IV

EL COMUNISMO HA LLEGADO

Cuando Castro tuvo noticia de la fuga de Batista no se apresuró a volar a La Habana para sustituirlo. Envió a Camilo Cienfuegos y al Che desde Santa Clara –a mitad de camino de Sierra Maestra– a ocupar las principales instalaciones militares, mientras él, cautelosamente, casi parsimoniosamente, dedicó varios días a medir y aumentar sus fuerzas en un lento recorrido a lo largo de la Isla. La propaganda había establecido que tenía miles de seguidores, pero él sabía la verdad profunda: nunca había contado con más de unos cuantos centenares de guerrilleros. Todo había sido inteligente y deliberadamente exagerado. Se había acuñado la cifra de 20 000 muertos debidos a la dura mano de Batista, pero el número real estaba por debajo de los 1 800, infartos incluidos, y contando las víctimas de ambos bandos. Pronto la revista Bohemia recogería el exacto guarismo, con todos los nombres y apellidos. Cuba era demasiado pequeña para esconder cadáveres. Ni siquiera era posible erigirle un monumento al heroico revolucionario desconocido porque todos se conocían íntimamente. En todo caso, cuál era, realmente, en ese momento, el peso específico de Castro en la sociedad cubana? Antes de la lucha insurreccional Fidel había sido un controversial dirigente político juvenil sin ninguna influencia nacional: ¿qué apoyo tenía ahora entre los cubanos tras los sucesos del Moncada y los dos años que había pasado en Sierra Maestra? Por otra parte, Batista se había ido, pero su ejército de casi cuarenta mil hombres permanecía prácticamente intacto. Castro tampoco conocía las intenciones de los norteamericanos, aunque los síntomas más obvios indicaban que esta vez iban a abstenerse de intervenir. Pero más que los enemigos lo que acaso preocupaban eran los «amigos»: ¿qué iban a hacer Carlos Prío, el Directorio, el Segundo Frente del Escambray? ¿Reclamaría Prío la presidencia que Batista le había arrebatado para terminar su mandato y convocar a elecciones? Había, sí, el Pacto de Caracas, pero la súbita victoria dejaba un vacío de poder que hubiera podido tentar a cualquiera de los otros grupos. Castro, mientras sopesaba su propio respaldo popular, fue estudiando las reacciones de todos los factores de poder en la medida en que lentamente se acercaba a La Habana.

Esta especie de peregrinación tuvo un asombroso efecto catalizador. A cada paso que daba, a cada pueblo que llegaba, más cubanos emocionados se le unían, dando muestras de una total adhesión política. En la ciudad de Holguín lo intercepta para entrevistarlo un reportero de la revista Bohemia, Carlos Castañeda, ex compañero del Partido Ortodoxo, y Fidel le hace una pregunta reveladora e ingenua: «¿Crees que Miguel Quevedo [el director] me dará la portada?» El periodista, conocido en Cuba por una entrevista exclusiva que le había hecho al presidente Harry Truman, se asombra y le confirma lo que Castro intuye, pero todavía no sabe con precisión: «Claro, Fidel, tú eres la cabeza indiscutible; te dará la revista completa.» Y así era. Así comenzaban a percibirlo los cubanos. Cuando Castro llega a La Habana el 8 de enero, el país entero está postrado a sus pies. Ya no hay más liderazgo que el suyo. Carlos Prío es una referencia antigua. Grau no existe. Es apenas una voz cascada por el descrédito. Ya nadie se acuerda del Pacto de Caracas ni a nadie se le ocurre poner en duda la legitimidad del Gobierno que surgirá de las decisiones de Fidel Castro. Los otros grupos revolucionarios inclinan la cabeza. El Directorio hace algunos amagos por controlar ciertos simbólicos centros de poder –el palacio presidencial, la universidad– pero, tras los primeros forcejeos, los dirigentes admiten su derrota y se someten a la unidad que-exige-la-patria. Es decir, aceptan la jefatura del 26 de julio y de quien en ese minuto comienzan a llamar el Máximo Líder. Fidel tiene el apoyo casi total de la opinión pública y de todos los medios de comunicación. Es el amo absoluto del país y nadie se atreve a cuestionar o siquiera a preguntar de dónde emana su legitimidad para formar gobierno en solitario: es el héroe victorioso.

¿Qué tiene que hacer en ese momento? Se asigna varias tareas, y todas simultáneas y urgentes: crear un gobierno que dé confianza al país y transmita una imagen de seriedad y profesionalismo; castigar severamente a los batistianos derrotados para impedir que se reagrupen, consolidar su control sobre las fuerzas armadas y sujetar a los otros grupos insurreccionales. Pero todos estos objetivos son más que los requisitos previos para ir preparando la verdadera y profunda revolución social que secretamente proyecta desde la Sierra Maestra, y de la que apenas existen atisbos, pues los cubanos todavía ignoran la carta enviada por Fidel a Celia Sánchez en el verano de 1958, donde le advierte y pronostica que el futuro depara una verdadera y larga batalla contra Estados Unidos, oculto leitmotiv de sus desvelos revolucionarios.

El primer gabinete de la Revolución, es, pues, de lujo, e impecable desde el punto de vista de las credenciales democráticas. Incluso, se escora hacia el anticomunismo. El presidente designado es un juez, Manuel Urrutia, poco conocido, pero con una larga trayectoria de lucha por las libertades. Su Primer Ministro es un ilustre catedrático de Derecho, un penalista llamado José Miró Cardona, las cabezas mejor dotadas entre los juristas del país. El Ministro de Trabajo es Manuel Fernández, contador público, socialdemócrata de la cantera «guiterista», hombre austero y honrado donde los haya, quien coloca como vice al abogado Carlos Varona Duquestrada, uno de los jefes de la oposición en Camagüey, y al expedicionario del Granma César Gómez. Como ministro de Relaciones Exteriores queda situado Roberto Agramonte, catedrático de Sociología y heredero de Chibás. Rufo López-Fresquet, economista pro norteamericano, es el de Hacienda, y sienta junto a él a José M. Illán otro economista reputado, y uno de los pocos que en Cuba estaban familiarizados con la obra de Mises y de Hayek, y a Antonio Jorge, también buen economista, demócrata intachable, pero más cercano a las tesis keynesianas. Al ingeniero Manuel Ray, jefe de Resistencia Cívica, le encargan el Ministerio de Obras Públicas, y con él se lleva, como mano derecha, a otro joven demócrata, el arquitecto Henry Gutiérrez. La lista, naturalmente, es más larga –Humberto Sorí Marín, Armando Hart, Elena Mederos y un inofensivo etcétera–, pero la tónica es la misma: las caras del gobierno de la revolución no dejan espacio para la alarma social. Sólo se presenta una discreta excepción en el terreno jurídico. Se trata de Osvaldo Dorticós Torrado, buen abogado de origen burgués, nacido en Cienfuegos, muy comprometido con los comunistas, pero sus compueblanos sólo lo recordaban como una figura activa en el Yacht Club de la ciudad. Aparentemente, era lo que entonces se conocía como un clubman. Lo nombran ministro de Ponencia y Estudio de las Leyes Revolucionarias. En realidad es el «carpintero» secreto del proyecto socialista.

Un gobierno en la sombra

En efecto, aunque desconocido y borroso, y aunque lo ignoran sus compañeros, Dorticós era la figura clave del gabinete, pues a él le correspondía comenzar a moldear el estado socialista de acuerdo con Fidel, quien manejaba otro gobierno en la sombra, mucho más radical, y en el que figuraban Ernesto Guevara, Alfredo Guevara, Raúl Castro, Antonio Núñez Jiménez, los hermanos Camilo y Osmany Cienfuegos y Ramiro Valdés, una especie de Laurenti Beria cubano, nacido con una truculenta vocación para ejercer de policía. Ese otro gobierno, el verdadero, pues el oficial siempre fue un episodio provisional para Castro, cuya génesis y evolución es el gran hallazgo del periodista e historiador Tad Szulc, se reunía en una casa en las afueras de La Habana, y allí, secretamente, se planeaba la forma y el ritmo con que se llevaría a cabo la transformación de Cuba en un estado comunista, proyecto exigía una absoluta discreción, pues, de haberse conocido en ese momento, la reacción popular hubiera sido totalmente contraria, y el propio Movimiento 26 de julio, fundado sobre las bases del Partido Ortodoxo, hubiera saltado por los aires, dado que una buena parte de la dirigencia –Raúl Chibás, Armando Hart, Marcelo Fernández, Vicente Báez, Carlos Franqui, Faustino Pérez, David Salvador, Huber Matos, entre otros muchos– repudiaba totalmente la idea de un estado totalitario.

En ese punto el que Castro convoca a los comunistas a las reuniones secretas y coloca sobre la mesa su carta más audaz: la Revolución, en efecto, derivará hacia el modelo preconizado por los marxistas, pero a su debido momento, y en un proceso dirigido por Fidel, al que los viejos comunistas tendrán que subordinarse e integrarse, aunque, a cambio de la colaboración que presten, tendrán una clara cuota de poder, pero siempre dentro de un aparato unitario que los englobará a todos, mas bajo la inequívoca jefatura del Comandante. Serán tiempos difíciles, pronostica Fidel, y el encontronazo con la burguesía local y con los yanquis resulta prácticamente inevitable. Para casi toda la jefatura marxista la proposición fue una grata sorpresa. El 1 de enero de 1959 el PSP no tenía la menor idea de que llegado al poder. Tanto es así, que la primera manifestación pública que se hace es para pedir elecciones. Ellos habían practicado el entrismo. Esto es, habían «entrado» en la Revolución para intentar controlarla colocando a ciertos cabecillas comunistas entre los alzados en armas, o, por lo menos, habían tratado de influir en ella, pero el desenlace de este juego político había sido sorprendente: el sector más radical del 26 de julio, con Fidel, Guevara y Raúl a la cabeza, era quien «entraba» en el aparato comunista y le pedía su franca complicidad para dos tareas clave que ellos, los fidelistas, no dominaban: la formación masiva de cuadros marxistas dentro de las fuerzas armadas y la creación urgente de una policía política capaz de someter a los enemigos cuando arreciara la lucha que inexorablemente se plantearía. Fidel tiene el poder y ha identificado su objetivo, pero no sabe cómo levantar la estructura y no confía en los cuadros de su propia organización. Lo que espera de los comunistas, sin embargo, es prescindible para llevar a cabo sus planes: la sólida ingeniería leninista que se requiere para la creación y el sostenimiento de un estado totalitario. Y hay, todavía, un tercer aporte que pueden hacer los peseperos: crear un puente más sólido con Moscú, pues los contactos que tiene Raúl por medio de su amigo Leonov son demasiado laterales y débiles ante una metrópoli que cultiva con esmero las formas y las jeraquías burocráticas. El PSP, sin embargo, había sido un peón leal de Moscú desde su fundación en los años veinte hasta ese mismo momento, y tiene múltiples lazos con los camaradas que mandan en el Kremlin. Ellos pueden avalar la Revolución ante los soviéticos y crear zonas de colaboración, pero esos vínculos, naturalmente, los manejarán los fidelistas. Los dirigentes comunistas, representados por Blas Roca, Carlos Rafael Rodríguez y Aníbal Escalante accedieron al pacto. Este último, quien nunca dejó de percibir a Castro como un aventurero putchista, creyó que era posible no sólo controlar el poder, sino, además, controlar a Fidel. El futuro le demostraría que estaba equivocado. Antes de tres años Escalante y un grupo de comunistas irían a parar a la cárcel acusados de sectarismo. Fue la microfacción, como se le llamó despectivamente. Fidel los había reclutado para obedecer, no para mandar.

