LA INSURRECCIÓN
Por parecidas razones, el derrocamiento de Prío fue percibido con temor por la embajada de Estados Unidos y por el aparato obrero, mientras los camaradas del marxista Partido Socialista Popular lo vieron con cierta ilusión: todos pensaron que con Batista, aunque fuera como comparsa, regresaban los comunistas al poder, como había sucedido en su primer gobierno. Pero no fue así. Hombre realista y pragmático, repelente a cualquier vestigio de subordinación a los principios, Batista había tomado nota de la existencia de la Guerra Fría –caliente entonces en Corea, por cierto–, y se apresuró a asegurarle al Departamento de Estado su absoluto compromiso en la lucha contra Moscú y contra sus vasallos del PC cubano. Algo realmente inexacto, pues los comunistas cubanos, víctimas de cierta mentalidad cipaya, vivían pendientes del Partido Comunista de Estados Unidos, convencidos de que la revolución bolchevique no podía llegar a la Isla hasta que previamente el proletariado del gran vecino del norte rompiera las cadenas. A esa tesis, que era una especie de plattismo de izquierda, se le llamaba browderismo, pues la relacionaban con el líder comunista norteamericano llamado Earl Browder.
Tras darle garantías a Washington de que su gobierno sería tan anticomunista como el de Prío –que tres días antes del golpe había firmado un convenio con Estados Unidos para coordinar la estrategia antisoviética–, algo que muy pronto demostraría al permitir que algunos de los aviones que bombardearían la Guatemala de Árbenz despegaran desde Cuba, y tras pactar con los líderes sindicales que no serían perseguidos ni las conquistas laborales anuladas, Batista se apresuró a dejar abierta la puerta de una evolución política de su régimen y propuso elecciones en 18 meses. Esta hábil maniobra inmediatamente dividió a la oposición –todo el arco político del país– en dos tendencias que se mantendrían a lo largo de los próximos siete años: los electoralistas y los insurrecionalistas. Había electoralistas en todos los partidos, y en todos había insurreccionalistas, de manera que comenzó una agria división en las formaciones políticas antibatistianas, con las consabidas acusaciones entre los «traidores» que se atrevían a negociar con el tirano, y los «irresponsables» que estaban dispuestos a llevar al país a una cruenta revolución sin ponderar las consecuencias. Esta disputa, sin embargo, no parecía afectar al grueso de una ciudadanía más bien apática que cuando miraba al entorno americano no veía un panorama muy distinto: prácticamente toda Centroamérica vivía bajo el control de los espadones. En Venezuela mandaba Pérez Jiménez; en Colombia, Rojas Pinillas; en República Dominicana continuaba el sanguinario Trujillo. En los años cincuenta parecía que la democracia no se había concebido para que la disfrutaran los desdichados pueblos latinoamericanos.
Es curioso leer los papeles de Batista tras su golpe militar. Él y su cúpula habían suspendido la Constitución del 40, sustituyéndola por unos Estatutos en los que se reclamaba la filiación histórica mambisa de lo que, en algunos momentos, también llamaban «revolución». La Revolución del 10 de marzo de 1952 se había hecho para continuar los ideales de la lucha de los mambises y de la revolución de 1933, para poner fin al gangsterismo y a la corrupción, y para establecer un régimen de justicia social. Hablaban de reforma agraria, de fabricar miles de casas para los pobres. Prometían más playas públicas y una profunda transformación educativa. Incluso, se aumentaron ciertos salarios, comenzando, naturalmente, por los de los militares, al tiempo que Marta Fernández, la segunda esposa del dictador, una señora alta y elegante, intentaba parecerse a Evita Perón entregando miles de regalos y bolsas de comida a familias pobres.
Mientras los electoralistas, en medio de las mayores disputas, ensayaban forjar alianzas y reinscribir sus partidos, disueltos por decreto, para tratar de derrotar a Batista en las urnas, los insurreccionalistas se preparaban secretamente para dar la batalla armada. Y el primer intento concreto lo lleva a cabo un abogado amante de la filosofía, Rafael García Bárcena, profesor de la Escuela Superior de Guerra, quien logra agrupar en su entorno a unos cuantos jóvenes valiosos que luego reaparecerían junto a Fidel: entre otros, Frank País, Manolo Fernández, Carlos Varona Duquestrada, Faustino Pérez, Armando Hart y Mario Llerena. Castro no está entre ellos, aunque se le ha propuesto conspirar con el grupo. Pero ha sido invitado como un colaborador más, no como el líder, y él está seguro de que su momento ha llegado al fin. Declina, pues, la invitación y continúa con sus planes personales.
El golpe de García Bárcena –a quien amigos y enemigos le imputaban veleidades autoritarias que bordeaban el fascismo– es de una pasmosa ingenuidad: él y un grupo de sus seguidores se presentan con las banderas desplegadas en el cuartel de Columbia, el mayor del país, donde, aparentemente, había algunos oficiales complotados, a tratar de convencer a la oficialidad de que hiciera con Batista lo que éste había hecho con Prío. Y el resultado fue el prever: los fallidos golpistas fueron apresados, y algunos de ellos, como el propio García Bárcena, sufrieron atroces torturas. El Movimiento Nacional Revolucionario –así llamaron a la organización– sellaba su fracaso con setenta detenidos, doce de ellos luego condenados a un año de cárcel, mientras su jefe recibía como sentencia el doble de tiempo. Esto ocurría el 27 de abril de 1953, al año largo del golpe de Batista, y ya había síntomas de que la oposición comenzaba a recuperarse. En Montreal, Canadá, auténticos y ortodoxos, representados por Carlos Prío y por Emilio Millo Ochoa respectivamente, deponían sus diferencias y el 24 de mayo firmaban un pacto para coordinar sus fuerzas.
A Fidel Castro no le satisfizo ese acuerdo y lo denunció. El pretexto era que no había incluido a los comunistas. La verdad es que él llevaba cierto tiempo preparando a un grupo de seguidores para intentar derribar a Batista por medio de un levantamiento armado, y no le convenía que se consolidase un polo oposicionista en el que no se tuviera en cuenta a su incipiente y todavía borrosa organización. Oficialmente continuaba siendo miembro del Partido Ortodoxo, y el noventa por ciento de los jóvenes que había reclutado también lo era, pero su objetivo secreto consistía apoderarse de la militancia juvenil ortodoxa, entonces bajo la influencia de un honesto periodista llamado Mario Rivadulla, y poner tienda aparte, muy alejado de una cúpula chibasista que no lo apreciaba demasiado. Intuitivamente, Fidel Castro se daba cuenta de que él era la única figura del Partido Ortodoxo con la audacia que se requería para articular una insurrección armada, y no pensaba compartir su liderazgo con políticos menos dotados para la violencia revolucionaria.
En efecto, ya en enero de 1953, la víspera de la conmemoración del nacimiento de José Martí, de quien Castro, como casi todos los cubanos, incluidos los batistianos, se declaraba devoto seguidor, había hecho desfilar en La Habana a unas cuantas decenas de jóvenes con antorchas, en un decorado típicamente fascista, lo que no le impidió proclamar que integraban la Generación del Centenario, en alusión a los cien años del natalicio de Martí. ¿Quiénes son estos jóvenes? Fundamentalmente, miembros idealistas de la sección juvenil de la ortodoxia, generalmente de los estratos económicos medios y bajos del partido, a quienes ha atraído con la promesa de que pronto entrarán en combate. Entre ellos hay un líder juvenil obrero que da sus primeros pasos. Su nombre es Mario Chanes de Armas, y décadas más tarde pasaría a la historia no por su participación en el ataque al Moncada, ni por haber acompañado a Fidel en el desembarco del Granma –acciones revolucionarias en las que participó–, sino por haber sido el preso político latinoamericano (del castrismo, naturalmente) que más tiempo ha pasado en la cárcel: treinta años de cautiverio que no le bastaron para averiguar por qué su ex amigo se ensañó con él de una manera tan cruel. En cualquier caso, son insurreccionalistas, y entre ellos no hay más vínculo ideológico que el culto por Martí –cuya obra leen y discuten en grupo–, cierto radicalismo difuso y simplificador en el análisis de los problemas sociales, y la convicción de que a Batista hay que sacarlo del poder por la fuerza. Para comenzar la labor de adiestramiento militar recurren a un manual curioso: el que José Antonio Primo de Rivera utilizara para formar las milicias falangistas españolas. A nadie parece repugnarle el detalle.
