EL TELÓN DE FONDO
Naturalmente, este personaje, Fidel Castro, se dio en un país preciso y en una circunstancia concreta. La cosmovisión adquirida por Castro en sus años formativos sólo era posible en Cuba. Y si no se poseen los fundamentos de esa historia, aunque sea a vuelapluma, la comprensión de lo que luego aconteció en esa isla siempre será muy deficiente. Especialmente cuando se tiene en cuenta que Castro explica su quehacer político no como un fenómeno excepcional incardinado en su propio tiempo, sino como la lógica continuidad de un largo proceso histórico arraigado en sucesos transcurridos a principios del siglo XIX cuando Adams, Jefferson o Monroe especulaban con la fantasía de apoderarse de Cuba para incorporarla a la Unión Americana. Intentemos este vertiginoso recorrido.
Colón calificó a Cuba como «la tierra más hermosa que ojos humanos vieron». Tal vez no era para tanto. El genovés tenía cierta inclinación al halago desmesurado. Algo parecido dijo de Puerto Rico y de la costa venezolana. Su diario es una especie de manual de relaciones públicas. Y era justificado. El Almirante estaba decidido a convencer a los reyes de España –al fin y al cabo socios en el terreno comercial– de las bondades de sus descubrimientos. Pero no andaba tan descaminado. Cuba es una bella isla de palmeras, sol y buenas playas. Incluso, tal vez no sea una isla, sino un archipiélago. Todo es confuso y ambiguo en torno a este país. A veces los noticieros dan la impresión de que se trata de una pequeña excrecencia geológica surgida en el Caribe. Y eso no es exacto. El territorio es menos diminuto de lo que parece. Cuenta, grosso modo, con 110 000 kilómetros cuadrados y 1 200 de largo. Si una punta de la Isla se colocara en Lisboa la otra tocaría Marsella. Tiene aproximadamente la extensión de Austria y Suiza combinadas. Bélgica, Holanda y Dinamarca caben dentro de sus fronteras, y su perímetro no es muy diferente del que posee el cercano estado norteamericano de Florida. Su población, incluyendo exiliados, balseros y otros perseguidos políticos, alcanza los trece millones de habitantes, de los cuales once sobreviven en la patria de origen, y dos, golpeados por la nostalgia, andan dando vueltas por el planeta, aunque la mayor parte ha conseguido avecindarse en Estados Unidos.
La historia de Cuba difiere de la de América Latina –al menos de una buena parte de ella– en varios aspectos cruciales. No había civilizaciones indígenas complejas como las mesoamericanas o las andinas. Los indios que encontraron los españoles pertenecían a la vasta familia de los arahuacos, pobres y atrasados, y no tenían asentamientos urbanos considerables ni densas estructuras sociales. Dejaron algunas palabras en el castellano –huracán, canoa, bohío y otras pocas–, y su única contribución al mundo parece haber sido el tabaco y la costumbre de enrollar sus hojas, colocarlas en la nariz, prenderles fuego y aspirar el humo. Lo hacían, se supone, para provocar ciertos estados de alteración mental asociados con experiencias religiosas. En todo caso, muy pronto fueron arrasados por los maltratos y las enfermedades traídas por los europeos, para las que los indios no tenían defensas naturales, o resultaron absorbidos y asimilados por unos invasores jóvenes e incontinentes que casi siempre se habían dejado a sus mujeres en el Viejo Mundo. Sólo a uno de ellos, a Vasco Porcallo, cruel y rijoso, le atribuyen doscientos hijos habidos con decenas de indias asustadas y obedientes.
La Isla, que muy pronto se quedó sin indios, no tardó mucho en quedarse sin oro, y los otros metales que iban apareciendo en cantidades exiguas no podían competir con las increíbles minas mexicanas o las del altiplano andino, así que el destino de Cuba pronto quedó determinado dentro de unas coordenadas muy precisas: era una especie de enorme base de operaciones desde la cual se lanzaban expediciones al continente. Era parada y fonda. Era puerto marinero. Pero también, poco a poco, fue convirtiéndose en azucarera en la medida en que se extendía por Europa y por las colonias inglesas de América la inusual costumbre de endulzar los alimentos. Pero sucedía que el cultivo y procesamiento de la caña es uno de los más laboriosos de cuantos se conocen en el mundo agrícola, y los españoles, sin indios para realizar esa rudísima tarea, decidieron recurrir a los esclavos negros. Cuba entonces empezó a ser el trágico destino de centenares de miles de negros cautivos que llegaban a la Isla para ser molidos junto con la caña que lograban cosechar en jornadas de veinte horas de trabajo forzado. La cifra es pavorosa: mientras duró la esclavitud, desde comienzos del siglo XVI hasta fines del XIX, en números redondos, un millón de negros fueron triturados por la sociedad cubana. La vida «útil» –la única que tenían– de estos esclavos cañeros, medida con una frialdad aterradora por los hacendados de la época, era de poco más de cinco años.
La posición privilegiada –Llave del Golfo, le decían desde tiempos de Felipe II– que le otorgaba a Cuba importancia estratégica, determinaba otras consecuencias: era astillero y almacén, lo que simultáneamente le fue dando vida al comercio (y al contrabando), y a la creación de unos cuantos centros urbanos importantes. Pero también había sus desventajas: en la estela de la flota española que carenaba en La Habana o en Santiago en sus viajes de ida y vuelta a las Américas, navegaban acechantes los piratas, corsarios y las naciones enemigas. Esto llevó a España a fortificar la Isla, a dotar grandes cuarteles y a radicar en ellos a miles de soldados. Creció la burocracia y la sociedad española comenzó a desovar cargos y dignidades para administrarla. Trece grandes duques, marqueses y otros nobles deambulaban por el país en carruajes de lujo. Florecieron impresionantes palacetes. En Cuba rueda el tren antes que en España: en 1837 se inaugura la línea entre La Habana y Bejucal. La Iglesia tenía una enorme influencia, y, en general, la utilizó en una dirección positiva: creó instituciones educativas, y entre ellas, la primera universidad. Un sacerdote, Félix Varela, sería la referencia intelectual más importante de los primeros criollos independentistas. La colonia se fue enriqueciendo con bastante rapidez. Surgió una burguesía criolla, descendiente de la española. pero como, generalmente, no podía acceder a los cargos del Estado, se refugió en las plantaciones y en las profesiones liberales, lo que la hizo más rica y sabia.
A fines del siglo XVIII la historia de Cuba es un fragmento excéntrico de la historia de España, pero no puede entenderse si no se conoce lo que ocurría en la Península. Pocos años más tarde, con su dulce ritmo, una habanera aseguraría que «La Habana es Cádiz con más negritos / Cádiz es La Habana con más salero». Buena síntesis. La verdad es que los criollos cubanos se parecen mucho a los liberales españoles. Leen los mismos libros, solicitan las mismas cosas, ven el mundo y juzgan sus problemas de similar manera. Son, como ellos, afrancesados, librecambistas, y dicen creer, como ellos, que se puede llegar al conocimiento por medio de la razón. En 1762 La Habana es capturada por los ingleses. A los pocos meses le devuelven al rey español la soberanía de la Isla, y, a cambio, los británicos se quedan con otras posesiones ibéricas en Norteamérica. En esos meses de dominio inglés Cuba se abre al comercio internacional y se inicia un fulminante período de expansión económica que, con altas y bajas, durará un siglo largo. Tal vez el siglo de oro de la historia cubana. No fue sólo el impulso aperturista de los británicos. También pesó mucho el ilustrado despotismo de Carlos III y el atinado consejo de hombres como Floridablanca o Jovellanos.