¿Por qué ha tomado Fidel Castro la senda marxista-leninista? En rigor, por coherencia intelectual, y porque ese marco político le resulta perfectamente útil para ejercer como cabeza de un gobierno autocrático con el que piensa transformar a Cuba, y de ser posible a América Latina y al mundo entero. Se siente como una mezcla de Martí y Bolívar, pero leninizado. Lo de la «coherencia intelectual» no es difícil de explicar: cuando el pensamiento revolucionario radical es desplegado hasta sus últimas consecuencias, el punto de llegada es una sociedad comunista abiertamente enfrentada a los designios imperialistas de los Estados Unidos. Si una persona creía –como Fidel– que la pobreza de una parte de los cubanos se debía a la explotación de los voraces empresarios y a la crueldad implícita del sistema, lo moralmente justificable era borrar todo vestigio de capitalismo, sustituir el mercado por controles burocráticos establecidos por revolucionarios justos, y procurar a toda costa la igualdad de los cubanos. Si una persona pensaba –como Fidel y tantos revolucionarios de su época– que las inversiones extranjeras eran una forma inmoral de saqueo, ¿qué otra cosa podía hacerse que confiscarles sus propiedades a estos vampiros foráneos y «devolverlas» al pueblo convirtiéndolas en empresas estatales? ¿No llevaban treinta años los revolucionarios cubanos de todas las tendencias pidiendo la nacionalización de la banca y los servicios públicos? Si una persona estaba convencida –como Fidel– de que la burguesía nacional, la Iglesia, y el resto de los estamentos convencionales del país formaban parte de una estructura que generaba pobreza y opresión al servicio de los poderes imperiales vecinos, ¿no resultaba justo y necesario hacerles la guerra y destrozarlos? Si una persona, por último vivía persuadida de que el sistema democrático plural, con diversos partidos políticos que se disputan el poder, es una fuente permanente de corrupción y divisionismo, lo lógico es que, si tiene autoridad para ello, lo elimine de un zarpazo. Fidel, en realidad, no traicionó el pensamiento radical. Todo lo que hizo fue seguir la lógica de sus razonamientos revolucionarios hasta llegar al desenlace totalitario. Tenía ideas equivocadas, suscribía diagnósticos erróneos, y trató, simplemente, de ser consecuente con esos disparates. Llegó adonde tenía que llegar de acuerdo con su sesgada, maniquea e intelectualmente pobre visión de los problemas de la sociedad. Cumplió, en suma, con todo lo que los revolucionarios marxistas (y algunos no marxistas) llevaban prometiendo desde hacía treinta años en América Latina y ninguno se había atrevido a llevar a cabo. Todo esto se hubiera podido evitar si, a tiempo, en sus años formativos, hubiera leído los libros adecuados o hubiera recibido las influencias correctas, pero desde la década de los treinta Cuba vivía en medio de una cultura populista absolutamente fértil para alimentar cualquier clase de locura. Y él, Castro, era la expresión más acabada de ese lamentable caldo de cultivo.

Esto es importante entenderlo, porque entre las tonterías que se dicen sobre la Revolución cubana, ninguna es más injusta con Fidel, o más alejada de la verdad, que esa tan repetida de que «los norteamericanos empujaron a Castro en manos del comunismo y de la Unión Soviética». Eso es menospreciar a Castro, a Guevara y a ese puñado de hombres decididos que cambiaron de motu proprio la historia de Cuba. Eso es hasta racista, pues es como decir que un pobre señor de las Antillas no es capaz de entender el marxismo y dejarse seducir por él. Es casi como creer que las revoluciones comunistas sólo están al alcance de los sesudos comunistas europeos. Por supuesto que no: Castro, que se ha cansado de repetirlo sin demaiado éxito –lo afirmó en Madrid, por ejemplo, en los ochenta, durante las cámaras de la televisión española–, eligió el camino del comunismo voluntariamente, y, por la misma naturaleza de su decisión, en medio de la Guerra Fría, acabó situado en el campo soviético y enfrentado a Estados Unidos. Un suceso ni siquiera tan extraño en el momento en que ocurrieron los hechos: en 1957, cuando Fidel estaba en la Sierra Maestra, los comunistas y sus simpatizantes en todo Occidente vivían una etapa de esperanzada euforia. Sartre en París aseguraba que el mundo pronto seguiría el ejemplo de la URSS. Todas las noticias que circulaban apuntaban en esa dirección. Moscú inaugura la carrera espacial con el primer sputnik. Desde hacía diez años la economía soviética crecía al ritmo del 10 por ciento anual y ya se hablaba de un mundo bipolar dirigido por dos grandes potencias. A una de ellas, Fidel y ciertos cubanos le atribuían casi todos los males que azotaban a la «república mediatizada»: ¿no conducía este análisis, directamente, a los brazos de la otra?

Estados Unidos estaba parcialmente al margen de las intenciones de Castro. Como la Casa Blanca se nutría de diversas fuentes, los informes eran contradictorios. El embajador saliente, Earl Smith, advertía sombríamente que Washington tendría que enfrentarse a un comunista fanático y antiamericano. La CIA, más benévola, pensaba que se trataba de un típico revolucionario latinoamericano (lo que no era del todo falso), pero sin conseguir establecer claramente los lazos entre Fidel y el viejo partido comunista. Había, sí, comunistas en el gobierno, pero también anticomunistas. Todos coincidían, sin embargo, en que estaban frente a un personaje pintoresco y peligroso que le proporcionaría ciertos quebraderos de cabeza al Departamento de Estado, y, dada la rápida fama que había adquirido en el continente sudamericano, lo mejor era tratar de apaciguarlo. De manera que despacharon a La Habana a un nuevo y experimentado embajador, Philip Bonsal, con instrucciones de que tratara de acercarse lo más posible al flamante gobierno, y que pasara por alto los ataques retóricos del fogoso líder en sus kilométricos discursos. Eran cosas de un muchacho inexperto borracho de gloria. En todo caso: ¿qué podía hacer la pequeña y dependiente Cuba frente a Estados Unidos? ¿A quién le iba a vender su azúcar si Estados Unidos dejaba de comprarle? ¿De dónde iba a sacar el petróleo o los millares de insumos con que los cubanos mantenían el país funcionando? El 80 por ciento de las transacciones comerciales de Cuba eran con Estados Unidos. Con la excepción de Venezuela, Cuba era el país de América Latina que más inversiones tenía y recibía de Estados Unidos. Incluso descartando una intervención militar, ningún gobierno cubano que se enfrentara a Estados Unidos podía sobrevivir más allá de varios meses al agobio económico. La URSS, es cierto, podía intentar colocar su larga mano en el Caribe, pero hasta ese momento los jerarcas soviéticos suscribían la visión estratégica propuesta por Lenin y mantenida por Stalin: el comunismo no podría llegar a América Latina hasta que Estados Unidos, donde efectivamente existían grandes concentraciones proletarias, y, por consiguiente, conciencia de clase, hiciera su revolución. Sólo que en el Kremlin ya no mandaba Stalin, sino Kruschev, un campesino menos refinado intelectualmente, astuto y audaz, convencido de que en dos décadas su país habría sobrepasado a Estados Unidos y estaría a la cabeza del planeta. Un campesino que, obsesionado por ese objetivo, se dejará arrastrar al reñidero caribeño, como revela A hell of a gamble, un libro coescrito por un especialista soviético que cuenta muy elocuentemente cómo los cubanos engatusaron a los rusos, y no al revés, como usualmente se cree.

El paredón de fusilamiento

Curiosamente, el modelo jurídico del primer gobierno revolucionario quien lo proporcionó fue Batista. En 1952, cuando dio el golpe militar, Batista, proclamando textualmente que «la revolución es fuente de derecho», disolvió las dos cámaras del Parlamento cubano, asignándole la función de legislar al Consejo de Ministros; suspendió las leyes y normas de la Constitución del 40 que entraban en contradicción con su gobierno de facto, y hasta restituyó la pena de muerte en los Estatutos dictados a las pocas semanas de la toma del poder, aunque nunca hizo ejecutar «oficialmente» a ningún detenido. Siguiendo muy de cerca este precedente, no fue muy distinto lo que llevó a cabo el gobierno del presidente Urrutia y de su Primer Ministro Miró Cardona. Incluso, hasta repitieron la coartada legitimadora del depuesto dictador: «la revolución es fuente de derecho», y como esa definición servía para justificar prácticamente cualquier acto, no tardaron en producirse hechos realmente repugnantes para la sensibilidad de las personas educadas en el respeto a la ley y a las formalidades que inexcusablemente ésta conlleva. Se aplicaron, por ejemplo, con carácter retroactivo, penas y leyes que no existían cuando sucedieron ciertos actos que luego fueron tipificados como delitos. En cualquier caso, Miró sólo será Primer Ministro por unas semanas. Renuncia de acuerdo con el presidente, y en febrero Urrutia nombra a Fidel Castro al frente Gobierno.

Ese desprecio por las leyes y por el comportamiento ajustado a Derecho se había observado desde los primeros días del triunfo revolucionario, cuando Raúl Castro, tras un simulacro de juicio revolucionario, había fusilado de espaldas a una zanja a unas cuantas docenas de oficiales de Batista que inmediatamente fue enterrados sin siquiera esperar a que los médicos certificaran muerte de los ajusticiados. Luego en La Habana –y en toda Isla– se hicieron procesos judiciales públicos, con la presencia la prensa internacional y de miles de personas que acudían a contemplar el enjuiciamiento de militares y policías acusados de «torturadores» y «criminales de guerra», delitos que no siempre probaban de una manera convincente, pero que con frecuencia acarreaban la pena de muerte por fusilamiento o larguísimas sentencias a cárcel. Es en ese momento en el que los tribunales comienzan a manejar un insólito argumento para imponer las sentencias: surge la condena «por convicción». Si los honrados revolucionarios estaban convencidos de la culpabilidad de un desacreditado batistiano, aunque las pruebas fueran muy frágiles o inexistentes, podían y debían condenarlo con la mayor severidad.

