V

LOS FINES, LOS MEDIOS Y LOS LOGROS

¿Para qué todo esto? Quiero decir: ¿para qué se hacía la Revolución, ese enorme y sangriento esfuerzo? La respuesta de Fidel Castro y de su círculo más próximo contenía dos elementos estrechamente relacionados: para cambiar a Cuba y para cambiar al mundo. Y «cambiar» para ellos quería decir terminar con las injusticias de unas sociedades en las que unas personas habían acumulado riquezas y otras habían sido «desposeídas» de esas riquezas. Cambiar a Cuba significaba crear una sociedad igualitaria en la que todos tuvieran un alto nivel de prosperidad y desarrollo, quitándoles sus bienes a los que los tenían para dotar con ellos a los que no tenían, pues las igualdades parecían repugnarles de una manera visceral. Para los castristas, inmersos en una concepción muy antigua de la economía, la riqueza era una cosa estática, algo metido en un cofre, una cantidad inmutable de recursos que había que repartir «correctamente». El mismo razonamiento luego se extendía al plano internacional. Al margen del placer mismo que les producía la aventura subversiva –esa grata e intensa sensación física de luchar por una causa sagrada y ser los heroicos protagonistas de una gran hazaña–, había que terminar con las injusticias de los países que todo lo poseían y todo lo consumían, mientras otros apenas alcanzaban los niveles mínimos de supervivencia. Para Castro y su más próxima gente, las naciones prósperas no habían creado con su trabajo e inventiva la riqueza de que disfrutaban, sino que se la habían arrebatado a las naciones más débiles: el desarrollo era un juego de suma-cero.

Ésa era la visión. Castro y sus hombres de confianza vivían en un mundo cruel e injusto que manifestaba su miseria moral en unas desigualdades que servían para explicar el bienestar de unos y la miseria de otros. Y era paradójica esa postura, pues a Fidel y Raúl les hubiera bastado analizar la biografía de Ángel Castro, el laborioso padre, inmigrante trabajador como tantos gallegos, para comprobar que la riqueza no se le quita a otros, sino que se hace, se crea, beneficiando en ese proceso a numerosas personas. Y si la sagacidad les hubiera alcanzado para trasladar ese juicio al plano internacional, les hubiera resultado muy fácil comprobar que las naciones más ricas del planeta eran aquellas que no se caracterizaron por la creación de imperios explotadores, como era el caso de Suiza, Dinamarca, Alemania o Suecia, mientras algunos de los imperios mayores y más tenaces de la historia –Portugal, Turquía, España– no consiguieron desarrollarse convenientemente. En todo caso, sujetos a ese evidente error intelectual que lastraba de inicio la gestión de Gobierno, el castrismo deducía su misión de este pobre diagnóstico. La misión que se autoasignaban, o que les deparaba la Historia, así con una dramática mayúscula, era corregir desniveles. ¿Cómo? En primer lugar, transfiriendo los activos de «pocas» manos en que se encontraban a un Estado benefactor administrado por revolucionarios justos que multiplicarían esa riqueza en beneficio de todos. El estado-empresario sería la panacea. Estado que tendría a su cargo la tarea de industrializar el país a marcha forzada mediante el relativamente simple procedimiento de importar fábricas llave-en-mano del mundo socialista. Todo era coser y cantar. Si los revolucionarios habían podido derrotar a Batista a tiro limpio, con la misma eficiencia podían fabricar automóviles o exportar helicópteros. Y se lo creían, claro que se lo creían a pie juntillas: el Che Guevara en Punta del Este, Uruguay, en 1962, ante una asombrada asamblea internacional, explicó seria y candorosamente cómo en el plazo de apenas una década Cuba ya habría alcanzado a Estados Unidos y estaría a la cabeza del mundo.

En realidad, se trataba, ante todo, de un problema de falta de preparación. Prácticamente la totalidad de los dirigentes eran universitarios, pero sus títulos académicos no les impedían ser unos perfectos ignorantes, tanto en materia de Gobierno como en los asuntos relacionados con la economía. Fidel Castro era un abogado sin experiencia. Raúl Castro apenas había aprobado algunas asignaturas de Ciencias Sociales. El Che era un médico recién graduado que había servido en un leprocomio por un breve período. Carlos Rafael Rodríguez había estudiado derecho y economía marxista, pero toda su vida no había sido otra cosa que un dedicadísimo apparatchik, modestamente subsidiado por el PSP, dedicado a las batallas internas del Partido, aunque había llegado a ser ministro sin cartera en el gabinete de Batista de los años cuarenta. Antonio Núñez Jiménez era un geógrafo y espeleólogo aficionado. Alfredo Guevara había estudiado filosofía y letras, pero el valor que Fidel y Raúl Castro le asignaban, y por lo que de alguna manera lo distinguían, era por cierto refinamiento personal, expresado en sus modales más que en sus ideas, que deslumbraba a los rústicos hermanos. Pero ninguno de ellos, en verdad, tenía la menor idea sobre cómo se creaba la riqueza o sobre cómo se destruía, salvo los disparates que habían aprendido por medio de la vulgata marxista dispensada en aquellos tiempos. Fidel Castro, por ejemplo, había tomado algunos cursillos en la sede del Partido Socialista Popular a fines de los años cuarenta, en la calle Carlos III 609,, como recuerda Bernardo Martínez Niebla, ex dirigente provincial del PSP, donde en tres lecciones mágicas y vertiginosas, muy apropiadas para su furiosa impaciencia, le contaron el cuento marxista de la plusvalía y otras superficialidades maravillosamente útiles para «entender» los conflictos de la sociedad de una manera urgente, aunque minuciosamente equivocada.

El otro problema de estos revolucionarios era la absoluta ausencia de experiencia empresarial, y, en los casos de Fidel y Raúl, incluso laboral. Para ellos la vida había sido la violencia o la discusión política a vuelo rasante en medio de chorros de café y bajo la densa capa de humo expedida por los habanos. Eran revolucionarios del género tertuliano. Jamás habían sometido sus hipótesis a un análisis académico serio y mucho menos las habían contrastado con la experiencia empírica. Hablaban incesantemente, sin tregua, mesura o conciencia de su propia ignorancia. No sabían lo que eran el trabajo, el ahorro, la inversión, pero estaban seguros de lo que había que hacer para transformar a Cuba en una nación puntera. Ignoraban el manejo de una nómina, la formulación de presupuestos, el desarrollo de planes de corto, medio o largo alcance. Jamás se habían enfrentado a responsabilidades económicas propias. Hasta el momento de alcanzar el poder, habían vivido del dinero enviado por el padre, o de las arcas de la Revolución, pero nunca se habían asomado al mundo real de la producción, y mucho menos a la literatura que explicaba en dónde radicaban las ventajas del capitalismo y su mayor eficiencia frente al socialismo como modo de crear y asignar riquezas. Aislados por unas espesas orejeras ideológicas, ninguno de ellos jamás había oído hablar de la Escuela Austriaca –ya insistentemente mencionada en La Habana por el notable empresario Goar Mestre–, de Marshall, de Mises, Hayek o de cualquier otro persuasivo defensor del mercado. Teñidas sus entendederas por una leve pátina marxista, aun cuando se proponían conseguir el desarrollo de Cuba, ni siquiera habían tenido la mínima curiosidad de asomarse al fenómeno de la Alemania de Lugwig Erhard, aquel democristiano liberal de la Escuela de Friburgo, autor de un verdadero milagro de recuperación y desarrollo que estaba ocurriendo precisamente en la década de los cincuenta, ante los ojos cerrados pero vehementes de los revolucionarios cubanos. ¿No sabían lo que estaba sucediendo en la Alemania occidental, en contraste de lo que acontecía en la comunista, mientras ellos soñaban con el socialismo radical? Del simple examen de esa experiencia –o de la japonesa– hubieran podido deducir otros caminos mucho más racionales si de verdad querían lograr la rápida prosperidad de los cubanos, pero esas vías moderadas y trabajosas carecían de glamour revolucionario. Eran fórmulas burguesas sin el menor atractivo para los hombres de acción, como entonces se autotitulaban con cierto orgullo encharcado en testosterona.

¿Acaso era imposible en Cuba, en esa época y en ese momento, entender el desarrollo de otro modo que el que proponían los marxistas? Falso. Todo era cuestión de ponderar correctamente las causas de la pobreza. Exactamente por los mismos años en que Castro intentaba su «gran salto adelante» desde postulados tercermundistas, Singapur, que en 1963 alcanzaba la independencia, se proponía los mismos objetivos, pero elegía el camino del mercado, la propiedad privada y la colaboración estrecha con el Primer Mundo. Lee Kwan Yew, que también era un revolucionario dispuesto a «quemar etapas», en lugar de elegir el modelo chino o ruso, con todo sentido común se acogía al japonés. ¿Resultado? Casi cuarenta años más tarde, el enclave asiático –que tampoco, por cierto, es un dechado de virtudes democráticas–, aun cuando había partido de una situación de total inferioridad con relación a Cuba, ha erradicado totalmente la pobreza, posee treinta veces el PIB per cápita que tienen los cubanos, y sí ha alcanzado los niveles de prosperidad de Estados Unidos, pero con menos desigualdades. Los objetivos que el Che había descrito no eran, pues, irreales más el camino para lograrlos discurría por otro rumbo. El problema era de formación y de información. Castro y su corte tenían, sencillamente, unas ideas absurdas que condujeron el país al desastre total e hicieron descender a Cuba del tercer lugar latinoamericano en nivel de desarrollo, tras Argentina y Uruguay, al más miserable del Continente, exceptuando Haití y la Nicaragua empobrecida por los sandinistas.

Podría decirse –Castro lo ha alegado alguna vez– que los ejemplos asiáticos no son extrapolables a Cuba por las diferencias culturales que existen, pero entonces es posible recurrir a otro caso mucho más próximo: precisamente en 1959, tras veinte años de experimentar con el estatismo, el nacionalismo económico y la autarquía, la España de Franco comenzó a abrirse al mercado y a la globalización –aunque entonces esta palabra no era frecuente–, y dio inicio a un enérgico cambio de su modelo económico. En ese año de 1959, España era más miserable que Cuba y miles de gallegos, asturianos y canarios buscaban formas de emigrar a la Isla caribeña, no sólo por razones económicas, sino por la total afinidad cultural entre los dos países. ¿Adónde nos conduce esta comparación? Mientras Cuba se empobrecía radicalmente, España tomaba un camino ascendente hacia el Primer Mundo, hoy posee uno de los más altos niveles de calidad de vida en todo el planeta, y se ha convertido en una especie de sueño dorado para millones de cubanos que estarían dispuestos a marchar a la Península si tuvieran el privilegio de obtener una visa.

Por supuesto que los revolucionarios cubanos, de no haber padecido la pereza intelectual que los aquejaba, hubieran podido hacer las cosas de otro modo, pero estaban psicológicamente impedidos para esa tarea, desde el momento en que habían constreñido la inmensa complejidad del desarrollo de los pueblos a la existencia de tres categorías morales: las víctimas, los victimarios y los salvadores. Las víctimas eran los pobres, los que habían sido brutalmente privados de algo que supuestamente les pertenecía y que estaba en poder de otros. Esos otros eran los victimarios, los capitalistas, los ricos, los propietarios egoístas, incapaces de sentir solidaridad. Los salvadores de las víctimas, naturalmente, eran los revolucionarios. Eran ellos mismos. Ellos eran sabios: sabían lo que había que producir, cómo, cuándo, dónde; y sabían la porción que debía tocarle a cada cubano para que el reparto fuera a equitativo. Y como eran dueños de esas certezas indudables y del correspondiente encono moral que les producía la injusticia, estaba dispuestos a aplastar a los victimarios y a sus «amos» extranjeros, especialmente a los yanquis que mantenían a los países pobres en la miseria. Por eso había que luchar contra ellos en todos los terrenos y en todos los momentos, y de ahí que todas las batallas, por remotas que fueran, y por extraño que resultara el enemigo, tenían una justificación. Eran batallas teológicas contra el Mal.

Es fundamental tener en cuenta esta carencia intelectual, ese análisis raquítico de los revolucionarios, porque es de esta forma simplista y maniquea de entender a los seres humanos y los conflictos que los enfrentan de donde luego se derivan los inmensos atropellos que son capaces de cometer contra el prójimo y la absoluta tolerancia que poseen con sus propios errores. ¿Qué importa privar de sus bienes a cientos de miles de personas, si el mero hecho de ser propietarios demuestra la responsabilidad que tienen por la pobreza de los «desposeídos»? ¿Qué importa encarcelar o fusilar a cientos o a millares de personas si sólo se trata de victimarios, de viles «gusanos» moralmente deformados por el egoísmo? ¿Qué importa equivocarse mil veces en la administración de los asuntos públicos, generar más problemas de los que se pretende resolver, crear más pobreza e injusticias, si la intención que animaba a los revolucionarios/salvadores son puras y honestas? A las personas hay que juzgarlas por sus actos. Menos a los revolucionarios/salvadores. A éstos hay que juzgarlos por sus intenciones.

Gusanos, homosexuales y hombres nuevos

Así las cosas, en los primeros años de la Revolución fue destruido totalmente el sistema económico que hasta ese momento había sostenido a la nación cubana y la compleja trama empresarial creada durante siglos. Primero vinieron las confiscaciones de 1959 y 1960, cuando se «recuperaron» en beneficio del Estado los bienes en poder de los batistianos. Luego siguieron las empresas que poseían un matiz ideológico. Ahí cayeron, fundamentalmente, los medios de comunicación y los centros de enseñanza privados, de manera que la sociedad civil de la era prerrevolucionaria no pudiera articular su defensa. Más tarde, en octubre de 1960, la gran propiedad industrial y comercial, nacional y extranjera, fue confiscada en 24 horas mediante un decreto fulminante. Súbitamente, el Estado cubano, que poseía una mínima experiencia gerencial, se vio obligado a administrar el 50 por ciento del PIB. Y unos años más tarde, en 1968, tras una llamada ofensiva revolucionaria, todo el pequeño tejido empresarial que quedaba en el país –unas 50 000 minúsculas empresas, casi todas familiares– pasó a poder del Estado, porque Fidel Castro –contra la tímida oposición de Carlos Rafael Rodríguez– estaba convencido de que el papel del Gobierno era el de arreglar paraguas, cambiar suelas de zapato o componer neveras, para así evitar, a toda costa, que algún cubano pudiera ponerse a salvo del control de los burócratas gubernamentales y manejar su propia intendencia. Poseer propiedad era una manera de tener poder, y Fidel Castro estaba decidido a que nadie en la Isla lo tuviera, salvo él mismo. Cuba se convirtió entonces en un estado más comunista aún que la propia URSS.

Esas confiscaciones provocaron el éxodo masivo de la clase empresarial y de numerosos profesionales que veían cómo se encogía su horizonte vital. El país fue insensiblemente drenado de lo que hoy se llama capital humano, y con cada emigrante que escapaba se debilitaba la fuerte ética de trabajo que caracterizaba al conjunto de la sociedad cubana, sustituyéndola por la actitud pasiva de quien espera que el Estado le solucione todos sus problemas, pues éste ha asumido el control de sus vidas. A esas personas ya no les era dable soñar con un mejor destino personal y familiar que dependiera de su propia iniciativa. Era el Partido el que les decía dónde podían trabajar, cuánto podían ganar y de qué forma estaban a autorizados a gastar ese dinero. Pero ésa era sólo una parte de las limitaciones impuestas a la sociedad. El Partido, además de racionar los alimentos para determinar cuánto y qué debían ingerir los cubanos, también establecía las reglas éticas e interpersonales del grupo. Eran los comunistas los que decidían qué ideas eran justas y cuáles resultaban execrables; qué libros debían leerse y cuáles estaban destinados a la hoguera; qué música se ajustaba al patriotismo y cuál denotaba una actitud proyanqui y entreguista, como esos Beatles roqueros creados por el perverso imperialismo. Nada escapaba al ojo implacable del Partido: qué ropas y qué corte de pelo tenían raíces nacionalistas, y cuáles, por el contrario, ponían de manifiesto personalidades podridas de cosmopolitismo. Incluso, el Partido sabía y decidía qué personas podían frecuentarse y cuáles debían rehuirse para no ser culpables de establecer o mantener vínculos con gentes políticamente indeseables. Había, pues, que volver el rostro ante la proximidad de viejos conocidos enfrentados al Gobierno, y hasta de familiares incómodos, porque para los revolucionarios no existía otra relación aceptable que la que se establecía con el correligionario sin tacha. De manera que un revolucionario cabal tenía que renunciar al trato de sus padres, hijos o hermanos si éstos caían en desgracia u optaban por exiliarse, pues abandonar Cuba era calificado como una sórdida forma de traición a la patria, actitud que ni siquiera podía achacarse al infantilismo político de los primeros tiempos, pues en fecha tan reciente como julio de 1999, cuando unos jugadores de baloncesto deciden permanecer en Puerto Rico tras un torneo internacional, el padre de uno de ellos, Ruperto Herrera, presidente de la Federación de ese deporte en Cuba, al conocer la noticia, los declara traidores a la nación en que nacieron y proclama la inmensa vergüenza que le produce la incalificable «deserción» de su hijo, un muchacho que sólo pretendía seguir jugando basket en un país en el que los ciudadanos fueran tratados como personas y no como cosas poseídas por el poder político.

Todavía más: le correspondía al omnisapiente Partido establecer cuáles jóvenes podían acceder a estudios superiores y quiénes estaban condenados a ser obreros o empleados de baja categoría para toda la vida, porque ya la universidad había dejado de ser un derecho al alcance de cualquier bachiller talentoso para convertirse en un privilegio basado en las creencias políticas. Una y otra vez se repetía la consigna lanzada por el propio Castro sin el menor sonrojo: «La universidad es para los revolucionarios.» Cuando se descubre que el secretario de organización de la Federación Estudiantil Universitaria en el Hospital Clínico, Antonio Guedes, un estudiante de Medicina, es católico militante, lo expulsan de la universidad. Ser creyente en los años ochenta era incompatible con la formación académica. Es sólo una anécdota entre mil historias similares. Pero más grave aún es lo que le sucede a Ana María Sabournín. La echan de la universidad en medio de una tormentosa asamblea en la que a voz en cuello le informan que su esposo es homosexual. Se sabía que no era posible ser universitario y homosexual –expulsaban deshonrosamente en asambleas públicas a quienes tenían o parecían tener esas inclinaciones–, pero el rechazo es todavía más brutal: tampoco se puede ser universitario y estar casado con un o una homosexual. La homofobia castrista, que en los sesenta había estrujado a miles de cubanos sin siquiera respetar la jerarquía intelectual (Lezama Lima, José Mario, Virgilio Piñera, Reynaldo Arenas, Ana María Simo) seguía vigente en los setenta y en los ochenta. No daba tregua ni respiro. La universidad es sólo para los revolucionarios heterosexuales que hayan elegido cuidadosamente a su pareja. Y no solamente la universidad: toda la estructura del Estado. Para los «buenos revolucionarios» –aunque carecieran de méritos intelectuales o de una preparación idónea para el cargo– también eran los puestos de responsabilidad: el Che, sin la menor experiencia para ello, se convirtió en director del Banco Nacional; un entrenador de baloncesto, José Llanusa, pasó a ser ministro de Educación. El único mérito fundamental era ser revolucionario, ser leal a Castro, y el gran delito, la mácula definitiva, era no serlo.

¿Y cómo eran los revolucionarios? Eran curiosísimos. En primer término, carecían de ideas propias. Habían suscrito las de Fidel y hasta resumían esa parasitaria simbiosis en un lamentable pareado que repetían en la Plaza de la Revolución o colocaban a la entrada de sus casas: «Si Fidel es comunista / que me pongan en la lista.» La función de pensar le correspondía a Castro. No se podía ser revolucionario y discrepar de la línea oficial. Pero lo tremendo es que la línea oficial abarcaba toda una concepción de la historia. Para ser revolucionario había que creer lo que Castro creía del pasado: que la República era una sentina, que la nación era una colonia yanqui, que los revolucionarios habían llegado en un carro de fuego desde la tradición mambisa del siglo XIX para salvar cubanos de su desdichada abyección contemporánea. Había que creer que la revolución cubana había inventado la decencia y la dignidad de los pobladores en esa tierra castigada por Washington. Castro no sólo era el dueño del presente: poseía el pasado, era suyo y cualquier interpretación diferente colocaba al que la tuviese una posición «revisionista», peligrosa, «divisionista», gravísimo pecado, porque los cubanos sólo podían sobrevivir como una entidad histórica si sostenían una visión unívoca, coral, que los defendiera de los gringos como un amuleto mágico, pues los tercos estrategas del Pentágono esperaban agazapados a que los cubanos se fragmentaran para apoderarse de la Isla. Ésa había sido su pérfida intención desde hacía casi dos siglos.

Puro «historicismo» diría un popperiano. El argumento era muy débil y descansaba en la supuesta existencia de una especie de permanente conspiración dentro de la estructura de poder de Estados Unidos, que, neuróticamente, de generación en generación, transmitía la apetencia imperialista de dominar a Cuba. Cualquier persona inteligente, medianamente informada, tenía que rechazarlo. Incluso, ¿cómo un marxista, convencido de los mecanismos dialécticos que mueven los ejes de la historia, podía creer que la tentación anexionista que pudo tener Jefferson con relación a Cuba –en una época en que la Louisiana, Florida o países enteros de Europa, debido a guerras o simples matrimonios, cambiaban de soberano con una pasmosa facilidad–, persistía inmutable en la segunda mitad del siglo XX? Pero había algo todavía más escalofriante que la obligación revolucionaria de entender el pasado con la arbitraria pupila de Castro: para ser revolucionario había que compartir los juicios sobre el futuro. Ni siquiera se podían formular conjeturas distintas sobre hechos no ocurridos, porque esas discrepancias conducían al rechazo social, o, en casos extremos, a la cárcel, dado que las suposiciones sobre el destino también eran diseñadas por el Partido sobre la fiel interpretación de cuanto Fidel albergaba en su desordenada cabeza. Un revolucionario tenía que creer en el radiante destino del comunismo y en el triunfo definitivo de las marxistas fuerzas del Bien contra los malvados demonios del capitalismo. Y si alguien en un aula, o en una asamblea obrera, o en una reunión oficial se atrevía a opinar tímidamente que los síntomas económicos, científicos y tecnológicos apuntaban en otra dirección, y que más bien parecía que él comunismo mostraba enormes contradicciones y debilidades que no le auguraban un espléndido futuro, esa persona era inmediatamente estigmatizada y excluida del grupo, pues Castro también era dueño del mañana.

Y aquí entra, triunfalmente, el hombre nuevo. El hombre nuevo es el que suscribe la cosmovisión castrista, pero le suma, además, ciertas actitudes y comportamientos que sólo cabe calificar de angelicales. El hombre nuevo es un personaje ilusionado, desinteresado, obediente, que le ha entregado su cerebro a Fidel y al Partido para que se lo doten de ideas, creencias y juicios de valor milimétricamente uniformes porque él carece de la facultad de pensar con su propia cabeza. Es un personaje que, además, le ha donado los brazos a la Revolución, y trabajará siete días a la semana –¡ah, esos maravillosos «domingos rojos»!–, y marchará los sábados en las milicias, y no pedirá más retribuciones por su labor incesante, porque sólo espera recompensas de carácter moral, como preconizaba el Che Guevara, dado que los incentivos materiales son los restos asqueantes de un pasado capitalista que ya no volverá nunca más. El hombre nuevo, sin duda, es un santo.