El proyecto insurreccional que Castro ha maquinado es simple y posee algún antecedente histórico: se trata de atacar un par de grandes cuarteles, dominarlos, entregarle las armas al pueblo, convocar a un levantamiento general y conminar al Gobierno a la rendición sin condiciones. Algo así había intentado en los años treinta el revolucionario Antonio Tony Guiteras con el cuartel de San Luis, Oriente, pero con escaso éxito. En ese punto, tomados los cuarteles, se crearía un gobierno provisional, se restauraría la Constitución de 1940, grito de batalla de toda la oposición, y se celebrarían las elecciones que Batista había impedido con su asalto a las instituciones de la República. Si tenía éxito, Castro pensaba que una acción de esa naturaleza lo catapultaría a los primeros puestos del panorama político, aunque no se le ocultaba que su corta edad –apenas 27 años– le impediría hacerse cargo de la presidencia del país, pues la mentada Constitución exigía un mínimo de 35 para ocupar la primera magistratura. Pero de este plan precipitado y con poquísimas posibilidades de triunfar, lo que sí valía la pena destacar era un rasgo que va a estar presente en todas las grandes decisiones que Castro tomará a lo largo de su vida: llevar a cabo acciones arriesgadas contando con reacciones posteriores y factores sobre los que él no tendrá el menor control, confiando por encima de todo en su buena estrella y en su capacidad de improvisación. Castro va a fracasar en todo lo que planea y tendrá éxito en todo lo que improvisa. Ése parece el sino de su vida. En el improbable caso de que hubiese conseguido tomar los cuarteles, ¿qué le hacía pensar que los cubanos iban a secundarlo e iniciarían una revolución generalizada, cuando lo que se había observado durante el golde de Batista era que la sociedad veía con bastante apatía los sucesos de la esfera pública? Castro era un voluntarista. Alguien que predice el futuro de acuerdo con sus deseos, sin tomar en cuenta las realidades, sosteniendo sus decisiones en una asombrosa temeridad que no conoce la prudencia ni la mesura.
Cuando Fidel comenzó a pedir ayuda económica para llevar a cabo sus planes militares, prácticamente todo el mundo le dio la espalda, empezando por su propio padre, que apenas contribuyó con 140 dólares de la cifra de 3 000 que el hijo le había solicitado. Sin embargo, entre los propios conspiradores existía una mística de sacrificio realmente admirable: un médico próspero, el doctor Mario Muñoz, vendió una avioneta particular en 10 000 dólares e hizo un aporte sustancial a la causa. Jesús Chucho Montané donó la compensación por despido que le había otorgado la empresa para la que trabajaba. Y hasta contaron con fondos procedentes de lo que era una estafa de acuerdo con el código penal vigente: compraron a plazo algún automóvil y lo vendieron como si estuviera totalmente pagado. ¿Tenía sentido detenerse ante esas minucias del derecho burgués –pensaba Castro– cuando lo que está en juego es la libertad de la patria?
Con tan exiguos fondos, el armamento que se pudo adquirir era ridículo. Rifles viejos de principio de siglo, revólveres, escopetas de caza, carabinas calibre 22, de esas que se utilizan en las ferias para competir por los conejos de trapo, y una que otra pistola y ametralladora obtenidas entre las viejas amistades gangsteriles del propio Castro. El enemigo, en cambio, disponía de armas automáticas, blindados y de buen adiestramiento, pues en los últimos años se jugaba con la fantasía de que Cuba estaba dispuesta a mandar miles de hombres al conflicto de Corea –cuya paz se firmó, precisamente, en los días del ataque al Moncada–, y el ejército había recibido armas norteamericanas recientemente. Obviamente, cuando los conspiradores del círculo de Castro hicieron el inventario de las armas con que contaban, y cuando conocieron de labios de Fidel los objetivos y el plan de ataque, no faltaron voces sensatas que intentaran frenar esa locura: Mario Muñoz y Gustavo Arcos fueron los más elocuentes. Procedente de la ortodoxia, como casi todos, Arcos era un hombre joven, recto y valiente al que sus compañeros también le atribuían determinado liderazgo moral. Pero entonces uno de los complotados citó un verso del himno nacional, «morir por la patria es vivir», y súbitamente pareció que oponerse a ese plan absurdo sólo demostraba cobardía y falta de entereza. De manera que la operación se puso en marcha con cierto aire de euforia y júbilo, aunque los más responsables acudían seguros de que eran guiados hacia el despeñadero. Nueve de los revolucionarios aconsejados por la prudencia, decidieron no participar, pero ninguno delató la operación.
Veintiséis de julio de 1953. Los dos cuarteles elegidos estaban en la provincia de Oriente. El Moncada, el segundo en importancia y tamaño de toda la República, quedaba en Santiago, y el otro en la ciudad de Bayamo. El ataque contra el Moncada lo dirigiría el propio Castro; el de Bayamo estaría a cargo de Raúl Martínez Ararás, un ortodoxo insurreccionalista que comenzaba a sospechar profundamente de la naturaleza de Castro. Los asaltantes eran unos ciento sesenta y llegaron en automóviles privados o en transporte público y se reunieron en una finca cercana a Santiago. Muchos no conocían la ciudad. Ninguno conocía los cuarteles que se proponían atacar, con la excepción de Pedro Miret, del círculo íntimo de Castro, quien había sido enviado a desarrollar una precaria labor de inteligencia que resultó absolutamente inútil. Había escaleras y garitas donde nadie las esperaba. El número de defensores y su estado de alerta era mayor que el previsto. Existían mecanismos de seguridad no identificados. Algunos asaltantes se perdieron en los vericuetos de la ignorada ciudad. Era de noche y época de carnavales, lo que añadía confusión. Las peores sospechas de Mario Muñoz –que resultó muerto–, y de Arcos, gravemente herido, se verificaron con creces: en ambos cuarteles el ataque resultó un completo desastre que le costó la vida a decenas de jóvenes, revolucionarios y soldados, pues ambos bandos pelearon con denuedo. Muchos de los asaltantes consiguieron escapar, y entre ellos, Fidel y Raúl Castro.
En el combate mueren ocho asaltantes y veintidós militares, pero cincuenta y seis prisioneros son salvajemente torturados y asesinados por los soldados, aunque hay, sin embargo, algunos casos de hidalguía entre oficiales y médicos del ejército que no permiten el aniquilamiento de los prisioneros a su cargo. Fidel y un grupo de sus seguidores, una vez fugados, se repliegan hacia una aislada zona en la falda de la montaña. La Iglesia católica, movilizada por la oposición, intercede por las vidas de estos supervivientes y le arranca a Batista la promesa de que, si se rinden o son capturados, no los matarán y los someterán a un juicio justo. El artífice de la gestión es el obispo de Santiago, monseñor Enrique Pérez Serantes, amigo del padre de Fidel. Los resultados de su misión se ven casi de inmediato: Fidel y sus hombres, sorprendidos por el ejército, se rinden sin presentar batalla. Los captores cumplen su palabra de no matar a estos prisioneros, y, sin maltratarlos, los encarcelan para preparar el juicio. Sin embargo, secretamente los altos mandos del ejército le dan órdenes a un oficial llamado Jesús Yanes Pelletier para que envenene a Castro. El oficial se niega y comunica las perversas intenciones del Gobierno, salvándole la vida al joven líder. Sólo que este oficial, poco ducho en cuestiones psicológicas, no sabía que los sentimientos de gratitud y reciprocidad apenas existen en las personalidades narcisistas: después del triunfo de la Revolución, tras cierto período en la guardia personal de Castro, Yanes Pelletier sería sentenciado a veinte años de prisión.
Treinta y dos asaltantes fueron llevados a juicio. Dos fuertes emociones embargaban a la opinión pública. La más intensa era de horror. Se sabía de un prisionero al que le habían arrancado los ojos en presencia de su novia y de su hermana. A otro lo habían arrastrado encadenado a un jeep hasta verlo expirar. Casi todos los asaltantes muertos fueron golpeados salvajemente antes de ametrallarlos o darles un tiro en la nuca, y luego habían manipulado los cadáveres para ocultar las torturas. La ciudadanía estaba asqueada. La otra emoción era de admiración por los sobrevivientes, y en especial por el joven abogado Fidel Castro. De pronto su pasado gangsteril se había desvanecido y comparecía ante la opinión pública como un nuevo Martí, o, por lo menos, como un nuevo Antonio Guiteras, aquel violento e idealista revolucionario muerto en un tiroteo con el ejército de Batista en 1935. De golpe y porrazo Fidel Castro, que no había logrado su objetivo de tomar los cuarteles, y mucho menos el de provocar un levantamiento popular, se había convertido en la persona más connotada de toda la vertiente insurreccionalista. Aunque todavía no se le percibía como un «presidenciable», ya era una figura de estatura política nacional que ilusionaba a buena parte del país. No a todo, y entre las excepciones estaban, precisamente, los comunistas cubanos que se apresuraron a descalificar el asalto en el Daily Worker de Nueva York: «Nosotros condenamos los métodos putchistas, propios de los bandos burgueses, de la acción de Santiago de Cuba y de Bayamo… La línea del Partido Comunista y de las masas ha sido la de combatir la tiranía de Batista seriamente y desenmascarar a los putchistas y a los aventureros que van contra los intereses del pueblo.» El brusco ataque a Castro y a sus compañeros no tenía en cuenta que los asaltantes estaban presos y no podían defenderse, ni que Raúl, el hermano menor de Fidel, era un militante de la Juventud Socialista, un marxista elemental pero ilusionado, que hasta había acudido a Praga, junto a otros camaradas, a uno de los acostumbrados festivales juveniles organizados por Moscú para organizar y disciplinar a sus huestes de simpatizantes con el fin de utilizarlos en la Guerra Fría. En ese viaje, por cierto, Raúl conocería a un joven miembro del KGB, Nikolai Leonov, hoy general retirado, a quien luego, casualmente, volvería a ver en México, y con quien forjaría una relación clave para entender el proceso de sovietización de Cuba.