¿Por qué Castro dejaba de ser el revolucionario bueno, el Robin Hood del Caribe, y exponía su imagen al desgaste de comparecer ante la prensa y la televisión como un tipo vengativo y sanguinario que filmaba y proyectaba en los cines las ejecuciones de sus enemigos? Porque estaba convencido de la importancia de la intimidación y el miedo para poder gobernar. Creía que el castigo y el escarmiento eran las dos armas irrenunciables del poder, y así lo reflejaba en su correspondencia personal, donde son frecuentísimas las referencias a Robespierre y su admiración por el terror revolucionario. Esta dureza, por supuesto, no siempre fue compartida por sus subalternos, y, por lo menos en una ocasión, provocó un incidente que comenzó a alertar a la ciudadanía sobre la clase de gobernante que se había adueñado del poder: ocurrió en los primeros meses del 59, cuando fueron llevados a juicio un grupo de pilotos militares acusados de «genocidas», algo que, sin la menor duda, no podían ser, puesto que los bombardeos y ametrallamientos de que les imputaban no iban encaminados a elimiar a ciertas personas por la etnia o la religión a la que pertenecían –que es lo que específicamente define el genocidio–, ni tampoco era posible establecer quién había disparado contra qué o contra quién, pues no existían pruebas ni récords que establecieran una clara responsabilidad de los inculpados. De manera que el presidente del tribunal, el capitán Félix Pena, ante tantas dudas, decidió absolverlos. Cuando esto se supo, indignado, Castro acudió a la televisión, y sin dar tiempo a excarcelar a los militares absueltos, manifestó su certeza sobre la culpabilidad de los pilotos y exigió un nuevo juicio. Naturalmente, éste se llevó a cabo y los pilotos fueron condenados a larguísimos períodos de cárcel. El capitán Pena, avergonzado, se voló la tapa de los sesos. Años después, Castro le aclararía a un visitante las razones que tuvo para mantener en la cárcel a los pilotos: eran los militares más competentes del batistato y los que más relaciones tenían con los norteamericanos en virtud del adiestramiento recibido. Ni siquiera habían sido condenados «por convicción»: todo fue el resultado de un cálculo político. La cárcel no era una venganza, sino una medida preventiva.

Al margen de los juicios revolucionarios –que, para vergüenza histórica del país, no asquearon a demasiada gente, como se comprueba en las enormes manifestaciones de personas que coreaban la consigna de «paredón, paredón»–, la inmensa mayoría de los cubanos recibió con los brazos abiertos algunas leyes populistas encaminadas a consolidar el apoyo masivo al Gobierno. Las más aplaudidas fueron la ley de alquileres, que rebajaba a la mitad la cuota mensual que pagaban los inquilinos, la reducción de las tarifas telefónicas y la ley de reforma agraria, que limitaba la tenencia de tierra a los latifundistas en beneficio de los campesinos que ninguna poseían o que la tenían en condiciones precarias. Para cualquier conocedor era obvio que estas leyes iban a afectar tremendamente a la producción nacional, tanto en el terreno de la construcción como en el de la agricultura, pero en ese momento la preocupación del Gobierno, especialmente la de Fidel, no era económica sino política. Para la tarea que tenía por delante, en una fase en la que todavía no existían mecanismos de control y coerción necesitaba el apoyo masivo de los cubanos, y esas leyes se lo procuraban generosamente.

Como es natural en cualquier sociedad abierta –y la cubana todavía lo era en 1959–, a las pocas semanas de instalado el gobierno revolucionario comenzaron las críticas en los medios de comunicación independientes, a las que el Gobierno respondía acremente desde la prensa oficialista. Pronto se vio que cualquier discrepancia era tildada de manifestación contrarrevolucionaria, y a quienes la exteriorizaban los calificaban de batistianos o de agentes de la embajada yanqui. No tardaron en producirse algunas rupturas escandalosas. Aunque hubo varios casos previos, la primera «baja» notable del enfrentamiento entre el ala democrática del Gobierno y el ala comunista fue la del jefe de la Fuerza Aérea Revolucionaria, el comandante Pedro Luis Díaz Lanz, quien, tras unas declaraciones críticas a propósito del comunismo, resultó desautorizado por Fidel Castro, ante lo cual desertó en una pequeña lancha, y al llegar a Estados Unidos denunció que el aparato militar cubano estaba totalmente penetrado por miembros del Partido Comunista que impartían adoctrinamiento y controlaban progresivamente todos los resortes del poder. Eso fue en junio de 1959, y el Gobierno respondió acusándolo de «malversador» y afirmando que su actitud se debía, precisamente, a que sus deshonestidades habían sido descubiertas. En julio, apenas a los siete meses de inaugurada su presidencia, y por las mismas razones, le tocaba su turno al propio presidente Urrutia, quien se vio obligado a abandonar su cargo, y a quien, naturalmente, también acusaron de corrupción. Desde entonces la costumbre ha permanecido invariable: los que rompen con Castro, o los que pierden su gracia y buena voluntad, son siempre reos de feos delitos y de actitudes moralmente censurables. Ninguna persona honorable se opone a la Revolución. Sólo la gente desalmada. A Urrutia lo reemplaza Osvaldo Dorticós. Ya no seguirá construyendo en la sombra el estado socialista: es el nuevo presidente y puede actuar a la luz del día.

A partir de estos dos incidentes los que siguen son casi una monótona repetición de un guión clásico. En octubre, por las mismas causas, el país se estremece como nunca antes: ahora quien es detenido y llevado a los tribunales es el comandante Huber Matos, uno de los héroes de la Revolución, jefe militar de la provincia de Camagüey, y el delito que le imputan es insólito: lo acusan de traición y sedición por haber renunciado al ejército mediante una carta tan firme como respetuosa dirigida a Fidel Castro, en la que señala su descontento por el rumbo comunista adoptado por la revolución. Castro lo hace detener por Camilo Cienfuegos –quien horas más tarde desaparece en un raro accidente de aviación–, y lo traen esposado a La Habana junto a varios oficiales de su Estado Mayor. Lo condenan a 20 años en un vergonzoso juicio militar. Pocos días de su detención habían renunciado el ministro de Trabajo, Manolo Fernández y los subsecretarios Carlos Varona y César Gómez. Para cualquier observador imparcial es totalmente obvio que Castro ha decidido acelerar la marcha de la Revolución hacia modelo comunista y sólo está ganando tiempo para conseguir realizar este peligroso tránsito de una manera exitosa. Es ése el momento en el que numerosos combatientes de la lucha contra Batista deciden volver a conspirar, pues sienten que Castro ha traicionado la Revolución. La guerra contra la anterior dictadura –afirman– buscaba rescatar la democracia y restaurar la Constitución de 1940. Convertir la Isla en una tiranía comunista no formaba parte del proyecto original. Por lo menos del de ellos.

La destrucción de la sociedad civil

En noviembre del 59 el encontronazo entre revolucionarios demócratas y comunistas se reproduce en el X Congreso de la Confederación de Trabajadores de Cuba. Son tres mil delegados, y de ellos menos de trescientos son comunistas. La consigna de Fidel transmitida al líder del 26, David Salvador, es la unidad con los comunistas, a quienes pretende introducir a toda costa en el aparato rector, pero los dirigentes obreros la rechazan y Fidel tiene que acudir en persona a tratar de salvar la situación. Reinol González, José de Jesús Planas y Eduardo García-Moure, tres líderes obreros jóvenes surgidos de la vertiente católica, se destacan en la apasionada defensa de la democracia. Roberto Simeón lo hace desde posición aprista. Tras una burda manipulación se llega a una situación de compromiso. Es, no obstante, la única derrota que, provisionalmente, se le inflige al Gobierno. Pero pronto los comunistas conseguirán revertir la situación y controlar el aparato obrero. Les tomará algún tiempo, pero lo logran. Reinol, quien escoge el camino de la conspiración, pasará muchos años de sufrimientos en cárceles particularmente severas. García Moure y Planas tendrán marchar al exilio en Venezuela, en cuya embajada en La Habana se vieron obligados a pedir protección diplomática junto a Roberto Fontanillas-Roig, quien años más tarde se convertiría en la cabeza más respetada de la emigración cubana en ese país.

La ofensiva y posterior ocupación de los medios de comunicación democráticos duró aproximadamente un año. A los ataques del periódico Revolución, órgano oficial del 26 de julio, que desempeñó un tristísimo papel de acosador/acusador, y de Hoy, el de los comunistas, seguían los conflictos sindicales artificialmente instigados, y la utilización de turbas y amenazas para intimidar a los periodistas críticos. Los sindicatos obligaban a las empresas a publicar una «coletilla» aclaratoria tras cada artículo o información que se apartaba de la rígida línea del Gobierno. Algunos periodistas que habían sido notoriamente antibatistianos dieron batallas memorables contra la incipiente dictadura: Humberto Medrano, Ulises Carbó, Agustín Tamargo, Sergio Carbó, Miguel Ángel Quevedo, Luis Conte Agüero, Jorge Mañach, Pedro Leiva, Andrés Valdespino, Jorge Zayas, Viera Trejo, Aguilar León. Otros, más conservadores, como José I. Rivero y Gastón Baquero –uno de los grandes poetas del país–, también alzaron sus voces decididamente, arriesgando a veces la vida, pues la hacienda ya la daban prácticamente por perdida. Los periódicos, tal vez sin saberlo sus propios dueños, o acaso dándose perfecta cuenta de lo que ocurría, asumían el papel institucional de última trinchera de los ideales republicanos que se hundían. Pero uno tras otro eran triturados por la maquinaria totalitaria: Bohemia, Avance, Prensa Libre, Diario de la Marina, Información, El Mundo, Zig-Zag, CMQ. Y tras cada despojo se producía la ceremonia obscena: la turba, dirigida por agitadores, enterraba ataúdes vacíos con los cadáveres simbólicos de los periódicos confiscados mientras profería gritos y consignas revolucionarias.

Sin periódicos, sin Parlamento, sin partidos políticos, sin sindicatos independientes, con las instituciones gremiales silenciadas y los empresarios empobrecidos y aterrorizados, sin cauces de participación, cada vez era más fácil arrollar a la sociedad civil cubana, prácticamente desarbolada. El próximo «bastión» tomado por los comunistas fue el sistema de enseñanza privado. El pretexto era la necesidad de darle a todo el pueblo una misma y buena educación para no parcelar a la sociedad en clases diferentes y con distintas visiones de la realidad. Y no era falso el deseo del Gobierno de uniformar a todos los cubanos tras el mismo punto de vista, pero había otro elemento político más obvio: ningún estado comunista podía permitirse el lujo de que existieran islotes de libertad académica en donde pudiera florecer un pensamiento indepediente y crítico. Muy pronto a los niños se les empezó a enseñar a leer con cartillas revolucionarias cargadas de un burdo mensaje ideológico: «La F de Fidel, la Ch de Che», y así hasta la M de «mi mamá me ama a mí y a Moscú». A lo largo de toda la Isla había centenares de buenas instituciones pedagógicas, generalmente al alcance de las clases medias y altas del país, aunque no eran exactamente escuelas de elite, pues su precio solía ser muy razonable. Entre los laicos, en La Habana, colegios, como Edison, La Luz, Baldor, Ruston, o Trelles habían alcanzado un notable nivel de excelencia. Entre los religiosos, disfrutaban una gran fama Belén –donde estudió Castro–, La Salle, Los Maristas, Las Ursulinas, El Sagrado Corazón, Las Dominicas, Los Agustinos o La Progresiva de Cárdenas y el Candler College –donde estudiaba el hijo mayor de Fidel Castro–, estos últimos dirigidos por pastores protestantes. Incluso, la mejor prueba de la calidad de la enseñanza que se impartía en estos centros podía comprobarse en la propia cúpula del poder revolucionario, tanto del 26 de julio como del PSP: todos, sin una triste excepción proletaria, habían sido educados en buenas escuelas privadas religiosas o laicas. Ninguno era producto de las numerosas escuelas públicas del país, aunque muchas de ellas, especialmente en la segunda enseñanza o bachillerato, poseían un notable nivel educativo.