Anatomía del terror

¿Y qué ocurre con los seres humanos que no se sienten héroes revolucionarios, ni hombres nuevos, porque están demasiado fatigados con la tarea de vivir y sacar adelante a una familia en condiciones cada vez más precarias? ¿Qué ocurre, sencillamente, con las personas sensatas que no pueden soportar tanta estulticia y deciden largarse en silencio de ese manicomio, sin reclamar absolutamente nada, salvo la ropa vieja que se llevan puesta, pues hasta los anillos de matrimonio son requisados por la implacable por la policía política? A esas personas, en las épocas «normales» se les castiga de diversas maneras por su falta de ilusiones. Se les echa de los trabajos, como si hubieran cometido algún delito, y se levanta un inventario de los objetos que poseen en sus viviendas para que no toquen nada de lo que ya le pertenece al pueblo. O se les envía «a la agricultura» –a cortar caña, a cosechar tabaco–, a verdaderos campos de trabajo forzado, donde deberán estar meses y hasta años «ganándose el derecho» a emigrar. Pero eso sólo sucede en tiempos «normales» y felices. En tiempos «anormales», como ocurrió a principios de 1980, durante el llamado éxodo del Mariel, poco después de que en 72 horas once mil personas buscaran asilo en la embajada de Perú en La Habana, un fenómeno insólito en la historia de la desesperación humana, o como volvió a ocurrir en los noventa cuando la «crisis de los balseros». En esas tensas circunstancias, cuando el Gobierno se sentía en peligro, o cuando Castro sufría lo que interpretaba como una suerte de humillación pública ante una ciudadanía que ostensiblemente rechazaba su liderazgo, era lícito pegar, insultar o escupir a los presuntos emigrantes. Esto le sucedió a Rafael Muiñas –uno entre centenares de casos similares aunque los hubo mortalmente peores–, un honrado técnico de televisión, que cuando callada y humildemente manifestó su deseo de abandonar el país porque estaba cansado de intentar sin éxito la frankesteiniana ingeniería genética de los hombres nuevos, lo arrodillaron en la acera, frente a su centro de trabajo, le colgaron un cartel al cuello que decía «soy un traidor» y lo obligaron a caminar de rodillas mientras una turba le gritaba, golpeaba y escupía. Años después, cuando repetía su historia, sus ojos todavía se enrojecían de amargura e indignación.

A Muiñas, como les ha ocurrido a millares de cubanos, le habían hecho un «acto de repudio». ¿Qué es eso? Es un brutal motín contra una persona o una familia, organizado a medias por el Partido Comunista y los órganos de Seguridad, para dar la impresión de que las gentes enardecidas les ajustan las cuentas a las «lacras sociales». No es la policía ni es el ejército, es «el pueblo revolucionario» que «espontáneamente» sale a darle su merecido a quien se atreve a ser diferente, a pensar de otra manera o a intentar marcharse porque ya, literalmente, no puede más. ¿Cómo se lleva a cabo el «acto de repudio»? La policía política selecciona a la víctima –un disidente, un periodista incómodo, un intelectual que ha protestado por algo, un simple trabajador que no quiere seguir viviendo en ese maravilloso paraíso–, se convoca a la gente de rompe y rasga del Partido Comunista y se le explica los alcances de la operación. Si la víctima es notable pueden utilizar contra ella incluso a los líderes. El acto de repudio contra los hermanos Sebastián y Gustavo Arcos –los prestigiosos luchadores por los Derechos Humanos, héroes del 26 de julio– fue personalmente dirigido por Roberto Robaina cuando era Secretario General de la Unión de Jóvenes Comunistas. Los actos de repudio pueden limitarse a gritos o insultos soeces, como hicieron durante semanas contra el dirigente católico Dagoberto Valdés y su familia, o puede optarse por que la turba penetre en la casa del «repudiado» y le destroce los pocos muebles que posee. O hasta puede elegirse un tratamiento aún más severo. A María Elena Cruz Varela, la gran poetisa, Premio Nacional de Literatura, la sacaron de su casa por la fuerza, la arrastraron al medio de la calle, la arrodillaron, y la obligaron a comerse los papeles que había escrito mientras gritaban «que le sangre la boca, coño, que le sangre». Y luego la acusaron de escándalo en la vía pública y la condenaron a dos años de cárcel. Más tarde, cuando la protesta internacional cobró ciertas proporciones, una vieja militante del Partido, que ni siquiera había participado en la infamia, apareció ante la prensa culpándose de lo sucedido y explicando que no le fue posible aceptar en silencio las «provocaciones de María Elena Cruz Varela y sus escritos contrarrevolucionarios». Era la voz de la policía política rescribiendo la historia.

¿Para qué llevar a cabo estos bárbaros «actos de repudio» cuando el Gobierno, que controla a los legisladores, los tribunales y los medios de comunicación, le sería muy fácil apresar con discreción a la víctima, juzgarla sumariamente, acusada de cualquier cosa, y condenarla a la pena que la policía decida? Porque ése no es el objetivo de los actos de repudio. No sólo se trata de castigar a una persona «descarriada». Se trata de una medida punitiva que tiene un intenso impacto intimidatorio sobre el conjunto de la población. La detención, juicio y encarcelamiento de los disidentes, y la escueta noticia del incidente publicada en Granma, carece del enorme efecto disuasorio que significa para los vecinos de una barriada contemplar la llegada de las turbas castristas, el atropello de la víctima indefensa y la impunidad con que actúan estas fuerzas parapoliciales. Y no es siquiera un invento cubano. Se trata de lo que en el triste argot policiaco de los expertos represores cubanos llaman la técnica de control de la noche de los cristales rotos. Fue lo que en la década de los treinta hizo Hitler contra los judíos, utilizando para ello a feroces camisas pardas: en una fecha elegida, las turbas nazis fueron a las casas y a los establecimientos comerciales de miles de judíos y los destrozaron ante el terror y la parálisis de toda la sociedad. Los judíos eran las víctimas directas, pero el objetivo real era mucho amplio: demostrarles a todos los alemanes, a judíos y no judíos, de quién era la calle, y cómo el grupo de poder podía actuar al margen de la ley. El propósito inmediato, sí, era humillar a los judíos, pero también atemorizar al resto de la sociedad.

No obstante, los actos de repudio no es lo único que el castrismo le debe al nazismo. La policía política cubana, a cuyo diseño y adiestramiento contribuyó sustancialmente la Stasi de Alemania del Este, tomó de los nazis un elemento represor que no existía en los demás países comunistas: los Comités de Defensa de la Revolución. El CDR es la unidad básica de la represión en Cuba. Es una célula de espionaje manejada por el Ministerio del Interior y existen en la Isla, literalmente, varios millares. Hay uno en cada calle, y si no se quiere ser un paria dentro de la sociedad, hay que inscribirse en ellos y participar activamente. Los CDR, además de mantener la «pureza ideológica» de la sociedad mediante el adoctrinamiento de unos ciudadanos obligados a examinar y asimilar los puntos de vista oficiales que adopta el Gobierno en todos los órdenes de la existencia, tienen la misión de controlar la vida de todos los ciudadanos. Quiénes viven en una casa, quiénes visitan, qué creencias religiosas sostienen, qué cartas se reciben y de dónde, cómo se expresan con relación a la Revolución y a sus líderes, si poseen familiares desafectos o exiliados, o si se trata de revolucionarios ejemplares. Tampoco es inconveniente averiguar quién se acuesta con quién, o cuáles son las preferencias sexuales de los vecinos, o sus hábitos sociales, incluidas las comidas de que se alimentan –muchas de ellas «ilegales», como ocurre con los mariscos o la carne de res–, delatadas por las sobras que colocan en los paquetes de basura, porque nunca se sabe cómo los organismos de inteligencia pueden utilizar esa información «sensible».

Ni siquiera se conoce quiénes dentro del CDR son informantes directos de la labor del propio CDR, porque el CDR espía, pero, a su vez, es espiado, cosa que ningún cubano ignora. Eliseo Alberto, novelista, fue reclutado por la inteligencia para que espiara a su padre, el poeta Eliseo Diego. Y lo hizo, tal como contara en Informe contra mí mismo, un libro desgarrado y desgarrador publicado en España. La mutua desconfianza es uno de los elementos cohesivos de las sociedades totalitarias, y lo primero que la familia les enseña a los niños es a desconfiar y a simular, pues de la habilidad con que la criatura consiga desarrollar esas dos actitudes van a depender sus probabilidades de no chocar con la maquinaria represiva. Al mismo tiempo, ese adiestramiento familiar, esa formación para el cinismo y la mentira como modo de protegerse, contribuye a convencer al niño del carácter invencible del sistema y de la futilidad de tratar de oponérsele. No hay que luchar. Hay que sobrevivir fingiendo. Tampoco hay que comprometerse en la defensa de principios peligrosos. Sacrificarse por los demás, por un pueblo de soplones, es una idiotez. Es muy triste, pero el mismo fenómeno se ha visto en todas las sociedades que han vivido bajo el comunismo: los caracteres forjados en la duplicidad y la mentira suelen expresarse en la conducta insolidaria e indiferente de quien no cree en nada ni en nadie, exactamente lo opuesto del proyecto marxista de construir un mundo regido por lazos fraternales.

¿Cómo es la estructura de este aparato represivo? Cada CDR reporta regularmente a un Comité de Zona, que a su vez lo hace a otro municipal, luego provincial, y, por último, nacional. A partir del Comité de Zona toda la información es recogida por policías profesionales –oficiales de sector– que alimentan las insaciables computadoras del Ministerio del Interior. Nadie puede escapar a su lupa. Nadie carece de un expediente político. Nadie está exento de un funcionario que revisa periódicamente la ficha del ciudadano más inofensivo, porque nunca se sabe dónde puede esconderse un enemigo de la patria. Y ese «nadie» incluye a los menores, pues el expediente «acumulativo» comienza en el momento en que el niño es matriculado en la escuela. Ya ahí se anota si sus padres son unos tipos sospechosos de servir al imperialismo o si se trata de valientes soldados de la lucha revolucionaria. Ese «nadie» ni siquiera excluye a los visitantes ilustres, como el asiduo viajero a Cuba, Gabriel García Márquez, que cuenta con un abultadísimo expediente en que se guardan todos los datos y contactos de sus múltiples estancias en la Isla, y la transcripción de sus conversaciones telefónicas, como revelara un «desertor» del ámbito intelectual, un joven llamado Antonio Tony Valle Vallejo, ambiente en el que despreocupada y un tanto irresponsablemente se movía el colombiano, ignorando que sus anfitriones lo espiaban y seguían de cerca minuto a minuto.

Fueron estos CDR los organismos que en la década de los sesenta compilaron las listas de los jóvenes que debían ser llevados a campos de trabajo forzado para ser reeducados y para extirparles sus «actitudes antisociales» con el brusco trato de los militares hasta convertirlos en flamantes «hombres nuevos». A esos terribles campos agrícolas, llamados eufemísticamente Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) –episodio dolorosamente explorado por los cineastas Néstor Almendros, Jiménez Leal y Jorge Ulla en los documentales Conducta impropia y Nadie escuchaba– , rodeados de alambradas y controlados a culatazos, donde abundaron los suicidios y automutilaciones, fueron llevados unos cincuenta mil cubanos acusados por espías sin rostro de ser o parecer homosexuales, de ejercer como católicos, protestantes o –los más castigados– Testigos de Jehová y Adventistas del Séptimo Día. Incluso, los «delitos» podían ser todavía menos transparentes: utilizar ropas «sospechosas», leer libros «raros», o no ser respetuosos con los símbolos de la Revolución, como le sucedió al notable cantautor Pablo Milanés, internado en estas prisiones rurales porque los miembros del CDR de su calle decidieron que de algún modo oblicuo sus bellas canciones ocultaban «contrarrevolución, mariconería, o ambas cosas a la vez. Muchos de estos muchachos, como el caso del escritor José Antonio Zarraluqui, jamás supieron por qué habían sido conducidos a los campos de la UMAP, pero los que pasaron por esa tremenda experiencia no olvidan que todo se hizo y todo se experimentó contra ellos: desde enterrar hasta el cuello a un Testigo de Jehová para que aprendiera que era mejor renunciar a sus creencias religiosas que soportar las picadas de un hormiguero en su rostro, hasta quebrarle vértebras a patadas a un homosexual que se negó a que le afeitaran su cabellera gloriosamente pintarrajeada.

Este organismo represivo, los CDR, más nazifascista que leninista, descansa en dos hipótesis que la historia, lamentablemente, ha conseguido verificar. La primera, es que en un Estado totalitario los lazos de complicidad se estrechan y fortalecen si las manos de todos los partidarios están igualmente manchadas de sangre enemiga. Todo el mundo tiene que dar palos. Todo el mundo tiene que reprimir, y ese compartido trabajo sucio se convierte en un oscuro vínculo moral. No es posible, por ejemplo, ser un revolucionario cubano y excluirse de las tareas innobles. No se puede ser revolucionario para apoyar los esfuerzos pedagógicos del régimen, o los que hace en el terreno sanitario, y rechazar los aspectos represivos. Esas filigranas éticas no son permitidas. Se es revolucionario en todas las instancias y con todas sus consecuencias: hay que avalar la vigilancia obsesiva, las delaciones, los «actos de repudio», los paredones de fusilamiento y las crecientes cosechas de presos políticos. Las revoluciones son así, y acaso esta tensión fatal es lo que explica el alto número de suicidas en la jerarquía revolucionaria. En Cuba se han quitado la vida nada menos que el presidente Osvaldo Dorticós, Haydee Santamaría, trágica heroína del Moncada, una cuñada de Raúl Castro, y muchos más, lo que denota los problemas de conciencia que a veces genera la cooperación con los verdugos. Una muy competente científica social formada en Cuba –Mayda Donate–, miembro del PC, cuando escapó al exilio en los noventa, se trajo toda una documentación que corroboraba los datos previamente aportados por la socióloga Norma Rojas: el índice de suicidios en Cuba es de los más altos del mundo –tres veces el promedio de América Latina–, pero entre las mujeres es aún peor. En ninguna sociedad del planeta se matan tantas mujeres como en la cubana.

Y la segunda hipótesis de los estrategas de la dictadura, es que la permanente vigilancia de los CDR logra, en efecto, inhibir una de las tendencias más peligrosas para cualquier estado totalitario: el espontáneo surgimiento de instituciones y organizaciones independientes en el seno de la sociedad civil.

Una de las funciones más importantes del estado totalitario es disgregar a la sociedad, impedir que las personas se unan para fines no decididos por el Gobierno. Mientras las sociedades abiertas se caracterizan por la libre aparición de instituciones creadas por personas que sienten la urgencia de participar e influir en los asuntos comunes, instituciones en las que los demás ciudadanos pueden o no incluirse voluntariamente, los estados totalitarios, sensu contrario, tienen como norma rígida el establecimiento de un escaso número de cauces de expresión de la sociedad –llamados por la Constitución «organizaciones de masas»–, todos ellos colocados obligatoriamente bajo el estricto control del aparato rector, donde los ciudadanos se encuentran conminados a participar bajo amenaza de marginación o castigo. Los estados totalitarios, en suma, crean sociedades estabularias, y cada una de sus organizaciones no son otra cosa que «establos» en los que congregan a las personas de acuerdo con la edad, el sexo o la profesión para impartirles las correspondientes instrucciones «bajadas» desde el centro del poder. ¿Cuál es ese centro del poder? Sin duda, Fidel Castro, pero hay todo un aparato a su disposición y servicio: el Partido Comunista y sus diversas instancias regionales y nacionales, incluido el Comité Central, así como un fantasmal Parlamento, la Asamblea Nacional del Poder Popular, cuya función es reunirse setenta y dos horas, dos veces al año, para refrendar unánimemente las medidas tomadas por la administración pública mediante decretos o simples memorandos administrativos. De acuerdo con este diseño, los niños primero son pioneros, luego los inscriben en unas asociaciones estudiantiles creadas para controlar la segunda enseñanza o bachillerato y para ir escogiendo a los que pasarán a la Juventud Comunista. Más tarde, si son suficientemente revolucionarios para acceder a la universidad, los recoge la Federación Estudiantil Universitaria; las señoras se anotan en la Federación de Mujeres Cubanas, y todo el mundo, en su centro de trabajo, forma parte de un sindicato único y obligatorio que no defiende los intereses de los trabajadores sino los del Partido, mientras algunos sectores, como los artistas e intelectuales, que suelen ser creadores aislados, tienen su propia organización cuidadosamente supervisada, naturalmente, por el Estado. Hay otras instituciones, pero ni siquiera vale la pena consignarlas, porque la función de estas estructuras no es darle cauce a la participación activa de los ciudadanos, y mucho menos a sus iniciativas particulares, sino servir como correa de transmisión a las órdenes emanadas desde la cúpula.

Fuera de la Revolución, nada

La primera constatación clamorosa que tuvo el mundo, incluida la izquierda –previamente hubo muchas otras, pero pasaron dolorosamente inadvertidas–, de la absoluta falta de espacio que existía en Cuba para sostener criterios independientes, fue el desde entonces llamado caso Padilla. Todo empezó en 1967 con una crítica literaria que la publicación El caimán barbudo, órgano de la Juventud Comunista, le pidió al poeta Heberto Padilla. Padilla, un joven pero ya notable escritor cubano, había regresado recientemente de la URSS, donde había aprendido que si el futuro de Cuba era lo que había visto en Moscú, lo más conveniente era huir de ese miserable destino. Le solicitaron una reseña de Pasión de Urbino, una novela fallida de Lisandro Otero, entonces y todavía escritor oficial del régimen –como demuestran sus penosas memorias publicadas en 1999–, y Padilla arremetió contra el libro, contrastando la figura de Otero con la de Guillermo Cabrera Infante, un reputado novelista cubano, buen experimentador con el lenguaje, quien, tras una primera etapa de militancia revolucionaria, se había exiliado en Londres. En su crítica, además de subrayar las debilidades del libro de Otero, Padilla aprovechaba para criticar a los burócratas del Partido.

Al año siguiente de este incidente, por el que tirios y troyanos se cruzan cartas públicas y artículos en donde ya comienzan a acusar a Padilla de alinearse junto a los contrarrevolucionarios, un jurado independiente convocado por la UNEAC, en el que figuran críticos extranjeros, premia un excelente poemario de Padilla titulado Fuera del juego, en el que es evidente la crítica al totalitarismo. En ese mismo concurso, un dramaturgo, Antón Arrufat, ve galardonada su obra Los siete contra Tebas, en la que tampoco es difícil leer entre líneas el rechazo a la dictadura. Inmediatamente se disparan las alarmas. En Cuba nadie tiene licencia para atacar al sistema. La Revolución no va a impedir la publicación de esas obras contrarrevolucionarias, pero tendrán que aparecer con un prólogo descalificador escrito por el crítico literario José Antonio Portuondo, un meticuloso estalinista del viejo PSP.

El incidente se divulga y Padilla se convierte en un personaje célebre en La Habana. De alguna manera, es el único cubano libre del país. Dice en voz alta lo que se le antoja. Es un intelectual crítico y les transmite a los visitantes lo que todos en Cuba tratan ocultar: la Revolución se ha vuelto una pesadilla. Por su casa, que comparte con su mujer de entonces, la también poeta Belkis Cuza, desfilan numerosos intelectuales europeos. El polaco K. S. Karol, el francés René Dumont, el alemán Hans Magnus Enzensberger, los españoles Juan Goytisolo y Carlos Barral: todos visitan la Isla y escuchan admirados los juicios de Padilla. Es inteligente y es dotado de una extraordinaria habilidad oral. Sus comentarios son ácidos. No pone el dedo en la llaga: hace la llaga con la punta de su lengua. La policía vigila y toma nota. Poco a poco se convierte en el enfant terrible. Hasta un día de 1971. En ese año –el aciago año del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura– Castro decide apretarles las tuercas a los intelectuales, y Padilla es un magnífico chivo expiatorio para dar el necesario escarmiento. A fines del mes de abril tendrá lugar el Congreso y es importante ir disciplinando a las siempre asustadizas huestes de la intelligentsia. Destruyendo a Padilla, humillándolo, obligándolo a doblar la cerviz, quedará muy claro para el resto del gremio cuáles son los estrechos márgenes de creación que la Revolución permite. Así que el 20 de marzo ordenan su arresto.

Pero Castro no se ha dado cuenta –o no le importa– de que Padilla ha desarrollado unas extensas relaciones internacionales y hay numerosos intelectuales en Occidente que van a protestar por esa detención. El 2 de abril el Pen Club de México le envía un seco telegrama al Comandante criticando la aprehensión del poeta cubano e instando a que lo liberen. La carta está firmada por personas de la talla de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Gabriel Zaid y José Luis Cuevas. En total, son una veintena de los más importantes creadores mexicanos, algunos de ellos identificados con el marxismo. Una semana más tarde, Le Monde, en París, siempre desde una perspectiva de izquierda, recoge otra carta en el mismo sentido: ahí aparecen –entre varias– las firmas de Jean-Paul Sartre, Ítalo Calvino, Alberto Moravia, Simone de Beauvoir, Juan y Luis Goytisolo, Jorge Semprún, Marguerite Duras, Carlos Franqui, Mario Vargas Llosa. Estos últimos son los que más indignación muestran, y los que más repugnancia comienzan a sentir por la dictadura cubana.

En La Habana, mientras tanto, en los calabozos de la Seguridad del Estado la policía política hace diligentemente su sucio «trabajo». Insulta, maltrata e intimida a Padilla, hasta que éste –como se dice en la jerga policiaca– se «rompe». Padilla accede a retractarse públicamente de sus «crímenes». La Seguridad le propone un texto humillante. Padilla lo «enriquece» con más vilezas y lo memoriza. La policía no se da cuenta de la sutil maniobra del preso. El poeta ha llegado a la conclusión de que, mientras más cobarde se muestre, y mientras más abyecta sea su declaración, menos creíble será su contenido. El 27 de abril de 1971 se reúne la UNEAC. El local está abarrotado de escritores. Hay pánico entre los intelectuales. Ya se sabe que la noche anterior Padilla ha sido puesto en libertad y va a explicar los hechos. Nicolás Guillén, el presidente de la UNEAC, muy anciano, prefiere quedarse en su casa. Pueden ser escrúpulos de conciencia. Nicolás no fue una mala persona. Preside la sesión José Antonio Portuondo. En el ambiente se respira una combinación de miedo y curiosidad. Padilla comienza su larga perorata. Es una perfecta genuflexión. Describe su propia podredumbre moral, ataca a Guillermo Cabrera Infante, se reconcilia con Lisandro Otero, canta las alabanzas de la generosa Revolución, halaga la cordialidad sin par de los fraternales policías que lo han interrogado durante ese mes de inolvidable formación política, celebra la sabiduría de Fidel. ¿Se puede doblar más el espinazo? Claro que se puede: Padilla denuncia las debilidades ideológicas de otros escritores: Lezama Lima, César López, Belkis, su propia mujer, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes. A los ojos del público se ha convertido en un delator patético y acobardado. No a los de la Seguridad del Estado, que conoce perfectamente la crítica posición política de estos escritores y aprovecha las imputaciones del poeta para lanzarles una siniestra advertencia. Padilla termina su deposición –bendita ambigüedad la de esa palabra– con los gritos rituales de la tribu castrista: «¡Patria o muerte! ¡Venceremos!».