A principios del siglo XIX, cuando Napoleón invade España, y, poco después, comienzan en América las guerras de independencia, los cubanos todavía no están psicológicamente listos para incorporarse a esa aventura. Son muy pocos los que piden segregarse de España y es mucha la ferocidad con que responden las autoridades españolas. Los criollos son todavía demasiado españoles. La mayor parte lo que solicita es autogobierno, impuestos bajos y libre comercio, pero no aspira a la secesión. Quieren la libertad, pero no quieren la independencia. Le tienen miedo. Y hay, una razón tan práctica como mezquina para ello: temen que la independencia provoque la insurrección de los esclavos negros. Ya ha habido algunos conatos de revueltas entre los esclavos sofocadas a sangre y fuego. Los criollos han visto lo que ocurrió en la vecina Haití y en Santo Domingo. Y hasta se han beneficiado de ello, porque miles de colonos blancos de aquellos parajes han tenido que refugiarse en tierras cubanas, y los que no han salvado algunos capitales dinerarios han traído valiosos saberes técnicos. Son, por ejemplo, grandes caficultores.
Según transcurre el siglo XIX aumentan las tensiones entre los criollos, cada vez más poderosos y educados, y el Gobierno de la metrópoli. Fernando VII, que en España no quiere oír hablar de constitucionalismo y libertades, no piensa tratar de manera diferente a los cubanos. España ya ha perdido casi todo su imperio en América y se empeña en salvar a la perla de las Antillas, la siempre fiel isla de Cuba. La colonia es declarada «plaza sitiada» y así se gobierna. Los capitanes generales tienen un poder casi omnímodo. Si son benévolos e ilustrados, así tratarán a los cubanos. Si son autoritarios y crueles, responderán a sus instintos. Entre unos y otros prevalece, sin embargo, la idea de que es peligroso abrir la mano. Los veteranos del Continente, los derrotados por Bolívar y San Martín, muchos de ellos repatriados a Cuba, suelen asegurar que el poder de España en América comenzó a resquebrajarse cuando las autoridades redujeron su control. La mano dura es el consejo que transmiten a Madrid: «palo y tentetieso» es la expresión más escuchada.
Ante esas circunstancias, muchos criollos, representantes de lo que entonces podía llamarse la cubanidad, comenzaron a mirar en otra dirección: los flamantes Estados Unidos, cuya gesta independentista no sólo admiraron, sino ayudaron con dinero y soldados. Las relaciones económicas ya eran mayores con los norteamericanos que con los españoles. Algunos cubanos preferían mandar a sus hijos a estudiar a Filadelfia o a Boston antes que a Madrid, predilección que Carlos IV trató de impedir mediante un decreto real. El desarrollo norteamericano era impresionante. La escuela, el tren y el juez llegaban con los norteamericanos. Eran la modernidad, el progreso. Pero los cubanos habían visto algo aún más prodigioso: la rapidez y la habilidad con que la joven nación se había tragado a la Louisiana francesa y la Florida española. Habían vuelto a verlo en el caso de Texas y en la mitad norte de México. Estados Unidos, dueño de un poderoso metabolismo, parecía poder absorber sin dificultades a otros pueblos vecinos a los que inmediatamente incorporaba a su avasallador desarrollo. Y si los criollos cubanos blancos lo que ansiaban era la libertad –sin abandonar la esclavitud de los negros, por supuesto–, y si no estaba en sus planes crear un Estado independiente, ¿no era mucho más razonable sumarse a la joven potencia emergente que seguir siendo parte de un decadente imperio? Incluso, cómo pensar en la independencia si el panorama latinoamericano de entonces, plagado de tiranos y espantosas guerras civiles, confirmaba que la independencia, como había sentenciado Bolívar, era «arar en el mar». El camino era obvio: había nacido el anexionismo. Cuba surgía como una nación en busca de otro Estado más hospitalario al cual adosarse. Pero ni siquiera era un fenómeno únicamente cubano. En todas las islas y en otros territorios de la cuenca del Caribe ocurría (y ocurre) un fenómeno similar. Los yucatecos y los dominicanos pidieron anexión a Estados Unidos. Incluso, décadas más tarde, durante el aquelarre de la Primera República española, hasta los líderes de la revuelta de Cartagena, en Murcia, enviaron su telegrama a Washington pidiendo incorporarse a la bandera de las franjas y las estrellas. En el State Department corrieron hacia un mapa mundi para averiguar dónde estaba ese maldito cantón de Cartagena.
A mediados del siglo XIX surgieron los primeros conflictos bélicos en territorio cubano. Estados Unidos acababa de arrebatarle a México la mitad de su territorio norte y los progresistas de la época lo aplaudían. El espasmo imperial del Destino Manifiesto tiene entonces grandes simpatías. A Marx, por ejemplo, le parecía que ésa era una noticia feliz para los proletarios. Los anexionistas cubanos fomentaron en ese momento las primeras expediciones contra España organizadas y lanzadas desde Estados Unidos. Las mandaba el general venezolano Narciso López, ex oficial del ejército español. La tropa, en cierta extensión, estaba formada por veteranos de la guerra de México. Los primeros «¡Viva Cuba libre!» que se escuchan en la Isla tienen acento inglés y húngaro. Libre para ellos no quería decir independiente. El pueblo permanece indiferente. Los expedicionarios son extranjeros sin ninguna implantación en el país y sin la menor capacidad de convocatoria. Las tropas españolas, en las que hay numerosos cubanos, aplastan a los invasores. Los supervivientes son fusilados al amanecer. Más que patriotas en el sentido convencional del término, encajan en lo que por aquellos años se llamaba filibusteros. El americano William Walker, invasor solicitado por los nicaragüenses, sería el filibustero más famoso. Su tropa de choque la formaban 200 exiliados cubanos dirigidos por el general Domingo Goicuría, anexionista, filibustero, y, sin embargo, patriota cubano de pura cepa. Eran tiempos de rarísimas aventuras y extrañas combinaciones ideológicas.
Una década más tarde cambia la percepción de Estados Unidos por parte de los criollos cubanos. Entre 1861 y 1865 tiene lugar la Guerra Civil norteamericana, y Lincoln pone fin a la esclavitud. En la Isla todo el mundo sabe que el fin de esa institución monstruosa es cuestión de tiempo. Lo que se discute es el cómo, el cuándo y la cuantía de las indemnizaciones a los propietarios de esclavos. En Estados Unidos, golpeados por los conflictos internos, disminuye la vocación imperial. Los mexicanos ahora ven a Washington como un aliado frente a la invasión franco-española que intenta entronizar la corona de Maximiliano, un noble austriaco. El anexionismo se debilita y cobra fuerza el autonomismo. Los liberales cubanos y sus correligionarios españoles intentan entenderse. Los criollos cubanos quieren libertades y autogobierno. Pretenden que sus voces se oigan en el Parlamento español. El modelo que tienen en la cabeza es el canadiense. Los españoles radicados en Cuba, los integristas, ven cualquier concesión como un paso peligroso hacia la independencia. En España temen perder a Cuba. Es uno de los territorios más ricos del planeta. Abundan los poetas, los novelistas y dramaturgos, los polígrafos eruditos, hasta uno que otro sabio e investigador original. La sociedad ha generado suficientes excedentes como para sostener una cultura que posee cierta densidad. Con las rentas cubanas se han financiado las guerras carlistas y otros sangrientos desvaríos españoles. Los lazos económicos entre Madrid y La Habana son fortísimos. Unos cuantos capitales peninsulares se hacen en Cuba. Muchos de los políticos y militares españoles pasan por la Colonia a llenarse los bolsillos. Robar fuera de casa parece menos indigno. La Isla es muy próspera e inclinada a la modernidad. Por el enorme y lujoso Teatro Tacón de La Habana desfilan los mejores cantantes y artistas europeos. En ese mismo recinto, un catalán ingenioso pone a prueba el primer teléfono que registra la historia. Pero ni lo patenta ni continúa las investigaciones.
