I

RETRATO DEL JOVEN FIDEL CASTRO

No hay ninguna figura política viva que despierte la curiosidad antropológica que provoca Fidel Castro. Sus barbas y su chaquetón verde oliva pasarán a la iconografía del siglo XX junto al bigotillo de Hitler, el puro de Churchill y el bombín de Charles Chaplin. Desde hace medio siglo se ha instalado en las primeras páginas de los diarios y no ha habido manera de desalojarlo. Su capacidad de adherencia al bastón de mando ya ha pasado al Guinness: no hay ningún dictador iberoamericano –Franco incluido– que haya durado tanto. Lleva más de cuarenta años al frente del Estado cubano. Con una sonrisa socarrona, firmemente apoltronado, ha visto desfilar a nueve presidentes norteamericanos. A veces ha tenido la paciencia de sentarse a la puerta de su tienda a ver pasar los cadáveres de sus enemigos. Otras, se ha apresurado a ordenar sus ejecuciones. Cualquier medida es aceptable si de lo que se trata es de mantenerse en el poder.

Su infinita facundia es legendaria. Especialmente cuando hay más de tres personas reunidas y siente el incontenible deseo de demostrar su inmensa sabiduría. Esa urgencia enfermiza se multiplica exponencialmente con relación al volumen del auditorio. A más gente, discursos más largos y laberínticos. Si la tribuna es alta y la plaza grande, se le exacerba la locuacidad. Se desata. Llega a la fase crítica de la incontinencia oral. Entonces habla incesantemente. Pronuncia «charlas» de ocho horas, sin la menor concesión a su vejiga o a las de sus desesperados oyentes. Éste no es un dato ocioso: refleja lo poco que le importa el resto de la humanidad y la inmensa valoración que hace de sí mismo. Habla, además de todo. De la caña de azúcar, de la cría de ganado, del neoliberalismo, del inminente colapso del mundo capitalista, de los ciclones y de cuanto tema científico, económico, ético o deportivo se le ocurre. Es un presidente repleto de esdrújulas: enciclopédico, oceánico, pedagógico, y su tono suele ser, además, apocalíptico. Quien no lo ha escuchado no se imagina el poder devastador que puede alcanzar la palabra. Un poder, a veces, de vida o muerte.

Esos largos discursos tienen, además, una trascendental función litúrgica: ahí, en ese torrente de palabras desordenadas se define lo que es verdad o mentira; ahí, en medio de expresiones coloquiales, de burlas y de cóleras, de explicaciones complejas y de simplificaciones tontas, se dibujan los contornos de la realidad, se seleccionan los enemigos del pueblo, los amigos, lo que se debe creer y lo que se debe rechazar. La palabra de Castro es el libro sagrado del pueblo, la biblia revolucionaria que sirve de marco teórico para poder establecer juicios de valor o para amparar o condenar determinadas conductas. Es la referencia dogmática que permite precisar si un pensamiento o una opinión tienen contenido revolucionario o lo contrario. Si Fidel lo afirmó, es correcto; si lo desaprobó, hay que rechazarlo. Es el conocido mecanismo de la filosofía escolástica: en el terreno religioso las cosas son ciertas o falsas de acuerdo con la opinión de las autoridades. Ése es el carácter infalible que poseen las verdades reveladas. En Cuba, Fidel es la única autoridad moral e intelectual. La lealtad al jefe, además, se demuestra en la fidelidad con que se asumen las palabras y los juicios de Castro. Ser revolucionario es ser fidelista; y ser fidelista es repetir fiel y ciegamente el discurso de Castro, apoderarse de sus palabras y devolvérselas con la fidelidad de los gramófonos. Y en la repetición mecánica, en la mímica exacta, radica precisamente el talento de sus acólitos y una de las mayores gratificaciones emocionales que obtienen los caudillos: la creación de sociedades corales.

Pero no siempre es así. Fidel no es el oráculo sagrado permanentemente. Sentado es otra persona. Cuando el auditorio se reduce a un solo interlocutor, inmediatamente cambia la estrategia de comunicación. Lo peligroso es que su reloj circadiano, el mecanismo que regula su sueño y su vigilia, está invertido. Como los tulipanes, Castro florece por las noches. Se revitaliza e irrumpe en el escenario como un vampiro oral que sale de su ataúd a platicar durante varias horas. Es cuando surge el Fidel cautivador, aparentemente muy interesado en el otro. Puede parecer refinado y atento. Ya no conversa: pregunta. Entonces se convierte en un puntilloso inquisidor desesperado por saber exactamente cuántos alcaldes hay en la provincia de Málaga, el número preciso de automóviles que transitan los jueves por la carretera Panamericana, o la descripción detallada de cómo funciona una central hidroeléctrica. Castro tiene una idea clasificatoria del mundo en el que vive. Una actitud minuciosa, pitagórica, en la medida en que esos griegos esotéricos creían que la realidad podía reducirse a números.

Castro tiene la cabeza llena de números. Es un anuario parlante que acumula datos e informaciones insustanciales, con las que luego ratifica sus conclusiones previas.