Finalmente, hubo dos juicios, y en ambos el gobierno de Batista cometió la torpeza política de dejarle a Fidel Castro el escenario más destacado. En el primero, fueron juzgados todos los asaltantes, menos Fidel, que asumió la defensa de sus compañeros e hizo vibrante alegato de cinco horas contra la dictadura de Batista y sobre el derecho a la insurrección que asiste a los pueblos cuando coartan sus libertades. El segundo fue a puerta cerrada, en un salón del hospital militar, y Fidel fue el único acusado y su propio defensor. De lo que allí se dijo nadie tiene un recuento exacto, pero con mucha posterioridad al juicio, en la calma de su celda, Fidel reconstruyó su discurso como mejor le convino, y a ese texto, generosamente revisado por Jorge Mañach, un culto intelectual que le agregó citas y le mejoró la sintaxis, le llamó La historia me absolverá, frase, por cierto, calcada de la defensa que Hitler hizo de sí mismo cuando fue acusado de graves desórdenes públicos ante los tribunales alemanes.
De esas palabras conviene no olvidar un par de aspectos. Uno es un párrafo, casi al final, cuando Castro se prepara para resumir sus alegaciones, y describe con bastante precisión el estado de ánimo del país ante los problemas de la nación: «Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El Gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada, y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y el pueblo palpitaba de entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba al pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada: sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.»
A esa impecable reivindicación de las libertades formales perdidas por causa del batistato, Castro añadía todo un programa político de cinco puntos que hubiera llevado a cabo de triunfar su proyecto: 1) La restauración de la Constitución de 1940; 2) Reparto de tierras en propiedad a los campesinos radicados en minifundios: 3) Asignación del 30 por ciento de las utilidades de las empresas a los trabajadores; 4) Otorgamiento de una participación mayoritaria en los beneficios del azúcar a los obreros agrícolas en detrimento de los empresarios azucareros; y 5) Confiscación de los bienes malhabidos a los políticos deshonestos. Hábil jugada: Castro, utilizando la coartada de su defensa legal, había trazado un programa de gobierno dentro de la más rancia tradición populista latinoamericana, dirigido a estimularles el apetito a las nueve décimas partes de la sociedad. Sus seguidores fuera de la cárcel inmediatamente comenzaron a distribuir decenas de miles de copias entre la población. El embalaje aparente era la defensa de Castro en el juicio por los sucesos del Moncada; el mensaje real era pura propaganda política. Su derrota tras el asalto al cuartel Moncada se convertía así en un propicio escalón para el asalto al poder y en una tribuna para comenzar a perfilar su imagen de líder nacional.
Las condenas fueron severas. Castro recibió una sentencia de 15 años y sus acompañantes unas penas algo menores, mientras las mujeres del grupo resultaron absueltas. Pronto todos fueron trasladados al presidio de Isla de Pinos, en donde Castro, aunque aislado de sus compañeros en la enfermería, fue objeto de un trato casi cortés: recibía visitas, libros, vinos, quesos y carísimos puros a los que era un gran aficionado. Disponía de facilidades para cocinarse suculentas comidas, golosamente descritas en sus cartas, al tiempo que dirigía desde la cárcel, por medio de corresponsales clandestinos, una furiosa campaña de opinión pública destinada a forzar a Batista a concederles un indulto. El barraje publicitario tuvo éxito, entre otras razones, por la intensidad con que se llevó a cabo por sus amigos, los periodistas ortodoxos Luis Conte Agüero, José Pardo Llada, Ernesto Montaner, José Luis Massó y otra larga docena de influyentes comunicadores. Incluso, un compañero de escuela de Castro, militante del mismo partido, y también abogado, Manuel Dorta-Duque, contactó con un miembro de la CIA situado en Cuba, aparentemente llamado Lawrence Houston, y lo convenció de la más irónica de las teorías: si Castro no era liberado, los comunistas se convertirían en los cabecillas del antibatistianismo, algo totalmente contrario a los intereses de los cubanos demócratas y de los norteamericanos. Es probable que la embajada estadounidense también haya presionado a Batista para que dictara la amnistía de Castro.
Mientras este drama sacudía a los cubanos, en otro país de la cuenca del Caribe estaba ocurriendo un episodio que luego se trenzaría fuertemente con el destino de la Isla: la caída de Jacobo Árbenz. En Guatemala, el coronel Árbenz, al frente de un gobierno legítimo, se enfrentaba con Washington por dos razones fundamentales: la primera era su creciente acercamiento a los comunistas, su compra de armas en Checoslovaquia (cuando Estados Unidos se negó a vendérselas); y la segunda, su enfrentamiento con las empresas bananeras norteamericanas, afectadas por la reforma agraria llevada a cabo en el país. Ante esta situación, y con el beneplácito de la llamada izquierda democrática latinoamericana, que no veía en Árbenz a un continuador del presidente Juan José Arévalos, sino a un «Napoleón del Caribe» sospechosamente prosoviético, como lo calificara el escritor Raúl Roa –más tarde Canciller de Castro–, la CIA montó una exitosa conspiración en la que enroló a diversos militares guatemaltecos y a aventureros procedentes de la guerra de Corea, que con muy poco esfuerzo destruyeron al Gobierno de esa nación centroamericana y pusieron en fuga a su presidente.
Las consecuencias «cubanas» de esa operación fueron múltiples y definitivas. En la Guatemala de esos días revolucionarios, un joven médico argentino había llegado al país para prestar su apoyo profesional y político a los radicales instalados en el poder. Se llamaba Ernesto Guevara, era inteligente, de familia acomodada, culto, para su muy joven edad –apenas 28 años–, marxista, asmático, lo que tal vez había contribuido a forjarle una personalidad tenaz por el constante esfuerzo que suponía sobreponerse a los amagos de la asfixia, y, sobre todo, era un hombre duro y serio, nada dado a frivolidades, con tintes de fanático moral, convencido de quiénes eran los enemigos y de cómo había que tratarlos despiadadamente para poder triunfar en la batalla. No en balde, en su correspondencia anterior, medio en broma y medio en serio, se firmaba «Stalin II», mostrando con ello una faceta cínica o provocadora, propia de la persona que no rehuye escandalizar a los demás si lo hace en defensa de lo que realmente cree. Para Ernesto Guevara –todavía no era el Che– la batalla contra la burguesía y el injusto sistema capitalista era un combate de vida o muerte donde no se podía pedir ni dar cuartel. «El revolucionario –escribiría más adelante– debe ser una fría y perfecta máquina de matar.» Él todavía no se había estrenado como verdugo de sus enemigos, pero su experiencia guatemalteca le reafirmaba los peores instintos. Había visto cómo «los yanquis», asociados a sus «peones locales», desbarataban de un zarpazo a un gobierno reformista que no había sabido defenderse. De donde dedujo que a las puertas de los Estados Unidos sólo se podía llevar a cabo una revolución marxista decapitando muy rápidamente a la burguesía nacional, y, simultáneamente, buscando una alianza protectora con Moscú capaz de neutralizar a los enemigos.
Si Guevara sacó ciertas conclusiones que más tarde aplicó a la situación cubana, a la Agencia Central de Inteligencia le sucedió exactamente lo mismo. Los agentes y altos funcionarios de la CIA que planearon y ejecutaron la operación contra Árbenz, no sólo fueron ascendidos y felicitados por la administración de Eisenhower, que vio todo aquello como un triunfo contra los comunistas en el contexto de la Guerra Fría, sino que crearon un patrón de lucha para enfrentarse a los esfuerzos revolucionarios en las llamadas repúblicas bananeras. De manera que pocos años más tarde, cuando Castro tomó el poder y comenzó a escorarse a babor, en dirección de Moscú, los mismos oficiales de la CIA que habían derrocado a Árbenz, desempolvaron sus viejos planes y comenzaron a actuar más o menos de la misma forma, sin advertir que el enemigo era sustancialmente diferente. El hueso cubano, sin duda, era más duro de roer. Y lo era, entre otras razones, porque los cubanos conocían de cerca la experiencia guatemalteca y la forma predecible en que actuaría la CIA.
Finalmente, Batista firmó el indulto en abril de 1955, y el 15 de mayo Fidel y los moncadistas abandonaban la prisión de Isla de Pinos. Habían pasado en la cárcel algo menos de dos años. Las circunstancias, sin embargo, no eran las mismas de antes. Era noviembre del 54, en condiciones inaceptables para la oposición, Batista había celebrado unas elecciones totalmente manipuladas en las que naturalmente, había salido triunfador. Se sentía legitimado para gobernar y recibía orgulloso la visita del vicepresidente Nixon y del jefe de la CIA, Allen Dulles, probable inductor de la posterior ilegalización del Partido Comunista. La oposición electoralista, por su parte, estaba desunida y desconcertada, mientras los insurreccionalistas, al margen del grupo de Fidel Castro, comenzaban a agruparse en dos tendencias que habían encontrado ciertos vasos comunicantes: los estudiantes universitarios y los priístas. La policía de Batista continuaba con sus crímenes esporádicos, algunos cometidos contra personas notables vinculadas a la oposición. Así cayeron Mario Fortuny y Jorge Agostini, viejos revolucionarios de la lucha contra Machado, amigos y colaboradores de Carlos Prío y de Manuel Antonio Tony de Varona, ex premier del gobierno de Prío con fama de hombre honrado, y especialmente de Aureliano Sánchez Arango, ex comunista, catedrático de Derecho Laboral, persona dotada con una buena cabeza política, que intentaba organizar la insurrección contra Batista desde las filas del autenticismo, nucleando en derredor suyo a prestigiosísimos cubanos como el abogado Mario Villar Roces o el historiador Leví Marrero.
