempos no pasara de los diez millares, la mayor parte de ellos oficiales de los cuerpos armados o políticos que, ciertamente, corrían peligro de ser encarcelados por los nuevos gobernantes. No obstante, es posible que en los seis meses iniciales de ese año el saldo migratorio fuera favorable a Cuba. Eran más los cubanos que regresaban a la Isla que los que la dejaban. Y entre los que regresaban la mayor parte ni siquiera eran exiliados antibatistianos. Se trataba de ciertos emigrantes económicos que se habían trasladado a Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra mundial en busca de mejores oportunidades de trabajo que las que encontraban en Cuba. Muchos de ellos vendieron sus casas, enseres y automóviles, y regresaron jubilosos e ilusionados a la nueva Cuba que anunciaban los medios de comunicación. Estos «retornados» llegaban a la Isla llenos de buena fe, y, como muestra de ello, pública y notoriamente canjeaban sus bien ganados dólares –los ahorros de toda una vida– por pesos cubanos «para ayudar a la Revolución». Un buen número no tardó en regresar a Estados Unidos con las manos vacías, a empezar otra vez, profundamente decepcionados.
En efecto: la luna de miel duró poco. A partir del segundo semestre de 1959 comenzó a incrementarse el éxodo de los cubanos. Ya no eran batistianos que huían. En la medida en que se hacía evidente que Castro había elegido el camino de la dictadura comunista –algo perfectamente nítido a partir de julio de 1959, tras el enfrentamiento entre el presidente Urrutia y Fidel Castro–, las familias más prudentes e informadas, generalmente mejor educadas que la media nacional, iniciaron el éxodo, especialmente si contaban con recursos económicos. En ese momento casi nadie suponía que el régimen comunista podía consolidarse y durar cuatro décadas –se pensaba en un período de meses o, a lo sumo, de pocos años–, pero se creía que el país marchaba hacia la guerra civil y a una confrontación final con Estados Unidos. Entonces el análisis geopolítico más urgente se resumía en una frase repetida hasta las náuseas, como recuerda con amargura el empresario exiliado Fernando Vega Penichet: «Estados Unidos no a va a permitir un gobierno comunista aliado de Moscú a noventa millas de sus costas.» Casi nadie fue capaz de percatarse de que desde 1933 Estados Unidos no había tenido mucho éxito en el diseño de su política cubana. Cuando cayó Machado el poder fue a parar a manos imprevistas y no queridas por Washington. En 1952 Batista dio un golpe militar que contrariaba los deseos del Departamento de Estado. En 1959 todas las presiones e intrigas norteamericanas sobre Batista y la oposición no fueron capaces de organizar la transmisión de la autoridad en Cuba de una manera que sirviera a los intereses estadounidenses. Pero los cubanos veían las cosas de otro modo. Impregnados por la vieja memoria de principios de siglo, continuaban pensando que Estados Unidos era punto menos que invencible y siempre conseguía imponer su imperial voluntad. La ingeniosa frase entonces puesta en circulación por el periodista Viera Trejo resultó ser absolutamente equivocada: «Fidel dice que la historia lo absolverá; no se da cuenta de que la geografía lo condena.» La geografía, como los astros, inclinaba, pero no obligaba.
Al principio el exilio tuvo un aire de provisionalidad. Era cuestión de poco tiempo, así que no parecía sensato dedicarse a crear unas bases sólidas en Estados Unidos. Sin embargo, en la medida en que transcurría 1960 se iba transparentando una realidad mucho más preocupante: sacar del poder a Castro iba a resultar bastante más difícil que a Machado o a Batista. Por lo pronto, la policía política no cesaba de detener opositores o de infiltrar con gran éxito a los grupos clandestinos, mientras ya estaban funcionando en Cuba las milicias populares y los Comités de Defensa de la Revolución. El gobierno, generosamente abastecido con equipos y municiones provenientes del Este, armaba a todos sus partidarios y se disponía a dar una batalla a sangre y fuego. Ante esta creciente tensión, y ante las dificultades económicas que comenzaban a multiplicarse, decenas de millares de profesionales y empresarios decidieron marcharse del país. Pero ya no huían solamente los perseguidos políticos o los perjudicados por las crecientes expropiaciones. También se iban, simplemente, quienes no querían vivir bajo una dictadura comunista, quienes se negaban a convertirse en funcionarios y burócratas manejados a su antojo por la «nueva clase» revolucionaria que iba surgiendo al amparo del castrismo. Y a veces, cuando estaban atrapados por lazos familiares o por obligaciones de otra índole, estos desafectos de los comienzos ni siquiera se iban ellos mismos, sino enviaban por delante a sus hijos pequeños para «salvarlos de los horrores que se avecinan», como consignó el ensayista Leonardo Fernández Marcané: así partieron varios millares de menores de edad, sin familiares, amparados por la Iglesia católica, que les consiguió hogares de adopción, en una operación conocida como «Peter Pan», angustiosamente puesta en marcha cuando se corrió el rumor en la Isla de que el gobierno planeaba privar a los padres de la patria potestad de sus hijos. «Fue –le he escuchado coincidir al abogado Ricardo Martínez Cid y al editor Francisco Pancho Rodríguez, ambos miembros de aquella dolorosa expedición– una experiencia terrible; no sabías si ibas a volver a ver a tus padres o si algún día regresarías a tu país.» Algunos muchachos tardaron varios años en reencontrarse con sus familiares. Otros se separaron para siempre, o, cuando se volvieron a ver, eran unos perfectos extraños. El escritor Carlos Verdecia –quien en el exilio se convertiría en director de importantes publicaciones– embarcó a su hijo mayor rumbo a Estados Unidos –entonces un adolescente– una semana antes de su propia partida. El gobierno le negó y le prohibió la salida. No volvió a verlo hasta quince años más tarde. Esa historia se repitió mil veces: destruir cruelmente familias y matrimonios, a veces de manera irreparable, era (y es) una política del Estado cubano.