Porque ésa es otra: jamás está dispuesto a cambiar de opinión o a revocar decisiones. Que se equivoquen ellos, los demás. Él es un hidalgo tercamente convencido del lema caballeresco «sostenella antes que enmendalla». No enmienda sus errores, los sostiene, pues su mayor satisfacción psicológica se deriva de hacer su voluntad y de tener razón. Admitir que otra persona ha sido más sagaz, o que él cometió un disparate, le parece una forma espantosa de humillante degradación. Tras el hundimiento del comunismo y la desaparición de la Unión Soviética, han pasado por su despacho cien políticos amigos y docenas de acreditados economistas a explicarle que el estado marxista-leninista antes era un disparate, pero ahora resultaba imposible. Y todo ha sido inútil. Es indiferente a la realidad. Está aquejado de una especie de autismo político. Si el mundo entero le dice que está equivocado, él opina que el mundo entero vive en un error probablemente inducido por la CIA. No tiene remedio.

Esa incapacidad para aceptar debilidades o fracasos no sólo hay que entenderla como una deformación patológica de su carácter. Tiene que ver con el modo con el que Castro se relaciona con sus subordinados. Estamos en presencia de un caudillo. Alguien que exige una total obediencia y sumisión de los demás como consecuencia de su evidente superioridad moral e intelectual. El caudillo es único porque no se equivoca. Es infalible. De ahí que quienes lo obedecen depositen en él la facultad de analizar, diagnosticar y proponer soluciones. De ahí, también, la testarudez roqueña de los caudillos. En el momento en que exhiben sus miserias y su falta de juicio, se debilita la lealtad de los seguidores. Ellos ni quieren ni pueden ver a un jefe lloroso que baja la cabeza y pide perdón. Si le han entregado la facultad de pensar, y con ella el derecho a decir lo que verdaderamente creen, es por la excepcionalidad del líder. Si no son dueños de sus palabras, porque las han sustituido por las del guía amado, y ni siquiera de sus gestos, pues son víctimas de una tendencia instintiva a la imitación del maestro idolatrado, no pueden aceptar que esa persona, que les ha usurpado el modo de vivir, sea un sujeto corriente y moliente capaz de equivocarse como cualquier hijo de vecino. El pacto es muy sencillo: el alma sólo se entrega a los caudillos infalibles. Como Castro.

La psiquiatría tiene perfectamente descrita psicologías como la de Fidel Castro. Les llama personalidades narcisistas y están clasificadas entre los desórdenes mentales más frecuentes. Los narcisistas se auto perciben como seres grandiosos, poseedores de una importancia única. Encarnan la idea platónica de la vanidad humana. Por ello esperan que se les trate de una forma especial y distinta a los demás mortales. Ante la crítica o la censura, si provienen de un subalterno, reaccionan airadamente, con violencia verbal y física, pero si se originan en una fuente distante, aparentan la mayor indiferencia. Son ambiciosos y egoístas en grado extremo. Las normas son para los demás. Se suponen acreedores de todo tipo de trato favorable, pero no toman en cuenta las necesidades del prójimo. La reciprocidad es una palabra que no existe en sus vocabularios. Por eso sus relaciones interpersonales son muy frágiles y conflictivas. Les temen, pero no los quieren. Es casi imposible querer a un narcisista. Es difícil apreciar realmente a quienes no pueden demostrar empatía o compasión ante la desgracia de sus allegados. Es contra natura querer a quien define la lealtad del otro como una total subordinación a sus criterios, gustos y principios. Eso sería querer a quien te aplasta y devora.

Los rasgos de la personalidad narcisista casi nunca se presentan en estado puro. Con frecuencia los acompaña el histrionismo. Esto es, una forma de exhibicionismo que se expresa en las ropas extravagantes, la conducta excéntrica y un evidente desprecio por lo que considera socialmente aceptable. Fidel, como ocurría con Hitler y Mussolini, otros dos narcisistas de libro de texto, tiene mucho de histrión. Su disfraz permanente de militar en campaña, su gesticulación espasmódica, la transfigurada expresión de su rostro desde la tribuna, lo definen como un histrión. Además de ser, está disfrazado de Fidel Castro. Pero el histrionismo es también una técnica de manipulación. Fidel comparece ante los cubanos como hombre iracundo y agresivo. Ése es su mensaje corporal. Siempre está a punto de estallar, de declarar una guerra, de hacer algo tremendo. No sólo quiere impresionar. Quiere intimidar. Y lo logra. Quienes lo rodean, le temen. Aun los más próximos. Sobre todo los más próximos. Temen sus exabruptos, sus recriminaciones, sus gritos, pues Castro, que puede ser extremadamente delicado, encantador con un visitante extranjero, no vacila en recurrir a las groserías para censurar a un subalterno. Ése es uno de los más tristes signos de la sociedad cubana. Es un universo en el que todo el mundo tiene miedo. Menos una persona. Menos el caudillo que desde las alturas de su poder, trepado a su ego inmarcesible, maneja a los cubanos como le da la gana.

La niñez de un caudillo

Contemos la vida de este singular personaje. Sus primeros veinticinco años no tienen desperdicio y acaso despejen muchas incógnitas. El Comandante nació en Birán en 1926, un caserío desprovisto de gloria y de agua potable, situado en la provincia de Oriente, año –por cierto–, en el que pasó un devastador ciclón por la Isla. Menudo presagio. Su padre fue un gallego alto y corpulento como un roble llamado Ángel Castro, llegado a Cuba a fines de siglo en calidad de recluta del ejército español. Fue uno más de los 250 000 soldados que España colocó en Cuba para tratar tozuda e inútilmente de evitar la independencia de la Isla. Era un muchacho pobre y azorado, de los que no contaban con las trescientas pesetas que costaba la redención del servicio militar. Una víctima inocente más que un colonizador.