La nauseabunda ceremonia tiene consecuencias. En París, Plinio Apuleyo Mendoza y Mario Vargas Llosa, entonces editores de la revista Libre, redactan otra carta, ahora mucho más dura, donde aluden a los procesos de Moscú, cuando la policía estalinista les arrancaba a los detenidos las más increíbles confesiones y autocríticas. Ahora se recogen cien firmas. Susan Sontag, Alain Resnais, Valerio Riva, Juan Marsé, José Ángel Valente, José Miguel Ullan, Carros Monsiváis y José Emilio Pacheco, entre otros muchos, prestan sus nombres para la contundente denuncia. La declaración de Padilla ha surtido los efectos que el poeta había previsto, pero multiplicados: su caso se convertía en el punto de ruptura de una buena parte de la intelectualidad de izquierda que hasta ese momento apoyaba a la Revolución. Ruptura que ha durado hasta hoy. Con el sacrificio de su honor le asestaba un durísimo golpe a la imagen exterior de la Revolución. Pero nada de esto le importa demasiado al Comandante. Para Castro lo vital era mantener férreamente el control del poder y sujetar a los díscolos intelectuales. El 30 de abril clausura el Congreso y lanza un ataque feroz contra los intelectuales extranjeros que se han atrevido a pedirle al Gobierno que les conceda libertad para expresarse a los intelectuales cubanos. Advierte que desde ese momento las normas serán aún más estrictas. «Hay libros –dice– de los que no debe publicarse ni una letra, ni una coma.» Remata el texto con una frase definitiva: «Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada.» No hay el menor espacio para la disidencia. Los intelectuales, nerviosos aplauden. La UNEAC no es un foro abierto de debates, sino una institución en la que se reciben órdenes e instrucciones. El «caso Padilla» es sólo otra vuelta a la tuerca.

No es de extrañar que una sociedad estabularia, organizada de esa rígida manera, en la que «todo lo que no está prohibido es obligatorio», como resumen los cubanos los rasgos del mundillo en el que viven, genere una enorme cantidad de personas desafectas o marginales, que son ejecutadas, van a parar a las cárceles, viven en una especie de ostracismo al que llaman exilio interior, o se ven obligadas a tratar de huir del país. A lo largo de estos cuarenta años, ¿cuántos cubanos han sido condenados por delitos políticos que van desde conspiraciones reales o irreales hasta vender o comprar carne de res en bolsa negra para tratar de sostener a la familia? Literalmente, decenas de millares de personas. Y no era necesario ser un poeta conocido, como Padilla, para ir a la cárcel por «veleidades» intelectuales. Juan Manuel Cao, cuando era un adolescente, hoy es reportero estrella del Canal 51 de Miami, padeció años de confinamiento porque, junto a unos discos de los Beatles y un libro de Jorge Edwards, la policía política, con las armas en las manos y al grito de «no se mueva nadie», le «ocupó» unas festivas décimas políticas («Me cago en el comunismo / en Fidel y en el marxismo / o en toda palabra extraña que termine en eso mismo»). A Lázaro Lazo, acusado por su cuñado, lo sentenciaron por haberle escrito a un amigo una carta «irreverente» contra Castro, en la que llamaba al dictador «Comandante Guarapo» –nombre popular del jugo de caña–, y como en el registro que hicieron en su casa encontraron el manuscrito de unos viejos cuentos inéditos del escritor José Antonio Zarraluqui, donde veladamente se criticaba al régimen, este último también fue a parar a la prisión por un buen número de años.

¿Cuántos cubanos se han visto en esta kafkiana situación? Probablemente, unos ciento cincuenta mil distribuidos en más de un centenar de cárceles y «granjas de reeducación», precisa Arnoldo Müller, quien se hizo experto en el ingrato tema del Gulag cubano a fuerza de ser él mismo uno de los prisioneros durante toda una década de alternar el trabajo esclavo y la observación minuciosa. ¿Y cuántos cubanos han sido fusilados por oponerse activamente al régimen? Hay varias cifras. La menor es de cinco mil personas; la más alta, dieciocho mil. En todo caso, es un número dolorosamente grande. A Pinochet se le condena, justamente, por algo más de tres mil opositores asesinados. Castro ha matado, por lo menos, al doble. Y cuando el Comandante se defiende afirmando que en Cuba no ha habido «ni un solo caso de torturas o desaparecidos», miente sin el menor recato, o disfraza la verdad hasta hacerla irreconocible. Además de estremecedoras denuncias, como las de Armando Valladares en su libro Contra toda esperanza, año tras año Amnistía Internacional, Pax Christi, Of Human Rights, o la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, informan de los terribles maltratos que sufren los prisioneros en los centros de detención cubanos. En la cárcel fueron asesinados –por sólo citar varios casos, recuerda Juan Valdés de Armas, estudiante condenado a doce años–, el líder estudiantil Alfredo Carrión Obeso, Francisco Noda, Danny Crespo, Diosdado Aquit, Ernesto Díaz Madruga, Julio Tang, Eddy Álvarez Molina, mientras son numerosos los presos que recibieron espantosas golpeaduras, como Eloy Gutiérrez Menoyo, Alfredo Izaguirre, Juan Antonio Müller, Emilio Adolfo Rivero Caro, Miguel Torres, que quedó permanentemente paralítico, o los que han vivido durante muchísimos años sin visitas, aislados, en celdas tapiadas en las que debían dormir en el suelo sobre sus propias inmundicias, sin otra compañía que la de las ratas y las cucarachas, como les ocurrió a los poetas Ángel Cuadra y Ernesto Díaz Rodríguez, a Ángel de Fana, a José Pujals, a Nicolás Pérez, a Ramón Mestre o al arquitecto Salvador Subirá. Y aunque es verdad que los casos de oposicionistas desaparecidos son excepcionales, al contrario de lo que sucedió con las otras dictaduras militares del Cono Sur, esta diferencia sólo se debe a que en Cuba es legal asesinar a los opositores, mientras que en la Argentina de Jorge Rafael Videla o el Chile de Augusto Pinochet la ley no permitía ese bárbaro trato contra los enemigos. ¿Para qué apresar a un opositor amparado por la nocturnidad y el anonimato –como fue frecuente en Sudamérica–, darle dos tiros en la cabeza y dejarlo en una cuneta, cuando es perfectamente posible apresarlo, juzgarlo y fusilarlo en 24 horas, como se hecho en la Cuba de Castro en infinidad de ocasiones?

Si hay alguna diferencia en los grados de bestialidad entre las dictaduras convencionales de América Latina y la castrista –olvidándonos del hecho lamentable de que la cubana ha resistido más del doble que la pinochetista o cuatro veces lo que duró la argentina– está en el trato dado a las mujeres: la verdad es que Castro no ha ejecutado a mujeres, no les ha secuestrado a sus hijos ni les ha colocado picanas eléctricas en los genitales. Pero esos límites autoimpuestos no le han impedido a su gobierno, sin embargo, tratar a las presas políticas cubanas con una larga y extraordinaria crueldad, inédita en la historia de América Latina y absolutamente desconocida en la Cuba precastrista, aun durante las dictaduras de Machado o Batista. Cientos de mujeres cubanas han vivido durante años en calabozos infectos, sus guardianes las han golpeado hasta el desvanecimiento, han padecido hambre y desnutrición, o han prohibido el contacto con sus familias, hijos incluidos, y ello está detalladamente contado por testimonios como los de la doctora Martha Frayde –en una época colaboradora, amiga y hasta embajadora de Castro ante la UNESCO, y luego presa política–, en libros como Todo lo dieron por Cuba de Mignon Medrano, o en la estremecedora autobiografía de Ana Lázara Rodríguez, Diary of a survivor, una brillante estudiante de Medicina que entró en la cárcel a los veinte años y salió, destrozada, a los cuarenta.

Balseros y jineteras

Otro notable rasgo de la sociedad cubana, mil veces visto en fotografías de prensa y en noticieros de televisión, es el espectáculo de los «balseros», esas decenas de millares de personas que se han lanzado al mar a bordo de tablas y cámaras de automóvil, y de cuyas infinitas tribulaciones casi diariamente, y desde hace muchas décadas, tenemos abundantes noticias. A mediados de los noventa, en un solo episodio, más de treinta mil fugitivos fueron interceptados por la marina norteamericana, yendo a parar, temporalmente, a la base de Guantánamo. ¿Cuántos no llegaron? Según José Basulto, el director de Hermanos al rescate, una organización humanitaria dedicada a auxiliar a náufragos y balseros a la que el Gobierno cubano le derribó dos avionetas en aguas internacionales asesinando a cuatro de sus tripulantes, de acuerdo con las fotos aéreas, el número de muertos o desaparecidos se calcula entre un veinte y un cuarenta por ciento de quienes se aventuran a intentar la travesía, pero la cifra final es difícil de precisar. No se sabe con exactitud, mas en todos los pueblos de la extensa costa norte de la Isla son incontables las familias que han perdido a algunos de sus miembros más jóvenes, o, en los casos más trágicos, a todos ellos. ¿Por qué mueren? A veces, porque la corriente del Golfo es traicionera y desvía a las frágiles embarcaciones rumbo al Atlántico, donde perecen de hambre y sed. Otras, porque las olas vuelcan las balsas y luego los tiburones devoran a los tripulantes. Incluso, frecuentemente, porque la marina o la aviación del Gobierno cubano se ocupan de hundir las balsas o botes de las personas que huyen de la Isla, como fue trágicamente notorio con el remolcador Trece de marzo, en julio de 1994, cuando a pocas millas de La Habana cuarenta y una personas, la mayor parte mujeres y niños, fueron deliberadamente ahogadas por lanchas de la policía política que embistieron el pequeño barco en que viajaban, pese a los gritos de las mujeres que alzaban sobre sus cabezas a sus pequeños hijos implorando piedad.

El Gobierno cubano siempre trata de justificar este éxodo casi suicida alegando que también los haitianos y los dominicanos intentan entrar ilegalmente en Estados Unidos, pero con esa explicación La Habana soslaya tres aspectos fundamentales que establecen una diferencia con respecto al caso de los cubanos. El primero, que jamás las unidades navales de República Dominicana o de Haití tratan a sus desgraciados emigrantes como enemigos. Ni los ametrallan, ni los hunden, y si los capturan, no los condenan a varios años de cárcel, como les sucede a los «lancheros» cubanos, víctimas de una figura delictiva típica de las sociedades totalitarias «salida ilegal del país». El segundo, es que a lo largo de toda historia de Cuba, la Isla siempre fue un destino para inmigrantes europeos, y jamás un sitio del que los nacionales trataran de evadirse. El éxodo cubano es un fenómeno que coincide milimétricamente con el establecimiento del sistema comunista. Y el tercero tiene que ver con el perfil sociológico de los «balseros» cubanos: mientras los dominicanos y haitianos que tratan de llegar a Florida o a Puerto Rico suelen ser pobres campesinos analfabetos, los cubanos generalmente tienen un grado razonable de educación. Cuba es el único país del Caribe del que huyen los médicos, los ingenieros o los maestros, porque es una de las pocas sociedades del planeta en las que una buena formación académica no se traduce en un mejor modo de vida.

Este fenómeno tiene un notorio parecido con el de la prostitución. El comunismo, o la terrible falta de oportunidades económicas que genera, ha convertido a Cuba en uno de los tristes destinos del «turismo sexual». Miles de mujeres y hombres muy jóvenes, a veces adolescentes de trece o catorce años, frecuentemente con la complicidad de familiares que les ceden sus propios hogares y lechos para el comercio sexual, venden sus cuerpos a los extranjeros por pequeñas cantidades de dólares, indispensables para poder comprar alimentos y bienes de primera necesidad, inaccesibles para quien sólo recibe el miserable salario que paga el Estado, equivalente de unos diez dólares al mes. Y frente a este lastimoso espectáculo, el Gobierno se «defiende» con alegaciones que bordean el cinismo. El propio Castro ha declarado que, en efecto, hay prostitución –les llaman, «jineteras», un oscuro eufemismo–, pero ésta se debe a la contaminación del capitalismo, y, en todo caso, gracias a la Revolución, se trata de las únicas prostitutas educadas que existen en el Tercer Mundo. En cuanto a la responsabilidad del antiguo régimen, es curioso que en el pasado el Gobierno acusara al capitalismo de ser responsable de la existencia de la prostitución en la etapa prerrevolucionaria y ahora, tras cuarenta años de comunismo, le vuelve a imputar las culpas, sin ser capaz de admitir que el extendido resurgimiento de este fenómeno lo único que demuestra es lo absurdo de un sistema en el que, al desaparecer el subsidio soviético, la falta de oportunidades económicas provoca que las personas, para lograr sobrevivir, aun cuando posean los instrumentos intelectuales requeridos para abrirse paso, tengan que someterse a las actividades más degradantes para poder alcanzar un modo de vida al menos remotamente parecido al que disfruta la nomenklatura que gobierna el país. No es cierto, pues, que se trate de una consecuencia del auge turístico y de los vicios de los capitalistas. Ésa es una excusa inaceptable. Mallorca, por ejemplo, el paraíso turístico español, recibe todos los años diez millones de visitantes, sin que por ello los muchachos y muchachas de esta isla del Mediterráneo tengan que vender sus cuerpos por dinero. Por el contrario: el turismo, combinado con una economía abierta, ha creado las condiciones para que Mallorca sea una de las zonas de España con un per cápita más alto y un menor índice de desempleo y casi inexistentes niveles de prostitución. Esto es importante entenderlo, porque, para enfrentarse a la prostitución, el gobierno de Castro, como siempre, está recurriendo a la represión policiaca –severos campos de reeducación para las prostitutas y penas que pueden llegar al fusilamiento para los proxenetas, si hay menores involucrados–, sin aceptar que el mal de fondo no son los turistas ni «la corrupción que traen los dólares», sino el mantenimiento contra el sentido común de un sistema que impide que las personas puedan crear riquezas y conquistar un modo de vida mínimamente agradable. Podrá alegarse que todas estas dificultades por las que Cuba atraviesa son el resultado del fin de la URSS y de la desaparición de los nexos de la isla con el bloque comunista europeo, pero eso, sencillamente, no es cierto. En Cuba los racionamientos de alimentos comenzaron a principios de la década de los sesenta, y desde entonces la «libreta de abastecimiento» –prodigiosa expresión del orwelliano lenguaje político del castrismo– ha estado acompañada de una crónica escasez de bienes y servicios que abarca todo el abanico del consumo: desde carne hasta agua potable, desde leche hasta electricidad, desde zapatos hasta medios de transporte. A veces, durante un breve período hinchado de promesas e ilusionadas cifras oficiales –las estadísticas son el terreno donde el socialismo muestra mayor creatividad e imaginación–, los cubanos han conseguido estabilizar la miseria, pero sólo hasta la llegada de la siguiente recesión.

A fines de los años sesenta e inicios de los setenta, para salvar la Revolución, cuando el modelo guevarista condujo a la inflación incontrolable y al desabastecimiento casi total, se recurrió a los esquemas administrativos de la URSS, más racionales, descentralizados y con cierto énfasis en premiar y alentar la productividad empresarial. A ese viraje se le llamó la institucionalización –como recuerda Carmelo Mesa Lago, el gran historiador económico de la Cuba revolucionaria–, y tuvo su punto culminante en 1975, en el Primer Congreso del Partido Comunista, y en la implantación total de los planes de control y desarrollo económico soviéticos. Pero en la siguiente década, ante la pobreza creciente del país, ya comenzada en la URSS la perestroika. Castro, alarmado por el «materialismo» rampante de los cubanos –lo que no deja de ser curioso en un marxista–, decreta la «política de rectificación de errores», retrocede a la ética guevarista de los incentivos morales, clausura los mercados campesinos —que algo habían aliviado la escasez de alimentos—, y en 1986, tras fracasar en la creación de una especie de sindicato tercermundista de morosos que desafíe a la gran banca internacional, ya totalmente en quiebra su gobierno, se ve obligado a suspender los pagos de la deuda externa, pese a que anualmente Cuba continuaba recibiendo subsidios por valor de cinco mil millones de dólares. En otras palabras: la Revolución cubana ha sido un fracaso permanente como modelo de desarrollo, incluso en los períodos de mayor auge relativo, lo que hace aún más difíciles de entender los inmensos sacrificios impuestos al pueblo cubano y los grandes esfuerzos por exportar ese modelo de organización de la sociedad a otros pueblos en dificultades.

La conquista del Tercer Mundo

¿Cuál era la urgencia en conquistar para la causa socialista otras naciones y territorios si los frutos del marxismo en Cuba eran lamentables? En abril de 1959 comenzó el castrismo su labor «internacionalista» enviando la primera guerrilla a otro país latinoamericano. La expedición fue lanzada contra Panamá y terminó en un completo desastre. Es importante retener la fecha, porque el gobierno de Castro trata de explicar esta etapa de la historia cubana con el argumento de que las intervenciones en los asuntos internos de otros países fueron una respuesta a las agresiones yanquis en medio de la Guerra Fría, cuando es evidente que fue en La Habana, por aventurerismo, donde se inició el conflicto. Sesenta días más tarde, en junio del primer año de la Revolución, sus objetivos son la dictadura somocista de Nicaragua y la todavía vacilante democracia venezolana, estrenada en 1958. Ese verano de 1959 desembarcan unos guerrilleros en Nicaragua mientras otros comienzan a organizar la subversión en Venezuela con el auxilio de comunistas enemigos de Rómulo Betancourt. Este dato también es relevante, pues además de buscar justificaciones en el encontronazo entre Moscú y Washington, se ha querido presentar el «internacionalismo» cubano como una suerte de lucha de la izquierda contra las dictaduras, cuando la realidad es muy distinta: para Castro no había ninguna diferencia entre Rafael L. Trujillo y Rómulo Betancourt, entre Anastasio Somoza y el peruano Manuel Prado, o entre el colombiano Julio César Turbay Ayala y el paraguayo Alfredo Stroessner. Atacaba por igual a gobiernos legítimamente electos que a dictaduras, y en nada le importaba aliarse con terroristas como los tupamaros uruguayos para tratar de destruir a una de las pocas democracias ejemplares que había conocido América Latina, o, por el contrario, mantener las mejores relaciones con gobiernos dictatoriales, como ocurrió con los militares argentinos de Jorge Rafael Videla, con la narcodictadura del panameño Manuel Noriega, o con las tiranías bestiales del ugandés Idi Amín o la de Francisco Macías, en Guinea Ecuatorial, cuya guardia personal estaba compuesta por militares cubanos.

En 1966, para dotar de mayor eficacia sus esfuerzos subversivos, Castro convoca en La Habana la Conferencia Tricontinental e inicia una estrecha colaboración con terroristas de todo el mundo, incluidos, entre otros, palestinos, irlandeses, vascos, norcoreanos, libios, uruguayos, argentinos, nicaragüenses, dominicanos, brasileros, chilenos, venezolanos y colombianos. Prácticamente todas las naciones de América Latina tienen ahí su siniestra representación, incluidas algunas democracias desarmadas, como era el caso de Costa Rica y Jamaica. Tampoco faltan radicales negros norteamericanos y violentos independentistas puertorriqueños que operan en suelo estadounidense. Estos radicales encuentran en Cuba santuario, adiestramiento militar, pertrechos, dinero y formación política. Cuba es el centro de coordinación y un constante surtidor de iniciativas. Todos los terroristas, si son de izquierda, pueden allí carenar. Hasta Ramón Mercader, el asesino de Trotski, quien, tras cumplir veinte años de cárcel en México, viajó a Cuba para convertirse en Inspector general de prisiones. Murió en la Isla y fue enterrado discretamente, pero con honores de general. Poco después su cadáver fue trasladado a la URSS.

Es el desideratum. Castro se prepara para conquistar el Tercer Mundo y Cuba será la base desde la cual ese grandioso proyecto se llevará a cabo. No hay ningún límite. Conspiran en Yemen y en Zanzíbar, donde los cubanos llegan a dar un golpe. «Cuba no es una isla, sino un nido de ametralladoras en movimiento», dice Eduardo Palmer, el cineasta que más y mejores documentales ha producido sobre esta larguísima etapa subversiva de Castro. Una brigada cubana ha peleado en el desierto junto a Argelia contra Marruecos. El Che, sin ningún éxito, ha incursionado en África negra, en el Congo, y en las ex colonias portuguesas. Se prepara para su última aventura. Va a intentar la creación de otro Vietnam en Bolivia. Sueña con muchos Vietnam que acosen y desangren a las democracias occidentales, pero especialmente al odiado enemigo norteamericano. Castro y sus hombres más cercanos se proponen dedicar sus todavía muy jóvenes vidas a destruir el sistema capitalista y a sustituirlo por el glorioso socialismo. Por eso ningún observador bien informado se sorprendió cuando La Habana, mediante un enérgico discurso del propio Castro, algún tiempo después, en 1968, apoyaría la invasión soviética a Checoslovaquia. Para Castro era mucho más importante el sostenimiento de las dictaduras comunistas que esas románticas zarandajas de las soberanías.

El Che llega a Bolivia en 1967 dotado de una estrategia político militar diseñada por él y extraída de la experiencia cubana. Es el foquismo que tendrá su más hábil vulgarizador en el francés Régis Debray. Para hacer una revolución marxista no hace falta una base obrera y urbana con conciencia social, como suponía Marx. El Che está más cerca de Louis-Auguste Blanqui, aquel carbonario francés, contemporáneo y enemigo de Marx que preconizaba tácticas parecidas a las del argentino. Basta con una vanguardia audaz, un foco que cree en las zonas rurales las condiciones generales para un levantamiento progresivo que se desplazará del campo a las ciudades. Ese foco se irá expandiendo hasta constituir un ejército revolucionario que, en su momento, segregará el gran partido comunista uniendo los distintos retazos revolucionarios. El comunismo no hará la Revolución. Es al revés. La Revolución hará al comunismo Esto es lo que sucedió en Cuba y el Che pretende elevar esta anécdota a ley política universal. Primero tomarían el poder a tiros. Y luego verían cómo organizan al Partido. Fidel, por razones poco claras, prefiere tener al Che lejos de Cuba. Incluso, para impedirle el regreso ha hecho pública una carta que Guevara manda desde África en la que explica que dedica su vida a la causa de la Revolución, tarea de la que exculpa al Gobierno cubano. Esa carta no había sido enviada para que Castro la leyera en ese momento Darla a conocer era cerrarle el camino de retorno a la Isla. La verdad es que Castro acabó por perderle al Che toda la confianza que alguna vez le tuvo. Le molestaba su radicalismo oral, la peligrosa franqueza con que defendía sus convicciones marxistas, sus veleidades prochinas, y, también, su insolente aire de superioridad intelectual. A Castro le preocupaba que el argentino sintiera cierto desdén por la tibieza con que los rusos defendían la causa comunista, pues era cierto que en Guevara había un elemento de antisovietismo, pero por las malas razones: porque percibía a Moscú como una potencia timorata que no le plantaba cara a lo norteamericanos con el vigor que debería hacerlo.