¿Se trataba de una reacción histérica y exagerada de los adversarios del castrismo? No necesariamente, pues poco después, en el afán de construir «hombres y mujeres nuevos», bajo el pretexto de enseñarles tareas agrícolas para que colaborasen con la prosperidad de la patria, el Gobierno cubano pondría en marcha sus «escuelas en el campo», experimento pedagógico encaminado a liberar a los niños y niñas de la influencia de sus padres para colocarlos bajo la tutela moral de un Estado que se encargaría de modelarlos de acuerdo con los superiores valores y principios del marxismo. Y esas escuelas –unas mil fabricadas al aproximado costo de un millón de pesos cada una–, si bien no sirvieron para incubar «hombres y mujeres nuevos», sí fueron tristemente útiles, en cambio, para que muchos de ellos o ellas se asomaran a las relaciones sexuales y a la promiscuidad a una edad en la que difícilmente estaba formada la escala ética que debe acompañar a este tipo de decisiones personales. Cuando quienes hoy viajan a Cuba, se sorprenden de la desembozada facilidad con que la juventud cubana mantiene relaciones sexuales, o de la cortísima edad en que las empiezan –una conducta que en algo difiere de las demás sociedades latinoamericanas–, es ahí, en esas escuelas, donde deben buscar el origen de este notable cambio en las costumbres del país. Los llevaban a muy temprana edad a descubrir el comunismo, sin una atenta supervisión de los adultos, y acababan, naturalmente, descubriendo el sexo.
Primero tras el fracaso de Bahía de Cochinos, abril de 1961, y luego tras el desenlace de la llamada «Crisis de los misiles», octubre de 1962, se hizo patente que la dictadura de Castro iba a ser mucho más duradera de lo que nadie calculó en un principio, de manera que es en ese punto en el que la «provisionalidad» del destierro le dio paso a una actitud diferente. Tanto los que ya estaban fuera de Cuba como los que se disponían a emigrar sabían que el exilio sería una prolongada o permanente forma de vida, convicción que, si bien era triste, poseía sus aspectos positivos: a partir de ese momento se desató entre muchos cubanos lo que algunos sociólogos han llamado «la fiebre del emigrante». Esa urgencia vital de trabajar furiosamente para recuperar el tiempo perdido y conseguir insertarse exitosamente en la nueva sociedad. Y así fue: miles de profesionales, al tiempo que desarrollaban los típicos trabajos de los inmigrantes –camareros, empacadores de frutas, sirvientes– estudiaron para revalidar sus títulos –tres mil médicos entre ellos–, haciendo unos titánicos esfuerzos para que sus hijos asistieran a buenas instituciones educativas –fin al que el gobierno norteamericano contribuyó generosamente con unos préstamos especiales–, mientras los que tenían cierta experiencia en el comercio y la industria, cuando lograban acumular cierto capital se aventuraban a dar los primeros pasos para abrirse camino.
Al cabo de pocos años ya era inocultable el éxito económico de la comunidad cubana en Estados Unidos –Miami, Nueva Jersey y Los Ángeles básicamente–, incluido Puerto Rico, isla hermana en la que buscaron refugio unos cincuenta mil exiliados. Poco a poco fueron surgiendo los datos: era la comunidad hispana con el mayor índice de ingresos per cápita y la que más empresas creaba: unas 42 000 de todos los tamaños y modalidades. Y era, además, la que con mayor facilidad había penetrado el gran mundo corporativo norteamericano con un notable número de altos ejecutivos: Coca-Cola, Morgan, Kellogg's y, naturalmente, Bacardí, un emporio creado por exiliados cubanos, cuya facturación excede a la del valor de la zafra azucarera de la Isla en el mercado internacional: ochocientos millones de dólares. El perfil estadístico de los cubanos quedaba, pues, muy cerca del de la clase media blanca norteamericana. Solamente los cubanos avecindados en el sur de la Florida –un millón más o menos– producían más bienes y servicios que los once que quedaron en la Isla obligados a vivir en un sistema notablemente ineficiente. Pocas veces en la historia de Estados Unidos unos emigrantes habían tenido tanto éxito en tan poco tiempo. Cuando Reagan llegó a la presidencia quiso celebrar este fenómeno y escogió dos notorios casos de éxito empresarial para distinguirlos especialmente: Carlos Pérez, un cubano que había revolucionado las fórmulas de comercialización de las bananas, y Armando Codina, un constructor que había llegado a la Florida en medio del torbellino de los niños Peter Pan y se había convertido en un coloso de las edificaciones urbanas.
El gobierno cubano, mientras tanto, veía el fenómeno de la emigración con una actitud totalmente esquizofrénica. Por una parte entendía que era el puente de plata para el enemigo en fuga –algo que le convenía y propiciaba–, pero, por otra, colocaba toda clase de obstáculos o les infligía humillantes castigos a quienes manifestaban su deseo de abandonar el país. Simultáneamente, la válvula de la emigración le servía a Castro para poner presión sobre Estados Unidos. En 1964, cuando arreciaba la crisis económica, expresada por el desabastecimiento y la agudización de la inflación, con el propósito de obligar a Washington a aceptar a millares de cubanos desafectos, La Habana estimuló el éxodo por medio del puerto de Camarioca, provocando que centenares de botes partieran desde la Florida para recoger a familiares que no habían conseguido salir del país por medios legales. Ante esos hechos, el gobierno de Johnson autorizó los «Vuelos de la libertad», y, finalmente, más de doscientos mil cubanos lograron llegar a Estados Unidos por esa vía.
Este episodio volvió a repetirse otras dos veces: en 1980, por medio del Puerto de Mariel, para poner fin al hecho insólito y avergonzante de que once mil personas buscaran asilo en la embajada de Perú, Castro «abrió» el puerto de Mariel y –exceptuados los jóvenes en edad militar o los graduados universitarios– autorizó a salir a quien así lo deseara. En esa oportunidad –durante el mandato de Carter– unos ciento veinticinco mil cubanos arribaron a tierras norteamericanas antes de que se cerrara la espita, pero Castro se ocupó de colocar entre ellos a un buen número de locos y de endurecidos criminales comunes sacados de las cárceles con el objeto de destruir la imagen de los exiliados en Estados Unidos –una de sus pasiones permanentes–, librarse de estos indeseables, y, además, demostrar que quienes se iban del país eran delincuentes, o, como entonces comenzaron a llamarlos, «escoria». Afortunadamente, entre los emigrantes reales, no los colocados por el gobierno, había un buen número de intelectuales y artistas que luego demostrarían su valía, como los escritores Reynaldo Arenas, Carlos Victoria y los hermanos Abreu, o Roberto Valero, un notable poeta que falleciera muy joven algunos años más tarde.