Ángel Castro perdió la guerra, pero ganó una patria nueva. Tras ser regresado a España, se las arregló para volver a la Isla. Su aldea gallega, fría y lluviosa, ya no le alcanzaba. Había descubierto un horizonte prometedor y una sociedad en plena expansión que se abría ilusionada a la aventura de la libertad política. Era un tipo duro y trabajador, como tantos de sus conterráneos, y enseguida se percató de que la joven república –inaugurada en 1902– resultaba un terreno propicio para cualquier persona laboriosa, entre otras razones, porque el precio de la feraz tierra cubana era bajísimo y las oportunidades de trabajo inmensas. Tanto, que en pocos años, a remolque del valor del azúcar, multiplicado durante la Primera Guerra mundial, le fue posible pasar de jornalero a capataz, y luego a propietario. Algo totalmente imposible en su Lugo natal de campanario y minifundio, pronto y para siempre olvidado.

El joven inmigrante se casó en primeras nupcias –qué frase más arcaica– con una maestra de nombre María Luisa Argote, y con ella tuvo dos hijos: Lidia y Pedro Emilio. Esta buena señora enfermó y murió joven, y fue reemplazada por una muchacha humilde, con fama de católica y buena persona, llamada Lina Ruz, que había llegado al hogar de los Castro en función de asistenta. De esta nueva unión surgieron siete hijos: Ramón, Angelita, Fidel, Juana, Emma, Raúl y Agustina. Con el tiempo, la fractura política que ha dividido a la sociedad cubana también afectaría a los hermanos. Lidia ha sido fidelista toda su vida. Pedro Emilio, abogado, y poeta extravagante –ya muerto–, hasta detenido estuvo por sus incómodas opiniones políticas. Ramón y Raúl se han mantenido devotos al héroe de la familia. Angelita parece estar más dedicada a pequeñas actividades comerciales que al reñidero nacional. Juanita está exiliada desde principios de los años sesenta, y no ha vacilado en denunciar enérgicamente la situación del país. Emma vive en México, discretamente horrorizada de los desastres generados por su hermano, y Agustina, católica y sentimental, sobrevive en La Habana, amable, pobre y sin privilegios, mientras reza día y noche por el desdichado destino de sus compatriotas.

Con los descendientes de ellos, incluidos los del propio máximo líder de la revolución, ha ocurrido lo mismo. Los hay profidelistas y antifidelistas. Algunos están en el exilio interior, los hay que entran y salen de la isla sigilosamente, y otros ya han logrado expatriarse con carácter definitivo. Lo único verdaderamente interesante que tiene Cuba es precisamente eso: la intensa división de la familia. Es tremendo oírle decir a una hija de Castro, a un hijo, a una nieta, a un sobrino o a un concuño, que su pariente es el ser que más daño les ha hecho a ellos como personas y como cubanos. En ese momento el odio político alcanza una rabiosa dimensión humana que sólo es observable en los infiernillos domésticos.

De este hogar peculiar vale la pena retener tres datos. El primero tiene que ver con lo que hoy llamaríamos origen étnico. Ángel Castro era un gallego, y, pese al aluvión de inmigrantes españoles a la Isla en el primer cuarto del siglo XX, o quizá por eso mismo, los criollos cubanos no eran muy hospitalarios con los recién llegados. El nacionalismo, aunque moderado, comenzaba a estragos, y se expresaba de varias maneras agresivas. Una de ellas era el humor. El gallego, aunque casi siempre se trataba de una criatura laboriosa, era un tipo para burlarse de él. Siempre se le retrataba en el teatro vernáculo, y luego en la radio y la televisión, como una especie de imbécil al que los criollos le tomaban el pelo. Por otra parte, toda la estructura de poder político –no así del económico– estaba en manos de los cubanos que habían luchado en las guerras por la independencia, o, cuando menos, habían sido autonomistas. Esas guerras eran la fuente de la legitimidad social y el origen del abolengo político. Si Fidel Castro proyectaba ser un prócer, no hay duda de que había elegido a la familia equivocada.

El segundo aspecto importante está relacionado con las ideas políticas que Fidel Castro comenzó a absorber desde su cuna. Ángel Castro no debió de ser un hombre obsesionado con cuestiones ideológicas, y ni siquiera se le tenía por comunicativo y conversador –era, sobre todo, un incansable trabajador–, pero, español de 1898 al fin y al cabo, y soldado derrotado por los gringos, no debe de haber tenido muy buena opinión de Estados Unidos. Ése era el comprensible juicio de valor de los españoles de su generación. Tampoco le resultaban fáciles sus relaciones empresariales con los norteamericanos. Su finca de Birán colindaba con grandes propiedades azucareras yanquis, y eran frecuentes los problemas limítrofes. Desde la cuna, en su hogar rústico pero próspero, Castro comenzó a escuchar críticas contra Washington. Mientras una buena parte de los cubanos percibía a los estadounidenses como los aliados que los habían ayudado a desalojar a España del control de la Isla, los Castro, naturalmente, los veían como los adversarios arrogantes y prepotentes que habían hundido la flota del almirante Cervera en la bahía de Santiago de Cuba. Ahí, en el corazón del Castro niño, tenía que alojarse una incómoda disonancia que no era fácil de solucionar. En la escuelita le enseñaban que los norteamericanos contribuyeron a liberar a Cuba de los españoles. En su casa el padre le contaba que los norteamericanos los habían atropellado a cañonazos salvaje e ilegítimamente.