En 1868, con pocos días de diferencia, estalla la guerra en Cuba y la revolución en Madrid. En la Isla, el líder de los insurrectos es un abogado bayamés, Carlos Manuel de Céspedes, propietario de un pequeño ingenio azucarero. Los dos episodios tienen una clara relación, pero los cabecillas a ambos lados del Atlántico no logran ultimar los acuerdos. Comienza en la Isla la llamada Guerra de los Diez Años. Entre los insurrectos prevalecen dos actitudes: hay independentistas que quieren romper sus nexos con España y crear una república; hay también anexionistas que desean convertir a Cuba en un estado de la Unión americana. El general Ignacio Agramonte, la más vistosa figura de los mambises, como se les llama a los rebeldes en los primeros años de la guerra, se lanza al monte con la bandera norteamericana cosida en la chamarreta. La Constitución que enseguida escriben está inspirada en la de Estados Unidos. Al principio, ni siquiera se plantea con claridad el tema de la emancipación de los esclavos. Pero en la medida en que se prolonga el conflicto se fortalecen las tendencias independentistas y abolicionistas. Los negros son liberados y muchos se unen a los rebeldes. Otros muchos, unidos a criollos que no quieren la independencia, pelean junto a España. En el bando colonial hay hasta un general negro procedente de Santo Domingo. Es una guerra cruel y devastadora presidida por una lacerante paradoja política: la riñen cúpulas liberales a ambos lados de la contienda.
En 1878, exhaustos, los adversarios firman la paz en un sitio rústico llamado Zanjón. Los términos son honrosos y probablemente no había otra salida. Algunos mambises dirigidos por Antonio Maceo intentan continuar la guerra, pero a las pocas semanas fracasan y tienen que capitular. Los cubanos no han podido triunfar. Han hecho enormes sacrificios y han dado prueba de gran heroísmo, pero las disensiones internas y la dura resistencia del ejército español han sido definitivas. Los muertos se cuentan por decenas de millares y el país ha perdido gran parte de su riqueza, especialmente en las provincias orientales. Sin embargo, la guerra ha servido para tres cosas fundamentales: ha contribuido a forjar la nacionalidad cubana eliminando la opción anexionista del panorama político, ha integrado a los negros en esa nacionalidad, y ha creado una casta de héroes, presidida por el dominicano Máximo Gómez y por el general mulato Antonio Maceo, cuya memoria y ejemplo gravitarán varias décadas sobre la sociedad cubana. En un plano moral, quizá hasta nuestros días.
Estamos en los años ochenta del siglo XIX. Si la anexión a Estados Unidos había dejado de ser apetecible, y si la conquista militar de la independencia no parecía posible, la cubanidad, muy fortalecida, retornaría a otro cauce de expresión ya presente en los sesenta: el autonomismo. Muchos independentistas se pasan al autonomismo. Hoy les llamaríamos posibilistas. El autonomismo era la mayor cantidad de independencia que permitía la tozuda realidad. Estos autonomistas se inscriben dentro de un partido liberal que buscaba, de nuevo, libertades y autogobierno, y volvía a proponer como modelo el exitoso ejemplo canadiense. No había que romper las amarras con España ni interrumpir el comercio. Todo lo que había que hacer era fundamentar esos vínculos en el mutuo consentimiento y en los procedimientos democráticos. Tanto en España como en Cuba esa razonable propuesta comenzó a tener eco. Pero junto con las adhesiones se levantaban las protestas de siempre. Para muchos españoles (y para algunos criollos) Cuba, más que una parte de España, era una propiedad de España. Algo que ellos habían descubierto y civilizado, y, por lo tanto, les pertenecía como le pertenece una casa a quien la construye. No se abría, pues, espacio político a los cubanos en la conducción de sus asuntos.
Esta injusta situación sirvió de caldo de cultivo a un nuevo impulso independentista. Ahora el arquitecto es un joven abogado, poeta y periodista, notable orador, dueño y señor de una prosa nerviosa y enrevesada, clásica y modernista al mismo tiempo. Martí, hijo de españoles, nacido en La Habana en 1853, y exiliado, salvo un brevísimo paréntesis, toda su vida de adulto, especialmente en Estados Unidos, país al que admiró profundamente, pero del cual temía su vocación de dominio continental. Liberal y romántico, garibaldiano, Martí quería crear una república independiente, democrática y plural, concebida dentro de la fórmula jeffersoniana de numerosos propietarios agrícolas. Rechazaba el desorden y apreciaba a los comerciantes emprendedores y exitosos. Para esos fines –organizar la nueva y final guerra de independencia–, creó el Partido Revolucionario Cubano en Nueva York, Tampa y Cayo Hueso, a principios de los noventa, e inmediatamente convocó a los viejos guerreros de la lucha anterior, y a las bisoñas generaciones a las que había bautizado como pinos nuevos, para dar juntos la embestida final contra España, pero siempre dejando en claro que su acendrado nacionalismo no era excluyente ni antiespañol.
Los resultados de los empeños martianos pueden calificarse como mixtos. Logró poner de acuerdo a los viejos héroes –una cosa casi milagrosa–, y organizó clandestinamente el alzamiento dentro de Cuba, pero las primeras y cruciales expediciones fueron interceptadas por la marina norteamericana en virtud de la Ley de Neutralidad, perdiéndose con ellas grandes cantidades de armamentos. Aún en esas condiciones, asediado por la sensación de abandono y fracaso, acompañado por un pequeño grupo de seguidores, desembarcó en Cuba en una pequeña chalupa, donde ya estaba en marcha la insurrección, y murió en el primer combate en que participó. No obstante, había dejado en el exilio, como una activa retaguardia, un eficaz grupo de independentistas que fue capaz de llevar a cabo dos difíciles tareas: recaudar fondos para abastecer a los rebeldes con numerosas expediciones clandestinas de nuevos soldados, armas y municiones, mientras mantenía funcionando una especie de lobby político, agudo y con talento para la intriga, encaminado a destruir la imagen de España y a obtener de Washington la condición de «beligerantes» legítimos de acuerdo con el derecho internacional.