La confiscación de los centros de enseñanza y el total control o desaparición de las publicaciones independientes provocaron el enfrentamiento abierto y total entre la Iglesia católica y el Gobierno. Tradicionalmente y durante muchos siglos, la Iglesia ha concretado sus mayores esfuerzos en tres actividades vitales: propagar y mantener la fe religiosa en los templos, educar a las personas, especialmente a los niños y jóvenes, y diseminar información por diversas vías. De estas tres tareas, las dos últimas fueron súbitamente eliminadas por el Gobierno, mientras la primera se transformó en una conducta moralmente censurable. De pronto, acudir a iglesia, bautizar a los recién nacidos o proclamarse católico comenzó a ser visto como sinónimo de oscurantismo, atraso y, finalmente, contrarrevolución. La Iglesia, cuya cabeza más visible era la de un valeroso obispo, monseñor Eduardo Boza Masvidal, protestó mediante cartas pastorales leídas en los templos, y hasta salieron a las calles algunas procesiones de católicos molestos por la agresión de que eran objeto, a las que respondían violentamente turbas organizadas por el Gobierno, pero lo cierto es que la sociedad, en su conjunto, no respondió a la llamada de los representantes de su fe, y Castro pudo neutralizar (y prácticamente liquidar) a este peligroso enemigo sin demasiados contratiempos. En un período sorprendentemente breve la Iglesia quedaba silenciada y reducida a las prácticas litúrgicas. Antes de dar la batalla, Castro probablemente sabía que la sociedad cubana, como la uruguaya o la costarricense, y al contrario de lo que sucedía en otras latitudes latinoamericanas, no era profundamente religiosa, y no sentía fuertemente la autoridad del clero. Cuando las campanas comenzaron a tocar a rebato, el pueblo se mantuvo indiferente en sus casas. Nadie se atrevió a protestar cuando más de 200 religiosos fueron obligados a zarpar en un barco rumbo a España, y tampoco cuando los sacerdotes Alfredo Petit, hoy obispo auxiliar de La Habana, y Jaime Ortega Alamino, hoy cardenal de Cuba, fueron internados en campos de concentración. Menos aún cuando el franciscano Miguel Ángel Loredo fue víctima de la «fabricación» de un delito contrarrevolucionario que jamás cometió, acusación por la que pasó más de una década en la cárcel: los diez años que la policía política había jurado apartarlo de la juventud que acudía a su convento en busca de consejo y guía espiritual.

Como era predecible, los demócratas cubanos no se iban a quedar cruzados de brazos mientras Fidel conducía la nación a toda máquina hacia el modelo comunista. Y como también era fácil de pronosticar, las primeras y más serias conspiraciones fueron organizadas por quienes provenían de la lucha contra la anterior dictadura, aunque hay que mencionar dos excepciones: ya en el 59 desembarca en Cuba al frente de una pequeña guerrilla un batistiano llamado Armentino Feria, ex comunista, excombatiente en la Guerra Civil española en las Brigadas Internacionales, hombre extraordinariamente valiente, pero su grupo es inmediatamente aniquilado. Muchos años más tarde, su hija, Áurea Feria, sería encarcelada por defender los derechos humanos. Poco después aborta una conspiración montada por batistianos desde República Dominicana con la clara intervención de Trujillo, delatada en Cuba por los hombres de Gutiérrez Menoyo, quienes supuestamente se habían comprometido a cooperar con los invasores, pero, en realidad, les tendieron una celada. Decenas de personas –algunas de ellas inocentes– fueron a parar a las cárceles. No obstante, el batistianismo no es la tónica de la oposición. Los más grandes movimientos anticastristas surgen en las filas de los revolucionarios de filiación católica, en los auténticos de Prío y Tony Varona y en el ala democrática del Movimiento 26 de julio. Lo que a continuación sigue no agota la infinita lista de agrupaciones anticomunistas surgidas en los primeros años de la Revolución ni a los centenares de hombres y mujeres que intentaron impedir el establecimiento del comunismo en Cuba, pero es probable que recoja las principales agrupaciones y las personas que mayor relevancia alcanzaron.

La insurrección anticomunista

El primer foco anticomunista de la vertiente católica posiblemente fue el Movimiento Demócrata Cristiano, fundado por José Ignacio Rasco en 1959 para dar la batalla política, objetivo que muy pronto derivó en lucha clandestina. Poco después se vertebró otro núcleo de oposición en torno a la Agrupación Católica Universitaria, sector elitista, orientado por los jesuitas, que poseía una honda conciencia social y cierta experiencia en el trabajo con los campesinos. Sus principales dirigentes eran el médico Manuel Artime, teniente en Sierra Maestra, el abogado Emilio Martínez Venegas también excombatiente junto a Fidel Castro, el joven psiquiatra Lino Fernández y el ingeniero Rogelio González Corso. Otras dos figuras algo más jóvenes comenzaron inmediatamente a descollar, especialmente tras un sonado incidente en que «desagraviaron» a Martí colocando unas flores ante su estatua tras una ceremonia similar llevada a cabo por Anastas Mikoyan, el gran apparatchik soviético de visita en Cuba: los combativos estudiantes de la Universidad de La Habana, Alberto Müller y Manuel Salvat, ambos con arraigo y simpatías en las facultades de Derecho y Ciencias Sociales. De esta cantera católica surgieron dos grupos conspirativos íntimamente vinculados: el Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR) y –de nuevo, como en los años treinta y en los cincuenta– el Directorio Revolucionario Estudiantil (DRE). El MRR, sin embargo, amplió sus lazos a zonas ajenas a la militancia católica e incorporó a su directiva a dos personajes que habían tenido una destacadísima presencia en la Sierra Maestra: los capitanes del ejército rebelde Higinio Nino Díaz y Jorge Sotús, un temerario hombre de acción que había sido la mano derecha de Frank País.

Los auténticos en esta fase anticastrista ya no respondían a Prío, sino a otros tres líderes: a Tony Varona, su ex premier, quien junto a sus viejos compañeros de la lucha contra Machado –más alguna cara nueva, como la del líder estudiantil Alfredo Carrión Obeso había creado un movimiento anticastrista llamado Rescate Revolucionario, al polémico Aureliano Sánchez Arango, conspirador irredento, de nuevo al frente de la Triple A, y, como en el caso de Varona, rodeado de buenas personas, pero política y generacionalmente más cercanos a la historia cubana de los años treinta y cuarenta que de los sesenta que entonces se estrenaban. Y junto a ellos, sin apenas estructura o militantes, se situaba Justo Carrillo, un inteligente economista, poseedor de una desbordada imaginación para las intrigas políticas, líder de un pequeñísimo partido– Movimiento Montecristi –que tenía la enorme ventaja y movilidad de ser casi a-one-man-show.

La tercera fuente del anticastrismo, la que directamente venía de las propias filas de la dirección de la revolución, era la más nutrida variopinta. Sus cabezas muy pronto fueron Manuel Ray, ex dirigente de la Resistencia Cívica en la batalla contra Batista y luego ex ministro de Obras Públicas, fundador en esta etapa del Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) junto –entre otros– a Reinol González un sindicalista de origen católico y Héctor Carballo, un jovencísimo líder estudiantil de Las Villas; Pedro Luis Boitel, líder en universidad de los estudiantes del 26, y David Salvador, Secretario General de la CTC Revolucionaria, creador de un vasto partido obrero de oposición clandestina llamado Movimiento 30 de noviembre, en recuerdo del alzamiento de Frank País en esa misma fecha del año 1956. Al 30 de noviembre, en posiciones de graves responsabilidades, se habían unido algunos sindicalistas y el ex capitán del ejército rebelde Hiram González, un verdadero experto en materia de sabotajes y espectaculares fugas de presidio. El 30 llegó a contar con células activas en casi todas las grandes empresas del país, pero fue un objetivo inmediato de los cuerpos de inteligencia.

Ninguno de estos grupos fue ajeno a Estados Unidos desde el momento mismo de su constitución, aunque los lazos del 30 fueron los más débiles y los del MRR los más fuertes. No es que la embajada norteamericana los crease artificialmente, sino que la oposición a Castro percibía a Washington como el aliado natural frente al comunismo, y quienes en ella participaban, tal vez ingenuamente, se sentían como la resistencia francesa, como los maquis frente a los nazis, siempre auxiliados por los servicios de inteligencia de Estados Unidos o de Inglaterra, y siempre orgullosos de esa natural cooperación. Y esta colaboración ni siquiera era nueva, pues había comenzado durante el gobierno de Carlos Prío, a partir de 1948, cuando se desata la Guerra Fría y Estados Unidos decide fortalecer sus lazos con los demócratas anti comunistas en todas partes, pero especialmente en América Latina. Por aquellos años, precisamente en La Habana, en un evento en el que se destacó notablemente Raúl Roa, luego y por muchos años canciller del castrismo, se funda el Congreso por la libertad de la cultura con dinero canalizado por la CIA, y un buen número de intelectuales y políticos de lo que entonces se llamaba la izquierda democrática, muchos ellos ex comunistas, comienza a refutar todas las iniciativas propagandísticas soviéticas camufladas tras los consabidos «congresos por la paz» o «de la juventud» auspiciados tras la Cortina de Hierro. Es la época en que la Organización Regional Interamericana (ORIT), con la discreta ayuda de la CIA, le daba la batalla a la Federación Mundial de Trabajadores, cuyos hilos se manejaban sin demasiados tapujos desde Moscú. Entre los cubanos más jóvenes, además, el antiamericanismo se había debilitado enormemente, concentrándose ese sentimiento en los grupos políticos del vecindario marxista. Prácticamente todos los contenciosos entre La Habana y Washington habían sido resueltos a favor de Cuba. En 1925 los norteamericanos admitieron finalmente la soberanía cubana sobre Isla de Pinos, en litigio desde 1898, cuando ladinamente intentaron apoderarse de ella; en 1934 habían abrogado la Enmienda Platt; el azúcar producido en la Isla tenía un precio y trato preferenciales; los norteamericanos no apoyaron el golpe de Batista de 1952 (que los sorprendió y disgustó), y luego le declararon un embargo de armas al dictador. Estados Unidos era, además, el país que había derrotado a los nazis y les había hecho frente a los comunistas en Corea. Las compañías norteamericanas radicadas en Cuba pagaban los mejores salarios y ofrecían las mejores condiciones a los trabajadores. La imagen, pues, del gran vecino norteño, contrario a la posterior reescritura de la historia, finalizada la década de los cincuenta, era muy positiva para la mayor parte de la población de la Isla. Se le veía, en general, como un país heroico y como una influencia benéfica.