La tercera cuestión se derivaba de la sorda rivalidad ciudad/campo que permeaba las relaciones sociales de los cubanos. Fidel Castro no sólo era un pichón de gallego.

Además era un «guajiro», un «paleto» al decir de los españoles. Es decir, un tipo rústico, criado en el ambiente rural de una de las regiones atrasadas de Cuba, imagen de la que también se burlaban los más educados y cosmopolitas habaneros. El hogar de Castro, esa primera casa, pese a la buena posición económica conquistada por don Ángel, no era un domicilio ordenado y elegante como los de Miramar o El Vedado, sino el caserón sin gracia ni distinción al alcance estético de un español laborioso y probablemente inteligente, pero sin otros estudios que su experiencia de labrador. La madre Lina –cuenta Pardo Llada, uno de los biógrafos de Castro– a veces convocaba a comer con un tiro de escopeta, y los comensales rara vez se sentaban en torno a una mesa. Un psicólogo moderno vería en todo esto un hogar desestructurado. A lo mejor sólo era una fórmula primitiva de comunicarse. De alguna manera, Fidel Castro jamás pudo escapar a ese origen montaraz de campo, caña y caballo. Tal vez eso explique, por ejemplo, su desprecio por las formalidades burguesas –esa odiosa corbata–, o su frialdad total ante la decadencia absoluta de las ciudades cubanas. Su impronta infantil, esa mirada original con que empezó a apoderarse de la realidad, le ha impedido escandalizarse de la destrucción sistemática y cruel de La Habana. No es capaz de verla, y mucho menos de sentirla. No le molestan los escombros. El universo de su primera infancia era una cosa polvorienta y agropecuaria. En todo caso, en su niñez, unas veces era el «gallego» y otras el «guajiro». En los dos calificativos podía advertir un leve matiz peyorativo.

Contar los primeros años del Castro niño no sirve de mucho, a menos que uno adopte una visión psicoanalítica, y no es éste el caso, pero no está de más consignar un par de datos. Fue un muchachito inquieto e inteligente. Tanto, que en los archivos de la Casa Blanca se conserva una carta escrita a los diez años por Fidel al presidente Roosevelt en la que trata de engañarlo pidiéndole un billete de diez dólares, porque supuestamente nunca ha visto uno, y a cambio le promete enseñarle dónde hay unas minas de hierro que pueden servir para fabricar los barcos americanos. Menudo niño. Su madre Lina, como casi todas las madres cubanas medianamente instruidas, vivía convencida de la importancia crucial de los estudios, así que prefirió enviarlo a Santiago de Cuba, la capital de la provincia, para que los curas le dieran una buena educación primaria. Lo hizo con Fidel y con todos sus hermanos y hermanas, quienes acudieron a los mejores colegios del país, aunque Ramón, el mayor, prefirió quedarse en la finca junto al padre.

Tras la primaria santiaguera vino la experiencia en La Habana. Mientras las niñas fueron matriculadas en las ursulinas, Fidel y en su momento, Raúl, fueron enviados a estudiar bachillerato al colegio Belén, dirigido por los jesuitas, una de las más reputadas escuelas de Cuba, y, probablemente, la mejor de cuantas tenía la Compañía de Jesús en América. Sólo que en aquella institución, además de una magnífica enseñanza, y de adquirir principios y valores, el adolescente Fidel recibió una primera visión política del mundo que le confirmaba ciertos juicios que, de manera más rudimentaria, había escuchado de labios de su padre. Los jesuitas españoles que lo formaban venían del trauma de la Guerra Civil. Eran franquistas. Creían en el orden y la autoridad por encima de todas las cosas. Sospechaban de las democracias burguesas, liberales, masonas y judaizantes. Eran anticomunistas, naturalmente, pero también antiamericanos y –como solía ocurrir con los falangistas– sospechaban de los valores humanistas occidentales.

Aparentemente, dos curas jesuitas fueron los directores espirituales de Fidel. Uno era el padre Armando Llorente, un español bondadoso y enérgico a cargo de las múltiples actividades al aire libre –las excursiones campestres a las que tan aficionado era Fidel–, y el otro un cubano casualmente apellidado Castro, Alberto Castro, muy inteligente, falangista, tremendamente elocuente y conversador, con una buena cabeza para la teología, que creó y orientó a una pequeña secta de estudiantes destacados a la que bautizó como Convivium, y en la que reclutó al «guajiro» Castro. Allí por primera vez escuchó Fidel el nombre de José Antonio, y allí le dijeron que España e Iberoamérica, gloriosamente vinculadas en la Hispanidad y en la tradición católica, tenían un destino unívoco en lo universal. Allí, además, aprendió a cantar el Cara al Sol, mientras soñaba con que los ejércitos de Hitler no serían nunca derrotados por las democracias de la decadente Europa. Eran los años de la Segunda Guerra mundial y Fidel, un muchachón espigado, seguía en un mapa con tachuelas los éxitos arrasadores de los blindados alemanes. Sus malos de entonces ya eran los gringos.