En cualquier caso, nada sucedió en Bolivia como el Che había previsto. Los campesinos, lejos de unírsele, lo delataron al ejército. El partido comunista local vio con mucho recelo su presencia y le negó su ayuda. Los soldados bolivianos, auxiliados por la CIA lo persiguieron con eficacia. Nunca llegaron refuerzos de Cuba. El terreno era más inhóspito de lo previsto y alimentarse resultaba muy difícil. La elección de Bolivia, pese a todo, no era un disparate estratégico, sino un riesgo calculado. La guerrilla pensaba expandirse a Argentina y a Chile. El propósito final —¿veinte años?— era la creación de un gran ejército multinacional hispanoamericano que reprodujera la lucha de Mao en China tras la Segunda Guerra Mundial. Muy pronto sus hombres y él mismo supieron que estaban perdidos. Su diario de campaña lo revela en un tono de seca melancolía. Se transparenta un hombre valiente, pero duro, desengañado, cruel. Intuye que va a morir. Por fin llega el desenlace. Un capitán de los rangers bolivianos, Gary Prado, al frente de una patrulla, lo descubre. El Che es herido y capturado. Lo interroga un agente de la CIA de origen cubano, Félix Rodríguez. Es un joven exiliado derrotado en Bahía de Cochinos. Formó parte de lo teams de infiltración que precedieron a la invasión y luego fue reclutado por la inteligencia norteamericana. Pero actúa sin odio y le sugiere a los militares bolivianos que no maten al argentino. No es exactamente por bondad. Su tesis es que un Che vencido ejercería una influencia desmoralizadora en la izquierda. Afirma que esa estrategia ha dado resultado con el francés Régis Debray, compañero del Che preso en una cárcel boliviana, quien, con el paso del tiempo y la llegada de las canas acabaría criticando severamente al argentino. Los mandos militares piensan de otro modo y ordenan su ejecución. El Che muere e inmediatamente comienza a crecer su leyenda personal, pero el foquismo se desacredita. Dariel Alarcó Ramírez, Benigno, su lugarteniente, un guajiro inteligente y audaz logra escapar en una fuga digna del Conde de Montecristo. Muchos años más tarde, exiliado en París y recuperada la lucidez, conoce a Félix Rodríguez y se dan un abrazo. Los dos coinciden en que, de diferentes formas, ambos han sido víctimas del castrismo. Benigno primero creyó respetar al Che. Con el tiempo llega a la conclusión de que, realmente, le temía. Luego, por un largo período, se siente obligado a pensar que, aun cuando estuviera equivocado, el arrojo con que el Che defendía sus ideas merecía un especial aprecio. Más tarde se daría cuenta de que no es posible separar los medios y los fines. La terca valentía de Hitler, que se quita la vida antes que rendirse, o la heroicidad suicida de los camisas pardas en la defensa inútil de Berlín, no los redimen ante la historia. Si la valentía no está al servicio de unos fines nobles no pasa de ser otra cosa que la fatal consecuencia de una peligrosa secreción hormonal. La temeridad del Che, su coherencia moral, su robespierrismo y su desprendimiento de los bienes materiales, no lo salvan de la verdad final que impulsaba sus actos: mataba con el objeto de implantar una dictadura despiadada.

Este fracaso en modo alguno arredra a Castro o lo disuade de las tareas internacionalistas. Lo que consigue es poner un mayor énfasis en el aparato militar convencional. La pobre y relativamente pequeña Cuba pronto tendrá el noveno ejército del planeta. Una fuerza que, descontadas las legiones del Ministerio del Interior, en su momento estelar, cuando los soviéticos la arman hasta los dientes, con más de sesenta mil toneladas anuales de equipos y municiones, incluye 225 000 soldados y oficiales de infantería, 190 000 reservistas, 500 000 milicianos, 1 400 tanques de guerra, una cantidad similar de piezas de artillería, 2 fragatas, 4 submarinos y otras sesenta naves de diversos tamaños, mientras la fuerza aérea alcanza la cifra de 400 aviones y helicópteros de combate y transporte. Es un ejército mayor que el brasilero, el canadiense o el español. Como canta el trovador Pedro Tamayo, la respuesta disidente a Silvio Rodríguez, en Cuba «no hay cebollas pero hay camiones de soldados». Y trastocando la regla de la fisiología: el órgano, en este caso, crea la función, la fabrica. El desarrollo de unas enormes fuerzas armadas —explica el politólogo Irving L. Horowitz— genera un comportamiento más agresivo en el castrismo. En 1973, en medio de la guerra de Yom Kippur, los israelíes descubren que en el frente sirio hay toda una brigada de tanquistas cubanos. Son hábiles, pero la aviación y la artillería judías los barren sin compasión. Los hebreos son mejores soldados.

Dos años más tarde le llega a Castro la revancha. El imperio africano de Portugal ha colapsado y tres fuerzas insurrectas angolanas se disputan el poder. En enero de 1975 estos grupos han firmado un pacto para participar conjuntamente en el Gobierno que sustituirá a los portugueses, mas ninguno de los tres piensa cumplirlo. Comienzan a «posicionarse» de manera ventajista. Pronto se inician las batallas por conquistar Luanda y otras ciudades menores. Es una guerra civil con participación franca o encubierta de poderes extranjeros. Se trata de tres organizaciones guerrilleras vinculadas a la izquierda, formadas en el marxismo, pero con alianzas estratégicas coyunturales de distinto signo. Grosso modo, el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), dirigido por Agostinho Neto, es abastecido por soviéticos y cubanos y mantiene fuertes lazos con los comunistas portugueses. La Unión Nacional por la Independencia Total de Angola (UNITA), bajo el mando de Jonás Savimbi, recibe ayuda de China comunista, y, en su momento, la recibirá de Sudáfrica. El Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA), creado por Holden Roberto, el más pequeño de los tres ejércitos irregulares, es respaldado simultáneamente por la CIA y por Pekín. Cada uno trata de arrimar el ascua a su sardina. Pretoria teme la instalación de un régimen comunista en la región. Moscú, Washington y Pekín buscan influencias en el Atlántico Sur. La Habana procura la gloria de una victoria militar. Castro se siente la punta de lanza de la causa comunista en el Tercer Mundo. Posee un pequeño país, pero desarrolla una política exterior imperial de gran potencia. El episodio angolano es una expresión del más puro napoleonismo caribeño. Castro disfraza su intervención en África con la coartada de que Cuba, ciertamente, es un país donde la mitad de la población en alguna medida —la medida del mestizaje— proviene de ese continente, pero se trata de un burdo pretexto. También mandó sus soldados a Yemen, donde pusieron y quitaron gobiernos, y en Cuba apenas hay árabes o musulmanes. Tampoco es cierta la simplificación propagandística de que sus tropas fueron a África a impedir el atropello de los racistas sudafricanos blancos. Ésa es la coartada. Sudáfrica era sólo un factor lateral y escasamente importante en ese pleito. Eso se verá con toda claridad en Etiopía, poco después, donde el ejército cubano derrota a unos negros en beneficio de otros. Su verdadero leitmotiv es el placer de ganar batallas y de clavarse en la historia por encima de los demás mortales. Lo que busca es la gloria y la sensación de poder que le proporciona a cierta gente decidir sobre la vida o la muerte de miles de personas. Castro se hace fabricar una sala de guerra y la llena de mapas. Desde La Habana dirigirá las batallas. ¿Cuándo un pueblo latinoamericano ha enviado un ejército completo a combatir en otro continente? Bolívar y San Martín pelearon en el vecindario latinoamericano. Castro se siente más grande. Angola es un país dotado de grandes riquezas naturales, pero no es el botín lo que deslumbra y moviliza al Comandante, aunque se hace pagar sus tropas con petróleo y fuertes sumas de dólares. El negocio —aunque exista— no es la prioridad. Creer esto es no entender su psicología. O creer que fue a África porque se lo ordenaron los rusos. Por el contrario: es Castro quien enreda a los soviéticos en la maraña angolana, tentándolos con ofrecerles en bandeja de plata el control de uno de los pasos marítimos más concurridos del planeta. Mozambique en el índico, más Angola y Namibia en la otra costa africana, significaba para la URSS poseer el derecho de peaje sobre el Atlántico Sur.

Ante la retirada de Lisboa, todos salen a pescar en río revuelto. Es un juego de suma-cero. Lo que un bando gana el otro lo pierde. Pero el que se lleva la pieza es Castro. Se mueve velozmente, convence a los rusos de la conveniencia de enviar tropas de signo comunista, y anuncia que está dispuesto a poner la carne de cañón que sea necesaria. Los rusos sólo tienen que proporcionar la intendencia, las armas y las municiones. Los alemanes del Este pueden suministrar unos cuantos oficiales. Nunca sobra la organización germánica. Los cubanos aportan los muertos. Los de ellos y los del enemigo, y comienzan a trasladar mortíferas unidades de soldados listos para el combate. Utilizan para esa tarea la flota pesquera, la de carga, y cualquier avión capaz de hacer la travesía. Esto genera unas graves dificultades para el abastecimiento de Cuba, pero no importa. Según Castro, sus compatriotas siempre están felizmente dispuestos a cumplir tareas revolucionarias. Es el suyo –Castro ha descubierto para asombro de los propios cubanos– un inquieto pueblo de sacrificados guerreros.

Y así fue: a partir del verano de 1975, y a marcha acelerada, Cuba traslada unos setenta mil hombres a Angola –cifra que luego se estabiliza en unos cuarenta mil soldados y seis mil civiles–, que permanecen en ese país la friolera de doce años, la guerra más larga jamás librada por un ejército del hemisferio americano, incluido el de Estados Unidos. Sufren entre ocho y diez mil bajas, y, en un principio, logran su objetivo de apuntalar al MPLA, pero sin que eso signifique la derrota definitiva de los otros grupos, y especialmente de UNIT A, que nunca, y hasta hoy, veinte años después, dejó de controlar una buena parte del sur del país. Tampoco faltan los excesos. El general Rafael del Pino, que dirigió la aviación cubana en Angola y luego desertó, contó las terribles masacres de los soldados cubanos contra la población civil. El escritor Jorge Dávila, soldado en esa guerra, en la que también perdió un hermano, ha dejado su testimonio brillante y doloroso. No era una tropa de mosqueteros galantes que acudían a defender la noble causa de sus camaradas en peligro, sino un ejército, como todos, brutal, que despreciaba a los nativos, a quienes calificaba de indolentes y cobardes. Algunos de los «héroes» cubanos de aquel conflicto ajeno y absurdo, como Rafael del Pino, luego serían execrados. Pero peor le iría a la gran estrella de la guerra: el general Arnaldo Ochoa, como se verá más adelante. En 1987, a regañadientes, tras los acuerdos de paz, visiblemente indignados por la «traición» de Gorbachov y la «blandenguería» de los angolanos, los cubanos, finalmente, comenzaron a abandonar Angola.

El triunfo en Angola le abrió a Castro el apetito imperial. Comprobó que Estados Unidos estaba paralizado tras la derrota de Vietnam, mientras Jimmy Carter oraba como un arcángel en la Casa Blanca. Y así, en 1977 − 1978, se produjo la intervención cubana en Etiopía, un viejo reino sacudido por las conmociones revolucionarias tras el derrocamiento del emperador Haile Selassie en 1974 y la instauración de un régimen prosoviético en 1975. Lo que allí ocurrió vale la pena tratar de descifrarlo para comprender la fundamental falta de principios del «internacionalismo» de Castro. Felizmente, existe un excelente libro escrito por un miembro de los servicios cubanos, experto en África, que desertó del régimen, Juan E. Benemelis: Castro, subversión y terrorismo en África. Primero veamos los actores. Son dos los que pugnan contra Etiopía. Está Eritrea, una artificial provincia de Etiopía, donde la lengua y la religión predominantes no son las del Estado en donde se encuentra adosada como consecuencia de las maniobras diplomáticas de los imperios europeos, principales repartidores del pastel africano. Los eritreos, desde hace muchísimo tiempo, quieren independizarse de Etiopía y han formado unas belicosas guerrillas islámico-marxistas –todo es posible en esta vida– auxiliadas por Cuba, Moscú y Libia. Está Somalia, una nación que, con grandes dificultades, atenazada por Inglaterra e Italia, en 1960 logra al fin convertirse en Estado independiente. Se trata del país más homogéneo de África. Es una etnia que ocupa desde hace siglos su territorio natural. Hay una zona limítrofe, el desierto de Ogadén, poblada por somalíes, que en el reparto organizado por las grandes potencias europeas resultó asignada a Etiopía, país que también reclamaba su soberanía. En 1969 el general somalí Mohamed Siad Barre da un golpe militar y proclama la República Democrática Somalí. Se sitúa en la esfera soviética y comienza a recibir ayuda militar de la URSS y de Cuba. A sus socios comunistas les parece justo que Somalia asuma el control de un territorio, el Ogadén, que debe pertenecerle. La Habana envía «cadres» que adiestran a los somalíes. Pero de pronto ese juicio cambia radicalmente cuando el coronel etíope Mengisto Haile Mariam se hace con el poder en Addis Abeba, ejecuta a todos sus adversarios –terror rojo le llaman los historiadores–, se coloca bajo la tutela de Fidel Castro y le pide ayuda al dictador caribeño para derrotar a los somalíes y a los eritreos.

Súbitamente se produce un cambio de alianzas. Fidel Castro decide apadrinar –verbo que se conjuga en La Habana en el sentido mariopuzano de la palabra– a los etíopes contra sus antiguos camaradas. Los patriotas somalíes y eritreos de la víspera, todos ellos radicales y simpatizantes del marxismo, se convierten en los despreciables agentes del imperialismo yanqui frente a un descomunal ejército de 30 000 cubanos, apresuradamente enviado desde Angola a Etiopía vía Mozambique, 2 000 soviéticos, 2 500 yemenitas, cierto número de búlgaros y polacos, 120 tanques y varios escuadrones de aviones Migs. ¿Por qué ese sangriento cambio de alianzas? Porque Castro, con su incontrolable manía unificadora y su odio patológico a la diversidad –que se le antoja como una especie de insufrible desorden–, tras un recorrido por la zona de siete intensas semanas, soñaba con crear una especie de gran país federal en el «cuerno de África», para gloria de la causa socialista, capaz de controlar el acceso al golfo Pérsico, supernación radical que incluyera a Yemen del Sur, Somalia, Etiopía, Eritrea y Ogadén, y las querellas nacionalistas de la zona le habían echado a perder su ambicioso plan. Tal vez las armas harían entrar en razones a los desobedientes revolucionarios de esa polvorienta pero importante región del mundo. Él les impondría la necesaria disciplina.

El resultado era predecible. Miles de somalíes perecieron en combate y otras decenas de miles fueron obligados a emigrar. Triunfo total de las armas cubanas frente a un enemigo que tenía más de tiro-al-blanco que de adversario real. Se produjo una enorme catástrofe humana que desestabilizó a Somalia de una manera tan brutal que todavía, una década más tarde, y tras haber recibido la primera intervención humanitaria decretada por Naciones Unidas, el país sigue sumido en el caos.

Hubo, naturalmente, un número de bajas entre los cubanos, calculadas sin demasiada precisión en 1 200 muertos, pero fue tan contundente la victoria que Estados Unidos, incluso bajo la débil batuta de Carter, se apresuró a crear una «Fuerza de Intervención Rápida» concebida para actuar en guerras del Tercer Mundo. La victoria de los comunistas cubanos, por supuesto, sería parcial y transitoria. Eventualmente, Mengisto, el etíope, huiría hacia Zimbabwe y su régimen se desplomaría (1991), Eritrea alcanzaría la independencia (1993), mientras en Angola el MPLA y UNITA, sin dejar de hacerse la guerra, comenzarían a acercar sus posiciones políticas para tratar de encontrar una suerte de arreglo pacífico. Los sacrificios impuestos al pueblo caribeño en esas guerras africanas, donde quedaron varios cementerios llenos de cruces cubanas –sólo fueron repatriados unos cuantos cadáveres–, no sólo habían sido un crimen. El tiempo demostraría que también habían sido una indefendible estupidez.

Pero cuando terminaba la década de los setenta Fidel Castro se sentía en la cúspide de su poder e influencia y, ciertamente, tenía razones para ello: había sido elegido presidente del Movimiento de los no-alineados –lo cual resultaba grotesco, puesto que todo su empeño militar y diplomático consistía en conseguir que el Tercer Mundo se colocara bajo las banderas de la URSS y el campo socialista–, sus ejércitos habían vencido en Angola y Etiopía, había tropas y asesores cubanos en una docena de países africanos, los norteamericanos, desmoralizados y derrotados en Vietnam, no eran capaces de reaccionar, y muy pronto, en 1979, La Habana se anotaría otros dos triunfos en su haber. En marzo, el Movimiento de la Nueva Joya, presidido por Maurice Bishop, un dirigente radical que se autocalificaba como marxista, derroca en la isla caribeña de Grenada –Grenada prefieren ellos, que son de cultura inglesa y pronuncian mal el español— a Eric Gairy, un político que a fuerza de excentricidades bordea la locura, e instaura un régimen que, como diría el propio Bishop en Cuba poco después, busca su inspiración en la Revolución cubana. En julio le toca su turno a Nicaragua. Durante veinte años Castro ha estado intentando derrocar la dictadura de Somoza y el Departamento de América del Comité Central ha hecho un excelente trabajo con las diversas fuerzas insurrectas, adiestrándolas, suministrándoles fondos, y logrando unirlas bajo el nombre de Frente Sandinista de Liberación Nacional. Además de colocar a todas las fuerzas bajo el mismo rótulo, Castro, indirectamente, con sólo mostrar sus preferencias —especialmente por Humberto—, ha elegido a los hermanos Daniel y Humberto Ortega como primus inter pares, como los «comandantes» de más peso entre los nueve que componen la dirección, y los ha convencido a todos de que no defiendan por las claras un proyecto comunista. Deben hacer exactamente lo que él hizo frente a Batista: en una primera fase —ya habría luego formas de expulsarlas del carro de la Revolución— tendrían que integrar a las fuerzas de la burguesía democrática para no asustar a la sociedad nicaragüense ni darle argumentos a Estados Unidos que los precipiten a una intervención. Los sandinistas aceptan la sugerencia. Al fin y al cabo, la guerra contra Somoza se ha revitalizado como resultado del asesinato del periodista Pedro Joaquín Chamorro, un demócrata anticomunista que era, de alguna manera, la cabeza más prestigiosa y visible de la oposición. Una vez montado el Frente e iniciada la ofensiva, Castro busca otros apoyos internacionales. La paradoja es que Cuba puede enviar sus ejércitos a África, mas no a Latinoamérica, pues sería excesiva la provocación a Washington. Pero siempre hay otros medios de llegar al mismo fin. En Venezuela gobierna Carlos Andrés Pérez, quien también siente que preside un país con responsabilidades regionales, y al que no se le ocurre otra cosa que competir con Fidel Castro colaborando con él en la aventura nicaragüense, mientras en Panamá manda Omar Torrijos, un populista hábil y corrupto con quien Cuba mantiene las mejores relaciones. Todo lo que los tres países deben hacer, bajo el liderazgo soterrado de Castro, es ponerse de acuerdo, mediante la complicidad o el soborno de funcionarios costarricenses —Nicaragua limita al sur con Costa Rica y Costa Rica con Panamá—, para abastecer con armas, municiones y hombres a los sandinistas, quienes, finalmente, sólo se enfrentan a una pequeña (pero peleadora) Guardia Nacional de menos de diez mil efectivos, institución que, a fuerza del total descrédito del somocismo y de la incisiva propaganda adversa, ya ha perdido totalmente el respaldo de Estados Unidos.

Tras la victoria sandinista, que inmediatamente tiene un efecto revitalizador en los grupos subversivos y terroristas de El Salvador y Guatemala, en un momento de suprema euforia, no es de extrañar que en una reunión sostenida por aquellas fechas con el historiador venezolano Guillermo Morón, Fidel Castro le asegurara que en el plazo de 10 años todo el Caribe sería el Mare Nostrum de los cubanos. Ya se veía al frente de una gran federación de estados comunistas que le daría la estocada final al odiado adversario norteamericano. El mundo, que había coreado «Fidel, seguro / a los yanquis dales duro», lo recordaría como un gran debelador del imperialismo estadounidense. Nunca sabrían cuán duro, en realidad, les dio. San Jorge había triunfado frente al Dragón. El futuro era rojo. Y no era el sólo quien entonces veía las cosas de esa manera. La verdad es que en ese momento la historia del planeta parecía condenado a acogerse al modelo de la URSS. No en balde alguien tan lúcido como Jean-François Revel comienza entonces a escribir su pesimista Por qué terminan las democracias. Era perfectamente verosímil pensar que llegaba a su fin el período histórico comenzado en el siglo XVII con la Revolución inglesa, más tarde seguido por la norteamericana de 1776, y luego imitado por unas cuantas naciones afortunadas, Francia entre ellas. Fueron —opinaba Revel y otros consternados demócratas— pocos siglos de ilusiones que se desvanecían ante la incapacidad de Occidente para reaccionar frente al espasmo imperial de los soviéticos. Pronto el sueño de la libertad, la pluralidad y el Estado de Derecho serían sustituidos por el control asfixiante del partido único, mientras un enorme archipiélago Gulag se extendería por toda la civilización. La democracia apenas habría sido un hermoso y pasajero paréntesis en la bárbara historia política de la especie humana.

Paradójicamente, ese pesimismo, alimentado por los éxitos del comunismo, tuvo un efecto imprevisible: contribuyó a la elección de Ronald Reagan a la Casa Blanca en los comicios de noviembre de 1980. Tras el gobierno de Carter, empantanado en la inflación, y paralizado frente a múltiples enemigos que lo mismo secuestraban impunemente a decenas de norteamericanos, como sucedía en Irán, que instauraban en Managua un régimen francamente procastrista, llegaba al poder un político que prometía mano dura frente a Moscú y sus satélites. «Iremos contra la fuente del Mal», advertía Reagan ominosamente mirando a la cámara con el talento de un viejo profesional que se ha aprendido un buen guión, y enseguida demostró que hablaba en serio. ¿Cómo? De varias maneras, y todas arraigadas en la vieja «estrategia de la contención» diseñada por el brillante diplomático norteamericano George Kennan a fines de la década de los cuarenta. En primer término, volcando la enorme capacidad económica y científica del país en planes defensivos técnicamente denominados Iniciativa de Defensa Estratégica, a los que popularmente se llamó, con un poco de imaginación, La guerra de las galaxias, reto que se tradujo en un esfuerzo económico devastador para Moscú y tal vez en una de las causas del agotamiento y crisis final de la URSS. Y en un segundo plano, firmando las correspondientes «órdenes ejecutivas» para que la CIA le hiciera frente a la política cubano-soviética en Centroamérica y en África.