La oposición y Washington

Sin embargo, a pesar de la afinidad de principios e intereses entre la oposición democrática cubana y la sociedad norteamericana, las relaciones entre estas dos entidades eran totalmente asimétricas. Para Estados Unidos los demócratas cubanos no eran unos aliados que merecían ser ayudados por razones morales y políticas, correligionarios ni compañeros de lucha, y a nadie en Washington se le ocurría compararlos mentalmente con los maquis. Eran apenas una simple herramienta para desalojar del poder a un servicio de la URSS, y el método para lograr este propósito era desatar ciertas campañas subversivas planeadas y financiadas por medio de la CIA. Era así, de una manera distante y policiaca, como Estados Unidos bregaba con este tipo de conflicto. Fue así como lo manejó en la Guatemala de Árbenz y ahora repetía la misma pauta de comportamiento con los cubanos. Mientras la URSS trataba a los camaradas de los partidos comunistas de Occidente con la deferencia que le merecían sus colegas en el campo ideológico y se relacionaba con ellos en el terreno político, Washington sólo atinaba a establecer unas vinculaciones vergonzosas semiocultas con los cubanos, por medio de oficiales de inteligencia que respondían a nombres ficticios y compraban lealtades y colaboraciones con dinero o con pertrechos bélicos que sólo entregaban a quienes se subordinaban a sus planes. En efecto, la CIA, muy profesionalmente, pero con el ademán burocrático de quien apenas realizaba un delicado trabajo más –lo que resultaba totalmente cierto–, aportaba dinero, adiestramiento, armas y materiales para sabotajes, pero junto con todos esos elementos daba también las órdenes, hacía los planes, y elegía a sus preferidos, desnaturalizando de alguna manera lo que debía ser la lucha de una sociedad independiente por conquistar sus libertades.

¿Cuándo comenzó Estados Unidos a tratar seriamente de derrocar a Castro? Es posible –nadie lo sabe con certeza– que en marzo de 1960 un saboteador de la CIA haya volado el buque belga La Coubre en la bahía de La Habana para evitar que los pertrechos de guerra que traía fueran entregados al ejército de Castro, pero de lo que no parece haber duda es de que esa explosión coincidió con el momento exacto en que la administración de Eisenhower, que mantenía contactos fluidos con la oposición desde mediados de 1959, decidió finalmente liquidar por la fuerza al Gobierno cubano. En ese instante la Casa Blanca, totalmente convencida de las crecientes relaciones de complicidad política y militar entre Moscú y La Habana, asesorada por el Consejo Nacional de Seguridad y por la CIA, decide poner en marcha un plan de presiones económicas y apoyo a la subversión interna. El plan incluye restricciones en la compra de azúcar, el adiestramiento y fomento de sabotajes, propaganda, guerra psicológica, guerrillas rurales, y pronto cristaliza en la creación del Frente Democrático Revolucionario, cuyas figuras principales son Manuel Artime (MRR), José Ignacio Rasco (MDC), Tony Varona (Rescate), Justo Carrillo (Montecristi) y Aureliano Sánchez Arango (Triple A). Se trata de una suma entre la vertiente católica y los grupos de oposición originados en el autenticismo. Quienes no figuran en la coalición, al menos provisionalmente, son los elementos anti comunistas procedentes del 26 de julio. Y quienes están expresa y deliberadamente excluidos son los batistianos. Nadie quiere darle a Castro una buena excusa para desacreditar a sus adversarios con esa etiqueta.

Esta colaboración entre la CIA y la oposición pronto se traduce en un aumento considerable del terrorismo tras la aparición en Cuba de explosivos refinados como el C-3 y el C-4. Las bombas, sin embargo, casi nunca son colocadas –como sí sucedió en época Batista– en sitios públicos donde podían cobrarse vidas inocentes, aunque ciertos incendios intencionales, provocan, efectivamente, algunas muertes. Por esas fechas comienzan las transmisiones por onda corta de una emisora llamada Radio Swan y hay un ajetreo febril de conspiradores en todas las provincias y en todos los niveles del Gobierno. Voluntariamente, o alentados por la CIA, se producen varias deserciones importantes en el cuerpo diplomático, y entre éstas la más significativa es la de José Miró Cardona, quien fuera nombrado embajador en España tras su renuncia como Primer Ministro. Mientras tanto, algunos dirigentes de la Revolución, ya desafectos al castrismo, como el comandante Humberto Sorí Marín, ex ministro de Agricultura, viajan clandestinamente a Estados Unidos para reunirse con otros líderes oposicionistas con el objeto de planear una insurrección generalizada. Comienzan a entrenarse los primeros guerrilleros bajo la dirección de la CIA. Originalmente, el proyecto de Eisenhower no es invadir Cuba, sino darle a Castro la misma medicina que éste le dio a Batista. Castro, naturalmente, no permanece inmóvil. Recibe del «campo socialista» miles de toneladas de armas que distribuye entre su gente, mientras envía a unos cuantos centenares de sus soldados y oficiales de confianza a recibir formación militar en las academias del mundo comunista. Hace más de un año que creó las milicias populares, y hace pocos meses que organizó barrio por barrio los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). Los comunistas, con la ayuda de varios expertos traídos de la URSS, de Alemania y de Checoslovaquia han montado una policía política cada vez más eficiente e implacable. El método más utilizado es el de la infiltración. La inteligencia político-militar, dirigida por Ramiro Valdés con asesoría soviética, tiene, literalmente, a miles de hombres y mujeres buscando información y penetrando incesantemente a los grupos oposicionistas. Esta labor no se limita a Cuba: en el exilio –donde ya pasan de trescientos mil los desterrados–, el FBI calcula que por lo menos cinco mil informan a las autoridades cubanas. Unos lo hacen por convicciones, otros por dinero, y un tercer grupo, para proteger familiares amenazados dentro de Cuba. Muchos se convierten en agentes dobles. Las cárceles de la Isla comienzan a llenarse hasta los topes y los piquetes de fusilamiento no descansan. La lucha, ciertamente, es a muerte.

Pero donde el enfrentamiento comienza a cobrar mayor virulencia es, paradójicamente, donde la CIA y el Frente Democrático Revolucionario tienen menos influencia: en las montañas del Escambray, antiguo feudo del Directorio y del Segundo Frente, sitio en el que se va creando espontáneamente la mayor concentración guerrillera de toda la historia de Cuba: hasta tres mil hombres organizados en columnas invariablemente dirigidas por ex oficiales del ejército rebelde prestigiados en la lucha contra Batista. Pronto sus nombres son revelados por las transmisiones radiales clandestinas. Se trata del capitán Porfirio Ramírez, presidente de la Federación de Estudiantes de las Villas, del comandante Plinio Prieto, del capitán Sinesio Walsh, y de los oficiales Tomás San Gil, Osvaldo Ramírez, Julio Emilio Carretero, Rafael Gerada y Margarito Lanza (Tondike). Hay muchos más, y entre ellos alcanza una enorme notoriedad el comandante Evelio Duque, quien demuestra un liderazgo fuera de lo común que en cierto momento lo coloca a la cabeza de todos los alzados. Pero Castro no es Batista y sabe que el peor error que puede cometer un gobierno es permitir la existencia impune de una fuerza guerrillera. Así que alista a sus batallones de milicianos, prohíbe que se utilice la palabra «guerrillero» para designar a estos enemigos, y les da un nombre a las nuevas unidades militares con el que comienza por disputarles a los dos la condición de adversarios políticos: llama a los suyos Batallones de lucha contra bandidos. Lanza entonces ofensiva tras ofensiva, utilizando a decenas de miles de soldados que registran metro a metro y piedra a piedra una y otra vez el macizo montañoso, hasta localizar y destruir a los guerrilleros, fusilándolos inmediatamente, al tiempo que deporta a cualquier campesino sospechoso o indiferente al otro extremo de la Isla, a Pinar del Río, en un pueblo creado para alojar a estos nuevos «reconcentrados». El pueblo se llama Sandino. Años más tarde, cuando Raúl Castro hace el recuento de estos hechos –que en su época apenas fueron recogidos por la prensa–, revelará que la lucha duró entre 1960 y 1966, y le costó a las Fuerzas Armadas nada menos que seis mil bajas, y entre ellas las de varios oficiales de rango mayor que pelearon bravamente. Prácticamente todos los jefes guerrilleros murieron en combate o fueron fusilados. Evelio Duque fue uno de los pocos que consiguió escapar al exilio.

En el año 1960 había elecciones en Estados Unidos, y Cuba, poco a poco, se estaba convirtiendo en un issue de la campaña entre republicanos y demócratas. La prensa reportaba diariamente sobre las crecientes relaciones entre los cubanos y los soviéticos, y la sociedad norteamericana comenzaba a asustarse del cálido romance surgido entre Nikita Kruschev y Fidel Castro. Por otra parte, la CIA le comunicaba a la Casa Blanca que no iba demasiado bien la lucha subversiva contra Castro, entre otras razones, porque los alzados apenas recibían armas o pertrechos norteamericanos. La guerra del Escambray era encarnizada, pero los alzados no la estaban ganando. Los grupos clandestinos, realizaban sabotajes y distribuían propaganda, pero no eran capaces de presentar un riesgo mayor a las fuerzas de la Seguridad del Estado. Incluso, en octubre de ese año de 1960 el Gobierno de La Habana había confiscado la casi totalidad de las empresas nacionales y extranjeras de alguna entidad, y la respuesta de la ciudadanía había sido nula. Y dos razones tal vez explicaban esta aparente apatía: por una parte, la eficacia letal de la policía política, pero, por la otra, prevalecía entre los cubanos la convicción total de que Washington no podía permitir el establecimiento de una nación comunista aliada de la URSS a 140 kilómetros de su territorio. De ahí que para los cubanos anticastristas lo más sensato fuera tratar de salvar ciertos bienes muebles –dinero, joyas– y emigrar a Estados Unidos a la espera de que los marines solucionaran el problema.