La educación jesuita –como se sabe– intenta forjar carácter. A veces lo logra y a veces fracasa. Probablemente eso lo decide el imponderable componente genético que acompaña al estudiante, o la calidad de los maestros que lo toman bajo su control, o el ambiente familiar de los primeros años. Vaya usted a saber. Pero lo cierto es que el colegio Belén dejó su impronta en Fidel. Participó, por ejemplo, en el Club de Debates, y aprendió el arte de organizar y pronunciar discursos. Practicó varios deportes –béisbol, baloncesto, campo y pista–, sin tener excesiva coordinación natural, como recuerda Roberto Suárez, su compañero de aula y equipo, limitación que aprendió a vencer con su estatura, su fuerza y su tenacidad, rasgo este último que cultivó hasta incorporarlo al núcleo central de su personalidad. Aprendió a vencer los complejos de su origen gallego y, sobre todo, guajiro, en un colegio en el que sus condiscípulos solían pertenecer a hogares refinados de criollos pudientes, despuntando en él una urgencia temprana y vigorosa de liderazgo. Quería mandar, y se le veía. Quería ser el jefe en todas las actividades a las que se sumaba. Su autoestima era enorme. También resultaba evidente que traía del campo los valores machistas de la sociedad rural cubana: la bravuconería, el estar siempre presto a la riña a puñetazos, la valentía personal. En ese período le entró el gusanillo de la política y, como tantos adolescentes, comenzó a pensar que algún día sería presidente de la República. Hasta se lo contó ingenuamente a uno de sus condiscípulos.

Donde la pedagogía jesuita tuvo menos éxito fue en el terreno espiritual. El propio Castro ha relatado, con cierta malicia, que la tentación de la carne, muy fuerte en la adolescencia tropical, cuando las hormonas dan un trallazo incontrolable, le impedían tomarse demasiado en serio la vertiente religiosa de su formación jesuita. La castidad y la continencia eran un precio demasiado alto para alcanzar la perfección. El catolicismo como religión, con sus castigos eternos y con su cielo apacible, no le resultaba convincente. La Historia Sagrada acabó por no parecerle historia ni sagrada. La fe infantil se le fue desdibujando en la medida en que tropezaba con la razón y con los instintos. Tampoco los jesuitas consiguieron un intelectual, esto es, alguien que se aproxima a la realidad desde el mundo de las ideas. Él era, fundamentalmente, un hombre de acción. Un dínamo. Un fabricante y ejecutor de proyectos. Leía, era inteligente, por supuesto, no era mal estudiante, y acumulaba información con su excelente memoria, pero, según sus compañeros, estaba más cerca de san Ignacio que de santo Tomás.

Gángsteres y revolucionarios

Cuando Fidel salió del bachillerato e ingresó en la Escuela de Leyes de la Universidad de La Habana se sentía dispuesto a ser el primero de la fila a cualquier precio. La Segunda Guerra mundial acababa de terminar y los aliados habían triunfado. El falangismo y los curas jesuitas pertenecían a un pasado anecdótico que había dejado de impresionarle. Ya el objetivo de Castro no era el deporte, sino el liderazgo de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), una organización que contaba con un enorme peso en la vida política cubana desde los años treinta, cuando se convirtiera en el factor clave del derrocamiento del dictador Gerardo Machado. De la FEU habían salido el 80 por ciento de los jóvenes políticos que dirigían la nación, pero esa influencia era de dos vías: en la medida en que la universidad se había introducido en la vida pública, la política se había introducido en la universidad, y hasta en las escuelas oficiales de bachillerato. Allí había corrupción, violencia, jefecillos armados, e imperaba el reino del matonismo revolucionario. Era la universidad de los gángsters, los líderes estudiantiles andaban con una pistola al cinto, y para ascender hacia la cúpula resultaba casi imprescindible cobijarse en alguna de las facciones más poderosas y temidas.

Para complicar aún más las cosas, en aquella revuelta universidad de los años cuarenta –surgida de la insurrección contra Machado de los treinta– confluían otras dos fuentes de violencia: los ex combatientes de la Guerra Civil española, a la que más de mil cubanos fueron a pelear, casi todos en las filas comunistas de las Brigadas Internacionales, y los excombatientes de la Segunda Guerra mundial. Había, pues, héroes y villanos para todos los gustos, y todos ellos tenían sus grupos afines dentro de la universidad. Fidel, por ejemplo, enseguida trató de acercarse al Movimiento Socialista Revolucionario (MSR), dirigido por un abogado llamado Rolando Masferrer, ex comunista, veterano de la Guerra Civil de España, donde fue herido en combate, y por un estudiante de ingeniería, Manolo Castro, a la sazón presidente de la FEU y amigo, por cierto, de Ernest Hemingway. El propósito de Fidel, entonces en los primeros años de la carrera, diciembre de 1946, era que Manolo Castro –con quien no tenía parentesco– lo apoyara para convertirse en líder de la Escuela de Leyes, y para lograr sus simpatías hizo algo realmente monstruoso: intentó asesinar a balazos a Leonel Gómez, un líder estudiantil de las escuelas secundarias que se decía enemigo de Manolo Castro, hiriendo a otro estudiante en la refriega, como recuerda Enrique Tous, compañero de Fidel en Belén y en la universidad.

Vale la pena detenerse en esta sangrienta anécdota. Fidel no es un niño de trece o catorce años, sino un joven de 20. Estudia Derecho y es egresado de una escuela religiosa donde durante mucho tiempo intentaron inculcarle la compasión y el amor al prójimo. Leonel Gómez no es su enemigo personal. Apenas lo conoce. No puede odiarlo, y, desde luego, tampoco ha intentado asesinarlo en medio de un ataque de ira. Se trató de un acto premeditado, frío, audaz, concebido como un medio de obtener los favores de una persona a la que le convenía servir, aun al precio de cometer un asesinato. Pero falla dos veces: Leonel no muere y Manolo Castro no le agradece el «favor». Por el contrario: le manda un mensaje despectivo con José de Jesús Ginjaume: «Dile a ese tipo que no voy a apoyar a un mierda para presidente de Derecho.» Fidel no se lo perdonará nunca.