En las semanas que estuvo en La Habana, Castro mantuvo una frenética actividad política, pero sin descuidar los vínculos sentimentales. Se había divorciado de Mirta Díaz-Balart estando en presidio, y ahora mantenía relaciones amorosas con varias mujeres, y entre ellas parecía sentir un especial afecto por una señora casada con un médico distinguido, Naty Revuelta, quien por esas fechas quedó embarazada del famoso ex prisionero. Andando el tiempo, la niña fruto de esos amores, Alina Fernández –nunca quiso adoptar el apellido de su padre biológico–, tan pronto logró escapar de la Isla, escribiría con bastante talento, no exento de humor, un libro triste y demoledor sobre las relaciones con su padre. Como consecuencia de sus furtivos encuentros amorosos, y también de cierto legítimo temor a que la policía de Batista tratara de asesinarlo, misteriosa y secretamente Castro cambiaba con frecuencia de domicilio, durmiendo algunas veces en casa de sus hermanas, o en la de amigos, como Ernesto Montaner, quien le prestaba la habitación que tenía alquilada en el hotel Central de La Habana vieja, en donde también se reunía con antiguos compañeros de la UIR, como Pepe Jesús Ginjaume o con los periodistas de Bohemia, Bernardo Viera Trejo y Agustín Alles.
En realidad, Castro continuaba decidido a seguir el camino de la insurrección, y la mayor parte de las gestiones que hacía iban encaminadas a crear en Cuba una red de apoyo para su próxima aventura. Su plan, comunicado a muy pocas personas, consistía en salir al exilio, a México, y allí organizar una expedición parecida a la que veinte años antes el periodista Sergio Carbó lanzara contra Machado en el pueblo costero de Gibara, pero a diferencia de aquélla, que no estuvo coordinada con un levantamiento general, la que Castro tenía en mente contemplaba un alzamiento múltiple, y quién sabe si hasta una huelga de grandes proporciones. En busca de colaboradores para esa tarea, había tomado contacto con los líderes de la Universidad de La Habana y con los de la Universidad de Oriente, encontrando más eco entre estos últimos, especialmente en un joven valiente hasta la temeridad llamado Frank País. Frank, maestro, protestante, una especie de cruzado militantemente anticomunista, se comprometió a auxiliarlo si Castro cumplía su promesa de desembarcar en Cuba. José Antonio Echeverría, el popular dirigente de la Federación de Estudiantes Universitarios de la Universidad de La Habana, católico y anticomunista, fue más reticente. Entre sus colaboradores más cercanos había varios estudiantes que detestaban mortalmente a Castro. Uno era Joe Westbrook, los otros, Faure Chomón, Jorge Valls y Fructuoso Rodríguez. Seguían viéndolo como un gángster. Ni siquiera lo estimaban demasiado dos viejos compañeros de la UIR, ahora próximos a Manzanita, como llamaban a Echeverría: Juan Pedro Carbó Serviá y José Machado (Machadito). Para suerte de Castro, con la excepción de Chomón y Valls, el resto de estos audaces revolucionarios del Directorio que no lo querían excesivamente fueron asesinados por la policía de Batista. Algunos, por cierto, delatados por un comunista de enrevesada psicología llamado Marcos Marquitos Rodríguez.
Una vez en México, Castro comienza pronto los preparativos para la «invasión», y da a conocer el nombre de su partido: Movimiento 26 de julio. Siente que ya ha vaciado a la ortodoxia de los hombres y mujeres de acción –entre ellas Martha Frayde, una médico combativa y dinámica–, incorporándolos a su facción, y quiere poner distancia entre su grupo y el resto de la oposición. Es el momento de darle carácter oficial a la ruptura con el Partido Ortodoxo, aunque trata de mantener buenas relaciones con su dirigencia. Conoce a un ex general de la Guerra Civil española, Alberto Bayo, más notorio por su derrota en Baleares que por sus triunfos, pero alguien, al fin y al cabo, con experiencia en combate, capaz de adiestrar a los soldados que Fidel recluta, o a sus ex compañeros del Moncada, que sigilosamente comienzan a reagruparse en México para preparar la expedición.
No obstante, la relación de mayor calado será con un médico aventurero que viene del fracaso guatemalteco. Es Ernesto Guevara y desde la primera reunión el argentino cae rendido ante el cubano. Fidel habla durante horas, como siempre, y le explica sus sueños para cambiar el país. Guevara enseguida advierte que no está ante un intelectual profundo, sino ante un audaz hombre de acción en el que, desde su punto de vista, existen los elementos perfectos para llegar a buen puerto: es un burgués de izquierda, radical y antiimperialista, vecino de la interpretación marxista. No tiene el menor respeto por la economía de mercado ni por los yanquis, a quienes detesta, mientras admira, sin grandes alharacas, a la Revolución Rusa. Su diagnóstico del mundo es caótico y desordenado, pero coincide con el análisis tercermundista de Guevara. Está, además, dispuesto a recurrir a la violencia, tanta como sea necesaria, porque carece de escrúpulos burgueses. Su hermano Raúl, por otra parte, aunque de manera muy esquemática, comparte con Guevara una visión marxista más estructurada, y hasta tiene un curioso contacto en la embajada de la URSS en México: el agente Nikolai Leonov, quien muy pronto se pondrá en contacto con los tres. Guevara empieza a pensar que el destino lo ha puesto frente a un personaje muy superior al coronel Jacobo Árbenz. Fidel es un verdadero líder a quien se le puede perdonar la superficialidad de sus análisis o la agotadora locuacidad que emplea en convencer a su interlocutor de las más peregrinas teorías. Entonces el revolucionario argentino, asceta e irónico, un tanto displicente por la poca densidad cultural de los cubanos que ha encontrado, acepta el liderazgo de Castro y se dispone a acompañarlo en la aventura. Se pliega humildemente. Después de todo, tal vez sea posible llevar a cabo una revolución comunista en América. Él no puede dirigirla. Todo lo que él puede hacer, muy sutilmente, es dirigir a Castro, y contribuir a darle a ese grupo una orientación ideológica coherente. Algo muy difícil de llevar a cabo, porque cualquier esfuerzo de manipulación tiene que hacerse desde el vasallaje y la subordinación. Para su fortuna, cuenta con la complicidad de Raúl, experto en el difícil arte de manejar a su hermano con el ademán sumiso de quien lo obedece complacientemente.
La misma amnistía que puso en libertad a Fidel Castro le sirvió a Carlos Prío para regresar a Cuba con el ánimo de fortalecer la causa electoralista. Si Batista no podía ser derrocado por las armas, el camino eran las urnas. Su objetivo, y el de toda la oposición democrática, consistía en que Batista admitiera la ilegitimidad de las elecciones de noviembre de 1954 y convocara a otros comicios, esta vez libres y con garantías para todas las partes. Los insurreccionalistas, fundamentalmente Castro y los estudiantes, quienes habían creado una organización para la lucha armada llamada Directorio Revolucionario, abierta a la participación de cualquiera, aunque no fueran universitarios, se oponían tenazmente: a Batista sacarlo del poder por la fuerza. El que a hierro mataba, a hierro debía morir. En todo caso, la causa electoralista cobró brío cuando la encabezó un viejo y honorable coronel de la guerra de Independencia, don Cosme de la Torriente, quien a sus 83 años se atrevía a pedirle a Batista un «diálogo cívico» para enterrar el hacha de la guerra en una mesa de negociaciones. Pero su esfuerzo resultó inútil: se estrelló contra la tozudez de un Batista que no percibía cómo los diferentes estamentos de la sociedad cubana iban inexorablemente cerrando filas en su contra, y chocó también contra la tenaz labor de zapa de un Castro empeñado en triunfar con las armas en la mano. El «diálogo cívico», pues, se ahogaba entre dos monólogos excluyentes: el de los golpistas que habían conquistado el poder por la fuerza y se sentían insolentemente seguros, y el de los insurreccionalistas que planeaban quitárselo del mismo modo violento. Pero esa doble intransigencia no parecía reflejarse en el panorama social. La economía marchaba bien, la riada de turistas aumentaba, crecían los polos de desarrollo en ciudades como Santa Clara u Holguín, en La Habana se fabricaban rascacielos, pero nada de esto repercutía en las simpatías de la sociedad hacia el gobierno. Más aún: la mayor cuota de rechazos a Batista se daba, precisamente, en los niveles sociales medios y altos, mientras su tenue zona de respaldo estaba localizada en los niveles sociales bajos.