Ante esa coyuntura, Eisenhower dio la orden de que se aumentaran notablemente los campos de adiestramiento de los cubanos exiliados, hasta constituir una fuerza invasora capaz de desembarcar en la Isla, tomar alguna ciudad importante, sumar a la población y derrotar al ejército de Castro en el terreno militar, dando por sentado que esa expedición contaría con cierta ayuda de Estados Unidos y el apoyo diplomático de otros pueblos. Es decir: se pasaba de un escenario en el que Castro caía del poder por las presiones internas, a otro en el que lo determinante eran los factores exteriores. Para a esos fines, resultaba conveniente, como recomendó la CIA, ampliar el arco de la oposición, extremo que se reflejó en la creación de un nuevo organismo opositor al que se llamó Consejo Revolucionario Democrático, dirigido por José Miró Cardona, el ex ministro de los primeros tiempos de la Revolución, uniéndose a ese Consejo el ingeniero Manuel Ray y su Movimiento Revolucionario del Pueblo, y, por supuesto, las organizaciones de católicos anticomunistas y los auténticos que ya figuraban en el sacrificado Frente Revolucionario Democrático. El mensaje, pues, era transparente: el Gobierno de Estados Unidos se proponía acabar con el comunismo en la Isla, pero sosteniendo el espíritu revolucionario que animó la lucha contra Batista. Y para demostrarlo ahí estaban, en el primer plano de la oposición prohijada por Washington, Miró Cardona y Manolo Ray. Y junto a ellos otras figuras también respetables de la anterior contienda: Tony Varona, Manuel Artime, José Ignacio Rasco, Alberto Müller y Aureliano Sánchez Arango. Este último, disgustado por la manera en que la CIA manejaba las actividades anticastristas, algo más adelante renunciaría al Consejo y declararía visionariamente que la expedición planeada sería un costoso error.

Playa Girón

Finalmente, las elecciones norteamericanas tuvieron lugar en diciembre de 1960 y salió electo el joven John F. Kennedy, millonario, ex senador por Massachusetts, héroe de la Segunda Guerra Mundial, premio Pulitzer por unos ensayos históricos, y ferviente anticomunista. Durante su campaña había recurrido al tema cubano para atacar la falta de decisión de Eisenhower y de Nixon, el vicepresidente y contendiente en la disputa electoral. ¿Cómo la administración republicana había permitido el establecimiento en Cuba de un estado vasallo de la URSS –se preguntaba retóricamente– ? ¿Por qué no había hecho nada por impedirlo? En realidad Kennedy sí sabía que la CIA había puesto en marcha una operación encaminada a derrocar a Castro, pero también sabía que Nixon estaba obligado a guardar silencio, de manera que podía golpearlo impunemente en los debates o en sus alocuciones políticas.

El grueso de la fuerza expedicionaria cubana, formada por exiliados, estaba acantonada en una región remota de Guatemala, donde los reclutas recibían un intenso adiestramiento. La Brigada pronto tomó como nombre el número 2506 del soldado Carlos Rodríguez Santana, accidentalmente muerto durante el entrenamiento. El jefe militar seleccionado fue José San Román, un buen oficial de carrera que, muy joven, había servido en las Fuerzas Armadas de Cuba durante el gobierno de Batista, pero terminó por sublevarse, de manera que por un breve período permaneció en el ejército rebelde tras el triunfo de la revolución. El segundo al mando era Eneido Oliva, de biografía más o menos calcada de la de San Román, quien luego en la batalla resultara un excelente militar, y con los años llegaría a ser general de las Fuerzas Armadas norteamericanas. El jefe político era Manuel Artime, la cabeza del MRR, y junto a él y en posición de gran responsabilidad, Emilio Martínez Venegas. Este último debía desembarcar en Cuba al frente de uno de los equipos de infiltración que precederían a los invasores, llevando a cabo actos de sabotaje y maniobras de distracción. Con él estaban, entre otros, Benito Clark, José Basulto, Edgar Sopo, Manuel Comellas, Carlos López Oña, Jorge Recarey, y hasta cuatro docenas de telegrafistas, expertos en demolición, inteligencia y el resto de los menesteres propios de esas actividades paramilitares. En una operación independiente, ya se habían infiltrado en Cuba Alberto Müller y Juan Manuel Salvat para preparar un alzamiento en Sierra Maestra, mientras el médico Lino Fernández intentaba un esfuerzo similar en las montañas del Escambray. La moral de los brigadistas era bastante alta. Estaban seguros de que ganarían la batalla final contra el castrismo.

Cuando John F. Kennedy llegó a la Casa Blanca, a fines de enero de 1961, uno de los mayores y más endiablados problemas de cuantos le esperaban era el «asunto cubano». Cerca de un millar de hombres –llegarían a ser 1 400– aguardaban prácticamente listos para ser lanzados en Cuba, pero la operación no estaba exenta riesgos. Casi semanalmente el Kremlin hacía ominosas advertencias sobre las represalias que podían esperarle a quien atacara a Cuba, y además, desde la perspectiva del flamante presidente no era una buena señal para el mundo inaugurar su mandato con un conflicto bélico en el que Estados Unidos aparecía como el agresor. Por otra parte, a esas alturas resultaba imposible desmantelar los campamentos de Guatemala y poner fin a la operación de la CIA sin exponerse a un mayúsculo escándalo doméstico que se resumía en esta probable acusación: «Así que el anticomunista que criticaba a Eisenhower y a Nixon por su aparente pasividad en el caso cubano, lo primero que hace al llegar a la Casa Blanca es ahogar la estrategia republicana contra Castro.»

Puesto en esa disyuntiva, y con el ánimo de quedar bien con los dos aspectos conflictivos de la situación, Kennedy toma la peor de las decisiones: le daría luz verde a la expedición, pero sin involucrar directamente a las Fuerzas Armadas norteamericanas, y sin que fuera demasiado evidente la relación de Washington con los invasores. Se dedica, pues, a borrar sus huellas en la medida de lo posible y a tratar de reducir las dimensiones de la conflagración bélica. Primero, para bajar el «ruido» internacional cambia el sitio del desembarco. Ya no sería cerca de Trinidad, con las montañas a las espaldas, una ciudad de regular tamaño y bien ganada fama de anticastrista que hubiera podido sumarse masivamente a los expedicionarios, sino elige otro punto a bastantes kilómetros de ese sitio, en una casi deshabitada zona de la costa sur, flanqueada por una ciénaga inhóspita, conocida de dos maneras diferentes: Girón y Bahía de Cochinos. Segundo, aprueba que las tropas sean trasladadas en lentos y pesados barcos de carga, desarmados y sin una debida protección, de manera que tuvieran la apariencia amateur de una operación montada enteramente por exiliados. Tercero, reduce el número de incursiones aéreas, sin tomar en cuenta el volumen de fuego de los aviones bombarderos, limitación que dejará en pie a las tres cuartas partes de la aviación de Castro. Kennedy le teme a la alharaca de sus adversarios y sabe que, finalmente, Estados Unidos, bajo su dirección, está haciendo algo para lo que no está legitimado por los acuerdos internacionales. No tiene un mandato de Naciones Unidas y ni siquiera ha buscado el apoyo la Organización de Estados Americanos. Sueña, pues, con que mágicamente los invasores, en una operación rápida e indolora, van a derrotar a Castro sin necesidad de una intervención de Estados Unidos. La CIA, que no está de acuerdo con los cambios de planes ni con el encogimiento de la capacidad militar de la Brigada, tampoco presenta grandes objeciones al Presidente. Sin decirlo, los jefes de la operación acaso no descartan que la Casa Blanca, forzada por los hechos, acabaría por ordenar el envío de soldados norteamericanos. Pero es el optimismo lo que prima: abrigan la fantasía de que, tras el desembarco de los expedicionarios, la moral de los comunistas se desmoronará y las tropas se sumarán al adversario. Algo así había sucedido en Guatemala, ¿no?

El 15 de abril, escasos y esporádicos, se iniciaron los bombardeos sobre los aeródromos militares, y el 17 comenzaron a desembarcar los primeros expedicionarios y a ser lanzados los paracaidistas tras las líneas enemigas, dirigidos por Alejandro del Valle. Curiosamente, los equipos de infiltrados que debían colaborar con la invasión no fueron avisados. El grueso de la expedición llegó en varios lentos y antiguos barcos mercantes que muy pronto se convertirían en blancos perfectos para los T-33 y los Sea Fury del Gobierno cubano. Otra fuerza más pequeña, con algo más de un centenar de hombres, bajo el mando del capitán Nino Díaz, se aproximó a las playas de Oriente, en la otra punta de Cuba, con el propósito de distraer al ejército, pero no encontró las condiciones adecuadas y se abstuvo de desembarcar. El arribo de los expedicionarios a Playa Girón fue precedido por un equipo de hombres-rana, por Eduardo Zayas-Bazán, e inmediatamente comenzó el combate. Contrariamente a lo que señalaba la inteligencia militar, sí había guardias apostados en aquella zona, de manera que a los pocos minutos de iniciado el desembarco ya Castro tenía conocimiento de que, al fin, la anunciada y esperadísima invasión había tocado tierra cubana. En ese momento su instinto le señaló que no podía permitir que sus enemigos consolidaran una cabeza de playa, pues el próximo paso acaso sería instalar un gobierno provisional, buscar el reconocimiento de varios países latinoamericanos y legitimar así una intervención colectiva. Había, pues, que atacarlos sin cuartel hasta destruirlos, propósito que logró en sólo tres días de combates furiosos, lanzando miles de milicianos y soldados sobre los expedicionarios. Tras el hundimiento o la fuga de los barcos de transporte los invasores, aunque habían peleado con valor y eficacia, haciéndole al enemigo cinco bajas por cada una de las que ellos sufrieron, se habían quedado sin municiones, sin defensas contra la incesante artillería del Gobierno o contra los ataques de la aviación, y tuvieron que rendirse en masa para no ser totalmente aniquilados. Sólo unos pocos lograron escapar, pero no siempre con suerte. En un bote que quedó a la deriva durante muchos días varios expedicionarios murieron de hambre y de sed, entre ellos Alejandro del Valle, Raúl Menocal y José García Montes, como luego contaran los horrorizados sobrevivientes Raúl Muxó y Julio Pestonit. No obstante, al contrario de lo que solía ocurrir en el Escambray, se respetó la vida quienes se entregaron. Pero al menos en un caso los captores actuaron despiadadamente: cuando encerraron a un número elevado de prisioneros en un camión hermético para su traslado a La Habana. Al abrir las puertas encontraron nueve expedicionarios muertos por asfixia y otras dos docenas a punto de perecer. Eran más de cien hombres apiñados en una hermética caja de metal bajo el inclemente sol del Trópico, recuerda Amado Gayol, uno de los supervivientes. El responsable de esta criminal negligencia parece haber sido Osmany Cienfuegos, el hermano de Camilo, y el único caso que se conoce de un oficial del ejército rebelde que se inventó unos galones de capitán de Sierra Maestra sin haberse movido jamás de su cómodo exilio mexicano durante la dictadura de Batista. Tal vez creyó que la crueldad en el trato a los prisioneros compensaba su inexistente pasado insurreccional.