No pudiendo guarecerse en el MSR de Masferrer y de Manolo Castro. Fidel recurre entonces a otra pandilla, la del propio Ginjaume, conocida como Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR), anticomunista, anarcoide, cuyo primer dirigente era un paracaidista de la Segunda Guerra Mundial, Emilio Tro, hombre de una temeridad casi suicida, quien le toma simpatías a Fidel y le perdona la vida, pues Leonel Gómez también era militante de la UIR. Una vez dentro de la UIR, Castro, pistola al cinto, adquiere fama de gatillo alegre y de hombre violento. Pero todavía no tiene una historia política coherente. Es sólo un tira-tiros sin leyenda personal apreciable. Un guapo de bofetadas y qué me estás mirando. De pronto surge una oportunidad dorada: Masferrer y Manolo Castro, con el auxilio de medio Gobierno, preparan una invasión para liquidar al dictador dominicano Trujillo. Se entrenan en un islote del noreste de Cuba: Cayo Confite. El líder es el cuentista Juan Bosch, exiliado en Cuba y presidente del Partido Revolucionario Dominicano. Lo respaldan el venezolano Rómulo Betancourt, el guatemalteco Juan José Arévalos, el costarricense José Figueres. En el Caribe existe una especie de internacional revolucionaria. (El castrismo, en realidad, no inventaría luego el internacionalismo. Eso lo aprendió Castro en los años mozos.) Fidel visita a Bosch y le pide que le permita participar. Les manda un mensaje de paz a Masferrer y a Manolo Castro. Se hace prometer que no lo van a matar. «Déjalo que venga –acepta Masferrer–. En estas cosas siempre vienen bien un par de cojones.»

No hicieron falta. El fallido episodio duró pocas semanas. El Gobierno del presidente Truman, ya embarcado en los comienzos de la Guerra Fría, le pidió a su colega de La Habana que desmantelara el campamento y enviara a los expedicionarios a sus casas. No estaba el horno caribeño para esa clase de conflictos. El enemigo era Moscú, no los dictadores locales. Fidel perdía, pues, la oportunidad de labrarse una biografía revolucionaria en consonancia con sus juveniles ardores guerreros. Sin embargo, no se dejó atrapar como al resto de la tropa. Cuando el barco de guerra en que regresaban detenidos se acercó a la costa, prefirió tirarse por la borda y nadar. La leyenda posterior diría que fue un gesto de rebeldía para no ser apresado. La verdad es diferente: temía que, abortada la invasión, sus enemigos Manolo Castro y Rolando Masferrer aprovecharan la confusión para eliminarlo. Al fin y al cabo, Emilio Tro, su protector en la UIR, había sido asesinado por pistoleros asociados al MSR el 15 de septiembre de 1947, precisamente cuando Fidel se adiestraba en Cayo Confite. Él podía ser el próximo pandillero muerto.

Pero no fue él. Fue Manolo Castro. El 22 de febrero de 1948, en una calle de La Habana vieja, un grupo de pistoleros de la UIR lo acribilló a balazos. La prensa inmediatamente señaló a Fidel Castro. Se conocía la rivalidad que los separaba. Y era cierto, incluso, que Fidel Castro había intrigado en el seno de la UIR para que ejecutaran tanto a Manolo Castro como a Rolando Masferrer, a quien sí intentara asesinar con varios disparos que no dieron en el blanco. Pero la verdad histórica es que Fidel no mató a Manolo. Cuando lo llamaron por teléfono para que participara en el atentado, no estaba disponible. Cuando fueron a buscarlo, no lo encontraron. Si alguna responsabilidad tuvo, ésta fue de carácter intelectual: instigó el crimen, pero no lo cometió. Fidel pudo, sin muchas dificultades, probar su coartada. Hemingway no lo creyó y escribió un cuento, The shot, sobre su amigo muerto, en el que el asesino está inspirado en Fidel Castro. No sería la única vez que el joven Fidel sirviera de modelo para una turbulenta figura literaria: por aquellos años el novelista Rómulo Gallegos, exiliado en Cuba, fija en Castro para perfilar a uno de los gángsters de Una brizna de paja en el viento.

Antes de ocho semanas el joven Fidel Castro aparecía otra vez en los periódicos, pero ahora en medio de una monumental revuelta. El 9 de abril de 1948 se producía el Bogotazo. La capital de Colombia era sacudida por incendios, crímenes y violentas revueltas populares como consecuencia del asesinato del líder Jorge Eliecer Gaitán, un político muy popular y carismático del Partido Liberal colombiano. ¿Qué hacía Fidel Castro en ese remoto escenario, de muerte y desolación? Había acudido a un congreso estudiantil secretamente financiado por Perón, como parte de una delegación dirigida por el presidente de la FEU, Enrique Ovares, entonces un líder de izquierda próximo a los comunistas –más tarde preso político del castrismo–, y en la que también participaban Alfredo Guevara, comunista y presidente de la Facultad de Filosofía, primer marxista que alecciona a Fidel en el abc de la doctrina, y Rafael del Pino, otro estudiante violento, muy amigo de Fidel, quien muchos años más tarde acabaría suicidándose en una cárcel cubana tras sufrir toda clase de maltratos por parte de los guardianes al servicio de su antiguo compañero.