El último de estos incidentes, copia al carbón de los anteriores, ocurrió en el verano de 1994 como consecuencia de la creciente salida ilegal de balseros que huían de Cuba y encontraban amparo en Estados Unidos. Para terminar con el trato favorable dado a los inmigrantes cubanos –protegidos por una ley especial promulgada durante la administración de Lyndon Johnson, legislación que Castro pensaba que era un estímulo para la emigración–, volvió a permitir el éxodo sin controles de balseros, y varias decenas de millares de cubanos se echaron al mar en cualquier cosa capaz de flotar. Unos treinta mil consiguieron sobrevivir –no se sabe cuántos millares perecieron– y fueron internados en la base de Guantánamo hasta que se les permitió viajar a Estados Unidos. Como resultado de este «pertinaz chantaje migratorio» –así lo calificó el periodista español Alberto Míguez–, el gobierno de Clinton se avino a aceptar anualmente la cifra de al menos veinte mil refugiados anuales, reiterándose con ello la paradoja de que es en Estados Unidos donde Castro encuentra alivio para las presiones internas que aquejan a su gobierno. La suma total de exiliados, grosso modo, es como sigue: de Cuba han salido un millón de cubanos –incluidos unos cuantos millares avecindados en España, Venezuela, México y Costa Rica–, que a lo largo de cuatro décadas han tenido un millón de hijos. Hoy, uno de cada seis cubanos vive en el extranjero. Pero según las estimaciones de los diplomáticos radicados en la Isla, más de la mitad de la población estaría dispuesta a emigrar si contara con visa y cómo costear el pasaje.
El éxito económico de los exiliados, sin embargo, no ha ido parejo con una buena percepción en los medios de comunicación. El estereotipo, alentado por la hábil propaganda de La Habana y el auxilio de numerosos simpatizantes del castrismo, los ha mostrado como acaudalados cómplices de la dictadura de Batista, apasionados e intolerantes, cuando, en realidad, la inmensa mayoría son personas que inicialmente simpatizaron con la Revolución, y que salieron de Cuba sin un céntimo en los bolsillos, a las que la experiencia en carne propia de lo que es una dictadura totalitaria convirtió en anticomunistas e inclinó hacia posiciones más bien conservadoras, fenómeno totalmente entendible y similar a lo que sucedía con los exiliados de Hungría, Checoslovaquia y demás víctimas de las tiranías del Este. Tampoco es conocido el hecho de la importantísima presencia de estos exiliados en el terreno académico, donde unos tres mil profesores han ocupado cátedras universitarias en sitios tan diversos como la Universidad Nacional Autónoma de México –Beatriz Bernal, una eminente jurista–, Harvard –Jorge Domínguez y Modesto Maidique, hoy presidente de una de las mayores y mejores universidades del sur de Estados Unidos–, la Universidad de Puerto Rico –Leví Marrero, autor de una monumental e insuperada historia de Cuba, o José Luis Fajardo, profesor de piano en el Conservatorio de Madrid.
Esa distorsión de la imagen de los exiliados, descontada la hábil manipulación de los servicios cubanos, en buena medida se debió al tipo de noticia que solía recoger la prensa, casi siempre asociada a conflictos e incidentes políticos violentos entre los desterrados y el gobierno de Castro. Y, en efecto, así ocurrió durante casi toda la década de los sesenta y setenta, cuando una parte de la oposición insistió en la vía armada para tratar de desalojar a Castro del poder, recurriendo a métodos parecidos a los que él mismo había utilizado para alcanzarlo. Tras la muerte de Kennedy, cuando Johnson puso fin a los planes subversivos contra el gobierno cubano, varios grupos independientes llevaron a cabo acciones comando muy audaces, pero escasamente eficaces –Tony Cuesta y Santiago Álvarez trataron de hundir un tanquero soviético que navegaba hacia Cuba, Juan Manuel Salvat y varios de los miembros del Directorio ametrallaron un hotel en el que sesionaba la dirigencia comunista. Otros, además, se infiltraron para intentar revivir la lucha guerrillera en las montañas –como los comandantes Eloy Gutiérrez Menoyo y Ramón Quesada (fundadores de Alpha 66 junto a Nazario Sargén y Diego Medina) quienes pasarían más de veinte años en las cárceles, o Vicente Méndez, quien sería fusilado–, pero a la altura de 1970 ya resultaba obvio que Castro era prácticamente inderrotable en el terreno de la violencia. Por otra parte, tampoco su temperamento o sus instintos le permitían quedarse con los brazos cruzados ante los retos de la oposición. En respuesta a las actividades de los exiliados –reveló el general Rafael del Pino tras escapar de Cuba en 1987–, el ex comandante revolucionario Aldo Vera era asesinado en Puerto Rico por los servicios cubanos de inteligencia, al igual que Rolando Masferrer –destrozado por una bomba-lapa colocada bajo su automóvil–, mientras José Elías de la Torriente, quien había desarrollado un plan militar contra la dictadura que el gobierno juzgó peligroso, y, sobre todo, quien había logrado un cierto grado de unidad entre la oposición, resultaba ejecutado dentro de su propio hogar por medio de pistoleros castristas que le dispararon a través de la ventana.
Una vez desechada la vía armada, y tras unos oscuros y censurables actos de terrorismo –como la voladura de un avión de Cubana de Aviación en pleno vuelo–, nunca aclarados del todo, muchos de los opositores que en el pasado habían tomado las armas comenzaron a explorar otras vías de solucionar los conflictos políticos cubanos. Así las cosas, en 1978 el banquero Bernardo Benes entra en contacto con Castro, y, tras consultar muy cuidadosamente con la administración de Carter, se coloca al frente de varias docenas de exiliados –algunos de ellos habían peleado muy bravamente en Playa Girón, como era el caso de Miguel González Pando– para entablar una suerte de diálogo con el gobierno cubano. ¿Qué buscaban Benes y quienes lo acompañaron en esa delicada tarea? En primer término, la excarcelación de miles de presos políticos que llevaban prácticamente dos décadas en las cárceles. Era, en esencia, una misión humanitaria. También, que los exiliados pudieran regresar de visita a la Isla a retomar contacto con sus familiares. ¿Qué buscaba Castro? Tres objetivos: primero, consolidar oficialmente su legitimidad política. Si sus enemigos acudían en son de paz a sus predios, era obvio que implícitamente reconocían que estaban derrotados y se liquidaba la etapa de la insurrección frente a su régimen. Segundo, vaciar las cárceles de unos adversarios que ya no tenían oportunidad de volver a tomar las armas, cautiverio que carecía de sentido como forma de escarmiento público, pues la situación interna estaba absolutamente bajo control. Y, tercero, comenzar una suerte de reconciliación con Estados Unidos repitiendo lo que en 1963 había intentado con Kennedy tras la devolución de los expedicionarios de Bahía de Cochinos: cambiar presos políticos por buenas relaciones. El gobierno de Carter estaba dispuesto a terminar la vieja disputa entre los dos países, pero exigía que finalizara la ayuda de Cuba a la subversión centroamericana, y, especialmente, la enorme presencia cubana en África. Castro no estaba dispuesto a conceder nada de esto, pero sí, en cambio, a liberar prisioneros. Ése era su quid pro quo: soltaba a miles de presos y les permitía (más bien los urgía) a que abandonaran la Isla, a cambio de lo cual Estados Unidos debía cancelar su vieja política hacia Cuba.