En América Latina el primer beneficiado de este cambio en la política de Washington fue el gobierno de El Salvador. Las armas, los asesores y el caudal de ayuda económica que fluyeron de Estados Unidos le permitieron a ese país frenar el avance de los comunistas, salvar la vacilante democracia que en medio de crímenes horrendos trataba de consolidarse, y comenzar a revertir la suerte de la batalla en el terreno militar, pese a que en 1981 las guerrillas ya habían sido capaces de lanzar una peligrosa ofensiva sobre la misma capital. Naturalmente, Castro empezó a preocuparse y a tomar en serio al nuevo inquilino de la Casa Blanca. No tardó en saber que en la primera reunión del gabinete de Reagan se había discutido si la invasión a Cuba era necesaria para contener el avance de los comunistas en la región. Y muy pronto, en 1983, comprobaría que la amenaza tenía ciertas posibilidades de materializarse. El 19 de octubre de ese año, el sector estalinista de Grenada, comandado por Bernard Coard, por rencillas internas y puro y sangriento sectarismo, da un golpe militar y ejecuta a Bishop, circunstancia que Reagan aprovecha para inmediatamente —apenas una semana— lanzar una invasión militar sobre la pequeña isla del Caribe y desplazar a los comunistas del poder. A todos: a los de Bishop y a los de Coard, porque aunque el pretexto de la invasión es proteger las vidas de los norteamericanos que residían en la isla —fundamentalmente varias docenas de estudiantes de Medicina—, el propósito real del Pentágono es evitar la terminación de un aeropuerto y de una larga pista de aterrizaje cuya utilidad final, según las fuentes de inteligencia norteamericanas, sólo podía ser la recepción de los enormes bombarderos soviéticos y la nueva generación de Migs 29.

Para Castro el episodio de Grenada fue una embarazosa derrota. Primero, porque se trataba de un territorio bajo la influencia directa de La Habana, muy cercano a Venezuela —su sueño dorado—, y, sobre todo, porque el contingente cubano destacado en la Isla, un millar de efectivos entre soldados y trabajadores de la construcción, todos armados y con adiestramiento militar, recibió órdenes de pelear hasta el último hombre y hasta la última bala para demostrarle a Estados Unidos el inmenso costo de tratar de invadir Cuba. Tan seguro estaba Castro de que sus deseos se convertirían en realidades, que la radio cubana, informada de las heroicas instrucciones del Comandante, tras la emotiva transmisión del himno nacional, llegó a anunciar que el último de los combatientes cubanos había caído envuelto en la sagrada bandera de la patria. Cuba se estremeció. Los niños de todas las escuelas del país fueron sacados a saludar la bandera en homenaje a los nuevos mártires de la patria. Incluso los anticastristas, conmovidos, derramaron lágrimas de solidaridad cubana. Fueron 24 horas de luto nacional. Hasta que comenzaron a llegar los vídeos de lo que verdaderamente había sucedido: los soldados cubanos se entregaron casi sin ofrecer resistencia, apenas tuvieron bajas, y fueron muy cortésmente tratados por las tropas invasoras. Poco después, por una gestión realizada por el gobernante español Felipe González, los cubanos fueron repatriados rumbo a Cuba, y cada uno de ellos llevaba en sus manos una gloriosa cajita con comida y utensilios de primera necesidad amorosamente donada por la Cruz Roja norteamericana. Fue muy extraño verlos llegar al aeropuerto de La Habana y escucharles decir a Fidel Castro: «Misión cumplida, Comandante.» El coronel que los mandaba, Pedro Tortoló Comas, un militar prudente que pensó que era inmoral sacrificar a un millar de personas por consideraciones de carácter político y por hacer un gesto de oscuro significado, fue degradado y enviado a Angola como soldado raso. Su nombre, injustamente, se convirtió en una fuente de perversos chistes sobre la falta de valor de los soldados cubanos.

Castro y Gorbachov

Si Fidel no pudo darle una lección a los norteamericanos, él sí aprendió la suya de los soviéticos, que casi nada hicieron por impedir la pérdida de Grenada. En 1982 había muerto su amigo Leonid Brézhnev —quien siempre tuvo una costosísima debilidad por Castro—, y era evidente que el Kremlin andaba manga por hombro, de manera que no le hicieron el menor caso cuando urgentemente solicitó al nuevo Premier que mantuviera una posición enérgica frente a los norteamericanos en el caso de Grenada. Como sustituto de Brézhnev había sido elegido Yuri Andrópov, un hombre bastante refinado, formado en la jefatura del KGB, que conocía a fondo las deficiencias y problemas reales por los que atravesaba su país, y no parecía inclinado a agravarlos para mantener los frutos de un expansionismo cuya racionalidad comenzaban a cuestionar los propios estrategas soviéticos: ¿tenía sentido conquistar Angola, Etiopía o Nicaragua para luego colgarlas del magro presupuesto soviético? La URSS comenzaba a darse cuenta de que era una metrópoli —quizá la única en la historia— saqueada por sus colonias. ¿Había sido una sabia decisión tratar de apoderarse del avispero afgano al precio de miles de hombres y de una inmensa cantidad de rublos? ¿Cuánto había costado la aventura cubana? El subsidio a Cuba ya andaba en varios miles de millones de dólares anuales, mientras la situación económica en la propia URSS se deterioraba rápidamente en el frente financiero y en el de la producción. Ya se sabía, por ejemplo, que comenzaba a reducirse la esperanza promedio de vida entre los soviéticos. El país involucionaba hacia el Tercer Mundo como consecuencia de garrafales disparates económicos.

En 1984 murió Andrópov y lo sucedió en el cargo Konstantin Chernenko. Fidel Castro fue al entierro con un gorro de astracán que subrayaba la preocupación de su ceño arrugado. Era febrero y ése es un mes implacable en Moscú. El mismo día que anunciaron al sucesor, un hombre borroso y viejo, los corresponsales extranjeros advirtieron que estaba muy enfermo. Y no se equivocaban: casi al año exacto, marzo de 1985, Chernenko entregaba su alma a quien en el cielo o el infierno correspondía la delicada tarea de recogerlas cuando expiraban los mandamases del Kremlin. El escogido como heredero era un «joven» —a los cincuenta y tantos era casi un niño dentro de la jerarquía comunista— llamado Mijail Gorbachov, firmemente determinado a poner orden en medio del creciente caos que padecía el país. Gorbachov era un técnico más que un ideólogo, protegido de Andrópov, pero bajo la desconocida influencia de Alexander Yakolev. Este último, héroe de la Segunda Guerra Mundial, herido en combate, ex embajador en Canadá —adonde lo enviaron por las inconveniencias que solía decir— había desarrollado la teoría de que la clave del relativo fracaso soviético se debía a la imposibilidad de examinar sin temor los problemas que afectaban a la sociedad. La URSS, para salvarse y superar a Occidente, necesitaba de glasnost, de transparencia en el análisis y libertad de expresión, algo que sólo podía darse dentro de una reforma profunda del Estado, la perestroika, capaz de eliminar la violencia leninista de las relaciones entre la sociedad y el Partido. Gorbachov creía en esto. Estaba convencido de que por esa vía podría colocar a la URSS a la cabeza del mundo. Fidel Castro, que algo intuía de cuanto sucedía en Moscú, ni se molestó en acudir al entierro de Chernenko. Marzo también es un mes muy frío en Rusia.

Situado Gorbachov en el poder, no tardó en comenzar a emitir señales preocupantes para el siempre belicoso aliado cubano. En 1986 las tropas soviéticas iniciaron su retirada de Afganistán y los emisarios del Kremlin les advirtieron a los sandinistas y al gobierno de Angola que no podían contar indefinidamente con la ayuda rusa. La retirada de Afganistán no era sólo el fin de un episodio bélico fallido, sino de toda una época. La prioridad del nuevo Gobierno ruso era el desarrollo económico y llegar a ciertos acuerdos con Washington en el agobiante terreno de la carrera armamentista. La existencia de un régimen prosoviético en el traspatio norteamericano enfrentado a tiros con aliados de Estados Unidos, no parecía una señal feliz de la renovada URSS anunciada por Gorbachov. Por otra parte, para esas fechas, la «contra» nicaragüense, armada por la CIA, había adquirido una gran eficacia y parecía inderrotable en el campo militar, pese a que el ejército sandinista ya era uno de los mayores de América Latina, y, con el millonario subsidio ruso, había multiplicado por diez los efectivos de la Guardia Nacional de Somoza. Al frente de los asesores extranjeros situados en Nicaragua estaba, o había estado, el mejor general cubano, Arnaldo Ochoa, formado en la URSS, héroe de Angola y Etiopía, ex guerrillero en Venezuela y protagonista de incontables hazañas del internacionalismo cubano, unas conocidas y otras clandestinas, como su secreta participación en el adiestramiento de los guerrilleros y terroristas argentinos que en 1988 atacaron el cuartel de La Tablada en la débil pero democrática Argentina de Raúl Alfonsín.

La narco-revolución

Pese a lo anterior, en 1989, poco después de una sonada visita de Gorbachov a Cuba, la prensa cubana sacudió al mundo con la noticia de las detenciones de los generales Arnaldo Ochoa y Patricio de la Guardia, jefe de «Tropas Especiales» (los rangers cubanos), el ex general y ministro de Transporte Diocles Torralba, el coronel Antonio Tony de la Guardia, hermano gemelo de Patricio, hombre poderoso y allegado a Fidel Castro, por cuyas manos pasaba la mayor parte de las operaciones clandestinas más delicadas. Junto a ellos también eran apresados otros oficiales menos conocidos del Ministerio del Interior. ¿Qué había sucedido? La historia ha sido minuciosamente reconstruida en dos libros fundamentales para entender la Cuba actual: Fin de siglo en La Habana, escrito por Jean-François Fogel y Bertrand Rosenthal, dos periodistas franceses, y La hora final de Castro del argentinoamericano Andrés Oppenheimer.

Al principio las noticias fueron muy confusas. Los cubanos enseguida advirtieron que las dos figuras clave eran Arnaldo Ochoa y Tony de la Guardia, pero no resultaba sencillo introducir a estos dos personajes dentro del mismo saco. Aunque se conocían y mantenían cierta amistad, Ochoa era un militar que se movía en el ámbito de las Fuerzas Armadas y de la Guardia, era una especie de «Pimpinela Escarlata» de los servicios cubanos de inteligencia. Tony, hombre audaz, inteligente, pintor aficionado, y con cierto refinamiento intelectual, era capaz de llevar a cabo acciones que bordeaban el suicidio. De él y de su hermano se contaba —por ejemplo—, sin que jamás se confirmara fehacientemente, que cuando la Crisis de Octubre de 1962 habían introducido potentes cargas explosivas en la sala principal de Naciones Unidas con el objeto de volarla en plena sesión si Cuba resultaba invadida por Estados Unidos. Fidel Castro, como Sansón, estaba dispuesto a acabar con el templo y con los filisteos al precio de una catástrofe internacional.

Tras los iniciales momentos de titubeo, rápidamente las autoridades cubanas formularon una acusación concreta: estos militares estaban dedicados al narcotráfico y a la corrupción. Se les hizo un escandaloso juicio en el que actuó como fiscal el general Juan Escalona, un hombre de la confianza de Raúl Castro que, como su propio jefe, en el pasado había tenido serios problemas de alcoholismo. Tras un proceso descaradamente manipulado, en el que se interrumpían las sesiones cuando los acusados decían cosas «inconvenientes», a casi todos —la más conspicua excepción fue Patricio— se les condenó a muerte. La sentencia del Tribunal Militar, siguiendo la vieja tradición de las pandillas —todos tienen que mancharse las manos—, fue ratificada por el Consejo de Estado y por numerosos generales que luego fueron llevados a manifestar su conformidad con la ejecución y su desprecio por los acusados. Quienes no se prestaron, o quienes lo hicieron sin demasiada convicción, fueron separados de sus cargos, como le sucedió al general Raúl M. Tomassevich, un cubano con antepasados eslavos que sentía un genuino afecto por Ochoa.

¿Qué había ocurrido? ¿Habían sido descubiertos unos maleantes dentro de las estructuras de mando de la honorable revolución cubana y se les castigaba por su felonía? Nada de eso. El delito sí, había sido descubierto, pero no por los servicios de inteligencia cubana —que eran los delincuentes—, sino por el Drug Enforcement Administration, la DEA norteamericana que vigila y persigue el narcotráfico en el terreno internacional. Sencillamente, el Gobierno cubano había sido agarrado con las manos en la masa de la cocaína. La DEA tenía las pruebas de la complicidad con el narcotráfico de la Marina, la Fuerza Aérea, el Ministerio del Interior y hasta del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba. Los cuerpos policiacos estadounidenses habían infiltrado en la operación a un piloto taiwanés, Hu Chang, que el 8 de mayo de 1987 aterrizó en una de las más secretas instalaciones del Gobierno cubano, en un vuelo procedente de Colombia cargado de cocaína. Prueba contundente que reproducía la experiencia previa de dos narcotraficantes cubanoamericanos, Reynaldo Ruiz y su hijo Rubén, vinculados por lazos familiares a un alto oficial de los servicios de inteligencia cubanos, Miguel Ruiz Poo, situado en Panamá. Reynaldo y Rubén, obligados a colaborar con la DEA como modo de reducir las acusaciones que se les formularían por narcotráfico, le habían dado al Gobierno norteamericano todas las pruebas y pistas necesarias para que Castro pudiera ser llevado a los tribunales por sus vínculos con el tráfico de narcóticos y «lavado» de dinero. No obstante, decidido a presentar el caso de manera totalmente irrefutable, el Gobierno norteamericano comete entonces una increíble estupidez: se propone tenderle una trampa al mismísimo ministro del Interior, el general José Abrantes, y para esos fines saca de la cárcel a un narcotraficante cubano llamado Gustavo Fernández, Papito, que en el pasado había colaborado con la CIA, y le propone una sustancial rebaja de su pena si se presta a montar la celada. El plan —en el que piensan hasta utilizar un submarino— incluye el apresamiento en aguas internacionales de Abrantes y su posterior presentación a los tribunales y a la prensa. Gustavo Fernández, naturalmente, acepta, pero en un descuido de quienes lo vigilan escapa a La Habana y cuenta todo lo que sabe: va a estallar el escándalo y Castro dejará de ser la heroica figura de la Revolución para convertirse ante los ojos del mundo en un vulgar narcodictador de la categoría del panameño Manuel Antonio Noriega, figura absolutamente desacreditada por aquellas mismas fechas.

Esto ocurre entre abril y mayo de 1989. El Comandante se preocupa. Sabe que esta vez los norteamericanos pueden destruir su imagen. Monta en cólera y culpa a Tony de la Guardia. Como siempre, la excusa es la patria: Tony ha puesto en peligro a la Revolución al actuar con una mezcla de audacia e irresponsabilidad. Ahora Estados Unidos podrá invadir a Cuba sin que nadie la defienda. A sus ojos, el delito de Tony no es el narcotráfico, algo de lo que Castro estaba perfectamente enterado, pues era una práctica frecuente desde principios de los años setenta. Vender droga en Estados Unidos es también una forma de debilitar al imperialismo yanqui, como revela a la prensa Juan Antonio Rodríguez Menier, mayor de los servicios de inteligencia que ha desertado a Estados Unidos, en una entrevista concedida a El Nuevo Herald poco antes del escándalo. Ése no es el problema. El delito de Tony es la imprudencia. Y la imprudencia, en este gravísimo caso, se confunde con la traición a la patria. Pero para Castro hay otro elemento tan inquietante como las pruebas del narcotráfico que tenía, la DEA: los servicios de contrainteligencia del Gobierno cubano, dirigidos por el incansable general Colomé Ibarra, Furry, le han puesto sobre su mesa las comprometedoras grabaciones de varias conversaciones entre los gemelos Tony y Patricio de la Guardia, Diocles Torralba y Arnaldo Ochoa. Se burlaban de él y de su hermano Raúl. Hacían chistes, opinaban positivamente de Gorbachov y de la perestroika, se quejaban de la terca insistencia en la ortodoxia estalinista del Gobierno.

Sotto voce, Fidel Castro era el hazmerreír de la dirigencia cubana en ese momento. El Comandante lo sabía y le irritaba. Deliraba de una manera tan extraordinaria que le había pedido al Centro de Biotecnología y Genética, entonces dirigido por Manuel Limonta, que «diseñara» una pequeña vaca casera para que cada cubano pudiera tener en su casa uno de estos cuadrúpedos enanos capaces de darle cuando menos un litro de leche al día.

Y no era una broma: el Comandante se había aparecido en la reunión con los científicos hasta con los planos del mueble para poder alimentar a la vaca doméstica. Castro reinventaba la chiva. En medio de ese clima de burla general, el «máximo líder» descubre que Ochoa y los de la Guardia también lo tomaban a chacota. Cómo se reían. No le temían. Ya no eran unos revolucionarios leales. Se habían convertido en unos peligrosos desafectos, instalados en la frontera misma de la conspiración. Algo realmente peligroso porque Ochoa estaba a punto de hacerse cargo de la dirección del Ejército de Occidente —donde se encuadra La Habana—, mientras Patricio de la Guardia acantona allí mismo sus tropas especiales. Aunque en ese momento no hay una conspiración en marcha, potencialmente pudiera haberla, porque se ha relajado un principio de autoridad fundado en la pleitesía al Caudillo. Y Castro es de los que están convencidos de que «sólo los paranoicos logran sobrevivir».

Ante esa situación, el Comandante corta por lo sano. Toma una decisión drástica: matará tres pájaros con el mismo disparo. Hará detener a Ochoa, a los de la Guardia y a otros oficiales menores —siempre tiene que haber una cadena de mando— y los juzgará públicamente. ¿Qué logra con ello? Primero, por encima de todo, defender su propia imagen. Dado que negarlo es inútil, admite que, efectivamente, existía tráfico de droga, pero que él no lo sabía. ¿Qué prueba mayor de su propia inocencia que fusilar a su más valioso general y a su James Bond preferido? En segundo lugar, da un escarmiento en el Ministerio del Interior y entre los funcionarios del «aparato». Todo aquel que manifieste veleidades perestroikas sabe lo que le espera. Quien se mueva un milímetro de la línea oficial se expone a lo peor. Tercero, elimina los riesgos de colocar a su gobierno al alcance de una intentona militar. Sólo le quedan dos cabos por atar: cómo lograr que los acusados cooperen y cómo conseguir que el mundo lo crea. Lo primero no es difícil. Los cuerpos de seguridad les aplicarán a los detenidos una conocida técnica de ablandamiento. Durante horas y horas, día tras día, sin dejarlos dormir, siempre bajo la luz perpetua y cegadora de los calabozos «especiales», los convencerán de que han actuado con un grado tal de negligencia y temeridad que han puesto en riesgo la existencia misma de la patria. ¿No recordaban el ejemplo del Che, que antes de su aventura boliviana, para proteger a la Revolución había escrito su carta famosa? Ahora los odiados gringos pueden invadir Cuba. Tienen una excusa y el mundo no moverá un dedo por ayudarlos, pues los narcotraficantes no tienen amigos públicos. Pero hay una forma de evitarlo: si admiten su responsabilidad total y exclusiva, y si exculpan al Gobierno, la reputación de la Revolución no quedará en entredicho y ellos salvarán sus vidas. El Gobierno no tiene necesariamente que fusilarlos. Hay precedentes. ¿No le perdonaron la vida a Rolando Cubelas, pese a su atribuida complicidad con la CIA en un plan para matar al Comandante? Si colaboran, la Revolución puede ser generosa.

Los acusados cooperaron. A veces se salían del guión, había que detener el juicio, repasar las declaraciones y volver a empezar. «Son como las tomas fallidas en la filmación de una película», declararía Jiménez Leal, autor del electrizante docudrama 8-A sobre este episodio. Pero, al final, son traicionados y los condenan a muerte. El ministro del Interior, José Abrantes, no está de acuerdo y se atreve a decírselo a Fidel Castro: «Tú sabías perfectamente lo que ellos hacían; y ni siquiera todos, pues Ochoa jamás tuvo nada que ver con esas operaciones», le reclamó Abrantes. Castro lo hizo detener y encarcelar. Poco después murió en la cárcel de un misterioso infarto. Tenía unos cincuenta años y hacía ejercicios frecuentemente. Sus compañeros de celda y sus familiares están convencidos de que lo mataron.

Para darle credibilidad a esta pantomima Castro necesitaba un testimonio creíble. ¿Quién mejor que su buen amigo Gabriel García Márquez, el prestigioso Premio Nobel de Literatura? Nadie pensaría que avalaba al Gobierno cubano por dinero, pues el colombiano es notablemente rico y ni se vende ni se deja comprar. Tampoco que apoyaría la versión de Castro por razones ideológicas, puesto que Gabo —como le llaman sus amigos— no es comunista. Sus ilusiones con el marxismo las dejó colgadas en la frontera entre las dos Alemanias tan temprano como en la década de los cincuenta. Incluso, tenía una buena amistad personal con Tony de la Guardia, y hasta exhibía uno de sus cuadros en la pared de su casa, pero —según la familia de Tony— no hizo nada por impedir su fusilamiento. García Márquez secretamente presencia el espectáculo junto a Castro. No es la primera vez que ve un juicio político en Cuba. Cuando era un joven periodista, feliz e indocumentado, en 1959, viaja a La Habana junto a Plinio Apuleyo Mendoza, su compadre y amigo, otro gran escritor, y ambos se horrorizan de los procesos contra los criminales de guerra batistianos. Treinta años más tarde algo ha ocurrido en la sensibilidad de García Márquez que ha perdido la capacidad de indignarse ante los atropellos. Alguna vez le pregunta a Castro por qué no hace cambios hacia la democracia —cambios que a García Márquez le gustarían— y la bárbara respuesta que recibe sólo consigue hacerlo sonreír: «Porque no me sale de los cojones», le responde el Comandante. La justa fama y el merecidísimo éxito, por razones que probablemente ni él mismo sepa explicar, lo han convertido en una especie de dios caribeño más allá del bien y del mal. La vida, el tiempo, o vaya usted a saber, lo han anestesiado frente a la conducta humana. Puede tratar sin asco a un sacatripas de la guerrilla, a traficantes de drogas o a un latoso que lo halaga sin sentido del límite. No se le ocurre juzgar a los seres humanos, como no se le ocurre juzgar a los personajes de sus novelas. Carece o ha renunciado a una escala de valores razonablemente estructurada. Los mecanismos del juicio ético se le han atrofiado. Fidel, además, le fascina. Le despierta una indomable curiosidad antropológica. Habla tanto. Hace tantos cuentos. Está tan loco. Y le gusta ayudarlo y hacerle favores. ¿Por qué? García Márquez es un hombre servicial. Disfruta siendo útil a los poderosos, aunque también puede hacerlo con los infelices. La bondad tampoco le es ajena. Ha sacado presos políticos de las cárceles (Reinol González) y ha conseguido difíciles permisos de emigración (Norberto Fuentes). Pero su goce emocional no parece estar en la recompensa moral que recibe por sus actos, y ni siquiera en la gratitud que merecerían sus servicios —que no espera—, sino en el placer de demostrar el inmenso poder personal que se deriva de su bien ganado prestigio como novelista. ¿Y qué mayor deleite que poder solucionarle un problema importante a uno de los hombres más poderosos del mundo? Es el escritor perdido en el laberinto de su muy compleja psicología.