La guerra fue durísima y se extendió enseguida por toda la Isla. Para tratar de dominar la revuelta, España recurrió al más severo de sus militares, un general pequeñito y enclenque, pero tremendamente enérgico, llamado Valeriano Weyler, quien en sus días de agregado militar en Washington durante la Guerra Civil, y luego en la Guerra de los Diez Años en Cuba, había aprendido que la táctica del terror y de tierra arrasada era la más eficaz en este tipo de conflicto irregular en que la población apoya al enemigo, así que se embarcó en una campaña bélica devastadora. Aunque sus adversarios no eran mancos, al principio pareció tener éxito y sus hombres consiguieron matar en combate al legendario general Antonio Maceo, pero las noticias de su brutalidad, selectivamente reproducidas por la prensa amarilla, y las fotos espeluznantes de los campos de concentración en donde recluyó a poblaciones campesinas enteras, provocaron el horror de la sociedad norteamericana, y comenzaron a escucharse voces que pedían la intervención para detener la matanza. Algunas de esas voces estaban realmente inspiradas por la compasión. Otras escondían cierta voluntad anexionista. Los jingoístas, nacionalistas a ultranza, convencidos de que a Estados Unidos le correspondía un destino superior, abrigaban la esperanza de apoderarse de Cuba, sueño en el que no estaban solos, pues los mexicanos de Porfirio Díaz, el eterno dictador vecino, pensaban también fagocitarse a Cuba. Circulaba entonces entre los norteamericanos un libro muy persuasivo que aseguraba que sólo prevalecían las naciones capaces de contar con una flota planetaria, como Inglaterra, pero la navegación a vapor exigía un rosario de bases carboneras para poder abastecer a esos buques. Para lograr ese objetivo, ¿qué fórmula mejor existía que la de arrebatarle a la vieja y cansada España los restos de su imperio en el Caribe y en el Pacífico?
En 1898 la guerra en Cuba había perdido intensidad, pero no estaba, ni con mucho, apagada. En el terreno político, sin embargo, habían ocurrido cambios espectaculares que indicaban el agotamiento de la metrópoli. Antonio Cánovas del Castillo, el premier español, tenaz defensor de no ceder un milímetro en Cuba, había sido asesinado a fines del año anterior por un anarquista italiano pagado por los insurrectos cubanos, y ahora gobernaba en Madrid el liberal Práxedes Mateo Sagasta, bastante más flexible y dispuesto a hacer concesiones. Una de ellas, la primera, recibida con un respiro de alivio de los cubanos y un alarido de furia de los integristas, había sido sacar del mando a Weyler, sustituyéndolo por un Capitán General con instrucciones de potenciar el Gobierno de los cubanos autonomistas, algunos de los cuales estaban en el exilio, adonde fueron a buscarlos, y comenzar a discutir fórmulas de paz con los independentistas. Pero frente a esa actitud «blandengue» –palabra utilizada en la prensa– los españoles integristas iniciaron una serie de actos de protesta y vandalismo contra periódicos de criollos y contra intereses norteamericanos a los que acusaban de haberse puesto junto a los cubanos «traidores». Ante esa situación, para calmar los ánimos, y como advertencia, Estados Unidos le propuso a España la visita de uno de sus buques de guerra al puerto de La Habana. A cambio, España enviaría otro similar a Nueva York. No se trataba de agraviar a Madrid, sino de amedrentar a los intransigentes españolistas que impedían un desenlace pacífico al conflicto cubano.
El buque que llegó a Cuba era un acorazado clase B fabricado en los astilleros norteamericanos. El primero que construían con técnica genuinamente estadounidense. Lo llamaron Maine, como el estado norteño. No era el mejor barco de la Armada, pero se trataba de un buen buque de guerra, con unos impresionantes cañones. La noche del 15 de febrero de 1898 voló en pedazos y murieron varios oficiales y unos 260 marinos. El capitán, que estaba a bordo, resultó ileso. ¿Cuál fue la causa? Hay más de sesenta hipótesis y ninguna ha sido probada. En aquel momento España dio toda clase de explicaciones y con el informe de unos especialistas en la mano aseguró que no habían sido sus fuerzas, pues la explosión, de acuerdo con ellos, se originó dentro del buque. La marina norteamericana inició de inmediato una investigación y llegó a la conclusión contraria: se trató, afirmó, de una mina o de un torpedo, pues la explosión, según sus ingenieros navales, había sido de afuera hacia dentro. Aunque Washington no culpó oficialmente a España, la opinión pública norteamericana sí lo hizo. El viejo grito de guerra contra México, «remember the Alamo» se convirtió en «remember the Maine». Comenzaron los preparativos bélicos. Estados Unidos le dio un ultimátum a España para que renunciara a Cuba. En un último intento le ofrecieron a Madrid una recompensa de trescientos millones de dólares si abandonaba la Isla. España, ofendida no aceptó la oferta, entre otras razones, porque en Madrid prevalecía la superstición de que la pérdida de Cuba arrastraría a la Corona en su caída. Como la guerra parecía inevitable, el lobby independentista cubano se movió rápidamente para impedir que los Estados Unidos se apoderara de Cuba. Congreso y Senado aprobaron una resolución conjunta en la que se afirmaba que Cuba tenía derecho a la libertad política y a la independencia. Los insurrectos cubanos le notificaron a la Casa Blanca su entusiasta disposición a colaborar con las fuerzas invasoras. Poco después estalló la guerra hispanoamericana. Las flotas españolas fondeadas en Santiago de Cuba y en Manila, Filipinas, fueron hundidas en lo que tuvo más de ejercicio de tiro que de combate marítimo. Las tropas españolas situadas en las proximidades de Santiago pelearon bravamente. En pocas semanas España se rendía y el ejército norteamericano ocupaba la Isla. Terminaban cuatro siglos de dominio español en Cuba. Quienes entregaron las llaves de la ciudad de La Habana, por cierto, fueron los autonomistas cubanos, los únicos criollos que no parecían muy satisfechos con la presencia norteamericana. Los independentistas, con pocas excepciones –como ha señalado el historiador Rafael Rojas–, aplaudieron a rabiar. Sin embargo, la situación de los independentistas cubanos era ambigua. Los españoles habían perdido la guerra, pero no frente a ellos, sino frente a los norteamericanos. El Ejército Libertador, como se llamaba a los mambises, no tenía poder ni dinero, y muy pronto tuvo que disolverse, destino similar al ocurrido a su brazo político, el Partido Revolucionario Cubano. El Gobierno de la República en Armas no fue tomado en cuenta en el Tratado de París, firmado entre Washington y Madrid en diciembre de 1898, documento en el que se establecieron las condiciones de la paz. En esa reunión España le planteó a Estados Unidos que no le concediera la independencia a los cubanos, de la misma manera que no se la pensaba conceder a Puerto Rico. Estados Unidos explicó que había contraído un compromiso público con la independencia de Cuba y no podía revocarlo. Los españoles temían represalias y pensaban que sus intereses estarían mejor protegidos si Cuba se convertía en un estado norteamericano en vez de en una república independiente. Curiosa ironía: en ese momento los anexionistas eran los españoles. A los norteamericanos les preocupaba, realmente, la responsabilidad que contraían con las vidas y las propiedades de los españoles avecindados en Cuba. Ellos las garantizaban, pero cómo mantener esas garantías si se establecía en Cuba un estado soberano que podía ignorarlas. La solución fue crear una ley que legitimara la intervención norteamericana en Cuba ante determinadas conductas contrarias al Derecho o a la estabilidad social. Más que una ley era una espada de Damocles que amenazaba a los cubanos conminándolos al buen comportamiento. Esa ley, aplaudida por los españoles, solicitada por el presidente Roosevelt y presentada por el senador Orville Platt como una enmienda a una partida del presupuesto militar norteamericano, luego tuvo que ser añadida, a regañadientes, en forma de apéndice, la famosa Enmienda Platt, a la Constitución que los cubanos se dieron en 1901. Fue la condición que impuso Estados Unidos para transmitir la soberanía a los cubanos: crear, sin decirlo, una especie de protectorado. Lo que no sabían Platt ni los políticos norteamericanos era que los cubanos muy pronto comenzarían a utilizar el peso de esa amenaza para sus propias batallas políticas.