Una combinación de factores impidió que la estrategia de Castro tuviera éxito. Lo más impactante fue el regreso masivo de los exiliados. Durante veinte años el gobierno había bombardeado a la población con historias terroríficas sobre el desajuste emocional y el fracaso de los «gusanos» que habían optado por el exilio, y hasta había prohibido que se mantuviera contacto con esta gente despreciable y hambreada que padecía todo género de discriminaciones por parte de la sociedad norteamericana. Ésa era la versión oficial. Pero de pronto esta caricatura resultó desmentida cuando descendieron de los aviones miles de exiliados económicamente poderosos, llenos de regalos, que les contaron a sus familiares cómo habían logrado escalar posiciones económicas y sociales inalcanzables para los familiares que quedaron en Cuba, generando con esto una explosión de insatisfacción que muy pronto se alcanzó a percibir. Ocurría que el más pobre de los exiliados vivía mejor que el más acomodado de los familiares que permanecieron en Cuba, siempre que no fueran de la nomenklatura, claro, pues, como demostrara el sociólogo Juan Clark en su obra Cuba: mito y realidad, la distancia entre la calidad de vida de los jefes de la Revolución y la del pueblo llano era abismal.
Pocos meses más tarde, en 1980, los sucesos de la embajada de Perú –esas once mil personas que ocuparon milímetro a milímetro los predios de una casona y un jardín familiares–, y el posterior éxodo de Mariel parecen haber sido las secuelas de aquellas visitas. Los cubanos de la Isla sabían que estaban muy mal, pero cuando contrastaron sus vidas tensas y llenas de privaciones con las de sus parientes, muchos se echaron a llorar de frustración. Otros, más prácticos, se echaron a correr hacia el exilio. Irónicamente, mientras Benes y quienes lo acompañaron en su misión humanitaria eran acusados de «traidores» por exiliados que no querían ningún tipo de contacto con la dictadura, el Gobierno cubano lamentaba profundamente haber accedido a aquella mínima apertura. La reconstrucción de los lazos familiares y el intercambio de información habían pulverizado veinte años de incesante campaña propagandística.
Por aquellos años –fines de la década de los setenta– comenzó a cambiar públicamente la percepción internacional de los exiliados en los medios intelectuales. En el verano de 1979, en un Congreso de Escritores convocado en Canarias por el narrador J. J. Armas Marcelo –novelista español que, sin renunciar a posiciones progresistas no tenía la menor simpatía por la dictadura de Castro y no se ocultaba para decirlo– se invita a varios escritores cubanos exiliados y se discute apasionadamente y a fondo el tema político de la Isla. La mayoría de los participantes, entre los que abundaban los comunistas y los antinorteamericanos patológicos, todavía respalda a Castro, pero ahí se escuchan las voces de condena de Federico Jiménez Losantos, Fernando Sánchez Dragó, y otros (entonces) jóvenes escritores procedentes de la izquierda que habían roto frontalmente con el comunismo.
Animados por esta experiencia, ese mismo año se convoca en París el Primer Congreso de Intelectuales Cubanos Disidentes, al que se suma una docena de figuras de primer orden como Fernando Arrabal, Alain Ravennes, Bernard Henri-Levy, Phillippe Sollers, Paul Goma o Vladimir Bukovsky. Eugéne Ionesco, Jean-François Revel, Néstor Almendros, Juan Goytisolo, y Jorge y Carlos Semprún prestan su apoyo entusiasta. El poeta y ensayista Miguel Sales y el escritor cubano-francés Eduardo Manet se ocupan de coordinarlo junto al pintor Siro del Castillo y el agrarista Mario Villar Roces. Varias docenas de intelectuales cubanos viajan a París desde diferentes partes del globo. Pedro Ramón López Oliver –una rara y eficaz combinación de cuentista, banquero e ideólogo socialdemócrata– facilita generosamente buena parte de los fondos que se requieren; el editor Ramón Cernuda hace lo mismo. La novelista Hilda Perera, finalista del Planeta (1972), veinte veces premiada en certámenes literarios, escribe algunos de los documentos que luego circulan. La psicóloga Marian Prío se ocupa de una buena parte de la logística. Lo importante es demostrar que la intelligentsia democrática de Europa no sólo se opone y condena a Castro, sino que apoya a la oposición y se identifica con los intelectuales cubanos disidentes. Lo que se intenta es romper el aislamiento y hasta el rechazo en que han vivido numerosos intelectuales y artistas cubanos por adversar vigorosamente al régimen. En ese Congreso se le rinde homenaje a algunos de los grandes escritores cubanos totalmente silenciados y hasta desacreditados por el castrismo: Lidia Cabrera, Gastón Baquero, Lino Novas Calvo. Si el «caso Padilla» marcaba el inicio de la ruptura entre los intelectuales democráticos del mundo occidental y el castrismo, este Congreso de París señalaba el acercamiento expreso y el aval moral a la oposición.
Tras esta experiencia hubo otras igualmente exitosas en Nueva York (1980), Washington (1982), Madrid (1986) y Caracas (1987). En Nueva York, en Columbia University, el dramaturgo Iván Acosta y los profesores Julio Hernández Miyares y Modesto Maidique convocaron –y acudieron– a relevantes miembros del mundo académico de Estados Unidos. Los encabezaba el sociólogo Irving L. Horowitz. En Washington fueron Oilda del Castillo, Frank Calzón y Marcelino Miyares –politólogo, publicitario, buen comunicador– quienes lo organizan. En la capital de Estados Unidos lo importante es lograr la atención de la clase política con un análisis de la situación cubana que trascendiera los tópicos convencionales. Se logra a plenitud. En el de Madrid hay dos notables incorporaciones: la del novelista César Leante, quien había desertado recientemente en España, asqueado de la represión policiaca en la estela de los sucesos de Mariel, y la del poeta Armando Valladares, puesto en libertad tras una vigorosa campaña de Fernando Arrabal, quien prácticamente obligó al presidente François Mitterrand a pedirle a Castro la libertad de este prisionero, dado el estado de indignación generado por el dramaturgo hispano-francés en los influyentes medios intelectuales de París. En Venezuela –el único de estos Congresos organizado en América Latina– tuvo el apoyo de los sindicatos cristianos, dirigidos por Emilio Máspero, y contó con la presencia de los parlamentarios Ramón Guillermo Aveledo, José Rodríguez Iturbe y Carlos Raúl Hernández, los tres escritores y analistas de primer rango, así como de los cubano Silvia Meso, Fausto Masó y Roberto Fontanillas Roig.