En todo caso, ¿por qué el Gobierno cubano incurría en ese comportamiento delictivo? En primer término, porque podrá acusar a Castro de respetar el derecho burgués. No está en su naturaleza. Las leyes son para los otros. Si la causa final que defiende le parece justa, cualquier medio le resulta aceptable. Los sesenta y dos millones de dólares conseguidos por los montoneros argentinos como rescate de un riquísimo empresario agrícola van a parar a los bancos cubanos. Castro no ve nada malo en ello. Los secuestros, como el tráfico de drogas, son sólo expresiones de la lucha contra el imperialismo. El diplomático panameño José Blandón, representante de Noriega, contó cómo Castro, en su presencia, medió en una disputa entre su presidente y el Cartel de Medellín por doscientos millones de dólares procedentes de la droga. Los colombianos acabaron cediendo. Ése es sólo un botón de muestra. Los agentes cubanos han asaltado bancos en México y en Líbano —hay un verosímil relato de estas y otras fechorías muy bien escrito por Jorge Masetti, protagonista él mismo de numerosas acciones «revolucionarias»—, han secuestrado millonarios en Ecuador y Panamá, reclamando luego el correspondiente rescate. En Cuba se han falsificado dólares, bonos del tesoro americano, cuadros de Lam, champán Moët-Chandon, pantalones Lois, o cigarrillos Winston. En Cuba, como cabeza oculta de estas operaciones, vivía y trabajaba para el Gobierno Robert Vesco, un conocido estafador norteamericano, hoy preso en la Isla por tratar de engañar a Castro en un negocio relacionado con medicinas. (Menudo loco ese americano.)

El contacto entre la Revolución cubana y el narcotráfico comenzó en las selvas colombianas. Los primeros testimonios fidedignos son de los años setenta. Las guerrillas necesitaban armas y los cubanos dinero. Dentro del Ministerio del Interior de Cuba se había creado un organismo, el MC, destinado a burlar el embargo norteamericano. Era una estructura secreta que incluía docenas de compañías fantasmas situadas en diversas partes del mundo, pero especialmente en el Panamá de Torrijos y Noriega. Tony de la Guardia era la estrella de ese grupo. El MC, que se servía de sus contactos con la izquierda furiosa en toda América, no tardó en comenzar a hacer negocios con las guerrillas colombianas. El embajador cubano en Colombia, Fernando Ravelo, era íntimo amigo de Pablo Escobar Gaviria y de otros notorios narcotraficantes. El dinero de las guerrillas procedía de las drogas, de manera que surgió lo que en la jerga empresarial contemporánea se llama la sinergia. Ambos grupos se unieron de una manera casi natural para maximizar sus beneficios. Primero los cubanos cobraban mil dólares por cada kilo de cocaína que los aviones lanzaban sobre sus aguas. Unas lanchas luego recogían los paquetes y los trasladaban a Estados Unidos. Más tarde los narcotraficantes utilizaban las pistas militares de aterrizaje. Las relaciones cada vez fueron más estrechas. Hasta el día en que reventó la burbuja. Muertos Ochoa y Tony de la Guardia, Castro suponía que había desactivado el escándalo del narcotráfico. Sabía que no lo creerían, pero le traía sin cuidado. Era su coartada y no se movería ni un milímetro de esa posición. Su propósito era establecer una verdad oficial, la suya, y distribuirla urbi et orbe para consumo de simpatizantes, tranquilidad de indiferentes y contrariedad de adversarios. Eso es lo que siempre había hecho: interpretar la realidad, acuñar su versión, y luego ordenarles a los sicofantes que la repitieran sin un asomo de duda. Ahora tenía por delante una tarea más difícil: impedir que el vendaval que azotaba al mundo comunista también barriera a la Revolución cubana. Era evidente que el Ministerio del Interior —el feudo de Abrantes y Tony de la Guardia— estaba lleno de reformistas que veían con agrado cuanto sucedía en el Este. Así que ordenó a su hermano Raúl, ministro de Defensa, que «interviniera» y «depurara» ese ministerio, sustituyendo a los podridos o a losperestroikos con oficiales del Ejército probadamente leales. Él mismo, Fidel, que se precia de tener un don especial para descubrir cuándo le mienten, interrogó personalmente a cientos de oficiales de la policía política, hizo retirar a una buena parte de ellos, y hasta encarceló a unos cuantos, incluidos los generales Pascual Martínez Gil y Luis Barreiro Caramés. Fue la mayor purga que había conocido el «aparato» desde su creación.

El postcomunismo

¿Era un espasmo paranoico o, realmente, el régimen peligraba? Las dos cosas. Poco después del caso Ochoa vinieron la desaparición a martillazos del Muro de Berlín y el desplome total del comunismo en el Este. La URSS dejó de ser un aliado fiable —pronto hasta dejaría de ser la URSS— y le avisaron al gobierno cubano que se reducía sustancialmente el caudal de ayuda económica. Un periodista occidental que presenció junto a Castro por televisión los primeros sucesos de Rumanía, cuando las multitudes se lanzaron a las calles arengadas por un pastor protestante de la minoría húngara, recuerda los gritos de cólera que daba el Comandante: «Ceaucescu es un maricón; si me hacen eso a mí saco los tanques a la calle y los mato a todos.» Lo decía en voz alta para que lo oyeran sus subalternos. El mensaje era muy claro: en Cuba no ocurriría lo que estaba sucediendo en Europa del Este. ¿Por qué? En realidad, porque a él no le daba la gana y le alcanzaba la autoridad para impedirlo, pero enseguida vino la racionalización: porque el origen de la Revolución cubana era diferente. Los rusos no impusieron la Revolución. Llegaron como invitados, no como anfitriones. Rápidamente desempolvaron a Martí y comenzaron a hablar de marxismo-martianismo. Ricardo Alarcón, el presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, sin el menor escrúpulo intelectual, fue de los primeros en apuntarse a ese bobo sofisma. En una época se le tuvo por un hombre inteligente y crítico. Luego se vio que era un pobre papagayo con la espina dorsal de papel de china. Le siguió, tartamudeando, Armandito Hart. Eso resultaba más predecible. Eusebio Leal, en cambio, tuvo la sensatez de callarse la boca. Miguel Barnet también. Una cosa es defender la Revolución en abstracto, y otra más penosa decir tonterías concretas. Aun cuando las referencias socialistas se hundieran, los teóricos del castrismo eran capaces de rastrear en el pensamiento martiano hasta encontrar media docena de frases a las cuales atar la justificación retórica de la dictadura de partido único. En el colmo de la manipulación hasta propusieron el siguiente axioma: «Martí sólo creó un partido político, no dos ni tres, así que el pluripartidismo es algo que no pertenece a la tradición histórica de Cuba.» También hubieran podido afirmar que como Lincoln sólo perteneció al partido republicano, y no al demócrata, Estados Unidos debía renunciar al bipartidismo y pasarse en masa al partido de Lincoln. Nadie se atrevió a decir —hubiera ido a la cárcel— que todos los problemas de Cuba republicana habían surgido, precisamente, cuando un grupo le había cercenado las libertades políticas al resto, intentando imponer, precisamente, el monopartidismo.

Entre 1989 y 1992 fue una época de miedo e incertidumbre por parte del Comandante. Pero Castro, cuando teme, huye hacia adelante, de manera que endureció su discurso y comenzó a anunciar una catástrofe mortal en la que todos caerían defendiendo el último reducto del comunismo. No habría marcha atrás ni «transición» a ningún otro modelo. Esa transición ya se había hecho, y para siempre, en 1959. No hacía más que hablar de holocaustos y muertes. Puso de moda la trágica leyenda española de Numancia, con todos los habitantes muertos antes que rendir la ciudad, y creó la actitud correspondiente: el numantinismo. Decretó el «período especial» —una época de excepcionales carencias— y continuó abriendo grandes agujeros para esconder sus herrumbrosas armas por todo el país en espera de la invasión yanqui, del levantamiento de la oposición o de la llegada de un brumoso enemigo que no conseguía distinguir en medio de las sombras. En Europa, los comunistas podían rendirse sin pelear, pero ése no era el caso de los cubanos. La Isla se transformaría en una reserva moral del socialismo científico conservado en toda su pureza. Algún día, cuando la humanidad recobrara la razón, el mundo podía encontrar en Cuba un vivero ideológico capaz de revitalizar la ideología marxista en el planeta. Cuba era el parque jurásico del comunismo, el último reducto, el banco de semen revolucionario, lo que fuera, con tal de no aceptar la derrota de las ideas que él había defendido ardientemente desde su mocedad.

Tenía, sin embargo, algunas secretas esperanzas alimentadas por sus viejos vínculos con el KGB. Su mejor fuente seguía siendo el general Leonov, su antiguo amigo de México, su intérprete en todos los viajes a la URSS. Sabía que la derecha soviética no estaba totalmente liquidada y esperaba como agua de mayo un levantamiento que revirtiera el curso de la historia. No podía ser cierto que la gloriosa Revolución de Octubre fuera a desaparecer sin lucha de la faz de la tierra. En la primavera, Castro se reúne en México con Salinas de Gortari, Carlos Andrés Pérez, César Gaviria y Felipe González. Los cuatro mandatarios le brindan la mano para ayudar a Cuba a salir de la situación en que queda la Isla tras el fin de la masiva ayuda soviética, y para contribuir al tránsito hacia otro inevitable modelo. Son personas inteligentes, con experiencia, instruidas. Hablan, argumentan, razonan. Castro los escucha en silencio. De pronto abre la boca y comienza a decir cosas sorprendentes: lo que va a desaparecer es el capitalismo, a punto de reventar por una crisis financiera peor que la del 29. La Bolsa de Nueva York es una bomba de tiempo. El mundo occidental está condenado al estallido social y a la revolución redentora que provocará ese trallazo. Los cuatro mandatarios lo miran sobresaltados. ¿Es un loco este hombre? El comunismo regresará con ímpetu, muy pronto, insiste Castro. Algo sabe. Algo barrunta. Y, en efecto, el 19 de agosto de 1991 se produce una sublevación de parte del Ejército Rojo dirigida por la línea dura de los comunistas. En La Habana se descorchan botellas de champán. El comunismo ha vuelto. Eso creen. La alegría les dura lo que un suspiro. Boris Yeltsin, entonces presidente de la República Rusa, consigue en pocas horas detener el levantamiento y las fuerzas democráticas, o lo que fueran esas fuerzas, desalojan a los golpistas a cañonazos. El 25 de diciembre —¿habría otra estrella dando vueltas en el firmamento?— Mijail Gorbachov renuncia. La URSS ha dejado de existir. El Partido Comunista de la Unión Soviética, antes de esa fecha, ha sido disuelto por decreto. Sin una lágrima. Sin un poema del oportunista Evtuschenko. No eran veinte millones de miembros fanáticos. Eran veinte millones de farsantes.

Ahora el dilema de Castro consiste en cómo pagar la factura sin dinero soviético y sin abrirles las puertas a la propiedad privada y la economía de mercado. Piensa en tres avenidas: el turismo, las exportaciones de biotecnología —ya, felizmente, se le había olvidado el asunto de la vaca enana— y las remesas de los emigrantes. Para lo tercero necesita legalizar la tenencia de dólares, medida que tomará más adelante, en 1993, cuando esté con la soga al cuello. Si el exiliado A quiere ayudar a su madre B, todavía en Cuba, podrá mandarle dólares sin que eso constituya un delito. Castro sabe que en toda la cuenca del Caribe las remesas de los emigrantes son la mayor fuente de divisas con que cuentan esas débiles economías. Dos millones de exiliados, calcula y no se equivoca, pueden acabar girando hacia la Isla entre quinientos y mil millones de dólares al año. Eso es más de lo que vale la zafra azucarera. Discretamente, excarcelan a los infelices condenados por poseer dólares. Lo que antes estaba prohibido ahora merece aplausos. Eufórico, promete que en el plazo de dos años el país habrá resuelto el problema del abastecimiento de comestibles. Esto ocurre en 1991, nada menos que en el seno del IV Congreso del Partido Comunista. El Congreso, pese a las faltas ilusiones que muchas gente se hace, no es para anunciar cambios, sino retrancas. Castro viaja hacia el pasado. Pero el hambre aprieta y hay que prometer comida. Él mismo se coloca al frente de un plan alimentario que resolverá esta cuestión. En La Habana suele decirse que en Cuba todo está resuelto, menos tres «problemitas»: el desayuno, el almuerzo y la cena. Y esas tres carencias acabarán por provocar una grave epidemia de desnutrición: la neuritis afecta a decenas de miles de personas. Muchas quedan ciegas, cuando ataca al nervio óptico, y otras padecerán dolores en las extremidades durante toda la vida. El hambre les habrá devorado la membrana que recubre ciertos nervios. Pero todavía hay algo más serio que esa enfermedad: hablar de ella. Reconocer que existe y atribuirla correctamente a la falta de alimentos. El ministro de Sanidad lo hace y es despedido con cajas destempladas. Al enemigo nunca se le dan argumentos. Años más tarde otro investigador, el médico Dessy Mendoza, irá a la cárcel por advertir que en Santiago de Cuba hay una epidemia de dengue hemorrágico. Denunciar a esos mosquitos —entiende Castro— es una forma de cooperar con la CIA. En Cuba el comunismo ha terminado con los malos mosquitos. No puede haberlos. Por no hacerle caso a Mendoza miles de cubanos se ven afectados por la enfermedad.

Para poder desarrollar el turismo y la biotecnología, Castro propone una estrategia de joint-ventures. El que quiera ganar dinero en Cuba deberá asociarse al Gobierno para explotar conjuntamente la dócil y educada mano de obra nativa. Él garantiza la total paz laboral. El socio extranjero debe aportar capital y know-how. El capital, siempre en divisas fuertes, es para importar los insumos y para pagarle al Gobierno una cantidad por asalariado. El Gobierno es, además de socio, una agencia de empleo. Y muy rentable: el hotelero extranjero, digamos, paga quinientos dólares mensuales por un trabajador, y el Gobierno le paga a ese trabajador unos trescientos pesos. Como el dólar se cambia a veinte por uno —ha llegado a estar a cien por uno—, el Gobierno se embolsa cuatrocientos ochenta y cinco dólares y le paga al empleado quince. O sea, le confisca el noventa y cinco por ciento de su salario. Es difícil que en la época de la esclavitud a alguien se le hubiera ocurrido un trato tan perverso. Desde dentro del país los obreros que intentan organizar un sindicato clandestino lanzan una advertencia: «Cuando cambien las tornas los inversionistas tendrán que reintegrarnos lo que nos han robado.»

No hay duda de que existe un estado de resentimiento en Cuba con relación a los extranjeros, especialmente entre los varones. En 1993, cuando se produjeron disturbios callejeros en La Habana, fue apedreado con rabia un hotel —el Deauville— regentado por españoles. Es el resultado de una mezcla explosiva entre la rabia política y el honor mancillado. Es muy sencillo de entender: muchas mujeres prefieren relacionarse con extranjeros que con los propios cubanos. No importa la edad, la apariencia o la personalidad del visitante. Puede ser un viejo gordo, feo e imbécil. Un extranjero posee divisas, puede comprar en las tiendas especiales, puede adquirir medicinas en ciertas farmacias bien abastecidas. Las otras, las que aceptan pesos, no tienen ni aspirinas. Un extranjero no tiene que aguardar horas en filas interminables. Puede entrar en los restaurantes, en los hoteles y en las salas de fiesta. Un extranjero es un buen proveedor y una puerta para escapar algún día de ese infierno. Tiene un pasaporte maravilloso, una especie de alfombra mágica para volar a otros sitios. Encarna absolutamente todos los signos del poder. Un cubano de a pie, en cambio, es un infeliz sin destino, encaramado en una bicicleta, que pedalea hacia no se sabe dónde bajo un sol de mil diablos. Patterson, un ensayista afrocubano, ha hecho una inteligente observación: «Mientras duró la esclavitud, las negras, instintivamente, preferían a los blancos para garantizarse el sostenimiento de la descendencia y una mejor vida personal. Castro ha logrado que, mentalmente, ahora todos los cubanos, incluidos los blancos, se sientan como los negros del siglo pasado.» Hay, pues, en Cuba, cuatro clases de personas, cuatro castas: en la cúspide están los extranjeros, los que todo lo pueden, los que son tratados obsequiosamente por las autoridades; luego les siguen los pinchos, los miembros de la nomenklatura, tienen acceso a dólares, mantienen contactos más o menos irrestrictos con los extranjeros y poseen toda clase de privilegios; detrás vienen los cubanos que reciben dólares del exterior, o que los ganan —como es el caso de las prostitutas o jineteras— vendiendo sus cuerpos. No pueden entrar donde desean, pero al menos son capaces de visitar las tiendas del Estado en donde se compra en dólares. Pueden sostener a sus familias. Como promedio, las mercancías que les vende el Gobierno valen tres veces lo que cuesta comprarlas en Panamá o México. El Estado, empresario que goza del monopolio total de las transacciones comerciales, aprovecha su privilegiada situación para esquilmar sin compasión a los ciudadanos. Los exprime con mentalidad de agiotista. Así son todos los monopolios. Ese comercio obligado y ruin es una de las principales fuentes de ingreso de un gobierno incapaz de producir riquezas. La cuarta categoría es la más triste y la más vasta: está integrada por ese 75 por ciento de la población que no recibe dólares del exterior, ni es capaz de conseguirlos en el mercado interno, porque ni tiene nada que vender ni encuentra oportunidades para ello. Esta inmensa legión de cubanos vive en su tierra como ciudadanos de tercera categoría, siempre expuestos a que la policía los trate como sospechosos, mientras se les veda el acceso a casi todos los lugares agradables que el país posee: Varadero, los buenos centros de recreo. Esos cubanos viven rumiando la insatisfacción de saberse tratados de la manera más discriminatoria y vejaminosa posible. La Cuba del tardocastrismo, la del último período, ha sido concebida para use y disfrute de los capitalistas extranjeros.

Sin embargo, los capitalistas no acuden ni en el número ni con los recursos que Castro esperaba. Van hordas de turistas jóvenes a comprar sexo degradado a bajísimo precio, pero no inversionistas. Pese a lo que el Comandante cree de la economía de mercado, la verdad es que el sistema de libre empresa se basa en la existencia de un Estado de Derecho, con reglas claras, tribunales fiables y la posibilidad de hacer planes a largo plazo. Y nada de eso existe en Cuba. El propio Castro ha dicho que cualquier reforma de la economía que se vean forzados a llevar a cabo, será provisional. Cuando recobren el resuello se volverá a las andadas ortodoxas. Esta actitud «provisional» se reflejará en los joint ventures firmados con extranjeros. El Gobierno siempre establece asociaciones por períodos más bien cortos. El economista español Carlos Solchaga, a instancias de Felipe González, viaja a La Habana y les explica a Castro y a la plana mayor que todo eso es un disparate. Les diseña unas pautas para salir del atolladero. Pierde su tiempo. Solchaga lo admitirá con toda honradez, más adelante, en un artículo publicado en Encuentro, la revista que dirige en Madrid el novelista Jesús Díaz. Para Castro los cambios económicos no son más que concesiones coyunturales a un sistema y a unas personas que le provocan un asco casi incontrolable. Es capaz de poner ciertos parches, pero sin recurrir a ninguna cirugía severa. Quiere dejar en claro que el futuro seguirá siendo comunista. Pero eso no es lo que los inversionistas perciben. Por el contrario: en Cuba se respira un ambiente de fin de régimen, en el cual todo el mundo está a la expectativa de ver qué ocurrirá cuando «las cosas cambien». Fidel parece ser la única persona en el mundo convencida de que Cuba seguirá siendo un Estado comunista por los siglos de los siglos.

Circula, además, la noticia de su mal estado físico. La prensa reportó su cuasi desmayo en presencia del embajador español José Antonio San Gil, uno de los mejores diplomáticos europeos de cuantos han pasado por La Habana. Castro no atinaba a darle la mano. Desorientado, lo tenía delante y no lo veía. Hubo que sentarlo porque se caía. Aparentemente, algún tiempo atrás había sufrido dos «pequeños» derrames cerebrales. Algo parecido le sucedió junto a Violeta Chamorro, la presidenta de Nicaragua, durante una de las Cumbres iberoamericanas. Se desvaneció en su presencia. Dos de sus forzudos guardaespaldas se lo llevaron en andas rumbo al baño para reanimarlo. No hay duda de que estaba enfermo. La delgadez súbita, el color pajizo y el pecho cóncavo apuntaban al cáncer pulmonar, dictaminó el médico Andrés Cao, un excelente clínico que bordea la magia. Pero enseguida aclara: «Las dificultades motoras, en cambio, señalan a episodios cerebrales motivados, quizá, por la alta presión arterial que padece.» Era difícil establecer el diagnóstico. Un periodista usualmente escrupuloso, Pablo Alfonso, averiguaría que Castro fue examinado por un cardiólogo en una visita a Suiza. Nada raro: un ex fumador de setenta y tantos años siempre está a punto de morirse. En todo caso, esas noticias inhibían aún más a los inversionistas. La salud del Comandante era como una ruleta. Parecía una buena idea «posicionarse» en Cuba antes del cambio, pero como no se sabía cómo o cuándo iba a sobrevenir ese cambio, y dado que Castro, lejos de facilitar las cosas, se dedicaba a obstaculizarlas, lo más prudente era esperar para ver cómo se desarrollaba el entierro. No en balde, una de las más frecuentes frases que se escucha en los corrillos financieros asegura «que no hay animal más cobarde que un millón de dólares».

Disidentes y sociedad civil

Este clima de incertidumbre era alimentado, además, por la labor de la oposición dentro de Cuba. A principios de los años ochenta, en la cárcel, bajo la orientación de Ricardo Bofill, un profesor de Ciencias Sociales de origen marxista, pero divorciado del Gobierno desde la década de los sesenta, cuando conoció la prisión por primera vez —pasaría más de diez años tras la reja—, se había creado un Comité Cubano pro Derechos Humanos que seguía de cerca la forma de oposición que los disidentes ensayaban en el Este, especialmente personas como Vaclav Havel o Andrej Sajarov. Era un movimiento pacífico, que no pretendía derrocar al Gobierno por la fuerza, pero sí hacer valer los derechos fundamentales de las personas. A ese movimiento —la mayor cantidad de oposición política que permitía la realidad— se habían sumado, preferentemente, prisioneros que provenían de las filas revolucionarias y habían sido condenados por denunciar el autoritarismo del Régimen. Bofill logró integrar en su organización a figuras como Gustavo y Sebastián Arcos, a los hijos de este último, Sebastián y María Rosa, a María Juana Cazabón, a Adolfo Rivero Caro, a Yanes Pelletier, a Reynaldo Bragado —un talentoso prosista—, a Elizardo Sánchez Santa Cruz —profesor que luego creará su propio grupo, con un contenido francamente socialdemócrata—, a Óscar Peña, un maestro de historia, idealista y peleador, que chocó con el comunismo tratando, precisamente, de cumplir con honradez las instrucciones del Partido. Y estas personas, una vez extinguidas sus condenas —al menos los que pasaron largas temporadas en las cárceles—, continuaron en las calles tratando de organizar una suerte de resistencia cívica, hasta contar con centenares de simpatizantes y colaboradores en todo el país y en el extranjero.