Esta división se observaba de una manera curiosa entre los católicos y los practicantes de religiones afrocubanas. La Iglesia católica, que desde los años cuarenta había desarrollado una intensa labor en la estructuración de un laicado comprometido con la acción social, tenía a toda su batería de organizaciones colocada frente al gobierno de Batista: la JOC (Juventud Obrera Católica), la JEC (Juventud Estudiantil Católica), la JAC (Juventud de Acción Católica) y la ACU (Agrupación Católica Universitaria). Mientras predominaron las tendencias electoralistas, estas instituciones participaron activa y abiertamente en la lucha cívica y política frente a la dictadura, dieron a conocer nombres de jóvenes católicos muy respetados como Ángel del Cerro, José Ignacio Rasco y Andrés Valdespino, pero algunos de sus dirigentes no vacilaron luego en sumarse a la contienda armada cuando se hizo evidente que el desenlace vendría, precisamente, por el lado de la fuerza. Sin embargo, mientras ésta era, en líneas generales, la posición de los católicos militantes, los santeros, abakuás y otros creyentes en ritos afrocubanos, no parecían incómodos con el general Batista. Al fin y al cabo, la mayor parte de los soldados del ejército eran personas de raza negra que encontraban en la institución armada una forma de escapar de la pobreza extrema, y a Batista se le veía como un mestizo de humildísimo origen que había conseguido escalar la más alta posición del país.
Fracasado el «diálogo cívico», Fidel vio expeditas las puertas para la insurrección, pero no estaba solo en esa conclusión. Un grupo de militares profesionales, casi todos formados en academias norteamericanas, intentó sin éxito dar un golpe de Estado bajo la dirección del coronel Ramón Barquín. Se conocían como los puros. Por aquel entonces se multiplicaron los atentados y las bombas, algunas criminalmente colocadas en sitios públicos. El jefe de los servicios de inteligencia del ejército, el coronel Blanco Rico, fue liquidado por dos estudiantes, Rolando Cubelas y Juan Pedro Carbó Serviá, al salir de un céntrico cabaret habanero, y otra señora resultó herida en el atentado. A estos actos la policía respondía con más crímenes y torturas. Un grupo de auténticos, dirigidos por Reynol García, trató de apoderarse del cuartel Goicuría en la provincia de Matanzas, y varios asaltantes murieron en el intento o fueron ejecutados después de la captura. Tras el ataque fracasado hubo un aumento exponencial de la represión oficial.
Como reza la expresión inglesa, la política seguía haciendo «extraños compañeros de cama»: en la República Dominicana, los auténticos de Prío habían establecido una rara complicidad con Trujillo y preparaban una expedición a cargo de Eufemio Fernández, una de las personas que varios años antes intentara derrocar al propio Trujillo con la invasión preparada en Cayo Confite.
Fidel, tras varios tropiezos con la policía mexicana, finalmente lograba el acopio de armas y de unas cuantas docenas de hombres para zarpar rumbo a Cuba. El impulso final le vino con cien mil dólares aportados por Prío, de los cuales quince mil fueron dedicados a adquirir el yate Granma, un viejo navío de recreo de 20 metros de eslora comprado a un norteamericano. La noche de la partida fue el 24 de noviembre de 1956. Previamente había declarado que pronto serían héroes o mártires. Lo de «pronto» no era un desliz, sino una convicción. Estaba seguro de que a su llegada habría alzamientos en toda la nación. Pocas semanas antes de zarpar había firmado el Pacto de México con José Antonio Echeverría, a punto de fracasar por la insistencia de Fidel en incluir a los comunistas, condición que Echeverría no aceptó; y había recibido la visita de Frank País, quien se proponía levantar en armas a Santiago de Cuba. La idea de una larga lucha de guerrillas no estaba entre los planes de Castro. Su propósito era desembarcar por Niquero, avanzar hasta Manzanillo, que ya estaría en manos rebeldes, y triunfar en un breve período. Librar una guerra de guerrillas no entraba en sus cálculos. No contaba para ello con una infraestructura en el exterior capaz de abastecerlo de armas y municiones. Con gran optimismo, pensaba que sería una operación de varios días o semanas a lo sumo.
El 30 de noviembre Frank País demostraba que hablaba en serio cuando se comprometió a tomar la ciudad de Santiago de Cuba. Con unos trescientos jóvenes, casi todos de los niveles sociales medios y altos de la ciudad –dato que luego preocupó al Gobierno–, ocupaba edificios públicos, o los incendiaba, y ametrallaba cuarteles sin que la policía, dominada por el pánico, supiera cómo controlar la insurrección. La juventud santiaguera lo apoyaba y admiraba: Fernando Bernal, Fernando Vecino, Jorge Sotús estaban con él. Todos fueron luego a Sierra Maestra. Dos días duró la embestida revolucionaria, milagrosamente saldada con muy pocos muertos, pero el ejemplo no «se extendió como la pólvora», tal y como suponía Fidel que ocurriría, ni tuvo éxito la huelga general que algunos líderes obreros vinculados a Castro intentaron proclamar. El Directorio de Echeverría tampoco dio señales de vida –comportamiento que Fidel le reclamaría posteriormente a José Antonio–, de manera que el 2 de diciembre, cuando el yate Granma con Fidel y otros ochenta y un expedicionarios se acercaba a las costas del sur de Oriente, no muy lejos de donde había desembarcado Martí sesenta años antes, el gobierno de Batista ya estaba recuperado del enorme susto que había sufrido unos días antes en la capital de la provincia.
El desembarco casi pudo calificarse como un naufragio. Llegaron al sitio inoportuno –una playa nada propicia para estos afanes–, y enseguida fueron avistados por una vieja fragata que abrió fuego. Apresuradamente, recogieron los pertrechos que pudieron y se internaron en las estribaciones de la Sierra Maestra. No había plan. No había guías ni mapas. Comenzó entonces una cadena de torpes improvisaciones sólo equiparables a las que cometía el alto mando del ejército adversario. El propio Batista, en su palacio de La Habana, pidió un mapa de la zona y le trajeron uno de los que regalaban en las gasolineras. No era una genuina carta militar, pero él tampoco era el mariscal Erwin Rommel. Jamás había estado en combate y no tenía formación táctica. Pero nada de esto le impidió decidir la estrategia inicial: algunas unidades del ejército perseguirían a los expedicionarios partiendo del lugar del desembarco en dirección a las montañas. Un oficial sugirió que hicieran lo opuesto: que los persiguieran desde la montaña hacia el mar, para obligarlos a concentrarse en un punto sin salida. Era lo lógico. Empujarlos hacia las montañas era conducirlos hacia un escondite natural. Empujarlos hacia el mar era llevarlos a una trampa sellada.
Batista sonrió e inició un peligroso juego de ratón y gato. Para él se trataba de un episodio político. A esas alturas ya sabía que los invasores eran unas cuantas docenas de jóvenes inexpertos, dirigidos por un «gángster ortodoxo con fama de loco», como lo describió uno de sus ayudantes. Algunos de los expedicionarios habían sido capturados y se conocía perfectamente el escaso armamento que portaban. ¿Qué riesgo corría su gobierno si los expedicionarios conseguían llegar a la Sierra Maestra y permanecían un escondidos en aquellos parajes remotos e inhóspitos? Incluso, podía resultarle altamente beneficioso. Esa guerrilla «viva» en Sierra Maestra, lejos de los centros urbanos, le servía para dividir a la oposición y para justificar su férrea negativa a celebrar elecciones anticipadas, como continuaban pidiéndole los electoralistas. ¿Cómo adentrarse en un proceso de negociación política con la oposición mientras existía en el país un estado de guerra? Más aún: la guerrilla de Castro le venía como anillo al dedo para otros dos fines perfectamente articulados. Ahora podía suspender a su antojo las garantías constitucionales, invocando una situación de excepcional emergencia, y, lo que resultaba inconfesable, le era sumamente útil para aprobar presupuestos especiales de guerra que no tenían que someterse al escrutinio de la Contraloría General de la República. Castro, pues, también servía para robar. Le servía a Batista y a muchos de los militares del primer círculo del poder.
Esa actitud de negligente complacencia duró unos cuantos meses de escasos combates y mínima persecución. Los suficientes para que los sobrevivientes del desembarco del Granma que no fueron capturados –una veintena– lograran agruparse, aclimatarse, crear sus redes de aprovisionamiento, y nutrir poco a poco sus filas con nuevos combatientes, mientras un importante corresponsal de The New York Times, Herbert Matthews, convertía a Castro noticia de primera página en Estados Unidos con una serie de artículos en los que presentaba al líder cubano como un demócrata reformista sin intenciones totalitarias. Ese fenómeno, la mera pervivencia de Castro y su grupo, el simple hecho de que el ejército no los hubiera barrido, tuvo un efecto definitivo para la oposición. En primer término, decantaba totalmente el equilibrio de fuerzas a favor de los insurreccionalistas. Y en segundo, desbarataba el viejo dictum político que aseguraba que «se podía hacer una revolución con el ejército o sin el ejército, pero nunca contra el ejército». Fidel Castro y su improbable guerrilla demostraban que se podía hacer una revolución contra el ejército, especialmente contra el de Batista, que, aunque contaba con algunos oficiales valerosos y bien preparados, no era más que una vacía maquinaria opresiva, dirigida por jefes deshonestos capaces de algo tan vil como venderle al enemigo los planes de las ofensivas o silenciar sus propias bajas para seguir cobrando el miserable salario que continuaban recibiendo los soldaditos muertos.