A fines de los setenta, mientras los intelectuales cubanos del exilio se reunían en París con sus homólogos europeos, otro fenómeno de gran importancia comenzaba a gestarse entre la emigración: Jorge Mas Canosa, acompañado –entre otros– por Raúl Masvidal y de Mario Elgarresta echaban las bases de lo que sería el más efectivo lobby creado por los exiliados para influir sobre los políticos norteamericanos, y muy pronto se le sumaron empresarios de la talla de los Moreira –padre e hijo– y Diego Suárez. La vida de Mas Canosa, cuya historia ha escrito Álvaro Vargas Llosa en un notable y generoso libro titulado El exilio indomable, era una muestra del talento para las actividades empresariales y de la pasión total dedicación a la lucha contra la dictadura de Castro. Exiliado antes de cumplir los veinte años, y tras participar en la expedición de Bahía de Cochinos –estuvo en uno de los contingentes que no llegó a desembarcar–, Mas Canosa, quien comenzara como repartidor de leche a domicilio, llegó a amasar una fortuna de varios cientos de millones de dólares sin jamás perder de vista su objetivo de terminar con el comunismo en Cuba.
Esta militante vocación política le llevó de la mano por diversos vericuetos ideológicos y distintas estrategias, hasta que se convenció de que el mejor camino para influir en los acontecimiento cubanos, dada la imposibilidad de derrotar a Castro por las armas era ejercer presión sobre los políticos norteamericanos, haciende valer el peso electoral de los Cuban-americans y los cuantiosos recursos económicos de una parte de la emigración que le era afín. Para Mas Canosa, en ese entonces había tres factores de poder en juego: La Habana, Moscú y Washington, y como era imposible influir sobre los dos primeros, la única y mejor opción disponible el la tercera capital, Washington. Algo, por cierto, que no resultaba nuevo en la historia de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, pues ya a mediados del siglo XIX, durante la administración del presidente Franklin Pierce, se constituyó el primer lobby dedicado a parecidos menesteres. El de aquellos años, por supuesto, estaba consagrado a tratar de desalojar a España de la isla de Cuba.
Pero si bien Mas Canosa intuía la importancia de una institución de este tipo, para poder construir la delicada carpintería del lobby necesitaba un «americanólogo» acreditado. Alguien que conociera bien la idiosincrasia de la clase política norteamericana y los sinuosos meandros por los que discurre el poder en Washington. La experiencia le había enseñado que en Estados Unidos no existía un centro unívoco donde radicara la autoridad, dado que el juego institucional de balances y equilibrios tendía a la dispersión del poder. Una cosa era la Casa Blanca, y otras las dos cámaras del Parlamento, el Departamento de Estado, los organismos de seguridad –la CIA, el Consejo de Seguridad Nacional, el Pentágono–, los medios de comunicación o la comunidad académica, y con todos estos factores había que entablar cierto tipo de diálogo si se quería construir una política cubana que condujera a la liquidación del castrismo.
Ese hombre, ese «americanólogo», resultó ser Frank Calzón, un respetado activista en el campo de los Derechos Humanos, graduado de Georgetown University, radicado en Washington desde los años sesenta, quien en su época de estudiante había militado en una organización juvenil llamada Abdala, creada por Gustavo Marín, y en la que participaron numerosos jóvenes exiliados que luego serían notables profesionales e intelectuales como Ramón Mestre, Laura Ymayo, José Antonio y Silvia Font. Calzón tenía los contactos y sabía que una enérgica combinación entre la ayuda económica a los candidatos –algo que permite y estimula la ley norteamericana– y la presentación de opciones razonables provocaría un importantísimo resultado: por primera vez la clase dirigente de Estados Unidos tendría en cuenta la opinión de los cubanos de la oposición en el diseño de su política hacia la Isla.
El timing para la creación de la Fundación Nacional Cubano Americana no pudo ser más atinado. Se puso en marcha en los últimos tiempos de Carter, y luego cuando Reagan iniciaba su primer mandato y estaba a la búsqueda de una nueva política cubana más audaz que la mantenida por su antecesor. Fue entonces cuando la FNCA planteó la creación de una estación de radio que transmitiera hacia Cuba todas las informaciones y análisis que el Gobierno de Castro les ocultaba a los cubanos, similar a Radio Liberty o a Radio Free Europe que operaban contra las dictaduras del Este de Europa. La proposición tomó casi cinco años en materializarse, pero finalmente, en 1985, fue inaugurada bajo el nombre de Radio Martí, y desde entonces mantiene un altísimo nivel de audiencia y credibilidad entre los cubanos. No obstante, algo más adelante, el lobby de la FNCA lograría una medida más trascendente aún: el congresista demócrata Robert Torricelli –legislador, por cierto, situado a la izquierda del centro en su partido–, quien desarrollara unos fuertes lazos personales con Mas Canosa, auspició una ley, la llamada «ley Torricelli», por la que se endurecían las prohibiciones al comercio entre Cuba y Estados Unidos, el llamado «embargo» por los norteamericanos –palabra que vulnera el buen castellano–, o «bloqueo» como le dice el Gobierno cubano, violentando el significado de este vocablo.
Esta última anécdota es muy reveladora, pues existe la muy generalizada creencia de que el «embargo» –de algún modo hay que llamarlo– es la expresión más contundente de la hostilidad de Washington contra el Gobierno cubano, cuando, en realidad, no es eso. Se trata de una política sostenida por la capacidad de intriga y el persuasivo talento de la oposición exiliada, capaz de influir en unos demócratas y republicanos que ya apenas abrigan sentimientos anticastristas, entre otras razones, porque la mayor parte de los gobernantes norteamericanos del fin de siglo eran unos niños cuando Castro llegó al poder.
Es cierto que Eisenhower decretó las primeras restricciones al comercio entre los dos países; y no es falso que Kennedy las endureció a partir de la «Crisis de los Misiles», pero desde Johnson todos los presidentes norteamericanos han estado tentados a normalizar las relaciones económicas entre los dos países, y si eso no ha ocurrido es, en primer lugar, por la terca resistencia de Castro a flexibilizar sus posiciones cada vez que un emisario de la Casa Blanca ha intentado obtener de La Habana alguna concesión que facilitara el cambio de política. Incluso Reagan, el más duro de todos, estuvo dispuesto a modificar totalmente su política hacia Cuba si La Habana dejaba de ayudar a los terroristas y subversivos en Centroamérica –entonces la mayor preocupación de la Casa Blanca–, pero su enviado, el general Alexander Haig, encontró una firme negativa por parte de sus interlocutores: «Fidel Castro jamás cede un milímetro en materia de principios revolucionarios.»