La República, finalmente, se inauguró el 20 de mayo de 1902. La situación del país era difícil, pero muy prometedora. La población era de aproximadamente un millón trescientas mil almas. Casi cien mil exiliados habían regresado, y muchos de ellos poseían pequeños capitales o habían adquirido en el extranjero valiosas experiencias laborales. El nivel de alfabetización era mayor que el de la propia España, y los casi cuatro años de intervención norteamericana habían servido para organizar la administración pública y para echar las bases de un sistema sanitario que en ese momento ya era el más eficiente de Hispanoamérica. Un sabio cubano, Carlos Finlay, había descrito el complejo modo de transmisión de la fiebre amarilla, y los médicos norteamericanos, con el sacrificio de sus propias vidas, habían demostrado la validez de sus hipótesis, aunque sin darle al criollo el crédito científico que merecía. El mayor flagelo de Cuba –esa terrible enfermedad– comenzaba a desaparecer. Cientos de maestros fueron llevados a Harvard para adquirir destrezas pedagógicas. El presidente electo fue un protestante recto y terco, ex coronel de la Guerra de los Diez Años, episodio en el que su madre murió de desnutrición en un calabozo español, ex presidente de la República en Armas, maestro y propietario de escuela en Estados Unidos durante su largo exilio, y sucesor de José Martí –quien lo distinguía tremendamente– al frente del Partido Revolucionario Cubano. Era el candidato favorecido por Estados Unidos y se llamaba Tomás Estrada Palma. Gobernó honradamente, en medio de todo género de dificultades con una clase dirigente ávida de poder y sin experiencia política o administrativa –casi todos curtidos veteranos de la guerra–, pero en 1906 trató de reelegirse mediante procedimientos dudosos, dando lugar a un alzamiento de vastas proporciones –la guerra de 1906– y, como consecuencia, a una segunda intervención norteamericana, esta vez arrastrada a la Isla por los dos bandos en pugna. Teddy Roosevelt, ex combatiente de la guerra cubana, presidente de Estados Unidos, más maduro, menos impulsivo, y Premio de la Paz por su mediación en el reñidero ruso-japonés, intentó sin éxito mantener a su país al margen del conflicto. No pudo, y comenzó a darse cuenta de que la espada de Damocles, esto es, la Enmienda Platt, era un arma de dos filos que también colgaba en el Salón Oval de la Casa Blanca.
Otra vez Estados Unidos pacificó a la Isla, pero en este caso los métodos no fueron muy ortodoxos. Comenzaron por comprarles los caballos y las armas a numerosos alzados –una táctica ingeniosa, pero poco honrosa–, y luego siguieron «apaciguándolos» con privilegios y sinecuras. El único hijo de José Martí, un valiente muchacho que en la guerra había peleado a las órdenes de Calixto García, se convirtió en el edecán de William Taft, procónsul norteamericano en Cuba y más tarde presidente de su país, lo que colocó al joven Martí en camino del generalato y, en su momento, de la jefatura del Ejército. Dato que no era de extrañar, pues casi todo el círculo íntimo de Martí –Estrada y Gonzalo de Quesada–, quizá por la experiencia norteamericana, era lo que hoy calificaríamos de proyanqui.
La corrupción, que tenía una vieja y robusta raíz ibérica, reverdeció instantáneamente tras la segunda intervención. En 1909 se celebraron elecciones nuevamente y salió electo un popularísimo general de la última guerra: José Miguel Gómez. Era uno de los mambises que había participado en más batallas –llegó a librar 17 escaramuzas en un solo día–, famoso por su habilidad como estratega militar, puesto que jamás fue derrotado, pero conocido como «Tiburón» por sus mañas políticas. Gómez fue el sucesor de Maceo tras su muerte en combate y, de cierta forma, heredero del viejo prestigio del Partido Revolucionario Cubano creado por Martí, antecedente del que él y sus correligionarios se sentían y proclamaban legatarios, puesto que casi toda la estructura de esa organización se había fundido con el Partido Liberal creado por «Tiburón» en 1905.
En el terreno económico la situación del país no era alarmante Continuaban llegando inversiones del exterior, generalmente de Estados Unidos, mientras fluía una incesante riada de laboriosos inmigrantes españoles, casi todos gallegos, canarios y asturianos que veían en Cuba unas oportunidades que no encontraban en España. El Gobierno, a su vez, fomentaba esa inmigración para «blanquear» a la sociedad cubana con una mayor proporción de blancos que mulatos o negros, pues el balance racial era una de las mayores preocupaciones de los blancos desde tiempos de la colonia. El gobierno liberal de Gómez fue acusado de corrupción por los conservadores –se había formado una estructura política bipartidista, sólo atemperada por la tendencia incontrolable de los liberales a quebrarse en facciones–, pero el suceso más grave y bochornoso de esos años fue la Guerrita de los negros, desatada en 1912 cuando unos veteranos de color, primero intentaron inscribir un partido fundado en la raza, y al no poder hacerlo se alzaron en armas. El incidente se saldó con tres mil negros muertos, de los cuales las tres cuartas partes fueron sacados de sus casas y asesinados por el ejército. Tres personajes adquirieron fama de duros en aquella penosa contienda: el general José de Jesús Monteagudo, que dirigió la represión, el general Gerardo Machado, ministro de Gobernación, y Arsenio Ortiz, un implacable oficial que años más tarde sería uno de los mayores criminales políticos de la historia de Cuba. La matanza de negros fue detenida por presiones de Estados Unidos, que amenazó con intervenir otra vez si no se ponía fin a la masacre.
A Gómez lo sucedió en la presidencia otro prestigioso general, Mario García-Menocal líder de los conservadores, ingeniero graduado en Cornell y exitoso empresario azucarero. Durante su primer mandato (1913 − 1917) Menocal vio el auge económico provocado por los precios del azúcar durante la Primera Guerra mundial, convirtiéndose Cuba en el país del mundo con mayor índice de comercio exterior per cápita. Se le llamó a esa etapa la danza de los millones. Se creó la moneda nacional. Surgieron barrios completos con magníficos palacetes y caserones. La electricidad y la telefonía se extendieron por el país. Se inauguraron clubes exclusivos, cabarets, grandes hospitales y se multiplicaron las escuelas. La Habana se embelleció notablemente. Pero también hubo escándalos: con toda justicia, se revirtieron las acusaciones de corrupción que antes los conservadores les hacían a los liberales. Tan grave como la falta de honestidad era la violencia política de unos líderes que recurrían a armas de fuego o al machete con una frecuencia inusitada que luego quedaba impune como consecuencia de los compadrazos y el clientelismo. En 1917, repitiendo casi exactamente el episodio de 1906, pero con un desenlace diferente, el conservador Menocal se hizo reelegir en unos comicios que parecían haber ganado sus opositores liberales –nunca pudo demostrarse fehacientemente–, lo que motivó el comienzo de otra peligrosa guerra civil, conocida por la Chambelona en virtud de una canción muy popular. Inmediatamente sobrevino el amago de intervención de unos Estados Unidos demasiado preocupados por la guerra europea, en la que ya estaban inmersos, como para permitir que su principal abastecedor de azúcar se entregara al caos y al desorden. Wilson, el entonces presidente norteamericano, apoyó a Menocal y forzó a los liberales a aceptar el supuesto fraude electoral, y el combativo ingeniero, apodado «el Mayoral», pudo terminar su mandato y entregar el poder al abogado y literato Alfredo Zayas, personaje inteligente y poco escrupuloso a quien un periodista de la época, sin mencionar su nombre, le dedicó un libro de nombre revelador: Manual del perfecto sinvergüenza.