Tras la consolidación del frente guerrillero en Sierra Maestra, la oposición insurrecionalista se envalentonó, estableciéndose un clima de cierta competencia entre los grupos adversarios a Batista, preocupados por la preponderancia que adquiría Fidel Castro. Es entonces cuando el Directorio Revolucionario y los grupos auténticos, combinando sus esfuerzos, lanzan un ataque comando contra el palacio presidencial encaminado a ejecutar a Batista. El experto militar que lo dirige es un joven español, excombatiente de la Guerra Civil y ex resistente en Francia –su tanque es el primero que entra en París tras la liberación–, llamado Carlos Gutiérrez Menoyo, exiliado en Cuba junto a su familia poco después del fin de la Segunda Guerra mundial. Gutiérrez Menoyo, como otros desterrados españoles, está relacionado con el priísmo, y es de esta fuente que se obtienen los fondos y las armas para la operación. El segundo al mando es Faure Chomón, uno de los dirigentes del Directorio. También participa en el ataque José Antonio Echeverría, pero con la misión de tomar una popular estación de radio para comunicar la desaparición del tirano y convocar al pueblo al levantamiento.
El ataque fracasa y mueren treinta y cinco revolucionarios –entre ellos Carlos Gutiérrez Menoyo y José Antonio Echeverría–, mientras sólo caen cinco soldados, pero el Gobierno, irritado y asustado, da entonces un paso muy peligroso que acabará por debilitar casi totalmente la tendencia electoralista: esa noche un grupo de la policía secuestra y asesina a Pelayo Cuervo Navarro, prestigioso presidente del Partido Ortodoxo con quien hubiera sido posible buscar una solución pacífica y honorable a los conflictos del país. De alguna manera, Batista había cruzado el Rubicón. Por su parte, a los miembros del Directorio que salvaron la vida, la fallida experiencia del ataque a Palacio los conducía a una conclusión inevitable: la oposición armada más eficaz, y en cierta forma la más segura, no era el enfrentamiento clandestino en las ciudades, siempre al alcance de unos implacables cuerpos represivos, sino la lucha guerrillera en las montañas, tal y como Fidel la estaba llevando a cabo. Y quienes más tarde se ocuparían de formar el frente del Directorio serían Eloy, el hermano menor de Carlos Menoyo un muchacho valiente de apenas veintidós años, Faure Chomón y Rolando Cubelas, un estudiante de medicina que se convertiría en uno de los más famosos jefes guerrilleros en la sierra del Escambray situada en el centro del país.
Cuando Fidel supo del ataque a Palacio reaccionó airado y calificó la acción como un acto peligrosamente temerario. En realidad, se daba cuenta de que, de haber triunfado el Directorio, lo probable es que auténticos y ortodoxos hubieran vuelto a dominar la escena política, relegando al Movimiento 26 de julio a un segundo plano. Para él era obvio que la muerte de Batista en esas circunstancias significaba, si no su propia muerte política, al menos una disminución de su protagonismo. Y los comunistas pensaban más o menos de la misma forma, pero con cierto agravante: el PC no ignoraba que quienes asaltaron Palacio eran fundamentalmente anticomunistas, de manera que la dictadura hubiera sido sustituida por otros no tan encubiertos enemigos.
Tras el ataque a Palacio hubo un formidable incremento de las actividades clandestinas en las ciudades, pero ahora con un signo distinto: el llano –para distinguirlo de quienes estaban en las montañas– se organizaba para auxiliar y abastecer a las guerrillas. Los conspiradores urbanos ya no forman grupos surgidos para dirigir la lucha, sino para ponerle el hombro a la cabeza de la insurrección, incuestionablemente situada en Sierra Maestra. Es así como surge la Resistencia Cívica, un vasto grupo de profesionales de todas las ramas, dirigido primero por Raúl Chibás, un educador, hermano menor de Eddy, y luego por los ingenieros Manuel Ray y Enrique Oltusky. Resistencia Cívica crece rápida y eficazmente en cada provincia, reclutando entre sus cuadros a personalidades como el joven abogado camagüeyano Carlos Varona Duquestrada o el cineasta y publicitario habanero Emilio Guede, jefe de propaganda en La Habana. Entre ellos prevalece una clara pasión democrática y una voluntad de servicio público. Son, generalmente, anticomunistas, y empiezan a escuchar con preocupación que en la Sierra Maestra hay una facción marxista en la que se destacan un argentino apellidado Guevara, ya conocido como el Che, y hasta Raúl propio hermano menor de Fidel.
En efecto, es en ese momento en el que comienza la fricción más o menos abierta entre los revolucionarios comunistas y los demócratas. Frank País, al frente del Movimiento 26 de julio Oriente, la segunda figura del grupo, descubre indignado que un comunista llamado Antonio Clergé estaba distribuyendo propaganda marxista entre los militantes, y ordena que lo eliminen. La ejecución no se lleva a cabo por la intervención del abogado Lucas Morán Arce, hombre ecuánime y honrado, muy próximo a Frank País, quien en nombre de la armonía política le ruega que revoquen esa orden. País accede, pero le explica sus razones: ve con gran temor la creciente infiltración de los comunistas en el Movimiento 26 de julio, y cree que la mejor manera de evitar un gran conflicto posterior es cortar inmediatamente por lo sano y provocar súbitamente el encontronazo entre las dos facciones. Irónicamente, meses más tarde, cuando Morán se une a la guerrilla y comprueba el grado de penetración de los comunistas vinculados a Raúl, y se horroriza con la facilidad con que éste fusila a supuestos colaboradores del ejército de Batista –una actitud paranoica que Morán califica de stalinista–, es él quien será la víctima, pues lo juzgan sumariamente y lo envían de regreso a Santiago de Cuba con la intención de que lo asesine la policía de Batista, algo que, felizmente, no llega a suceder por la sorpresiva caída del régimen.
Tras la muerte de Frank País, su sucesor, René Ramos Latour (Daniel en el clandestinaje), mantiene un enérgico intercambio epistolar con el Che a propósito del comunismo. Guevara, que no oculta sus inclinaciones, le escribe una explícita carta, teñida con cierta fanfarronería intelectual, en la que dice: «Pertenezco por mi preparación ideológica a los que creen que la solución de los problemas del mundo está detrás de la llamada Cortina de Hierro y tomo este movimiento como uno de los tantos provocados por el afán de la burguesía de liberarse de las cadenas económicas del imperialismo. Consideré siempre a Fidel como un auténtico líder de la burguesía de izquierda, aunque su figura está realzada por cualidades personales de extraordinaria brillantez que lo colocan muy por arriba de su clase.» Ramos Latour le contesta con firmeza: «No es ahora el momento de discutir dónde está la salvación del mundo. Quiero sólo dejar constancia de nuestra opinión, que por supuesto es enteramente distinta a la tuya… Nosotros queremos una América fuerte, dueña de su propio destino, una América que se enfrente altiva a los Estados Unidos, Rusia, China o cualquier potencia que trate de atentar contra su independencia económica. En cambio, los que tienen una “preparación ideológica” piensan que la solución a nuestros males está en liberarnos del nocivo dominio yanqui por medio del no menos nocivo dominio soviético». Poco después de esta carta, a Ramos Latour le ordenaron una misión guerrillera prácticamente suicida y, en efecto, perdió la vida en combate. En la Sierra Maestra, sin embargo, oficialmente se manejarán proyectos políticos y económicos para el futuro del país que distan mucho de ser programas comunistas. Felipe Pazos, un economista keynesiano, muy dentro del espíritu cepaliano de la época, pero absolutamente demócrata en sus planteamientos políticos, es el principal artífice de la supuesta postura programática del 26 de julio.
El Partido Comunista Cubano, que, naturalmente, no está ajeno a esta pugna, ante el hecho evidente de que la estrategia electoralista y el desenlace político tienen muy pocas posibilidades de triunfar, opta por jugarse a fondo la carta de Fidel y comienza los contactos y los preparativos para colocar a algunos de sus dirigentes en Sierra Maestra, mientras da órdenes a ciertos cuadros medios para que creen unidades guerrilleras en la zona del Escambray, independientes de las que ya mantiene el Directorio y la Organización Auténtica, otro grupo opositor surgido de la vertiente priísta. Las guerrillas del Escambray demuestran, aun con mayor claridad que las de Fidel en Sierra Maestra, hasta qué punto las fuerzas armadas de Batista eran un tigre de papel. Se trata de unos cuantos centenares de hombres divididos y mal armados –Gutiérrez Menoyo se separó del Directorio y creó el II Frente Nacional del Escambray que operan, básicamente, en un territorio montañoso de apenas cien kilómetros cuadrados, en el que abundan los pueblos y caseríos, y en el que siempre se está a una mínima distancia de un teléfono o de un camino transitable. Pero el ejército no los persigue, o los persigue con la mayor desgana, en cierta medida porque no sabe muy bien cómo hacerlo, pero en realidad, porque está cada vez más desmoralizado.