Casi simultáneamente a la adquisición de poder político indirecto en Washington por medio del lobby cubano, se producía en el exilio otro notable fenómeno que impactaría las relaciones con Cuba: la aparición de congresistas cubanoamericanos de nivel nacional. Primero fue electa Ileana Ros-Lethinen, una mujer enormemente querida por los miamenses, luego Lincoln Díaz-Balart –su tía Mirta, irónicamente, fue la primera esposa de Castro–, abogado con madera de estadista y talento para la polémica, y, finalmente, Roberto Bob Menéndez. Los dos primeros vinculados al partido republicano y elegidos por Miami, y el último, al demócrata, del estado de Nueva Jersey. Menéndez, además, ocupa dentro de su grupo parlamentario la tercera posición en importancia, lo que puede dar idea de su notable jerarquía en el Congreso.
La elección de estos tres congresistas cubanoamericanos, especialmente tras la muerte de Mas Canosa en 1997 y la desaparición de la influencia que él poseía como persona y líder enérgico y atractivo, tiene una especialísima significación, pues comporta «el desplazamiento del centro de interlocución», como ha señalado Leopoldo Cifuentes, un prominente exiliado, residente en España, que en Cuba poseía una de las mejores fábricas de puros del país. Washington ya cuenta con quiénes consensuar su política cubana: ahora pesan mucho más las opiniones de estos tres legisladores, y la representación que oficiosamente se les atribuye de la comunidad cubanoamericana, que lo que puedan decir las organizaciones formadas por exiliados, aun cuando uno de estos congresistas, Bob Menéndez, ha sido seleccionado por un distrito en el que apenas hay electores cubanos. Esto –el gran leverage de estos tres congresistas– explica la redacción y aprobación de la llamada ley Helms-Burton, una pieza legislativa que, debido a la mediación de Díaz-Balart, codifica todos los anteriores decretos presidenciales relacionados con el «embargo», y coloca la política cubana en manos del Congreso, atándole las manos al inquilino de la Casa Blanca que quiera cambiar las relaciones con La Habana. Ahora la posibilidad de eliminar el embargo sólo radica en el Congreso, y dentro de esa institución hay tres celosos guardianes dispuestos a no dejarse arrebatar esta medida.
¿Cómo defienden la permanencia del embargo estos tres congresistas? Con una combinación de argumentos jurídicos, morales, estratégicos y políticos que vale la pena examinar. En primer término, aclaran que el embargo no le prohíbe a ningún país del mundo comerciar con el Gobierno de Castro, invertir en Cuba o favorecer al régimen con créditos, préstamos blandos o francas donaciones. Y la prueba es que algunos de los mejores aliados de Estados Unidos –Canadá, España, Francia, Israel– hacen todo eso constantemente. Si en Cuba, de acuerdo con las cifras oficiales de La Habana, operan más de 350 empresas extranjeras, y si Cuba tiene deudas con Occidente que sobrepasan los once mil millones de dólares, es porque el país, por supuesto, no está aislado en el terreno económico. La verdad es que todo lo que Cuba produce con calidad y precio encuentra siempre su mercado en el exterior: básicamente azúcar, mariscos, tabaco, níquel, y ciertos productos biotecnológicos. Y la verdad es que todo lo que Cuba necesita, si tiene dinero para adquirirlo, o si obtiene créditos, puede comprarlo en Europa, Japón, Corea, Taiwán o América Latina, incluidos los productos made in U.S.A., como puede comprobar cualquiera que visite una tienda para turistas. La ley Helms-Burton se limita a prohibirles a los norteamericanos negociar con Cuba –los perjudicados son ellos– y deja abierta la puerta de los tribunales o de la negación de visa a cualquiera que se beneficie o apodere de bienes propiedad de estadounidenses confiscados en Cuba sin previa indemnización.
Por otra parte, también es falso que el Gobierno cubano carece de acceso al mercado norteamericano. Todo lo que tiene que hacer es rellenar una licencia y en el 99 por ciento de los casos se le concede. Más aún: la sociedad norteamericana es la que más ayuda brinda al pueblo cubano. Las donaciones de los particulares y de las iglesias desde la aprobación de la «ley Torricelli» en 1992 hasta 1997, de acuerdo con un informe oficial escrito para el Parlamento norteamericano por Roger Noriega, ayudante del senador Helms, se acercan a los dos mil cuatrocientos millones de dólares, cifra por lo menos veinte veces mayor a la de la Unión Europea. Si a este guarismo se le añaden los cientos de millones de dólares que anualmente giran los cubanoamericanos a sus familiares, o la humanitaria aceptación de veinte mil inmigrantes todos los años, se tiene un cuadro mucho más realista de las relaciones entre los dos países: Estados Unidos, lejos de ser el origen de los problemas económicos de Cuba, resulta ser su principal fuente de alivio. Casi la única.
Desde el punto de vista jurídico tampoco parece haber contradicciones en la aplicación extraterritorial de la ley Helms-Burton. En una época que acepta la mundialización de los códigos penales, como se evidencia en la detención de Pinochet en Londres por solicitud de un juez español decidido a castigar delitos cometidos en Chile, o en el que catorce países le declaran la guerra a Yugoslavia por los genocidios cometidos dentro de su propio territorio, resulta perfectamente coherente que un país decida sancionar o someter al arbitrio de sus jueces a quienes no han tenido inconveniente en lucrar con propiedades de sus ciudadanos que, en principio, han sido robadas a sus legítimos propietarios en terceros países.
Los argumentos de carácter moral que los congresistas cubanoamericanos suelen esgrimir tampoco son desdeñables: un país –en este caso Estados Unidos– tiene la obligación ética de imponer sanciones y castigos económicos a las naciones que violan los derechos humanos, especialmente si se trata de gobiernos que no muestran el menor propósito de enmienda. Esto fue lo que se hizo contra la Sudáfrica racista del apartheid o contra la narcodictadura haitiana. Y el hecho de que se trate de sanciones unilaterales, no aprobadas por la ONU, puede ser un dato insignificante. La ONU tampoco aprobó el bombardeo de Yugoslavia y no por eso las principales democracias del planeta dejaron de actuar. Al mismo tiempo, resulta un despropósito tratar de desacreditar el embargo contra Cuba contrastándolo con la política comercial que Estados Unidos sigue con China. Es verdad que se trata de un caso de justicia selectiva, pero no porque esté mal en Cuba, sino porque está mal en China. El hecho de que Estados Unidos tenga una política incorrecta en China –basada en el tamaño y la población de ese país– no se corrige cometiendo el mismo error en Cuba.