Hermano del famoso general Juan Bruno Zayas, Alfredo fue el primer presidente que no provenía de los altos mandos del Ejército Libertador, aunque se le reconocía su condición de opositor al dominio español. Probablemente no fue más corrupto que Gómez o que Menocal, pero los cubanos, que apreciaban su inteligencia y su bonhomía, sospechaban de sus permanentes intrigas y de su carácter de inquieto tránsfuga político. Había pactado con Estrada Palma, con Gómez, con Menocal, y con los tres había reñido y cambiado de bando. Quería llegar al poder a cualquier costo, pero cuando eso sucedió, en 1921, se produjo una caída en picado de los precios del azúcar que súbitamente redujo a la mitad el presupuesto del Estado y contrajo monstruosamente la economía. Al contrario de lo que le sucedió a Menocal, que sólo vivió un año de crisis, los cuatro de Zayas fueron agónicos en el terreno económico, y muy disputados en el político y bajo la interferencia constante de un embajador norteamericano que hasta participaba de las sesiones del Consejo de Ministros.
En ese período los jóvenes intelectuales se convirtieron en un grupo de presión que reclamaba seriedad y buen gobierno desde una perspectiva, digamos, de izquierda. La Revolución rusa había tenido lugar y los primeros comunistas asomaban la cabeza organizadamente. La universidad estaba bajo la influencia de ellos. Comenzaba a hablarse de Julio Antonio Mella, un joven y carismático marxista. La conflictividad laboral era inmensa y había generado manifestaciones de pandillerismo. La sociedad había desarrollado cierta xenofobia y equivocadamente le atribuía la crisis al arribo permanente de españoles. Nada menos que ochocientos mil habían cruzado el Atlántico tras el establecimiento de la República. En proporción a su población, era el país del mundo que más inmigrantes había recibido en el siglo XX. Pero, secretamente, las clases dirigentes cubanas habían logrado su propósito de dulce limpieza étnica: ya el 70 por ciento del censo se calificaba como blanco, aunque la palabra no tuviera exactamente la misma acepción en La Habana que en Berlín. En 1925, el último año del mandato de Zayas, quien también tuvo que enfrentar levantamientos armados, los cubanos estaban hartos de la politiquería, de la violencia, de la incontrolable llegada de extranjeros, y de la corrupción, atribuyéndoles a estos últimos dos factores la aguda crisis económica que vivía el país. En 1925 los cubanos querían colocar en la Casa de Gobierno a un presidente de mano dura, honesto y nacionalista que pusiera fin a todos los desmanes. Había que acabar con el «relajo». Creyeron encontrarlo en otro general liberal, heredero político de José Miguel Gómez, en cuyo gabinete había figurado. Se llamó Gerardo Machado y provocó la primera gran catástrofe de la República.
Gerardo Machado Morales fue uno de los generales más jóvenes durante la guerra contra España. Era fundamentalmente honrado en asuntos económicos, progresista en cuestiones laborales –redujo los horarios de trabajo y aumentó los salarios mínimos–, y profundamente nacionalista. Formó un gran gabinete. Fue el primer presidente que se enfrentó públicamente a Washington –su antecesor, como queda dicho, gobernó al dictado del embajador norteamericano–, pidió enérgicamente la abrogación de la Enmienda Platt, promulgó leyes contra la inmigración y favoreció la industria nacional con tarifas proteccionistas. Fue, también, un notable constructor de obras públicas: hizo la carretera central, el Capitolio –una copia más elevada y suntuosa que el emblemático palacio situado en Washington–, dotó a la universidad de nuevos y nobles edificios, aumentó el número de escuelas y mejoró los sistemas de alumbrado y agua potable. Creía que gobernar era crear infraestructuras. Pero tenía varios gravísimos defectos: era autoritario, despreciaba la vida ajena y carecía del menor respeto por las formas democráticas. Ordenó el asesinato de periodistas y políticos adversarios. Se suponía predestinado para mandar a los cubanos. Burló la Constitución para alargar su mandato presidencial. Trató de limitar la participación de los cubanos en la vida política y creó un cuerpo policiaco que comenzó a utilizar procedimientos represivos calcados de los que Mussolini empleaba en Italia por los mismos años: palizas, calabozos y palmacristi contra sus adversarios. Fue el primer dictador que conoció la República. Esto provocó una violenta reacción en la sociedad, pero totalmente diferente a los antiguos conatos insurreccionales de 1906, de 1912 o de 1917. Ya no era una revuelta. Era una revolución. Sus cabecillas se planteaban un cambio total del sistema de gobierno y se reclamaban herederos del movimiento liderado por Martí en el siglo XIX, luego traicionado por los «generales y doctores». Se hablaba de lucha de clases y de antiimperialismo. Surgía una notable veta antiyanqui. Una parte de la oposición, paradójicamente, se sentía cerca del nacionalismo fascista. Otra, veía en el comunismo la solución de todos los males. Los demócratas comenzaban a perder peso específico. En cualquier caso, la vida política cubana se había radicalizado totalmente, cambiando los paradigmas desde los que se juzgaban los problemas del país.
La insurrección contra Machado se aceleró a partir del año 1930 y culminó en 1933. No hay duda de que el crash norteamericano del 29, que provocó una intensa depresión económica, precipitó el final. Contra Machado hubo expediciones militares, terrorismo y atentados. A la cabeza de la revuelta estaban los estudiantes y la burguesía profesional. Machado respondió a todo y a todos con gran ferocidad. Pero fue perdiendo el apoyo de Washington, de los grupos económicos más poderosos, y, sobre todo, de un ejército que ni siquiera podía cobrar sus salarios porque la hacienda pública estaba en bancarrota. Su último año correspondió, además, con el primero de Franklin Delano Roosevelt, un presidente decidido a limitar el intervencionismo militar de su país, quien anunciara la «política del buen vecino», entre otras razones, porque la Casa Blanca, tras sus calamitosas intervenciones en Cuba, Haití, Nicaragua y República Dominicana, había aprendido que los poderes extranjeros no pueden imponer el orden y el buen gobierno con los fusiles de los marines. Cada intervención que llevaban a cabo terminaba por ser una trampa costosa, sangrienta y contraproducente, y el inicio de otra dictadura, de manera que optaron por sustituir la fuerza militar con una diplomacia agresiva que lograra los mismos objetivos de control y estabilidad regional. Con ese propósito enviaron a Cuba a un brillante diplomático. Tenía que mediar entre Gobierno y oposición para lograr la renuncia de Machado sin traumas mayores, consiguiendo una transmisión organizada de la autoridad, sin desórdenes y sin poner en peligro los intereses económicos norteamericanos, propósito que era, en última instancia, su principal objetivo. El mediador, Sumner Welles, hizo su trabajo con dedicación y capacidad de maniobra, pero fracasó. Súbita e inesperadamente cobró cuerpo una conspiración entre los estudiantes y los mandos bajos del ejército –la revolución de los sargentos– que puso en fuga a un Machado que culpaba a «los gringos» de haberlo traicionado, mientras la oposición los responsabilizaba de haberlos tratado de traicionar. En el momento de la caída de Machado hubo toma de ingenios azucareros y se habló de soviets campesinos. Era anecdótico, pero revelaba cierto trasfondo social y muy propio de la época.