Tras el ejemplo de Bofill y los Arcos, y entusiasmadas por cuanto acontecía en el Este de Europa, comenzaron a multiplicarse dentro de Cuba las organizaciones de disidentes, pero siempre muy perseguidas, controladas y penetradas por la policía política. Así surgió Criterio Alternativo, una agrupación de orientación liberal fundada por José Luis Pujol, su hija Thais y Roberto Luque Escalona, después liderada por María Elena Cruz Varela. Por primera vez la prensa registra el nombre de Osvaldo Alfonso Valdés, quien más tarde llegaría a presidir el Partido Liberal Democrático de Cuba y obtendría el reconocimiento de la Internacional Liberal junto al Partido Solidaridad Democrática de Fernando Sánchez. María Elena encabeza una «Carta abierta» dentro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en la que pide libertades y elecciones libres. Una decena de intelectuales tiene el valor de firmarla. Luego se unirán otros pocos. En el exterior puede parecer una nimiedad, pero dentro de la cerrada sociedad cubana se trataba de un temerario desafío. Entre estos valientes se encuentran algunos reconocidos intelectuales cubanos: Manuel Díaz Martínez, Raúl Rivero, Roberto Luque Escalona —un magnífico escritor que, sin abandonar Cuba, se atrevió a publicar en el exterior un feroz ensayo contra el castrismo—, Fernando Velázquez, crítico de arte y narrador, quien redactó la carta y por ello fue a parar a la cárcel durante varios años, Bernardo Márquez, Víctor Serpa, José Lorenzo Fuentes, Jorge Pomar. Está de visita en Cuba Hattie Babbitt, poco después embajadora de Estados Unidos en la OEA. Se entrevista con los disidentes y saca la carta clandestinamente. Su marido Bruce, ex gobernador de Arizona, quien la acompaña, pronto formará parte del gabinete de su amigo Clinton. Tras esa visita ya nadie podrá engañarlos en el tema cubano.

El Gobierno responde con una «contracarta» en la que reitera su más descarnado estalinismo. La ha redactado Carlos Aldana, entonces ideólogo del «aparato» y tercera espada del castrismo. Es un funcionario competente en la más deleznable de las profesiones: es un gran represor en el terreno intelectual. Sabe cómo acosar a sus enemigos hasta destruirlos, aunque, simultáneamente, muestra síntomas de cierto aperturismo político, como señala Lissette Bustamante, periodista disidente, hoy exiliada, con la que mantuvo cierto grado de amistad. Aldana viene del Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR), un orwelliano organismo dedicado a definir la realidad. En su alambique de policías, psicólogos y estrategas se filtran los infinitos informes de la inteligencia hasta destilar la verdad oficial, la más conveniente para la perpetuación del poder. Aldana sueña con sustituir a Castro. Ha pensado en una fórmula: convertir al Comandante en reina madre, asignarle el cargo de símbolo de la patria, y ponerse él a gobernar. Esa fantasía le venía de su veta poética. Compone versos y no son malos. Pocos meses más tarde será separado de su cargo, acusado de corrupto. Se dice que el detonante fue una publicación de sus discursos en plan de franco heredero. Pero en ese momento, cuando la prensa internacional recoge la noticia de la «carta de los diez», todavía era el gran ideólogo del país. Abel Prieto, el comisario político del mundillo intelectual cubano, un cuentista que no se cree ni una coma de los textos que recita, se encarga de recoger cuatrocientas firmas. Rogelio Quintana, un artista plástico que fue su amigo en la universidad, cuando ambos eran rebeldes y contestatarios, se ríe de buena gana: «¿Abelito es el inquisidor? No me jodas.» Abel a veces se inventa las firmas. Algunos de los signatarios, se excusan en privado con la cabeza gacha: «Tuve que hacerlo; tú sabes cómo son esas cosas.» La cobardía es lo único que no está racionado en los regímenes totalitarios. En la universidad bulle también la protesta. El profesor Félix Borne Carcassés, de la facultad de Ingeniería, redacta un documento en la misma línea que el de María Elena. Lo firman varios catedráticos, entre ellos: Georgina González Corbo, Dani González, Miguel Morales, Rafael González Dalmau. Son dos docenas y todos resultan expulsados sumariamente. A algunos les organizan actos de repudio. Tratan de desacreditarlos con chismes y calumnias sobre sus vidas íntimas. Se extiende la inconformidad hasta el otro extremo del país. En Oriente el profesor de Física Robier Rodríguez es encarcelado por más o menos las mismas razones. Curiosamente, la represión es más fuerte en provincias que en La Habana. Y hay una razón: en provincias no hay corresponsales extranjeros ni sedes diplomáticas. La impunidad del Gobierno es total. Los presos políticos del oriente del país casi nunca logran dar a conocer sus quebrantos. La respuesta de Castro a este desafío de la intelligentsia es muy dura. El propósito del Gobierno es que los cubanos sepan que oponerse al régimen siempre conlleva un alto costo de infelicidad personal. Cada disidente tiene asignado uno o dos policías que lo «atienden», o sea, que lo visitan, «aconsejan», intimidan o detienen, de acuerdo con las instrucciones del Ministerio del Interior. Ese policía —el mismo— puede darle una palmada en la espalda o una bofetada en el rostro. Está autorizado para todo. Pero continúa la resistencia en el país. Aparecen los verdes y también son perseguidos.

Surgen imaginativas organizaciones ecologistas —Armonía es una de las más mentadas– y los grupos políticos inician cierto tanteo ideológico con el mundo exterior. René Vázquez Díaz, un socialdemócrata de origen cubano arraigado en Suecia, del entorno de Pierre Schori, ex simpatizante del castrismo, viaja a nombre de su partido y de su país de adopción y hace contactos para tratar de fortalecer la sociedad civil con actividades aparentemente inocentes. La policía política, que no se succiona el pulgar, tras interrogarlo ácidamente, acaba por prohibirle la entrada.

¿Qué pasa allá afuera, en el mundo situado tras la cortina de bagazo? Hace treinta y tantos años que las puertas y ventanas están cerradas. René Gómez Manzano, uno de los más respetados juristas del país, organiza un gremio independiente de abogados. Le llama «Corriente agramontista», en memoria de Ignacio Agramonte, insigne letrado y guerrero cubano del siglo XIX. Algunos pedagogos y médicos intentan agruparse. Se empiezan a conocer disidentes como Samuel Martínez Lara, Omar del Pozo, Luis Pita Santos, Roberto Bahamonde. Este último, un ingeniero sin miedo, rodeado de una familia entusiasta hasta el sacrificio, intenta postularse para un cargo electivo y acaba recluido en un psiquiátrico. La prueba de su locura es esa misma: ha creído que un disidente puede retar al gobierno en las urnas. No es la primera vez que el régimen utiliza los hospitales psiquiátricos y los electrochoques contra la oposición. Hay toda una tétrica sala del Hospital Ameijeiras –la «Carbó Serviá»– dedicada a esa tarea represiva. Mederos es el apellido de quien usualmente les aplica las descargas eléctricas a los opositores. La lista de las víctimas de esta utilización policiaca de la psiquiatría es muy larga. La han sufrido, entre otros, los cineastas Marcos Miranda y Nicolás Guillén Landrián, el periodista Amaro Gómez Boix, el ingeniero Andrés Solares, el historiador Juan Peñate. Hay hasta un valioso libro de los académicos Charles J. Brown y Armando Lago (The politics of Psychiatry in Revolutionary Cuba) que documenta una veintena de casos. Pero estos brutales castigos no arredran a la oposición. En un momento dado dos docenas de organizaciones independientes logran reunirse y forman un Concilio para pedir libertad y democracia. El Gobierno arremete contra ellas. La función de la policía política es disgregar a la sociedad. Impedir que se vertebre alguna institución no controlada. Los periodistas crean «agencias de prensa» –una máquina de escribir de cuando reinaba su majestad Smith Corona– y, si hay suerte, una resma de papeles amarillentos. La policía los acosa y les confisca las máquinas como si fueran ametralladoras. A través de las embajadas amigas sale la información. Hay –por lo menos– dos diplomáticos españoles que ayudan a los disidentes y perseguidos con un admirable sentido de la compasión y el afecto: Jorge Orueta y Mariano Uriarte. Son diplomáticos responsables, pero también son personas que no pueden reprimir la indignación. En Madrid sus jefes se preocupan. Ellos, discretos, pero firmes, continúan aliviando las miserias de los disidentes. Benditos sean. Esa embajada ha sido un gran puesto de observación. En los setenta, un agregado comercial, Alberto Recarte, economista curioso y azorado, tomó notas de su paso por Cuba y luego escribió una excelente historia de la economía cubana contemporánea. Algunos periodistas independientes se arriesgan a utilizar el teléfono y dictan las crónicas. En el exilio, manos amigas las reproducen: en Puerto Rico se ocupan de ello Carlos Franqui, Ángel Padilla y Ariel Gutiérrez; en Miami, Juan Granados y Nancy Pérez Crespo; en Suecia, Alexis Gainza y Carlos Estefanía; en Italia, Laura González y Valerio Riva; en Francia, Jacobo Machover y Eduardo Manet. Periodistas sin Frontera hace suya la causa de estos colegas perseguidos. La solidaridad internacional se estrecha como un abrazo cóncavo. Roberto Fabricio y Roberto Suárez, por medio de la SIP, les abren camino en los grandes periódicos de América Latina. La revista Desafíos, en Venezuela, de la mano de Heriberto Fernández y Pedro Pérez Castro, les brinda sus páginas. La prensa oficial de Cuba se enfrenta por primera vez a la visión crítica de un periodismo independiente: Internet también es un campo de batalla. Pero dentro de la Isla esa maravilla de la comunicación les está vedada a los cubanos. No se puede tener e-mail o antenas parabólicas sin la autorización y el control de la policía. En todo el planeta, Internet es un mágico y democrático medio de participación universal. Menos en Cuba. En Cuba, Internet es un privilegio sólo al alcance de ciertos revolucionarios de la cúpula y una nueva manera de ejercer la represión. Guillermo Gortázar, el diputado español generosamente enredado en la hiedra política cubana, crea en Madrid toda una revista y toda una fundación para darles voz a los perseguidos. El día que inaugura la Fundación, los estalinistas en España, azuzados y organizados por la embajada de Cuba, orquestan en Madrid el primer acto de repudio fuera de la Isla. Annabelle Rodríguez, la hija de Carlos Rafael, una señora exiliada en España, es tirada al suelo y se lastima en la caída. Llueven los insultos y los huevos. Pero Gortázar no se arredra. Es profesor e historiador, viene de la izquierda y no le asusta la pelea. Antes que él, otra española, Mari Paz Martínez Nieto, ha hecho lo mismo durante años: concientizar sin tregua a sus compatriotas. En Cuba, la policía amenaza, encierra, o apalea a los periodistas independientes. Pero ellos siguen. O vienen otros. Así se dan a conocer los nombres de Yndamiro Restano, Raúl Rivero, Tania Quintero, Rafael Solano, Néstor Baguer, Héctor Peraza, Ana Luisa López Baeza, Orlando Fondevila, Olance Nogueras. En el exterior se leen sus textos con admiración. Es la sociedad civil que, muy trabajosamente, comienza a parirse a sí misma. Se empieza a hablar de «democracia cristiana», de «socialdemocracia», de «liberalismo». Hay una clara voluntad de romper el aislamiento impuesto por el Gobierno e integrarse en el mundo contemporáneo. Se escucha el nombre de Leonel Morejón Almagro, abogado y poeta que acabará en la cárcel por un buen/mal tiempo. Un ingeniero con madera de líder, Oswaldo Payá Sardiñas, profundamente católico, crea el Movimiento Cristiano de Liberación, pero no obtiene el apoyo de la jerarquía eclesiástica. Lo respetan –¿quién no respeta a Oswaldo?–, pero lo encuentran demasiado comprometedor, aunque Payá siempre trata de no salirse de la más estricta legalidad. Es un líder cívico, no un agitador. Vladimiro Roca, el hijo de Blas Roca, fundador del Partido Comunista y máxima figura del marxismo en Cuba hasta la llegada de Castro, se suma a la disidencia dentro de la vertiente socialdemócrata, junto a Elizardo Sánchez Santa Cruz. Más tarde romperán, pero sin dejar de ser afluentes de la misma corriente política, grupo que acaba por ser reconocido por la Internacional Socialista, entre otras razones, por los desvelos en el exterior de Antonio Tony Santiago, un viejo líder de esta cuerda política. La disidencia de Roca no es la excepción. Esto es exactamente lo que también sucedió en el Este. Arthur Koestler –¿o fue Ignacio Silone?– alguna vez profetizó que el enfrentamiento final sería entre comunistas y ex comunistas. No es, en fin, nada extraño que la oposición se nutra de antiguos camaradas. Desde la cárcel –después se exiliaría– Ariel Hidalgo le hace una inteligente crítica marxista a la Revolución. Luego, en el exilio, se mantiene en posición parecida. Evoluciona poco. Es su derecho. Enrique Patterson, en cambio, ex marxista, va tirando del hilo de la democracia hasta que encuentra el ovillo liberal: larga zancada, propia de una mente muy abierta. La oposición dentro de Cuba, pobre, atomizada, perseguida, aun así, en harapos, abarca todo el abanico de una sociedad moderna. Afortunadamente, prevalece entre los disidentes la convicción de que sólo en las formas democráticas y en la expresión plural hay salvación para el país. Pero la verdad es que la gran masa, el grueso de la sociedad, no se atreve a demandar sus derechos y espera a que la libertad le caiga del cielo.

La visita del Papa

Lo más cerca que estuvo Cuba de eso fue la visita del Papa en enero de 1998. No era el cielo, pero casi. Fidel lo recibió en la escalerilla del avión y allí mismo le leyó la cartilla: la Iglesia tenía muchas cosas de que arrepentirse. De paso, arremetió contra los atropellos de la conquista española. Su Santidad estuvo cuatro días en el país, lo recorrió de punta a rabo, dio varias misas multitudinarias y pronunció conferencias y homilías en las que en el habitual lenguaje del Vaticano –deliberadamente vago, alambicado, compasivo dejaba entrever la apuesta de la Iglesia por la libertad y el cambio democrático. El obispo de Santiago de Cuba, monseñor Pedro Meurice, se llenó de valor y defendió sin ambages el derecho de los cubanos a vivir democráticamente. El pueblo, entusiasmado, coreaba un astuto pareado: «El Papa, libre / nos quiere a todos libres.» Si iban a dar palos que se los dieran a Su Santidad, que era el que pedía libertad. Ellos –los del pueblo– se limitaban a consignar la solicitud del Santo Padre. Con su español filtrado a través de un polaco gutural y abaritonado, Wojtyla sembró su mensaje escueto con el expertise de un publicitario de Madison Avenue: «Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba.»

Y el mundo se abrió a Cuba. Enseguida llegó el premier canadiense, Jean Chrétien –la primera visita de un Primer Ministro de ese país a Cuba–, y le sucedió exactamente igual que al Papa, o parecido: en la ceremonia de recibimiento Fidel Castro le espetó un discurso en el que reafirmaba las líneas maestras de su régimen: nada iba a cambiar en la Isla, porque los cubanos disfrutaban del mejor sistema posible. No eran bienvenidos, pues, los sermones democráticos de quienes defienden un capitalismo vil y explotador. Chrétien, que llevaba las mejores intenciones de contribuir a aliviar las tensiones entre Washington y La Habana, y cuyo Gobierno había alentado las inversiones privadas en Cuba, no quedó muy feliz. Él pensaba –le habían hecho pensar algunas personas de su Cancillería– que el problema de Castro era que estaba arrinconado por Estados Unidos, y suponía que lo que había que hacer era facilitarle puertas de escape para que pudiera adaptarse a la realidad internacional tras la desaparición del Bloque del Este. Le sorprendió encontrar a un hombre tan absolutamente convencido de la superioridad moral del comunismo y de las ventajas materiales de la economía planificada, pese a las cuatro décadas de fracasos en Cuba. No obstante, Chrétien le hizo una petición muy especial: la libertad de los cuatro disidentes, integrantes de lo que se llamaba el Grupo de trabajo de la disidencia interna, presos por escribir el célebre documento «La patria es de todos»: VIadimiro Roca, Marta Beatriz Roque Cabello, Félix Bonne Carcassés y René Gómez Manzano, cuatro ex comunistas con excelente preparación académica. Para hacerle esa petición el canadiense tenía la autoridad de quien había tratado a Cuba amistosamente pese a las presiones norteamericanas, representaba a la nación que más inversiones había hecho en la Isla, y la que más turistas enviaba. Por otra parte, lo que pedía era poco y justo: resultaba indefendible mantener en la cárcel a unas personas por hacer un análisis crítico de la situación del país en el que viven. Castro lo escuchó con impaciencia y no le hizo el menor caso. Como una especie de desafío a un mundo que le pedía clemencia y racionalidad, el Parlamento cubano endurecía aún más la legislación represiva con leyes encaminadas a silenciar a periodistas y críticos. Ya no sólo se podía ir a la cárcel por difundir información contraria a la dictadura. Bastaba con recabarla. Los disidentes fueron sentenciados a cinco y seis años de privación de libertad. Chrétien regresó a Canadá muy disgustado con lo sucedido. Poco después su país suspendió algunos convenios favorables con los que pretendía aliviar la situación de la Isla. Él, y los políticos que a lo largo de los años 98 y 99 visitaron La Habana, comprobaron que el quid pro quo propuesto por el Papa no había tenido el menor efecto: el mundo se había abierto a Cuba, pero Cuba, por decisión de Fidel Castro, se mantenía cerrada al mundo. También comprobaron que la política de aislamiento de Washington podía ser errónea o acertada, pero no era responsable de la obcecación totalitaria de Castro. Con embargo o sin él, el régimen de Castro permanecería, en lo fundamental, dentro del modelo comunista tomado de la URSS en tiempos remotos. Había sido una ingenuidad creer que tendiéndole una mano al castrismo aumentaban las posibilidades de establecer una democracia en Cuba.

¿Por qué la saña de Castro contra estos cuatro cubanos? Primero el Papa y luego el Primer Ministro canadiense pidieron su libertad y no la concedió. Antes, sin ningún éxito, lo habían hecho la Internacional Socialista y otras cuarenta instituciones. El mismísimo Rey de España puso como condición para viajar a Cuba la liberación de estos detenidos, y nada pudieron prometerle sus interlocutores. Robaina –entonces canciller– tomó nota y dijo que cursaría la petición, pero él no podía garantizar nada: «son presos de Fidel», se excusaba siempre que le preguntaban. Y así era: Fidel había ordenado su detención y sólo él podía liberarlos. ¿Qué delito cometieron estos cuatro cubanos que había enojado tanto a Castro? Ninguno. Se habían limitado a responder un reto del propio Comandante, dejándolo en ridículo. Con motivo del V Congreso del Partido Comunista, el Comandante había hecho plasmar su visión de la historia y del presente cubanos en un documento intelectualmente muy pobre. Los cuatro disidentes le contestaron con argumentos sólidos y en un tono irónico. Castro, simplemente, quiso darles un escarmiento. Era, tres décadas más tarde, un episodio parecido al «caso Padilla». Había unos «tipos» que se creían con el derecho a criticar a la Revolución y merecían que se les castigara severamente. La policía política se encargaría de «romperlos». Casi siempre lo logran. Bastaría meterlos en la cárcel por un tiempo, asustarlos, y exigirles alguna suerte de retractación antes de soltarlos. Luego, confusos y desacreditados, serían remitidos al exterior, rumbo a cualquiera de esos países que se habían interesado por ellos, y el incidente habría terminado. Pero sucedió que los cuatro disidentes se mantuvieron firmes, y Castro, que todo en la vida lo analiza como si fuera un reto personal, «de hombre-a-hombre», decidió no ceder ni un milímetro, porque concederles la libertad a estos disidentes, sin antes quebrarlos, se le antojaba como un signo de debilidad del régimen y una derrota a sí mismo. De manera que, al precio que fuera, prefirió sacrificar sus buenas relaciones políticas con Canadá antes que dar a torcer su invicto brazo político. En el exterior, la portavoz del Grupo de Trabajo de la Disidencia Interna, Chuny Montaner, con una enérgica y muy efectiva campaña informativa, le cobró ese precio en cuotas de desprestigio.

Los logros de la Revolución

A pesar de estos encontronazos entre Gobierno y oposición –presos de conciencia, periodistas maltratados, ayunantes a todo lo largo del país–, los invitados extranjeros que llegaban a la Isla en visita oficial se veían obligados a recorrer escuelas, hogares infantiles, instalaciones deportivas, ciertos hospitales modelos, y los modernos edificios del Centro de Biotecnología y Genética, donde, naturalmente, nadie les hablaba de la historia de la vaca enana proyectada por Fidel Castro. El Gobierno insistía en legitimar su modelo totalitario con sus buenos resultados en el terreno de la educación, la salud, los deportes y la ciencia. Con la megalomanía incurable que lo caracteriza, discurso tras discurso, como si se tratara de una infinita malla de palabras, Castro había tejido una coartada retórica con la cual blindar y justificar cuarenta años de dictadura, mientras los medios de comunicación controlados por el Estado se dedicaban sistemáticamente a establecer un contraste entre la realidad cubana y la latinoamericana, muy favorable a la Isla, o entre Cuba y los países del Bloque del Este que abandonaron el comunismo. El mensaje subliminal era clarísimo: «no intenten cambiar, que es peor».

Castro insistía en que Cuba era una «potencia médica», sin igual en el mundo, con más médicos per cápita que ningún otro país, y en donde los cubanos sin costos directos, obtenían cuidados universales y gratuitos, aunque en hospitales –todo hay que decirlo en los que no hay medicinas, jabones, ni sábanas limpias, exceptuados los centros al servicio de la nomenklatura o los de turistas con dólares, todos moderna y perfectamente equipados. Mientras esta orgullosa información se repetía hasta las náuseas, se brindaban imágenes de los niños asesinados por la policía en las favelas brasileras, de lastimosos pordioseros en Haití, y se resaltaban los más lamentables datos sanitarios de algunos países latinoamericanos. El promedio de vida de los cubanos era de Primer Mundo, el índice de niños que sobrevivían al primer mes de vida también. Algo muy diferente a lo que se observaba en Haití, Honduras o República Dominicana. Por supuesto, nada se decía de ese mismo panorama antes de la Revolución, ocultando que a lo largo del siglo XX, Cuba, como Argentina, Uruguay y Costa Rica, según los anuarios estadísticos más confiables –Unión Panamericana, ONU, OMS, FAO– también formaba parte del pelotón de avanzada. Ni nada se decía, obviamente, que en países como Argentina, México, Chile, Uruguay, Costa Rica o Puerto Rico la población más pobre sí tiene acceso a cuidados médicos, sólo que en instalaciones infinitamente mejor dotadas que las cubanas. El propósito era convencer a los cubanos –y al resto del planeta– de que, gracias a la Revolución, las capas más pobres de la sociedad habían sido redimidas de la más abyecta situación.