Pero ¿cómo defender el argumento moral si el embargo afecta al pueblo cubano más que a su Gobierno? Porque la anterior es una falsa premisa desmentida por la realidad. Es cierto que el embargo perjudica al Gobierno, pero no a la sociedad. Paradójicamente, es muy probable que ese embargo redunde en beneficio de la sociedad. La experiencia de cuarenta años demuestra que el pueblo cubano sólo ha visto aliviarse su miseria cuando el Gobierno, agobiado por la falta de recursos, se ha sentido obligado a permitir actividades privadas –«paladares», pequeños mercados campesinos, ciertos empleos y profesiones–, mientras ha recrudecido el estatismo y el control oficial de los ciudadanos cuando ha contado con suficientes recursos económicos. Si hoy las granjas estatales han sido convertidas en cooperativas, o si se ha despenalizado el uso del dólar para que los exiliados puedan ayudar a sus familiares, o si Castro se ha visto obligado a reducir las dimensiones de sus Fuerzas Armadas y su aparato represivo, o si ha debido limitar su agresivo internacionalismo, esto ha sido la consecuencia de la crisis financiera del Gobierno. De donde se desprende que levantar el embargo sería una forma de ayudar al Gobierno, ergo de perjudicar a la población.
La permanencia del embargo desde el punto de vista político y estratégico también tiene su razón de ser de acuerdo con el análisis de estos tres congresistas: es verdad que en cuarenta años no ha derrocado a Fidel Castro, pero quienes lo rechazan por ineficaz, probablemente decían lo mismo de la política de contención frente a la URSS… hasta que un día, un día de 1989, el mundo comunista se vino abajo como el castillo de naipes de la cansada metáfora. En todo caso, ahí hay un elemento de transacción con el Gobierno cubano que seguramente no servirá para llevar a Castro a la mesa de negociaciones –transar es un verbo cuyo significado desconoce este terco personaje–, pero será muy útil cuando él desaparezca de escena y una persona más realista lo suceda en la casa de gobierno. Por otra parte, es lógico que una oposición a la que en Cuba le está vedada cualquier forma de participación, y que no puede o no quiere recurrir a la violencia para tratar de terminar con la dictadura, se aferre al único instrumento de legítima presión que tiene a su alcance. Si lo sacrificara, piensan los congresistas, ¿con qué cuentan los opositores para tratar de defender sus derechos e inducir la democracia en el país?
Naturalmente, ese carácter de doble representatividad de los congresistas cubanos –representan ante el Gobierno de Estados Unidos a los electores de su distrito y, a la vez, oficiosamente, a una gran parte de los exiliados cubanos– no agota la compleja variedad de una comunidad que cuenta, como queda dicho, con dos millones de personas y tiene, además, que dialogar con muchos gobiernos e instituciones fuera de Estados Unidos. Y es dentro de ese espíritu que en agosto de 1990 se reunieron en Madrid exiliados liberales, social demócratas y democristianos, para construir lo que se llamó la Plataforma Democrática Cubana, una coalición o asociación de partidos políticos democráticos, vinculados a estas tendencias por medio de las correspondientes internacionales.
El propósito de este encuentro era obvio: preparar un camino sin violencia para el tránsito hacia la democracia. Por eso se escogió Madrid para la cita. Los españoles habían logrado el milagro de la transición tras la muerte de Franco, en la segunda mitad de los setenta, y desde entonces el país era la obligada referencia política para quienes pensaban contribuir al cambio pacífico en sociedades en las que el modelo de gobierno parecía agotado. Por otra parte, la caída del Muro de Berlín y el desplome de los regímenes comunistas en Europa hacían presumir que algo similar podía y debía suceder en Cuba a corto plazo, así que lo más razonable era crear un cauce institucional capaz de conducir o ayudar a conducir eficazmente un proceso que en ese momento parecía inmediato e inevitable.
El documento fundacional –la Declaración de Madrid–, por el que se renunciaba a la violencia y se proponían fórmulas razonables para propiciar un desenlace democrático con garantías para todas las partes, llevó, entre otras, las firmas de un grupo de exiliados que tenían a sus espaldas una larga ejecutoria en el terreno político e internacional: José Ignacio Rasco, Roberto Fontanillas Roig, Juan Suárez-Rivas, Uva de Aragón Clavijo, Felícito Rodríguez –un hombre muy cercano a la jerarquía eclesiástica cubana–, Marcelino Miyares, Enrique Baloyra, René L. Díaz, Ricardo Bofill, Emilio Martínez Venegas, el cineasta Miguel González Pando, quien poco después estrenaría dos excelentes documentales sobre la historia del exilio, y Fernando Bernal, autor de unas interesantes memorias de su paso por Sierra Maestra y luego por el gobierno de los primeros tiempos de Castro.
La Plataforma tuvo inmediatamente una gran acogida en los principales gobiernos de Occidente, y en el plazo de tres años prácticamente todos los presidentes de América Latina, la cancillería rusa y algunos gobernantes europeos, como el español Felipe González, le abrieron las puertas y le brindaron diversas expresiones de apoyo político y diplomático. Era obvio que existía un genuino interés en estimular el cambio pacífico en Cuba, y la civilizada fórmula propuesta por la Plataforma tenía una dosis de sensatez que resultaba notoriamente tranquilizadora. Sólo que Castro no estaba dispuesto a admitir la imposibilidad material de sostener con éxito el proyecto de una Cuba comunista, y entonces dedicó sus baterías propagandísticas a presentar los esfuerzos de la Plataforma como una «estratagema de la CIA», cuando todo el mundo sabía que se trataba de una iniciativa totalmente independiente por parte de exiliados que querían sacar el problema cubano del reñidero La Habana-Washington para colocarlo en un ámbito internacional en el que otros actores –Europa y América Latina– pudieran colaborar con el difícil proceso de democratización del país.
Curiosamente, los ataques de Castro contra la Plataforma coincidían con los que le hacían otros sectores del exilio pero por razones totalmente diferentes. Desde la derecha –si es que esa palabra significa algo entendible– la Junta Patriótica –una amplia y antigua coalición de organizaciones políticas y cívicas con bastante arraigo entre los desterrados de cierta edad–, y la Fundación Nacional Cubano Americana la acusaban por medio de la radio y la prensa escrita de colaborar con el enemigo y de querer salvar al castrismo en su peor momento, destacando como algo censurable el hecho de la explícita renuncia a la violencia por parte de la Plataforma o su disposición a sentarse con Castro a buscar una forma pacífica de transitar hacia la democracia; mientras el pequeño sector castrista del exilio repetía la consigna cubana de que las propuestas de la Plataforma no eran otra cosa que el otro brazo de la Fundación, inventado por la CIA como un ardid político.