Súbitamente, Camelot, como le gustaba a Kennedy que llamaran a su ilusionada Administración, se convirtió en Serendip, el tragicómico reino en el que todo sucedía al revés de lo previsto. Kennedy había conseguido exactamente lo contrario de lo que se propuso: el mundo entero, ante las pruebas más contundentes, ahora lo acusaba de haber lanzado una operación militar contra un país con el que no estaba formalmente en guerra, y la invasión, además, había fracasado. Y si el presidente americano antes no había sabido qué hacer con el millar largo de reclutas apostados en Guatemala, ahora tendría que afrontar la enorme vergüenza de, por su culpa, por su impericia, por sus indecisiones y, sobre todo, por su total desconocimiento de quién era Castro, esos hombres ahora estaban presos en las cárceles cubanas y unos ciento cincuenta habían perecido en una absurda batalla. Situación que se le hacía terriblemente incómoda, dado que afectaba directamente a exiliados interlocutores de la CIA y de la propia Casa Blanca, pero entre los prisioneros estaban los hijos y familiares cercanos de dirigentes civiles del Consejo Revolucionario Cubano, y de políticos y empresarios muy notables de Cuba: José Miró Torras, Carlitos Varona, José Andreu, Juan y Jorge Suárez Rivas, Rafael Montalvo, Waldo Castroverde, Enrique Llaca, Jorge Alonso, Ernesto Freyre, Julio Mestre, Alfredo Durán, Jorge y Julio Tarafa y otra decena de personas muy conocidas y respetadas entre la comunidad de exiliados.

Para Castro, al contrario, el episodio de Playa Girón significaba el más sensacional triunfo de su vida política. Esta victoria le había dado la oportunidad de plantear clara y desembozadamente la militancia comunista de la Revolución. Lo hizo el día 15 de abril. cuando comenzaron los bombardeos, quemando todas las naves ideológicas, obligando a la sociedad a definirse y a los soviéticos a comprometerse a fondo. Pero todavía había otras ventajas políticas de mucho más calado: la fallida invasión le dio la coartada perfecta para que la policía política detuviera sin contemplaciones a decenas de millares de opositores reales o potenciales, que fueron hacinados en estadios deportivos y edificios públicos custodiados por el ejército, quebrándoles el espinazo a prácticamente todas las organizaciones anticastristas que existían en el país. Y una vez apresados e identificados los prisioneros, algunos de los mayores de la oposición fueron fusilados sumariamente. Así murieron, entre otros, el ex comandante del ejército rebelde Humberto Sorí Marín, Rogelio González Corso, Antonino Díaz Pou, y dirigentes del Directorio Virgilio Campanería y Alberto Tapia Ruano. Dureza que no constituyó un caso excepcional, sino que fue la norma durante los días de la invasión: en las cárceles políticas fueron colocadas cargas de dinamita y los guardianes recibieron la orden de asesinar a todos los presos en caso de que los expedicionarios, efectivamente, consolidaran sus posiciones. Asimismo, todas las embajadas extranjeras, en las que unos cuantos centenares de opositores habían recibido asilo, permanecían rodeadas por el ejército, y se sabía que los soldados estaban preparados para el asalto de los recintos diplomáticos. Si la invasión hubiera triunfado, o si el régimen se hubiera visto en peligro de que tal cosa sucediera, miles de cabezas habrían rodado antes de llegar al desenlace, recuerda Aldo Messulan. Si Castro perdía el poder, su final hubiera llegado en medio de un estruendo wagneriano. Él lo decía constantemente: no estaban frente al guatemalteco Árbenz.

Pero ganó. A fines de abril, disipado el humo de la batalla, Castro tenía razones para sentirse feliz y seguro. Casi toda la oposición estaba descabezada, sus líderes presos o muertos, las guerrillas que resistían en el Escambray eran cada vez más débiles, y el gobierno de Kennedy, a cuya cuenta había ido a parar el fracaso, se había quedado sin fórmulas para intentar derrocarlo. Todavía sostenido por la CIA, pero desorientado y sin funciones, aún se mantenía en Miami el Consejo presidido por un Miró Cardona y por un Tony Varona atribulados por la derrota y la prisión de sus hijos, coléricos por la traición de que habían sido objeto, pero, aunque nadie lo admitía, era evidente que la fase guatemalteca ya se había agotado frente a la realidad política cubana. Si Estados Unidos insistía en derribar al Gobierno cubano, tendría que hacerlo con sus propias tropas. Al mismo tiempo, Moscú había tomado buena nota del desarrollo de los hechos. La imagen de Castro había adquirido una colosal dimensión en todas partes, pero muy especialmente en la URSS, donde aparecía como el líder, ya comunista declarado, que le había infligido una derrota humillante a Estados Unidos. El Kremlin, por primera vez en su historia, podía contar en América Latina con un aliado fiable y peleador que no se dejaba arredrar por Estados Unidos, y daba la impresión de que el presidente norteamericano era un tipo blando e irresoluto relativamente fácil de intimidar. Este dato era importante, pues Estados Unidos, como consecuencia de la Guerra Fría, y para evitar la paridad nuclear, desarrollaba la estrategia de rodear a la URSS de bases militares desde las que se apuntaba a Moscú con aviones y misiles atómicos, como los colocados en Turquía, y podía ser una magnífica idea reproducir en Cuba el mismo esquema, de manera que los norteamericanos comenzaran a vivir con la cuchilla colocada a dos centímetros de la yugular, exactamente igual a como les ocurría a los ciudadanos soviéticos. Algo de esto, incluso, les habían susurrado los cubanos en otro momento a los soviéticos, pero justificándolo desde un ángulo diferente: si Estados Unidos sabía que en Cuba había armas nucleares capaces de destruir a la nación americana, o, por lo menos de causarle un daño extremo, se abstendría de intentar el derrocamiento del gobierno de Castro. Nadie juega con fuego. Especialmente con fuego nuclear.

Tras el fiasco de Bahía de Cochinos, como le llamó la prensa norteamericana a este incidente, Kennedy se enfrentaba a dos problemas diferentes con relación a Cuba. Uno, de carácter moral humanitario: cómo rescatar a los 1 400 hombres presos y sentenciados en las cárceles cubanas. El otro, de orden estratégico: era evidente que, estimulados por el fracaso de la invasión, los soviéticos aceleraban sus lazos militares y políticos con Cuba, algo que ponía muy nerviosos a los analistas del Pentágono. Al primer asunto pronto, afortunadamente, comenzó a encontrarle una solución: Castro estaba dispuesto a amnistiarlos y devolverlos a Estados Unidos mediante una copiosa compensación en tractores, medicinas y alimentos. No era exactamente un gesto de bondad, sino una calculada medida política para humillar a sus adversarios yanquis y cubanos con una operación en la que los soldados derrotados, como si fueran cosas, eran canjeados por potes de compota o cajas de penicilina. Castro pensaba, además, que mantener a esos soldados presos en las cárceles cubanas era alimentar la obligación y los compromisos de Estados Unidos con la oposición, así que le pareció mucho más rentable, a su debido tiempo, reembarcarlos rumbo a Miami, adonde irían a rumiar sus frustraciones, y en donde muy difícilmente intentarían repetir la aventura. Las delicadas operaciones para efectuar el canje fueron juiciosa y trabajosamente llevadas a cabo por algunos de los familiares de los prisioneros, llegaron a buen fin hasta muchos meses después, cuando a Castro le pareció oportuno.

De la crisis de los misiles a la muerte de Kennedy

El segundo problema –la creciente presencia soviética en la Isla– ahora tenía que ser abordado por Kennedy de forma diferente. Ya no se podía insistir en invasiones de exiliados o en la reorganización de la lucha clandestina en Cuba. Esos escenarios habían definitivamente liquidados con Bahía de Cochinos. Si se persistía en la idea de derribar a Castro –algo que se convirtió en una obsesión para los hermanos Kennedy, puesto que Bobby, el Fiscal General también la había hecho suya– la única opción disponible, llena de riesgos y muy costosa, era lanzar directamente al combate a las Fuerzas Armadas norteamericanas. Habría, naturalmente, cubanos anticastristas en esa invasión, pero actuarían como parte de las tropas norteamericanas, plan que le comunicó la CIA a los dirigentes del Consejo Revolucionario Democrático en el verano de 1962. Por esas fechas, un alto oficial de ese organismo viajó a Miami y mantuvo conversaciones secretas con Miró Cardona y con Tony Varona: la Casa Blanca estudiaba la posibilidad de invadir Cuba, y, ante esa contingencia, era indispensable sondear la viabilidad de reclutar jóvenes exiliados que desembarcarían junto a las tropas norteamericanas. Esta vez no habría traición. Estados Unidos jamás abandona a sus hombres en medio de la batalla. Pero mientras eso ocurría en Estados Unidos, algunos cubanos recién llegados al exilio aportaban pruebas y testimonios que describían una presencia rusa en Cuba bastante mayor que la detectada por la inteligencia norteamericana hasta ese momento. En efecto: cuarenta mil soldados y técnicos soviéticos trabajaban febrilmente en el fortalecimiento de las defensas de Castro, iniciando la construcción de bases militares con rampas de lanzamiento capaces de disparar enormes misiles nucleares contra Estados Unidos. Era, pues, como dos trenes en marcha que recorrían el mismo camino pero en direcciones opuestas. En algún momento se produciría la inevitable colisión.

Ocurrió en octubre de 1962. En los primeros días de ese mes los servicios de espionaje aéreo colocaban sobre la mesa de Kennedy las pruebas irrefutables de que se preparaba el emplazamiento de cohetes nucleares capaces de destruir a Estados Unidos tras pocos minutos de vuelo. Ante esta evidencia, Kennedy dio la orden de poner en alerta a las Fuerzas Armadas norteamericanas y acelerar inmediatamente el reclutamiento de exiliados en unas llamadas Unidades Cubanas que enseguida comenzaron a reclutarse en Miami para ser enviadas a Fort Knox en el estado de Kentucky. La opción más probable consistía en ordenar la destrucción preventiva de las instalaciones militares en la Isla y el inmediato desembarco de las tropas norteamericanas. La tensión aumentaba por horas y los incidentes se multiplicaban. A los pocos centenares de cubanos ya situados en el campamento de Kentucky, como recuerda José de la Hoz, los llevaron inmediatamente al campo de tiro para enseñarlos a disparar, y el capellán les preguntó quiénes eran católicos y querían confesarse, pues no deberían tardar en entrar en acción. En la Isla todo el ejército cubano estaba también en zafarrancho de combate. Castro no admitía el derecho de aviones espía a volar sobre su territorio, y en medio de la crisis uno de ellos, un U-2, fue derribado por un cohete aparentemente lanzado desde una base controlada por los soviéticos. La guerra parecía inminente e inevitable ante la alternativa planteada por la Casa Blanca: o los rusos retiraban los misiles de Cuba o se produciría el enfrentamiento militar. Cuba fue bloqueada por la marina norteamericana. Castro, siempre belicoso e indomable, le sugirió a Kruschev que no cediera. En un telegrama cifrado, uno de los textos más irresponsables de la historia, le pidió que atacara primero a Estados Unidos, sin importarle lo que pudiera ocurrir con Cuba, pues los patriotas cubanos estaban dispuestos a morir por la digna causa del socialismo. En el último minuto Kruschev dio la orden de retirar los misiles. La Tercera Guerra mundial no estallaría por su culpa. Y hubiera estallado, porque lo que entonces no sabían los norteamericanos, primero, que ya había algunos misiles listos para ser disparados; y, segundo, y mucho más escalofriante, que en ese momento existían en Cuba armas nucleares tácticas en manos de los rusos que podían ser utilizadas a discreción por los oficiales de unidades menores. Si las tropas norteamericanas hubieran desembarcado en Cuba, un simple coronel de infantería de las fuerzas soviéticas apostadas en la Isla hubiera podido dar la orden de atacarlas con estas «pequeñas» armas atómicas –capaces de borrar del mapa a un regimiento en un segundo–, que con toda probabilidad hubiera desencadenado una respuesta nuclear total contra la URSS.