Las razones por las que Juan Domingo Perón financiaba ese congreso de estudiantes radicales había que buscarlas en su enfrentamiento con Estados Unidos. En la fecha del asesinato de Gaitán, la OEA era refundada en Bogotá bajo la orientación anticomunista de Washington, y el presidente argentino, campeón de la tercera vía, pretendía equilibrar a la derecha americana con una buena manifestación revolucionaria de inspiración izquierdista/nacionalista. Nadie pensaba que podía ocurrir algo tan dramático como el asesinato del principal dirigente de la oposición, y mucho menos que como resultado de ese hecho iba a estallar una especie de feroz guerra civil que provocaría miles de muertos y la pérdida de decenas de millones en dólares de propiedades destruidas. Fidel Castro, curiosamente, le había pedido a Ovares que lo incluyera entre los invitados al viaje para «enfriarse» un poco tras la muerte Manolo Castro. Su propósito, en ese caso, era huir de la violencia y tratar de proyectarse como un líder universitario en el terreno político, porque no había conseguido que sus compañeros de la carrera de Derecho lo apoyaran en las elecciones estudiantiles.

Pero Castro tenía una especie de imán para los conflictos. Precisamente, poco antes de que Gaitán recibiera a la delegación de estudiantes cubanos, un asesino lo liquida a tiros, y tan pronto se conoce la noticia comienzan los desmanes. Fidel tiene ahí su buatizo revolucionario, y es muy interesante lo que entonces hace este jóven de 22 años: en lugar de permanecer en su hotel, puesto que no conoce la ciudad, o de ponerse en contacto con la embajada de su país, se suma a la insurrección popular, entra en una comisaría de policía y arenga a la tropa para que participe en el alzamiento.

No le arredra ser un absoluto desconocido o ignorar totalmente la realidad colombiana. Se ve en el ojo de un ciclón, y en lugar de tratar de ponerse a salvo, aprovecha la oportunidad para convocar a la Revolución. Naturalmente, nadie le hace caso. Poco después lo detienen, pero las autoridades cubanas, más preocupadas por Ovares –el verdadero líder estudiantil del grupo–, hace gestiones para evacuar a los universitarios, y consiguen sacarlos del país en un avión que transportaba reses. Fidel regresa a Cuba en medio de la mayor excitación. Ha olido de cerca la Revolución. Ha visto casas y automóviles incendiados; ha contemplado tiroteos y ajusticiamientos. Y todo eso le ha revuelto la adrenalina. El hombre de acción que lleva dentro ha sentido las emociones más fuertes y gratificantes que hasta entonces había experimentado.

Pero no sólo se trata de una sensación física. A esa edad, a lo 22 años, Fidel, como tantos jóvenes de su generación, era un revolucionario. Ésa era la palabra clave. Ya tenía una vaga percepción marxista de la sociedad. No es que hubiera leído El capital –a es edad muy poca gente lo ha hecho–, sino que pensaba que el capitalismo era un sistema explotador, causante de la pobreza de lo pueblos, y se sentía profundamente antiimperialista, pues el malvado imperialismo yanqui resumía los males del sistema económico, y la arrogancia colonial impuesta por las cañoneras. De manera que era algo más que un muchacho agresivo armado con una pistola. Era eso mismo, pero también se sentía como el cruzado de una causa redentora de la humanidad. Estaba dispuesto a abrirse a balazos el camino del poder y de la fama política, pero para echar la bases de un mundo mejor, más justo y, por supuesto, enfrentado a los despreciables norteamericanos.

Es en ese momento cuando Fidel comienza a acercarse a la política nacional, y lo hace inscribiéndose en una formación populista, el Partido Ortodoxo, de corte socialdemócrata, dirigido por un senador muy querido, Eduardo Chibás, que con una escoba como símbolo hace enérgicas campañas en contra de la corrupción. Chibás procede de familia rica y educada, y es firmemente anticomunista, pero también se proclama antiimperialista y nacionalista. En realidad se trata, como decían los comunistas de la época, de un burgués reformista y honrado, pero dentro del partido, especialmente entre los mas jóvenes, hay un sector radicalizado en el que Fidel se mueve con agilidad, y en el que comienza a ejercer cierta influencia.

Fidel continúa, por supuesto, su carrera de abogado, pero sin distinción académica. Su padre, que no hizo en la vida otra cosa que trabajar en beneficio de sus hijos, lo mantiene generosamente. Fidel es uno de los pocos estudiantes que posee auto. Aprueba sus asignaturas gracias a su magnífica memoria y en virtud de una obvia capacidad para organizar sus pensamientos por escrito y oralmente, pero ha descartado la idea de ser un gran abogado. Su pasión no es la ley. Ése es el instrumento. En Cuba los políticos eran abogados o militares. Fidel no pensó nunca dedicarse a la abogacía. Quería llegar al Parlamento, pero sólo como una escala en su imparable viaje hacia la Casa de Gobierno. En un momento dado, incluso, hasta trató de acelerar el proceso. La escalofriante historia revela mucho la voluntad de poder del joven Castro. Era 1948 y el presidente Ramón Grau, en su último año de gobierno tan democrático como corrupto, accede a recibir a una delegación de estudiantes que protestaba ruidosamente por el precio del transporte. En la delegación está Fidel. Son media docena de universitarios y esperan en el antedespacho del presidente. Es el tercer piso del palacio y la sala en la que aguardan un balcón. De pronto Castro se pone de pie y les hace a sus compañeros una propuesta insólita: «Tiremos a Grau por el balcón y proclamemos una república revolucionaria; en el 33 los estudiantes tomaron el poder. Debemos repetir esa gesta.» «Tú estás loco, Fidel», le contestan sus amigos en un tono de incredulidad. En ese momento se abre la puerta y entra Grau, risueño y conciliador. Fidel es el primero que lo saluda. El presidente no nota nada extraño. Nunca pensó que un minuto antes quien le apretaba la mano había pedido su asesinato.