La Revolución de 1933 descubrió el nombre y la imagen de un hombre fuerte llamado Fulgencio Batista. Se trataba de un sargento taquígrafo al que el destino colocó en el lugar preciso y en el momento exacto. Era un mulato aindiado, inteligente, pero básicamente inculto, aunque nunca le faltó curiosidad intelectual. Fue corrupto y no tenía una clara idea del Estado, mas podía ser prudente, se callaba cuando convenía, y sabía escoger buenos colaboradores para administrar el país. Años después, un desesperado biógrafo, queriendo adornar su vida profesional, escribió, admirado, que «Batista, a los 17 años, dominaba los secretos de la taquigrafía». Sus limitaciones, sin embargo, eran menores que su instinto por el poder y que su notable capacidad para parecerles útil a los factores importantes. La burguesía local y Washington vieron en él al militar que podía poner orden. Estados Unidos, con cierto alivio, abrogó la humillante Enmienda Platt, como gesto de buena voluntad hacia la nueva etapa y para librarse de esa espinosa responsabilidad. Cierta izquierda lo percibió como un hijo de la entraña popular –él se consideraba un hombre de izquierda–, y la sociedad, cansada de sobresaltos, lo aceptó resignadamente, aunque no faltaron los atropellos, los abusos y los asesinatos de opositores. Desde los cuarteles, colocando civiles en la presidencia, a los que luego quitaba a su mejor conveniencia, gobernó de 1933 a 1940, período en que, poco a poco, el país se fue estabilizando y la economía comenzó a remontar las dificultades con que comenzó la década. Sin embargo, ya no era el mismo tejido político. La generación de la Guerra de Independencia había dado paso a la de 1930, y ésta traía otra lectura de los problemas de la sociedad. El ejército, cuyos mandos habían estado bajo el control de una cierta aristocracia militar criolla descabezada por Batista, se había acanallado en manos de soldados y sargentos que ascendían por los rangos militares en función de la proximidad al jefe. Batista, mestizo que había sido cortador de caña, obrero ferroviario y conscripto humilde en un ejército controlado por los grupos dirigentes, salió del poder muy rico y socialmente «pulido», aunque la alta clase blanca, inclaudicablemente racista, nunca lo admitió como uno de los suyos. Era sólo un «mulato lindo» –así le decían– que había escalado posiciones con la punta de la bayoneta. La revolución del 33 también fue eso: los de abajo se superpusieron a los de siempre.
En 1940, tras siete años de movido interregno dictatorial, Fulgencio Batista, aliado con los comunistas, a dos de cuyos dirigentes incluyó en su gabinete, se postuló para presidente y ganó las elecciones sin cometer fraude. Cosechaba el cansancio de los cubanos tras el caos machadista y posmachadista, y, especialmente, los frutos del buen gobierno de su último hombre de paja, el coronel Laredo Bru, cuyo mayor pecado –y no fue pequeño– consistió en no permitir el desembarco en La Habana de casi mil judíos que huían del nazismo a bordo del barco San Luis, pese a que tenían visas, obligándolos a regresar a Europa, donde casi todos fueron exterminados durante el Holocausto. Sin que sirva de consuelo, hay, que advertir que el gobierno de Franklin D. Roosevelt tampoco les permitió tocar tierra norteamericana.
Ese mismo año de 1940 los cubanos abrogaban la excelente Constitución de 1901 –que para poco había servido– y, bajo la batuta de un político honrado y brillante, Carlos Márquez Sterling, promulgaban una nueva de corte socialdemócrata, redactada con la mentalidad intervencionista y dirigista de la época, en la que hasta se fijaban los salarios de los maestros. Al año siguiente Estados Unidos entró en guerra contra el Eje y el precio del azúcar comenzó a subir. La economía de la Isla cobraba bríos. La atmósfera era auspiciosa y reinaba cierta euforia en el país. La oposición, dirigida básicamente por los grupos que derrocaron a Machado y luego se opusieron a Batista, tenía como líder a un médico, catedrático de Fisiología, amanerado y solterón, brillante y cínico, que se había convertido en la figura más querida y popular de Cuba tras los escasos meses que había gobernado, poco después de la caída de Machado, hasta que fue derribado por Batista, cuando perdió el aprecio de Washington y del ex sargento. Se llamaba Ramón Grau San Martín y los campesinos lo querían tanto que colocaban su imagen en altares y le encendían velas. Su guardia de hierro, sin embargo, estaba formada por los líderes estudiantiles que participaron en la revuelta de los años treinta, ya crecidos y apresuradamente graduados en una universidad lamentablemente degradada.
Curiosamente, Grau representaba para los cubanos algo que ya había visto en la elección de Machado: la esperanza en un gobernante honrado, que no robara y que pusiera orden en el país. Pero ahora, como consecuencia de la Revolución del 33, existían otros elementos. De Grau y de su Partido Revolucionario Cubano, nombre al que habían agregado el adjetivo «auténtico», como para señalar que ellos sí eran los herederos de Martí y de los mambises siglo XIX, los cubanos esperaban justicia social. Esperaban un gobierno que repartiera las riquezas que se podían ver en una sociedad donde coexistían notables contrastes entre los que mucho tenían y los desposeídos. Incluso, en ese calificativo, utilizado entonces profusamente como sinónimo de pobre, se escondía toda una visión de las relaciones económicas. El pobre no era el que nada tenía, sino el que había sido «desposeído»; el que había perdido algo que tuvo, o aquel al que no le habían dado lo que le pertenecía. De Grau, pues, se esperaba que gobernara en beneficio las grandes mayorías, y que lo hiciera con un ademán populista que le cuadraba a la perfección. Su promesa de campaña fue que con su gobierno cada cubano tendría en el bolsillo un billete de cinco pesos, moneda que entonces se equiparaba al dólar.
La frustración fue grande. En 1944, tras una hábil campaña, Grau llegó al poder, y muy pronto los cubanos descubrieron que el orden y la honradez no iban a ser los signos de identidad de su gobierno. Entre sus colaboradores, aun cuando no faltaban personas competentes y honestas, había un grupo grande de revolucionarios profesionales, algunos de ellos patológicamente violentos, personas cuyos principales méritos radicaban en la valentía con que habían luchado contra Machado y contra Batista, y en la hora del triunfo exigían su recompensa. Con una idea un tanto patrimonialista del Estado, Grau asignó parcelas de poder a líderes y grupos que lo habían llevado a la presidencia de la República, colocando en diferentes cuerpos represivos a revolucionarios que se odiaba entre ellos, lo que no tardó en traducirse en asesinatos y frecuentes tiroteos protagonizados por quienes se suponía que mantuvieran la ley. Pero más graves que estos actos salvajes –varias docenas de muertos–, más cercanos a la estética caponiana de Chicago que a cualquier otra cosa, fueron los escándalos relacionados con la corrupción. Las dependencias del Estado multiplicaron la práctica nefasta de otorgar salarios a personas que no trabajaban –botellas, les llamaban–, y muchas personas influyentes contaban con decenas y hasta centenares de estos puestos fantasmas. El ministro de Educación, José Alemán, fue acusado de apoderarse de una fortuna calculada en doscientos millones de dólares, mientras al propio presidente le imputaban el robo de otros ciento setenta y cinco, aunque nunca pudieron probarlo en los tribunales. «Y si se lo prueban, ¿qué hará usted?», le preguntaron alguna vez. «Los devuelvo», contestó con una sonrisa burlona.