Una de las razones de ese desaliento es la pérdida evidente del apoyo norteamericano. Washington, que había aceptado a Batista con el mismo estado de ánimo con que Roosevelt aceptó a Somoza («es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta»), comenzaba a revisar sus posiciones. Aun cuando la sociedad norteamericana no tenía una idea muy clara de lo que sucedía en Cuba, gracias a la prensa se había abierto paso la poderosa imagen de unos muchachos barbudos e idealistas, dirigidos por un carismático abogado, que luchaban contra un despreciable tirano. A esa simplificación se sumaban las minuciosas descripciones de los excesos de la policía de Batista, uno de ellos, incluso, cometido en presencia del embajador norteamericano Earl Smith, que vio con estupor la forma violenta con que la policía de Santiago de Cuba apaleaba a unas mujeres vestidas de negro que se manifestaban en la vía pública con el objeto de hacerle llegar una carta en la que le rogaban a su Gobierno que cesara cualquier clase de apoyo a la dictadura batistiana. Ese episodio, sumado al muy efectivo lobby montado por los exiliados en Estados Unidos, dirigido por Ernesto Betancourt, un hábil economista, buen estratega, dotado de un finísimo instinto para la intriga política, y en el que cooperaban otros exiliados notorios como Víctor de Yurre o Manuel Urrutia, un juez que había tenido que expatriarse tras dictar un voto particular de absolución a favor de varios expedicionarios del Granma, conseguía algo espectacular a favor de la oposición: el embargo de armas. El gobierno de Eisenhower no le vendería más armas a Batista, y ni siquiera le entregaría las que ya había pagado. Era obvio que Batista podía comprarlas a cualquier otro país, como en efecto hizo, pero desde el punto de vista psicológico el golpe era tremendo: Batista, a ojos de la sociedad, había caído en desgracia con los norteamericanos. Esto le abrió el apetito conspirador a los altos mandos militares de las tres armas y desmoralizó aún más a los políticos batistianos. Toda su generación recordaba perfectamente lo que le había sucedido a Machado cuando perdió el apoyo de la Casa Blanca.
Este clima de resquebrajamiento del principio de autoridad se hizo patente en septiembre de 1957, cuando se produjo el alzamiento de algunas unidades de la Marina de Guerra en el puerto de Cienfuegos, en un complot coordinado por Emilio Aragonés, representante en la ciudad del Movimiento 26 de julio, ex compañero de Fidel en el colegio Belén, conspiración en la que participaron de diversas maneras Javier Pazos, uno de los jefes del 26 de julio en La Habana, Julio Camacho, y Justo Carrillo, un economista de orientación socialdemócrata y pedigree auténtico que dirigía un pequeño e imaginativo grupo opositor llamado Montecristi. El plan, que involucraba a varios oficiales de rango medio, tuvo éxito parcial y la ciudad fue tomada por los insurrectos durante varias horas, pero no se consiguió sublevar a las grandes unidades navales –un crucero y un par de barcos menores– con los que se pretendía bombardear las instalaciones militares en La Habana. Pero poco después, un destacamento de blindados despachado desde Santa Clara, y el bombardeo de la fuerza aérea, armada con viejos pero muy eficaces aviones B-26 de la Segunda Guerra mundial, logró la derrota de los insurgentes en medio de un baño de sangre que, como era costumbre con las fuerzas de Batista, se prolongó cruelmente durante varios días y causó un elevado número de víctimas. ¿Cuántas? Trescientas, calculó el embajador de Estados Unidos. Tal vez fueron cincuenta y una, pero se trataba, sin duda, de uno de los episodios que más vidas costara en toda la lucha contra Batista.
El próximo reto a la dictadura no provino de una conspiración militar, sino de una huelga general lanzada por el 26 de julio bajo la dirección del coordinador del Movimiento en La Habana, un médico llamado Faustino Pérez, expedicionario del Granma que había sido destinado a la lucha en la capital. Lo secundaban David Salvador, el líder obrero de más rango del grupo, el ingeniero Manuel Ray, Aldo Vera, un incansable terrorista del 26, Nicasio Nicky Silverio, y Pedro Luis Boitel, líder de los estudiantes de esa misma tendencia. La huelga, acompañada por numerosas explosiones terroristas, fue un completo fracaso, y convenció a la oposición más observadora de que la lucha contra Batista no tenía, en realidad, una dimensión clasista. Nadie se rebelaba contra Batista por ser obrero o por percibir al dictador como el representante de la oligarquía. Más aún: la Confederación de Trabajadores de Cuba, la poderosísima CTC, tenía un acuerdo con Batista basado en una especie de pragmático quid pro quo en el que el Gobierno no afectaba a los intereses de los trabajadores y el sindicalismo organizado –por lo menos el oficial– no entraba en el reñidero político. Batista, que siempre se sintió un hombre de izquierda, y que solía contar, orgulloso, su presencia en la ciudad de Manzanillo en 1923 –entonces él era un humilde «aguador» en los ferrocarriles– cuando se fundó el Partido Comunista, no sentía una hostilidad especial contra los sindicatos, no los percibía como sus adversarios, y siempre exhibía como su mayor triunfo las leyes azucareras de 1939 que habían servido para fortalecer notablemente a los trabajadores de ese sector.
Tras su victoria de abril, Batista, en mayo, se decidió, por fin, a lanzar una ofensiva contra las guerrillas de Castro en Sierra Maestra, lamentando no haberlo hecho antes, cuando el desembarco, pues ahora se enfrentaba a un enemigo que conocía el terreno bastante mejor que sus jefes militares. Lección que le había servido al dictador cierto tiempo atrás, cuando se apresuró a aniquilar una expedición de guerrilleros priístas, llegada a bordo del barco Corinthia. ¿Podría ahora hacer lo mismo con los hombres de Castro a los casi 18 meses de operar en la Sierra? Pronto comprobaría que no. Pese a sólo contar con unos cuantos centenares de escopeteros y media docena de armas verdaderamente de guerra, unas cuantas emboscadas bien colocadas, el conocimiento del territorio y la constante información que los castristas recibían de parte de los campesinos le dieron la victoria a los barbudos. A ese triunfo de los rebeldes contra la «gran ofensiva» contribuyó decisivamente un nuevo y reciente aporte llegado a Sierra Maestra desde Costa Rica con la bendición de José Figueres. Se trataba de un pedagogo nacido en Manzanillo, también vinculado al Partido Ortodoxo, llamado Huber Matos, que había aterrizado en una improvisada pista en la montaña, en un avión pilotado por Pedro Luis Díaz Lanz, trayendo consigo un cargamento de armas y municiones que mejoraron notablemente la capacidad de fuego de los insurgentes. Huber Matos demostró muy pronto que era un formidable organizador y un líder militar de los que encabezaban a la tropa en los asaltos contra el enemigo. Fidel tomó nota y pronto le otorgó el grado de comandante.
Tras la derrota de la ofensiva de Batista, a Castro le tocaba ahora iniciar una batalla más delicada: controlar las guerrillas del Directorio en el Escambray. Para esos fines, se planteó el envío de unas columnas invasoras que recorrerían la Isla hasta el otro extremo, y que a su paso por las montañas del centro de Cuba, neutralizarían políticamente a estos potenciales adversarios y, de ser posible, los reclutarían en provecho del 26 de julio. Con ese propósito, utilizó a los dos comandantes que mayor confianza le inspiraban: Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos, y ambos, con varias docenas de hombres como acompañantes, iniciaron una larga caminata en la que evadieron los encuentros con el ejército, o sobornaron a algunos oficiales corruptos de Batista, mucho más interesados en cobrar que en combatir. Finalmente, las dos columnas, una por el norte y la otra por el sur, llegaron a su destino casi sin encontrar resistencia, y astutamente cumplieron a cabalidad su cometido de subordinar política y psicológicamente a los otros alzados en armas, sin absorberlos oficialmente, aunque encontraron cierta incómoda resistencia en los hombres de Gutiérrez Menoyo, a quienes acusaron de «sectarios» y «come vacas», esto es, de pelear, francamente, poco, algo que era seguramente injusto.
Mediado 1958, Batista y su entorno se encontraban razonablemente preocupados. Los datos macroeconómicos eran, en general, buenos: continuaban fluyendo las inversiones, la inflación era baja, mantenía estable el valor de la moneda –pese a una merma considerable de las reservas–, y la balanza comercial resultaba favorable a Cuba. Se fabricaban muchos edificios nuevos y surgían dignos barrios de clase media. Los cubanos inauguraban la televisión a color. Eran los primeros ciudadanos de América Latina en contar con este avance tecnológico. Claro que había pobreza, desigualdades, desempleo estacionario y carencias, pero como el grado de desarrollo es siempre relativo, los trabajadores de otras latitudes veían a Cuba con más esperanzas que a sus propios países: en ese momento doce mil italianos y otros tantos españoles habían solicitado visas de inmigrantes a los consulados cubanos. El problema no estaba en la sociedad civil. El problema era de carácter político. La prensa más leída de Isla, la revista Bohemia, los periódicos Prensa Libre, Avance, Información, los periodistas más acreditados –Agustín Tamargo, Humber Matos Medrano, Agustín Alles, Salvador Lew, Mario Rivadulla, Pedro Leiva, Luis Conte Agüero, Sergio y Ulises Carbó– denunciaban las desvergüenzas y los crímenes del Gobierno con tanta contundencia como permitía la esporádica censura.