A trompicones, siempre estudiando la víspera de los exámenes, Fidel termina la carrera. Estamos a mediados de siglo. Dos años antes, un compañero de la facultad, también con vocación y talento políticos, Rafael Díaz-Balart, luego su archienemigo, le presentó a su hermana, una preciosa muchacha llamada Mirta, estudiante de Filosofía. Se enamoran y se casan. Poco después tienen un hijo. No hay nada inusual en el asunto, salvo que el viejo Ángel, por medio del hermano Ramón, continúa sosteniéndolo. Castro no tiene experiencia laboral y no es capaz de mantener a su familia. Su pasión es la política, el debate, la intriga partidista, la tertulia. Tras graduarse, intenta ejercer como abogado, pero apenas domina el derecho procesal, y, por encima de todo, no le interesa. Dentro del Partido Ortodoxo, sin embargo, ha ido escalando posiciones. Habla por radio cada vez que puede, escribe artículos en la prensa, se hace notar. Da un valiente paso: se separa públicamente de su pasado gangsteril, y elige para ello un peligroso procedimiento que vuelve a colocarlo en los cintillos: denuncia por medio de la prensa sus ex compañeros y a sus ex adversarios. Viaja a Nueva York y por unas semanas acaricia la idea de estudiar Ciencias Políticas en la Universidad de Columbia. En realidad, no quiere estar en Cuba. Teme, y con razón, que lo maten otros pandilleros políticos. Y desea, realmente, alejarse de ese mundo letal y delictivo. Su propósito ahora es subrayar su perfil de político serio. A Chibás le repugnan los pandilleros y Fidel quiere demostrarle que ya ha dejado de serlo. Aprovecha todos los medios a su alcance para atacar la corrupción que se le atribuye al gobierno de Carlos Prío, democrático sucesor de Ramón Grau. Ahora es todo un abogado que pretende llegar a la Cámara de Representantes. Las elecciones tendrían lugar en 1952. Fidel lucha para que lo postulen. Chibás no lo acepta en el círculo de sus íntimos, pero permite su participación.

El 5 de agosto de 1951 sucede algo insólito: Chibás termina su programa de radio dominical con el más dramático y espectacular de los gestos: se da un tiro en el abdomen frente a los micrófono. Quiere sacudir la conciencia de los cubanos. Es –así lo tituló– su «último aldabonazo». ¿Por qué ese intento de suicidio? Estaba apesadumbrado por no haber podido probar unas acusaciones de corrupción que le había hecho a un ministro de Prío. Había perdido credibilidad y se sentía en ridículo. ¿Quería inspirar lástima? Quizá. ¿Quería matarse? No resultaba evidente. Un tiro en el corazón o en la cabeza no hubiera dejado duda. En el vientre era grave, pero no necesariamente mortal. No obstante, acabó siéndolo. Un tratamiento equivocado terminó por rematarlo. La agonía había durado unos cuantos días. El país estaba conmocionado. La popularidad del Gobierno, en los suelos. El entierro fue el mayor que ha conocido la historia de Cuba. Fidel, sin embargo, no vio disminuido su instinto por el poder. En el hospital, cuando los jefes del Partido Ortodoxo preparaban el recorrido del cadáver hasta el cementerio, se oyó la voz afónica y un tanto nasal del joven candidato a congresista: «¿Por qué no desviamos la manifestación hacia el palacio y le damos un golpe de Estado a Prío con el muerto?» Nadie le prestó la menor atención a tan indelicada propuesta en tan inoportuno momento.

Chibás fue enterrado, el Partido Ortodoxo eligió como su sustituto a Roberto Agramonte, un prestigioso catedrático de Sociología que el país mantenía el rumbo democrático, en medio de sobresaltos de una nerviosa sociedad que no conocía el sosiego político. Las elecciones tendrían lugar en el verano de 1952, y Fidel contaba con buenas posibilidades de salir electo al Congreso. Pero no fue así. Fulgencio Batista, el ex sargento convertido en hombre fuerte de Cuba entre 1933 y 1940, presidente legítimo de 1940 a 1944, ante la imposibilidad de recuperar el poder por medios electorales –las encuestas apenas le concedían un 10 por ciento de los votos– dio un golpe castrense el 10 de marzo de 1952, puso en fuga al Gobierno, y comenzó una dictadura de siete años. El día de la asonada militar ocurrieron dos fenómenos de gran trascendencia para Cuba. Batista otra vez se convirtió en dictado, y Fidel Castro dejó de ser un político que se movía dentro del cauce de las instituciones democráticas para convertirse en revolucionario armado. De alguna manera extraña, mientras le contaban que Batista se había apoderado de los cuarteles le vino a su memoria el enérgico recuerdo de el Bogotazo. Sintió el olor de la pólvora. Acusó a Batista ante los tribunales por haber violado la Constitución de la República y empezó a planear la resistencia. Habían comenzado los tiempos de la Revolución. Se sentía extrañamente feliz. Él, en verdad, era un revolucionario, no un político.