La Crisis de los Misiles –como la bautizó la prensa– se saldó con una victoria política para Kennedy, que había demostrado una firmeza hasta entonces nunca vista, y con un Kruschev derrotado que recibió, sin embargo, un secreto premio de consolación concedido para tranquilizar a los militares soviéticos humillados por el incidente: Estados Unidos decidió sacar de Turquía los «obsoletos» misiles Júpiter que apuntaban hacia Rusia desde una base de la OTAN. Ése fue el quid pro quo pactado con Moscú. Castro, no obstante, se sintió profundamente humillado porque el acuerdo Kennedy–Kruschev había sido negociado a sus espaldas, aunque él también obtuvo una notable ventaja del arreglo: Estados Unidos se compromteió a no invadir Cuba, siempre y cuando la URSS se abstuviera de utilizar la Isla para colocar armas ofensivas que pusieran en peligro la seguridad norteamericana. Es decir, Castro había logrado con la retirada de los misiles el mismo objetivo que había propuesto cuando pidió que los instalaran: impedir una invasión norteamericana. En diciembre de ese mismo año, a las pocas semanas de haberse zanjado la más peligrosa disputa de la historia, casi todos los prisioneros de Bahía de Cochinos eran amnistiados y aterrizaban finalmente en Estados Unidos. Así Castro liberaba a Kennedy de un compromiso del que el mandatario norteamericano sólo podía evadirse destruyendo al Gobierno que los mantenía en la cárcel. Era una jugada inteligente de Castro y en el momento correcto. Los invasores estuvieron en la cárcel menos de dos años. Sólo unos pocos no fueron excarcelados. El Gobierno les cobró algunas cuentas políticas pendientes.

Pero Kennedy no era un estadista frío, sino un hombre bastante más visceral y emotivo de lo que percibía la opinión pública. Tan pronto los ex prisioneros de la Brigada 2506 arribaron a Miami, el presidente participó en un acto público junto a Jackie, su mujer, y recibió de manos de los jefes de la Brigada una bandera cubana, prometiendo que algún día la devolvería en una Cuba liberada del comunismo. Y no lo decía de una manera ritual para halagar a los cubanos, sino porque continuaba decidido a terminar con la dictadura cubana, aunque se hubiera visto obligado a descartar cualquier proyecto de invasión directa. ¿Cómo lograr ese objetivo? Una medida que enseguida autorizó fue la creación de comandos exiliados cubanos que se infiltrarían en Cuba, recabarían inteligencia y atacarían objetivos del Gobierno para mantener viva la llama de la esperanza. Los comandos aparentarían ser independientes, mas estarían alimentados por la CIA. Pero la más importante de todas las medidas debía permanecer en secreto: el asesinato de Fidel Castro. Era un acto tremendamente audaz, pero parecía ser el camino más directo para terminar con el comunismo, puesto que todos los expertos coincidían en que la cubana era una tiranía personal, pendiente de la autoridad casi ilimitada del Máximo Líder. Muerto Castro, el pronóstico era que la Revolución colapsaría al poco tiempo. ¿Y quién podía ponerle el cascabel a ese gato montaraz y arañador? La respuesta que se dio Kennedy no fue la más inteligente ni resultaba moralmente aceptable proviniendo del líder democrático de un Estado de Derecho: la mafia. La mafia que era perseguida en Estados Unidos por cometer crímenes horrendos, iba a ser discretamente requerida para que en Cuba le prestara un servicio sangriento a la nación americana. Era un total despropósito, pero ni siquiera se trataba de la primera vez que tal cosa ocurría: durante la Segunda Guerra mundial el Gobierno norteamericano le había pedido a Lucky Luciano cierta cooperación para ayudar al desembarco aliado en Sicilia. Seguramente alguien recordó el precedente cuando Bobby Kennedy comenzó a moverse en esa peligrosísima dirección.

Sólo que en ese pacto con la mafia tal vez esté la raíz del asesinato del propio presidente Kennedy. Como se sabe, en noviembre de 1963 Kennedy fue abatido por un francotirador llamado Lee Harvey Oswald, miembro del Comité pro justo trato para Cuba, una organización de simpatizantes castristas fundada a principios de la década ante la presencia del propio Che Guevara, a la sazón de visita en Estados Unidos. Oswald, que parece haber sufrido serios desajustes mentales, había vivido en la URSS, adonde dijo trasladarse por afinidad ideológica, se había casado con una rusa, pocos días antes de la muerte de Kennedy había estado en la embajada cubana en México, y, finalmente, frente a docenas de periodistas y fotógrafos, cuando era trasladado de prisión, un conocido hampón, Jack Ruby, lo asesinó.

¿Qué fue lo que realmente sucedió? Hay mil hipótesis y el expediente todavía está abierto. Sin embargo, el presidente Johnson, sucesor de Kennedy, según sus colaboradores más íntimos, vivió y murió convencido de que las manos de Castro y de la mafia, combinadas, eran responsables de este crimen. ¿De qué manera? El famoso periodista Jack Anderson, el columnista «sindicado» de más difusión en el país, llevó a cabo una investigación que luego transmitió por la televisión norteamericana reconstruyendo los hechos de la siguiente forma: Fidel Castro descubre que la mafia planea ejecutarlo por instrucciones de Kennedy y, muy dentro de su psicología ojo por ojo y diente por diente, decide responderle al presidente en el mismo terreno: para eso cuenta con un extraño sicópata llamado Oswald entre sus simpatizantes fichados. A la mafia, por su parte, la amenaza convincentemente: los servicios secretos cubanos pueden comenzar a matar mafiosos impunemente, y sin la menor posibilidad de que se les devuelva el golpe, porque los pandilleros norteamericanos ni siquiera saben a quiénes tienen que enfrentarse. Ellos, los mafiosos, están preparados para pelear contra otras bandas, o para matar a ciertas personas mediante «contratos», pero no pueden luchar contra enemigos sin rostro que poseen mejores armas, están mejor entrenados y cuentan con un santuario al cual escapar si corren peligro. Al FBI, sujeto en una maraña legal, le es muy difícil derrotar a la mafia, pero para la Dirección de Inteligencia de Cuba es relativamente fácil. ¿Y qué tendría que hacer la mafia para quitarse de encima esa amenaza? Matar a Oswald y eliminar con ello las huellas de La Habana en el asesinato de Kennedy.

¿Es cierta esta teoría? Quién sabe. Por lo menos tiene una estructura lógica. Pocos días antes de la muerte de Kennedy, Castro, de visita en la residencia del embajador brasilero en La Habana, declaró, enigmáticamente, que las armas que hoy le apuntaban a él, mañana podían volverse contra quien las pagaba. Era la teoría de Johnson y la de Anderson, pero hay otras en las que los villanos son exiliados cubanos o agentes de la CIA o magnates del petróleo o todos juntos y revueltos. Sin embargo, esta teoría contiene, por lo menos, cuatro datos incontrovertibles: lo único que sabemos con toda certeza es que Oswald mató a Kennedy, que estaba en contacto con los agentes de Castro, que Ruby mató a Oswald, y que Ruby no era un idealista trastornado por delirios ideológicos, sino un tipo mafioso que regentaba un cabaret de mala muerte. Y si la teoría es cierta, ¿por qué Robert Kennedy, que siguió siendo por un tiempo Fiscal General de la nación no la exploró hasta el final? Porque hubiera hecho pública su bochornosa y delictiva complicidad con la mafia en el intento de asesinato de un jefe de Gobierno, por muy comunista y enemigo de Estados Unidos que fuera, y tal vez ése hubiera sido el fin de su carrera política, el comienzo de un grave pleito de carácter penal y una clara deshonra para su hermano muerto.

Pero da igual si los perros son galgos o podencos. Lo cierto que con la muerte de Kennedy el derrocamiento de Castro dejó ser una obsesión de la Casa Blanca, y poco a poco se fueron extinguiendo las medidas activas encaminadas a tratar de destruir la dictadura cubana. A partir de los balazos de Dallas, el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, que no se sentía personalmente humillado por Bahía de Cochinos, ni padecía una especial aversión a Castro, ni contaba con amistades entre los exiliados, orilló la «cuestión cubana» y empezó a combatir tenazmente a su propio enemigo vietnamita. Por otra parte, reconocer la vinculación de Castro con la muerte de Kennedy, dada la indignación que esto hubiera provocado a la sociedad norteamericana, ineludiblemente implicaba invadir a Cuba y arriesgarse a una guerra con la URSS, algo que atemorizaba a Johnson, como se desprende de sus conversaciones con el senador Richard Rusell y de las confidencias que le hiciera a Joseph Califano, su secretario de Salud, Educación y Bienestar Público, luego reveladas por el veterano periodista Henry Raymont. Lo más prudente, pues, acaso era enterrar cuanto antes el asesinato de Kennedy –para lo cual se creó la escasamente creída Comisión Warren– y aprender a convivir con un Fidel Castro al que resultaba muy difícil o peligroso tratar de desalojar del poder.

Quedaron, eso sí, como reliquias de la etapa anterior, y como consecuencias de la Guerra Fría, una «política cubana» basada en el sostenimiento de tres objetivos de largo alcance inscritos dentro de la estrategia general de contención del comunismo: el mantenimiento de presiones económicas (embargo), aislamiento político y diplomático de Cuba, y propaganda e información constantes sobre la realidad de la Isla. Pero ya nadie volvió a pensar en invasiones o en esfuerzos subversivos serios. El tiempo, suponían resignados, se encargaría de resolver lo que los políticos norteamericanos y los cubanos anticastristas no fueron capaces de solucionar. Desaparecido Kennedy, no había más peligros importantes en el feliz horizonte de un Castro al que se le había despejado su sendero hacia la gloria.