Poca gente reparaba, sin embargo, en que el modelo sanitario cubano tenía la impronta faraónica de Castro, su gigantismo enfermizo. ¿Por qué Cuba debía empeñarse en tener dos veces más médicos per cápita que Dinamarca, un rico país a la cabeza del planeta en cuidados médicos? Más que un logro de la medicina cubana, lo que esto evidenciaba era un disparate de los planificadores comunistas y un dispendio asombroso de los escasos recursos con que el país contaba. Educar a un médico en Occidente cuesta, aproximadamente, trescientos cincuenta mil dólares. Ésa es la cifra que resulta de dividir el inmenso costo de las instalaciones universitarias y las propiamente médicas entre los estudiantes que pasan por esa facultad durante un buen número de años. Para contar, como tiene Cuba, con 65 000 médicos, los cubanos han debido pagar una factura de 22 750 millones de dólares. Si en lugar de poseer esa innecesaria cantidad de médicos, tuvieran la mitad –la proporción danesa–, y los utilizaran eficientemente, con el ahorro de casi diez mil millones de dólares, los cubanos hubieran podido dotar a todas las ciudades con abundante agua potable, electricidad y suficientes teléfonos, e, incluso, hubieran podido reparar los edificios y las calles de una Habana que parece que ha sido bombardeada por la OTAN. O sea, que la «potencia médica» que Castro exhibe con orgullo, más que un «logro» del que afanarse, es una prueba palpable de la alocada y arbitraria asignación de recursos que se produce en una sociedad cuando no hay controles democráticos que lo impidan, como ha consignado el Premio Nobel James Buchanan con el hastío que provoca tener que demostrar lo obvio, lo que se cae de la mata.

¿Qué hacer con tantos médicos? Exportarlos. Hay médicos cubanos en medio planeta. En general, se trata de gente abnegada y competente que, si pudiera, la mayoría se exiliaba. Algunos lo hacen, pero esa «deserción» –como si fueran soldados que huyen en medio de la guerra y no civiles que no quieren vivir en su país de origen– tiene un alto costo. Se les castiga con cinco años de total separación de sus familiares. Ni ellos pueden volver a Cuba de visita, ni los familiares directos pueden salir de Cuba. Se expulsa de los trabajos al cónyuge que permanece en la Isla, salvo que firme una carta condenando la «cobarde actuación» de su compañero/a. Castro es riguroso en este asunto de la Medicina. Para él su inmensa cosecha de médicos es hoy su mayor blasón revolucionario, un pilar de su política exterior y el único elemento que le permite hacer gestos de gran potencia. Son sus médicos. Los presta o alquila al mejor postor. Es una clase profesional que le pertenece por entero, y quienes forman parte de ella deben agradecerle perpetuamente la oportunidad que les ha brindado. Por eso, cuando el huracán Mitch destruyó media Centroamérica, mandó brigadas de médicos para ayudar a los damnificados. Cuando terminó la guerra por Kosovo, ofreció mil médicos para restañar las heridas, proposición, por cierto, que ni siquiera mereció una respuesta por parte de las naciones vencedoras. Incluso anunció, en 1998, en un momento en el que Cuba está más necesitada que nunca de cualquier clase de recursos, la creación en la provincia de Matanzas de una Escuela de Medicina para becar a diez mil latinoamericanos. ¿Su propósito? Ejercer como gran potencia en algún aspecto. Merecer el reconocimiento internacional. Ser percibido como una fuerza moral sobre el planeta. Ejercer su influencia en Centroamérica, África y el Caribe ofreciendo becas a estudiantes de estas zonas.

Quienes tienen que vérselas con Castro en el terreno diplomático han percibido la vanidad faraónica del Comandante y siempre comienzan sus peticiones o sus críticas reconociéndole a Cuba su extraordinaria importancia en el terreno de la Medicina y la salud pública, y entonces Castro sonríe magnánimamente y a veces concede lo que se le pide. Por razones que algún día descubrirá el sicoanálisis profundo, Castro –que ya sabe que no va a conquistar el planeta para gloria de la causa comunista– asocia su dignidad como persona y justifica su paso por la historia con las operaciones de apendicitis o los trasplantes de riñón realizados por sus legiones de médicos, mientras sueña con que sus científicos descubran y desarrollen alguna pócima milagrosa que cure el cáncer o el sida, para poder hombrearse con Estados Unidos, Europa o Japón en el terreno científico. Ya anunció que Cuba pronto curará el sida. Y como el investigador que debía entregarle ese descubrimiento –Manuel Limonta– no consiguió su propósito, fue destituido fulminantemente. Cuando el Comandante da la orden de curar el sida, simplemente, hay que obedecerlo.

Con el modelo educativo sucede más o menos lo mismo. Es bastante lo que en cuarenta años ha construido la Revolución, pero el punto de partida era de los más altos de América Latina. Castro se ufana de haber terminado con el analfabetismo –un 24 por ciento de la población–, pero oculta que en 1958 Cuba tenía menos analfabetos –proporcionalmente– que España (en verdad era así desde fines del siglo XIX), y esa lacra iba desapareciendo paulatinamente. Igual puede decirse de los índices de escolaridad: cuando comienza la Revolución no eran satisfactorios, pero estaban bastante cerca de los de Italia, dato que no debe ignorarse porque el desarrollo es siempre un ejercicio de comparaciones y contrastes. En el terreno educativo, en la década de los cincuenta, Cuba tenía, lógicamente, problemas y dificultades, pero hay un dato muy curioso que es bastante elocuente: en ese momento más de la mitad de América Latina utilizaba profusamente los libros de texto escritos por profesores cubanos e impresos en Cuba –Marrero, Baldor, Gran, Marbán–, y eso sólo podía ser posible si el magisterio cubano había alcanzado un nivel de calidad y profesionalismo ejemplares.

Es verdad, sin embargo, que la educación ha llegado en Cuba hasta los más remotos rincones de la ruralía, y que el país cuenta hoy con un verdadero ejército de graduados universitarios, pero estos datos auspiciosos –que ocultan que se trata de una educación ideológicamente rígida, llena de censuras y prohibiciones, en las que no se forma a los estudiantes, sino se les amaestra–, también provocan una lectura crítica: ¿cómo es posible que una sociedad que posee semejante «capital humano» viva tan miserablemente? ¿Cómo es posible que tantos ingenieros, economistas, médicos y maestros no hayan podido construir una sociedad más próspera que la cubana? Lejos de absolverla, es el cuantioso capital humano lo que incrimina a la Revolución, lo que demuestra su medular desastre como sistema económico. No hay país en el mundo –salvo Cuba–, en el que tantos profesionales a veces pasen hambre o tengan que desplazarse con los zapatos rotos. En toda América Latina las personas educadas por lo menos forman parte de las clases medias. Los incondicionales amigos de Castro insistirán en que la culpa es del bloqueo norteamericano, pues se trata de una pobre isla asediada por un vecino gigante y continental que la hostiga en todos los frentes, olvidando que en las antípodas del planeta, otra isla, Taiwán, también asediada por un gigante implacable, fue capaz de sobreponerse a todos los obstáculos, asedios, presupuestos de guerra y bloqueos hasta convertirse en uno de los países más desarrollados de Asia. En 1949 el 60 por ciento de la población taiwanesa era analfabeta –analfabeta en chino, que es mucho más grave, pues cuentan con 40 000 códigos escritos– y la Isla tenía una cuarta parte del per cápita de Cuba. En la frontera del siglo XXI los taiwaneses tienen diez veces el per cápita de los cubanos y han terminado totalmente con el analfabetismo. Olvidan los defensores de Castro que, si el famoso bloqueo norteamericano le ha causado al Gobierno cuantiosas pérdidas, mucho mayor volumen alcanzó el subsidio soviético a lo largo de treinta años: más de cien mil millones de dólares, según la angustiada auditoría de la historiadora rusa Irina Zorina, una cifra que multiplica por ocho el monto del Plan Marshall destinado a reconstruir toda Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No es el bloqueo: es el sistema lo que no funciona. Un sistema que penaliza la creatividad, aplasta las iniciativas individuales y malgasta los recursos colectivos de una forma criminal. Cuba posee hoy –por ejemplo– más de un millar de geógrafos y geólogos, muchos de ellos muy bien formados en la antigua URSS. Y tiene centenares de ingenieros especializados en locomotoras y organización de tránsito terrestre, cuando las necesidades del país se hubieran podido solucionar con pocas docenas. ¿Qué sentido tiene que una nación de las dimensiones de Cuba cuente con ese elefantiásico «parque» de profesionales? Claro que el problema no es sólo cubano: ése es el sello de una educación socialista planeada por burócratas para formar más burócratas. ¿Qué importaba que cuando el joven profesional abandonara las aulas universitarias con su diploma bajo el brazo no lo esperara una sociedad abierta, en la que podía crear riquezas, sino un oscuro puesto de trabajo y un salario apenas vinculados a los resultados de su gestión? ¿Qué le importaba al astrónomo Juan o al ornitólogo Pedro adquirir una especialidad sin destino económico, si de todas maneras le asignarían una responsabilidad artificial y un salario de hambre en algún rincón del vasto universo burocrático, hiciera o no falta su labor? Osmany Cienfuegos, hombre importante del segundo anillo de poder –Castro jamás lo ha tragado del todo– alguna vez le dijo a un visitante, al periodista mexicano Carlos Castillo Peraza, que la tragedia de la Revolución era que, junto con los burgueses, «había tirado la aritmética por la ventana». Y es cierto: dedicados a realizar hazañas históricas al ritmo impuesto por el cómitre Castro, se olvidaron de que el crecimiento económico y el desarrollo son consecuencia de las relaciones entre los costos, los beneficios, los ahorros y las inversiones. Cuando una sociedad tira la aritmética por la ventana, acaba por descubrir que ella misma es la que ha saltado al vacío.

¿Y los deportes? Cuba, en efecto, es una potencia deportiva. Gana muchas medallas en las competiciones internacionales y tiene miles de entrenadores formados en Alemania del Este y la URSS, también potencias deportivas en la era de la Guerra Fría. ¿Qué prueba eso? En realidad, nada, salvo –otra vez– que los escasos recursos del país se emplean mal. ¿Cuánto le cuestan a la pobre Cuba los medalleros de oro, plata y bronce que van acumulando sus atletas? A Castro no le importa, porque su naturaleza de incansable competidor la ha trasladado al terreno de juego. Castro es un fanático natural, un «hincha» puro, como dicen los españoles. Una persona que obtiene unas infinitas recompensas emocionales con estos enfrentamientos entre bandos adversarios. No sabe perder. Todo lo trascendentaliza. Cuando los cubanos salen a competir, se juegan el honor de la Revolución. Cómo se relaciona el honor de la Revolución con la cantidad de veces que una pelota pasa por un aro o por la longitud del salto de un señor que tiene las piernas muy largas es otro insondable misterio. Pero es así. Cuando un equipo de béisbol –el deporte nacional cubano– en el año 1999 se enfrentó a los Orioles del Baltimore, Castro convirtió esos encuentros en su particular guerra de las galaxias. Los cubanos –que siempre han sido buenos peloteros– perdieron el primer partido, celebrado en Cuba, y ganaron el segundo, que tuvo lugar en Estados Unidos. Al regreso de los deportistas el Comandante los esperaba con honores y discursos. Los saludó como si hubieran detenido a los nazis en Stalingrado. Era la derrota del imperialismo, la venganza de Grenada, la prueba de que la revolución era invencible. En última instancia, Castro estaba solicitando al mundo que juzgara a la Revolución por «hazañas» como ésa (ganarles a los americanos). ¿Era justo hacerlo? ¿Se puede juzgar al Gobierno de Kenya por la fortaleza asombrosa de sus corredores de fondo o a Francia o a México por su poco peso relativo en el terreno deportivo?

¿Qué más puede decirse de los «logros» de la Revolución? Uno de los más escuchados es el de la «dignidad del pueblo cubano». Para quienes esto sostienen, los cubanos, al enfrentarse altivamente a Estados Unidos, adquieren una especial categoría moral que los distingue del resto de los cipayos latinoamericanos. En primer lugar, es difícil creer que los cubanos han elegido voluntariamente la confrontación con Estados Unidos. Cada vez que pueden se marchan a ese país y no a otro. Ya uno de cada seis cubanos vive en Estados Unidos. A juzgar por los síntomas, medio país haría lo mismo. Por otra parte, ¿en dónde radica la «dignidad» de una sociedad que no puede elegir libremente el sistema en el que quiere vivir, los gobernantes, los libros, los amigos, el sitio de residencia o el lugar de trabajo que realmente desea? ¿Son esos cubanos que no pueden entrar en los sitios destinados a los turistas más «dignos» que el resto de los latinoamericanos? ¿O esos que son detenidos por la policía en las calles cuando pasean junto a los extranjeros y se les advierte que el Gobierno condena este tipo de relación, «porque para hablar con los extranjeros están los guías turísticos»? ¿Dónde se esconde la «dignidad» de la persona que tiene que silenciar sus querencias porque mostrar afecto hacia el perseguido es una forma de señalarse? ¿Dónde radica la del que se ve obligado a simular odio y desprecio, y lo arrastran a un acto de repudio a insultar a una persona o a vejarla por instrucciones del Partido Comunista? ¿Cómo puede ser «digna» esa familia que ve prostituirse a las muchachas de la casa para beneficio de todos, y hasta sus padres o abuelos les prestan la cama matrimonial como balsa simbólica en la que todos escaparán de la miseria?

Pero ¿y la raza? Al menos el comunismo les ha traído a los negros cubanos la dignidad que antes les negaba la etnia blanca dominante. Es verdad que en la esfera privada –escuelas, clubes, ciertos centros de trabajo y sindicatos– de la Cuba prerrevolucionaria los negros eran recibidos a cuentagotas o se les vedaba la entrada. Es triste, pero así era buena parte de América Latina hasta los años cincuenta, y, especialmente Estados Unidos. También es cierto que en la esfera oficial la discriminación era mínima. La escuela o la universidad públicas estaban abiertas para todos. El Parlamento y las Fuerzas Armadas también. Batista, un mulato, era presidente de la República, y al menos en 1940 había ganado ese puesto en las urnas limpiamente. El problema estaba en el ámbito de la sociedad civil. A los blancos no les inquietaba excesivamente que los negros fueran senadores o jueces. El prejuicio surgía en los sitios donde se confraternizaba. Ahí los hábitos y las costumbres mantenían su tensión racista concretada en una frase muy común: «los negros tienen que saber darse su lugar». Cada raza tenía un lugar. No era, como en Estados Unidos, una segregación implacable –bebederos, baños o asientos en los autobuses separados–, pero existía.

Afortunadamente, la Revolución aceleró el fin de esa injusta situación. Hubiera ocurrido de todos modos, de la misma manera que sucedió en Estados Unidos, pero en la Cuba de Castro no hay duda de que se intentó darles más oportunidades a los cubanos de la etnia negra. Sin embargo, junto a esa discriminación positiva había dos elementos contradictorios. El primero era que los castristas entendían poco de las sutilezas de la sociología, y de pronto vieron que, pese a la proclamada igualdad de las razas bajo el comunismo, apenas había negros en el Comité Central del Partido Comunista, en el Consejo de Ministros o entre los 125 generales que componían la jefatura de las Fuerzas Armadas. El poder seguía siendo blanco. ¿Por qué? Porque las estructuras de poder en Cuba no se habían configurado con arreglo a la meritocracia, sino a la cooptación efectuada por unos jerarcas invariablemente blancos. Se gobernaba con los amigos, en busca de lealtades personales, y el círculo de esas relaciones siempre era blanco. Originalmente el único negro de la alta jerarquía era Juan Almeida y apenas tenía poder. Luego hubo otros, pero siempre fueron muy pocos.

La segunda contradicción tenía que ver con la ideología. La Revolución castrista «elevaba» a los negros a la categoría de los blancos, pero no lo hacía como un justo acto de reparación de una injusticia, sino como una dádiva especial que los negros cubanos tenían que agradecer con su permanente militancia dentro de las filas revolucionarias. Los negros y mulatos tenían que ser castristas, o se convertían en traidores a la Revolución, a su raza y a la patria. Un blanco anticastrista era, simplemente, un contrarrevolucionario. Un negro anticastrista era, además, un ingrato traidor, y así lo trataba la policía si era detenido por manifestar su repudio al Gobierno o por solicitar la salida del país. Antes, por ser negros, no podían entrar a los clubes de la burguesía. Ahora, por ser negros, no podían pensar con su cabeza. No podían llegar a la conclusión de que el marxismo era un disparate o de que Castro estaba acabando con el país. Es difícil precisar cuál de las dos situaciones es más humillante para un ser humano.

Otro de los «logros» de la Revolución, a juzgar por sus alabarderos, es la consolidación de la conciencia nacional. Los cubanos –de acuerdo con esta hipótesis hoy son más nacionalistas, y lo son, claro, frente a Estados Unidos, porque el nacionalismo es siempre la reafirmación del perfil propio frente a un elemento que lo pone en peligro. Es una lástima que la historia real de Cuba contradiga totalmente esa interpretación. Cuando Cuba se estrenó como República, en 1902, cierto porcentaje de la sociedad era anexionista. Eran los cubanos y –sobre todo– españoles, que deseaban que la Isla fuera incorporada a Estados Unidos para salvaguardar sus intereses y gozar de la tranquilidad institucional que brindaba este padrinazgo. En ese momento, un fragmento del territorio de Cuba –Isla de Pinos– era disputado por Estados Unidos, y los cubanos habían sido obligados a aceptar la Enmienda Platt como parte de los acuerdos de posguerra dirigidos a entregarles la soberanía. Asimismo, una parte importante y creciente de la economía –azúcar, banca, medios de transporte– estaba en poder de los norteamericanos, y el embajador de Estados Unidos actuaba como un no siempre discreto procónsul que intervenía en los asuntos internos de Cuba, práctica que alcanzó su punto de mayor ocurrencia en los años veinte, durante el gobierno de Zayas, cuando hasta la composición del gabinete presidencial tuvo que ser aprobada por la embajada de Estados Unidos.

Pero esa influencia fue decreciendo muy rápidamente en la sociedad cubana. Primero desaparecieron los anexionistas por falta de espacio en la realidad del país. Luego la burguesía criolla, muy empobrecida durante la Guerra de Independencia, comenzó a recobrar paulatinamente el control de la economía. En 1925 Estados Unidos renunció a Isla de Pinos. En 1934 fue eliminada la Enmienda Platt y nunca más los marines desembarcaron en Cuba para poner orden en los desaguisados de los cubanos o para defender sus intereses. En la década de los cincuenta ya las dos terceras partes de los ingenios azucareros estaban en poder de los cubanos, la banca privada cubana controlaba más del 50 por ciento de los depósitos, y los capitales extranjeros apenas gerenciaban un 6 por ciento del PIB nacional. Por otra parte, la influencia de Washington en los asuntos cubanos había disminuido tan drásticamente, que en 1952, aunque le disgustaba, la Casa Blanca no pudo impedir el golpe de Batista (como en 1933 había sido incapaz de «orquestar» la caída de Machado), y en 1958, aunque le asustaba, tampoco pudo impedir el acceso de Castro al poder. Desde los períodos «auténticos» −1944 − 1952 –Cuba no era ni más ni menos dependiente de Estados Unidos que el resto de los países de la cuenca del Caribe. Poco a poco, sin traumas ni alharacas, se había afirmado la nacionalidad cubana y la sociedad tenía el control de su soberanía. En ese momento los cubanos no pensaban en emigrar a ningún sitio, y la Isla, por el contrario, seguía recibiendo inmigrantes de diversas partes del mundo.

¿Qué sucede a las puertas del siglo XXI? El 20 por ciento de la población cubana se ha trasladado a territorio norteamericano, ya no hay confianza en el destino de la Isla, y se ha creado en Estados Unidos una entidad –los Cuban-americans– capaz de influir en las relaciones de Washington con La Habana de una manera y con un poder que los anexionistas jamás pudieron siquiera soñar que era posible. Por otra parte, dado el fracaso del modelo cubano, quienes tienen más peso en la economía de la Isla son hoy esos cubanoamericanos, con sus remesas millonarias, mientras a Castro sólo se le ocurre una fórmula para aliviar las tremendas presiones que afectan a Cuba: negociar con Washington la concesión de veinte mil visas anuales, mediante sorteo, para mantener en calma a una población cuya más grata ilusión es marcharse rumbo al país que durante cuarenta años le han advertido de que es el causante de todos los males que padece Cuba. No hay duda de que Castro, lejos de revitalizar el nacionalismo de los cubanos, lo que ha hecho es revertir una sana tendencia que imperaba en el país hasta que él asumió el liderazgo. El peor anexionista ha resultado ser él mismo.

Por último, queda el tema de la «liberación femenina» traída por la Revolución, mito muy bien desarmado por dos agudas ensayistas cubanas: Ileana Fuentes y Uva de Aragón. La verdad es que muy pocas sociedades occidentales han sido tan machistas como la cubana durante la época del castrismo. En primer término, los orígenes y la posterior proyección general del proceso siempre remiten a la cosmovisión de una sociedad de guerreros enzarzados en una pelea infinita. El lenguaje es belicista: la «batalla» de la producción, la «guerra» contra el imperialismo o esos ridículos gritos rituales con que siempre terminan sus discursos («¡Patria o muerte! ¡Venceremos! ¡Socialismo o muerte!»). Luego está la permanente, cruel y neurótica persecución a los homosexuales, o la protección del honor de los varones de la jerarquía, a los que la policía política les comunica las infidelidades de sus esposas o compañeras para que inmediatamente se separen y pongan fin a una situación que rebaja la dignidad de la revolución. Todo esto explica la poca importancia que, en realidad, tienen las mujeres en los centros de toma de decisión de Cuba. Hay sí, como en toda América Latina, un número creciente de mujeres profesionales, pero las cubanas casi nunca suelen ocupar posiciones relevantes. Soportan, eso sí, situaciones familiares realmente apabullantes, como consecuencia del altísimo índice de divorcios –más del 50 por ciento de las parejas se deshace–, y la carga familiar que ello conlleva, pues los hijos casi siempre quedan bajo la custodia de madres sin recursos. De ahí, tal vez se deriva un triste dato ya consignado en otro lugar de estos papeles: la mujer cubana tiene el más alto índice de suicidios del mundo entero. Ésa sí es una marca que los cubanos nunca hubieran conseguido sin la influencia de la Revolución.