En toda la nación existía un clamor general, «¡que se vaya Batista!», al que se sumaban la Iglesia católica, entonces a la búsqueda de algún compromiso que salvara la institucionalidad de la nación, y lo que recibía el nombre de las fuerzas vivas del país: las organizaciones gremiales, los colegios profesionales, las personalidades más eminentes. Inclusive la embajada de Estados Unidos coincidía con este deseo, aunque lo manifestaba en voz muy baja. Era peligroso para los intereses norteamericanos que Batista siguiera en el poder con el enorme grado de ilegitimidad que padecía su gobierno. Esto podía precipitar su violenta caída y el triunfo de Castro, un personaje que mantenía divididos a los policy makers norteamericanos. Unos funcionarios lo calificaban como un peligroso comunista, y otros como un inofensivo reformador de la vieja tradición populista latinoamericana. Pero cualquiera de los dos que realmente fuese el verdadero Fidel Castro, no era el candidato más idóneo para los intereses de Washington.
Parecía que Batista estaba dispuesto a irse, pero nunca antes de terminar su mandato y de dejar en la presidencia a un aliado que no lo persiguiera y no le exigiera responsabilidades por los delitos e irregularidades cometidos durante el Gobierno. Su hombre era Andrés Rivero Agüero, abogado, de origen más bien humilde, ministro del gabinete, persona de toda su confianza, que no tenía las manos personalmente manchadas de sangre, ni tampoco se le percibía como un ladrón desorejado. Podía haber preferido al opositor Carlos Márquez Sterling, un ortodoxo electoralista, íntegro como político y como persona, dispuesto a ir a las urnas en medio del clima de violencia que vivía el país, pero Batista, que nunca fue su amigo, y que tenía una idea tribal de los asuntos públicos, no confiaba en él. Lo temía y le cerró la puerta. Quizá su última puerta. Quizá la última puerta de la República.
Las elecciones, finalmente, se llevaron a cabo el 3 de noviembre medio de un clima a mitad de camino entre el terror y la apatía. Varios poblados pequeños ya estaban en poder de la guerrilla y la columna de Huber Matos asediaba al ejército en las afueras de Santiago de Cuba, mientras Radio Rebelde, la emisora hábilmente dirigida por Carlos Franqui, un periodista ex comunista que se había unido a Castro y ya veía con preocupación la influencia de viejos ex camaradas, lanzaba arengas y consignas que electrizaban a la población. Los rebeldes amenazaban con graves sanciones a quienes se postulaban y a quienes votaran, denunciando el carácter fraudulento de los comicios, extremo en el que Batista se encargó de darles totalmente la razón: la participación ciudadana fue bajísima, y hubo, además, toda clase de irregularidades para garantizar la victoria del candidato oficial. Finalmente, tras el rutinario recuento, sin ninguna convicción, Andrés Rivero Agüero fue proclamado vencedor. En febrero de 1959 Batista debía entregarle el mando. Mucha gente creía que nunca iba a tomar posesión, nadie era capaz de predecir qué podía ocurrir. En ese momento Castro calculaba que todavía tendría que permanecer unos cuantos meses más en las montañas antes de asomarse a una victoria total de impreciso perfil. Previendo ese final próximo, pero no inminente poco antes el 26 de julio había suscrito en Venezuela un acuerdo político junto a otras fuerzas de la oposición para formar en su momento una especie de gran gobierno de coalición. Se le llamó el Pacto de Caracas.
Pero la historia de pronto se precipitó sorpresivamente. Cuanto sigue es lo que realmente sucedió. A principios de diciembre Batista recibió una atemorizante información tan secreta como fidedigna: sus jefes militares en Oriente, especialmente el general Eulogio Cantillo, estaban en conversaciones con Fidel Castro y discutían la creación de una junta combinada que lo sacaría del poder e impediría la transmisión del mando a Andrés Rivero Agüero. Y la traición era a dos bandas: los servicios secretos de la embajada norteamericana también habían entrado en contacto con sus generales y con los propios rebeldes. Entre fines de 1957 y mediados de 1958 la CIA, representada en Santiago de Cuba por el vicecónsul Robert D. Wiecha, le había entregado al Movimiento 26 de julio unos cincuenta mil dólares, mientras mantenía relaciones fluidas con diversas vertientes de la oposición. A la constatación de la traición de militares y del doble juego de los norteamericanos siguieron malas noticias del frente de Las Villas, provincia en donde está ubicado el macizo montañoso del Escambray. El tren blindado lleno de soldados y pertrechos militares despachado a hacerle frente a los hombres de Guevara, Cubelas y Gutiérrez Menoyo, había sido vendido al enemigo por unos oficiales corruptos. Casi todo el ejército estaba podrido. Aparentemente se mantenía intacto, los mayores cuarteles estaban todavía en poder del Gobierno y ninguna gran ciudad se había rendido, pero era un cascarón vacío, una triste máscara. Y en medio de esa situación llegó la gota que colmó la copa: a mediados de diciembre un enviado especial del presidente Eisenhower se presentó en Palacio y le dijo a Batista sin contemplaciones ni medias tintas que ya no tenía la confianza de la Casa Blanca, que debía empacar e irse, organizando previamente un gobierno de salvación nacional que evitara el triunfo de los rebeldes de Castro. Batista lo escuchó atentamente, ensayó sin energía una respuesta de patriota herido, y le respondió que en Cuba había habido unas elecciones, Rivero Agüero había resultado electo, y él le entregaría el mando en el próximo febrero. Cuando el norteamericano, molesto, abandonó la habitación, Batista comenzó a preparar su fuga de manera inmediata. Se escaparía del país. Ni esperaría a febrero ni se expondría a que sus propios militares, de acuerdo con Castro, lo apresaran. Literalmente, se llenó de pánico y recordó la pesadilla de los días siguientes a la caída de Machado, cuando algunos de sus partidarios fueron linchados por turbas frenéticas. Él no quería morir arrastrado por las turbas. Tampoco le disgustaba dejarles a los norteamericanos un grave problema entre manos. ¿No lo habían, acaso, traicionado? ¿No lo habían traicionado los grupos económicos más poderosos, casi todos fidelistas? Allá ellos con lo que les vendría encima.
A fines de diciembre caía en manos de los rebeldes la primera capital de provincia, Santa Clara. Guevara y Cubelas eran los héroes de aquella jornada gloriosa. En la Sierra Maestra, pocos días antes se sumaban a la guerrilla de Castro dos prominentes miembros de la Agrupación Católica Universitaria: un carismático médico llamado Manuel Artime y un joven abogado de nombre Emilio Venegas, con fama de audaz y de buen organizador. Poco antes, el jesuita Armando Llorente, viejo mentor de Fidel Castro, había subido a las montañas a conversar con su discípulo. La Iglesia, discreta y oficiosamente, aumentaba su compromiso con la insurrección. Batista se sabía perdido y aprovechó para largarse el 31 de diciembre y la madrugada del primero de enero de 1959, calculando que en esas fechas y a esas horas los cubanos estarían pensando en cualquier cosa menos en política. Con antelación uno de sus hombres de confianza había volado a República Dominicana a tramitar la futura (y costosísima) hospitalidad de Trujillo. Batista envió previamente a parte de su familia a Estados Unidos «a pasar las Navidades». Hizo preparar un par de aviones, y en el último minuto, abandonó la fiesta de fin de año y les mandó avisar a unos pocos amigos y colaboradores de confianza. Despegó desde un aeropuerto militar. A la inmensa mayoría de los batistianos con posiciones de responsabilidad los dejó a su suerte, sin importarle qué ocurriría con ellos o cuál sería su destino si sus enemigos tomaban el poder. Él se sentía traicionado y reaccionaba traicionando a todo el mundo. Parece que la fortuna que había acumulado en el exterior se acercaba a los doscientos millones de dólares. Para él no iba a ser un exilio difícil. Para muchos de los se llamaron batistianos comenzaba una etapa de oprobios y penurias sin cuento. Algunos de sus hombres más próximos fueron dejados en tierra, como le ocurrió al ministro de Gobernación, Santiago Rey Perna, un hombre culto y combativo, quien, pese a ello, le continuó guardando una conmovedora lealtad. Otros, menos generosos, o más rencorosos, execraron su nombre. Es casi imposible que la historiografía futura redima la memoria de este político funesto. Es verdad que no fue torpe en la administración del Estado. Es verdad que Cuba en los años cincuenta había alcanzado un nivel medio de desarrollo que permitía ver con optimismo el futuro. Pero ésa es una verdad parcial. Con el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 Batista abrió la Caja de Pandora. Con su fuga del 1 de enero de 1959 dejó a la República inerme, sin instituciones y con todos los demonios revoloteando por la Isla.