No obstante la falta de honestidad y pese a la violencia, el autenticismo, impulsado por la bonanza económica que vivía el país, entonces en pleno auge, y apoyado por los poderosísimos sindicatos y por una buena labor en el terreno de las construcciones públicas, pudo ganar nuevamente las elecciones en 1948, pero al costo de sufrir una grave división. El senador «auténtico» Eduardo (Eddy) Chibás se separaba del partido y creaba la «ortodoxia» para rescatar la bandera de la honradez, la denuncia contra la corrupción y la lucha contra la injusticia social. El ortodoxo era un partido que recogía la visión ética que todos tenazmente les atribuían a los mambises –pese a los desastres cometidos por éstos en el primer tercio de siglo–, y que acusaba a los «auténticos» de haber traicionado los ideales puros de la Revolución de 1933. En todo caso, el presidente electo en representación del autenticismo, Carlos Prío Socarrás, era un abogado simpático e inteligente. Venía del liderazgo estudiantil de la lucha contra Machado, cuando fue preso político, y se le reconocía valor personal y posiciones moderadas. Mientras muchos de sus compañeros se habían dejado arrastrar por el marxismo, Prío siempre se mantuvo dentro de los márgenes ideológicos de la libertad. El rasgo más acusado de su personalidad era la cordialidad, aunque tenía otras virtudes notables, e hizo cierto esfuerzo por frenar las desvergüenzas del grausismo, mas sin demasiada convicción, porque sus hermanos fueron muy pronto acusados de apropiarse del dinero de la nación. Como le ocurrió a Grau, Prío tuvo que gobernar con sus compañeros de lucha, y muchos de éstos eran, francamente, bribones o matones. De manera que en su gobierno, a menor escala, se repitieron los episodios de gangsterismo político que empañaron el período de Grau, y no faltaron las justas imputaciones de corrupción, vehementemente descritas en la radio, la prensa y el Parlamento por la oposición ortodoxa de los chibasistas. No obstante, Prío tenía un sentido del Estado mucho más claro y moderno que su predecesor, y creó leyes e instituciones de crédito para impulsar el desarrollo desde el Gobierno. Eran tiempos del auge avasallador del keynesianismo, y se pensaba que el Estado debía ser el motor del progreso colectivo. En 1948 pasaba por La Habana el argentino Raúl Presbich y hacía la defensa de la política de sustitución de importaciones y de la utilización del gasto público para manejar la economía. Era la semilla del pensamiento cepalista, aunque la institución, la CEPAL, la Comisión Económica para América Latina, tardaría aún cierto tiempo en crearse. En Cuba la intelligentsia económica y política, veces sin saberlo, era keynesiana y cepalista. El entorno de Prío lo era.
El gobierno de Prío, sin embargo, aunque en muchos aspectos pudiera calificarse como progresista, padeció un enemigo que Grau no tuvo que enfrentar con la misma intensidad: los comunistas. Los comunistas, ambiguos y oportunistas en la lucha contra Machado, habían sido los aliados de Batista, el archienemigo de auténticos y ortodoxos, pero en ese momento, 1948, tras el bloqueo soviético a Berlín, se había declarado la llamada Guerra Fría, y Washington se aprestaba a reclutar aliados para poder librarla con éxito. Como la batalla era planetaria, y América Latina no podía evadirse, los estrategas del Departamento de Estado llegaron a la conclusión de que sus mejores compañeros de lucha eran los que entonces se encuadraban en la llamada izquierda democrática. Es decir, los partidos y líderes que sostenían un lenguaje populista, reivindicador de los intereses populares, con matices socialistas, incluso de orígenes marxistas, siempre que fueran respetuosos de las formalidades democráticas y enemigos, por supuesto, de Moscú. Eso era el partido venezolano Acción Democrática, Liberación de Costa Rica, el APRA peruano de Víctor Raúl Haya de la Torre y el autenticismo de Grau, y, sobre todo, de Carlos Prío. Prío, pues, imprimió a su gobierno un fuerte signo anticomunista, concertó su política exterior con Washington y con la izquierda democrática latinoamericana, y desplazó a los «camaradas» de los sindicatos, recurriendo a veces a medidas discutiblemente legales, aunque su gobierno siempre fue, en lo fundamental, respetuoso con los derechos humanos.
En 1952 el país vivía un período de bonanza económica impulsado por la guerra de Corea, disfrutando de unos niveles de prosperidad semejantes a los de Italia, mientras duplicaba la renta per cápita de España. Había, sin embargo, bolsones de pobreza en las zonas rurales y un alto índice de desempleo, o de empleo parcial relacionado con la zafra azucarera, que ese año había pasado los siete millones de toneladas. En todo caso, de acuerdo con los índices de la época compilados por la ONU, Cuba quedaba clasificada, tras Argentina y Uruguay, como la tercera nación más desarrollada de América Latina, y estaría situada en el vigésimo quinto lugar entre todas las del mundo, no sólo en los fríos aspectos de las informaciones económicas, sino también en los sociales: niveles de alfabetización, escolaridad, alimentación, consumo de electricidad, cemento, periódicos, etcétera. La Habana era una ciudad divertida y luminosa que recibía decenas de miles de turistas, con un denso tejido comercial y el país poseía una creciente industria que fabricaba unos diez mil objetos diferentes, aunque el azúcar seguía siendo la principal fuente de ingresos. No obstante, poco antes de terminar su mandato, la popularidad del gobierno de Prío estaba bajo mínimos. La ortodoxia, aún tras el suicidio de Chibás, parecía destinada a ganar las elecciones inminentes, pues el general Batista, el otro candidato importante en la contienda, apenas despertaba el interés de los votantes. Había pasado su momento. Pero el general, ante su inevitable derrota, pretextando los crímenes políticos –habían asesinado a un popular congresista y ex ministro, Alejo Cossío del Pino–, y acusando a Prío de corrupción y de una inverosímil confabulación con los militares para desconocer el resultado de las elecciones que tendrían lugar el 1 de junio, se puso al frente de un golpe de Estado, planeado por otros oficiales más jóvenes, y el 10 de marzo logró derribar por la fuerza al Gobierno legítimo de Cuba. La madrugada del golpe, y durante las horas que le siguieron, Prío trató febril e inútilmente de organizar la resistencia, pero muy pocos militares respondieron a su llamado, y, por encima de todo pudo comprobar un hecho descorazonador: el grueso de la ciudadanía, anestesiado por las denuncias de corrupción, cansado de promesas incumplidas, hastiado de la «política», se mostraba indiferente ante el secuestro de sus libertades. Sólo uno pequeño grupo de estudiantes parecía dispuesto a empuñar las armas para defender la democracia, pero estimularlos a la lucha hubiera sido llevarlos al matadero y ése no era el talante de Prío.
«Todos los políticos son iguales», se oía decir con desaliento en los pueblos y ciudades de Cuba. Tal vez Batista, que fue temido, pero nunca querido por los cubanos, podría poner cierto orden en el país. Así, con esa mezcla de resignación y escepticismo, fue recibido su ascenso al poder. Su nombre se asociaba con la autoridad de fusta y calabozo. El golpe costó un par de vidas humanas. Prío y su familia marcharon al exilio. En Miami, muchos años después, como Chibás, Prío también se mató de un balazo. Estaba deprimido, pero no se le notaba. La historiografía cubana le debe una exhaustiva biografía. Fue cordial hasta el último minuto de su vida.