En efecto, en el exilio existe un grupo de simpatizantes de Castro, muy minoritario y sin apenas peso en la opinión pública, pero con cierta presencia en los medios de comunicación. Tres son las personas más notables entre ellas: Francisco Aruca, Andrés Gómez y Max Lesnik Menéndez. Aruca en su juventud fue un dirigente católico, y poco después del establecimiento de la dictadura castrista comenzó a conspirar, fue encarcelado y acusado de terrorista, pero huyó de la prisión disfrazado de niño –entonces era delgado y lampiño– y, tras asilarse en una embajada, consiguió llegar al exilio. Estudió economía y fue profesor de esta disciplina, pero luego se convirtió en un exitoso empresario turístico y comenzó a llevar pasajeros a Cuba. Poco a poco, su pasado contrarrevolucionario fue desvaneciéndose hasta que se transformó en una especie de portavoz extraoficial del Gobierno cubano en el exilio, al que le habla todas las tardes por una emisora de radio de Miami, dato que por sí solo desmiente la teoría de que los cubanos de esa ciudad son mayoritariamente violentos e intolerantes.
Gómez, por su parte, llegó casi niño al exilio, estudió en una universidad miamense y, como les sucedió a algunos jóvenes norteamericanos en los sesenta y setenta, sufrió un proceso de radicalización que lo llevó a descubrir el marxismo y a revaluar su análisis de la situación cubana, adoptando los puntos de vista de los castristas con una milimétrica fidelidad y una casi asombrosa falta de originalidad e imaginación. En virtud de esa conversión, creó la Brigada Antonio Maceo, una (obviamente) muy pequeña organización de inconformes hijos o nietos de exiliados que han optado por el comunismo, aunque admiten en sus filas a elementos de otras procedencias igualmente conquistados por las «virtudes» del totalitarismo. Lesnik, en cambio, es un caso mucho más raro –una tardía vocación castrista– de alguien que se pasó la vida afirmando en todas las esquinas –y en la mitad de los papeles que publicaba– que Fidel Castro, además de ser su enemigo de la juventud, era un gángster detestable, para terminar desmintiendo esa versión casi a punto de cumplir los setenta años de edad, momento que ha elegido para decir exactamente lo contrario.
Para la policía política cubana estas personas –a las que seguramente desprecia y en las que jamás confiará del todo– tienen un papel muy concreto y triste que jugar: a ellos les toca repetir fuera de Cuba las interpretaciones, versiones y mentiras que el «aparato» se inventa para desacreditar a sus enemigos, y muy especialmente la acusación de que sus adversarios de dentro y fuera, los disidentes y opositores, están pagados y manejados por los órganos de inteligencia norteamericanos. Como las opiniones del Gobierno sobre sus enemigos carecen de credibilidad, el testimonio de estos supuestos exiliados sirve para «corroborar imparcialmente» las acusaciones que ellos fabrican. Este sucio juego se ve muy claramente en un libro apologético de Castro escrito por el novelista español Manuel Vázquez Montalbán, Y Dios entró en La Habana, cuando el oficial de inteligencia cubano a cargo de estas operaciones de propaganda, Luis Báez –así identificado por el mayor Rodríguez Menier–, le sugiere a Vázquez Montalbán que utilice a Lesnik como informante: le dirá exactamente lo que el Gobierno cubano quiere, y la fuente, claro, no será oficial. Le dirá, además, lo que Vázquez Montalbán quiere escuchar, pues su interés no es el de encontrar la verdad o contrastar opiniones –algo que ni se molesta en intentar, acaso porque oficia de novelista aun cuando presumiblemente está escribiendo historia–, sino el de redactar apresurada y descuidadamente un libro que le resulte útil a la dictadura cubana, el último reducto de esos paraísos estalinistas que el escritor catalán no ha dejado de aplaudir ni cuando desaparecieron bajo el peso de la historia.
Finalmente, pese a los esfuerzos de la policía política de Castro por evitarlo, inventora de la patraña de que los exiliados quieren regresar para vengarse de los que quedaron en la Isla y privarlos de sus escasos bienes, algo que no ha sucedido en Nicaragua ni en ningún país del Este de Europa y jamás ocurrirá en Cuba, lo que a finales de siglo está acaeciendo es el acercamiento de las dos sociedades cubanas, la del exilio y la de la Isla, bajo un lema que no se cansa de repetir Orlando Gutiérrez, el joven líder del Directorio Revolucionario: «somos un solo pueblo». Y así, en la Isla leen con fruición los textos de Zoé Valdés, Daína Chaviano, Luis Ricardo Alonso o Marcos Antonio Ramos, mientras escuchan a Gloria Estefan, Celia Cruz, Paquito D’Rivera, Lucrecia, Willy Chirino, Flores Chaviano o Marianella Santurio –todos prominentes desterrados, y en el exilio, en cambio, circulan los libros de Pedro Juan Gutiérrez, Abilio Estévez y Leonardo Padura, o se recibe con los brazos abiertos a los profesores Pedro Monreal y Julio Carranza –cualesquiera que sean sus opiniones–, con música de Carlos Varela y Pedro Luis Ferrer como telón de fondo, porque es evidente que está en camino un necesario proceso de saneamiento y reconstrucción del tejido social del país. Fenómeno que también se advierte en la creciente colaboración entre las comunidades académicas de Cuba y del exilio impulsada por organizaciones como el Instituto de Estudios Cubanos dirigido por María Cristina Herrera, el Centro de Estudios Cubanos de la Universidad Internacional de la Florida, o esa asociación de economistas fundada en Cuba contra viento y marea, el Instituto Cubano de Economistas Independientes, que tiene su contrapartida en el exilio en la imponente –por la calidad de sus trabajos– Association for the Study of the Cuban Economy, círculo de trabajo o think tank que en ese terreno incluye una de las más notables concentraciones de talento de toda la historia de la nación cubana: Ernesto Hernández-Cató, Plinio Montalván, Rolando Castañeda, Carlos Quijano, Sergio Díaz-Brisquets, Jorge Sanguinetti, José Salazar Carrillo, Juan del Águila, Carmelo Mesa-Lago o Roger Betancourt, por sólo mencionar una decena del centenar de nombres que componen el grupo.
¿Qué augura todo esto? Algo muy importante: la sociedad cubana, a trancas y barrancas, va superando esa inmensa fractura que fue la Revolución. Los pedazos se van soldando lentamente. Cuando termine el proceso el país empezará a moverse en la dirección correcta: la de la democracia y la economía de mercado, la de las veinte naciones prósperas y civilizadas de Occidente. La que le corresponde por su historia y por su geografía.