aalny abandonó de inmediato sus enfurecidos ruegos en cuanto él tomó la decisión y ella comprendió que no conseguiría hacerle cambiar. Les siguió hasta la esquina del aula de la escuela y allí se quedó, contemplando en silencio cómo Tutilo montaba en la cabalgadura y el pequeño cortejo cruzaba la puerta para girar hacia la barbacana. El camino más ancho que arrancaba del recinto de la feria de caballos era más cómodo para cabalgar; Tutilo no tendría que pasar por el angosto sendero en el que se había tropezado con el cuerpo de Aldelmo.
Sonó la campana de completas, la hora que ella había elegido para sacar a Tutilo por el portillo y dejarle en libertad en un mundo que tal vez ahora él ya lamentaba tener que abandonar, pero que quizá no hubiera sido demasiado hospitalario para un novicio benedictino fugitivo. A pesar de todo, ella había considerado conveniente interponer una distancia de cinco leguas y una frontera entre él y la horca. Ahora, escuchando en silencio el sonido de la campana, la joven empezó a tener sus dudas. Cuando Cadfael regresó, cruzando lentamente el desierto patio, ella clavó sus ojos en él con el rostro muy serio como si quisiera penetrar en los más recónditos recovecos de su mente.
—Vos tampoco le creéis capaz de haberlo hecho —dijo sin el menor asomo de duda—. Vos sabéis que él no le hizo ningún daño a ese pobre pastor. ¿De veras hubierais permitido que se fuera?
—Si él así lo hubiera querido, sí —contestó Cadfael—. Pero yo sabía que no querría. La decisión era suya. Y la tomó. Y ahora yo me tengo que ir a completas.
—Os esperaré en vuestra cabaña —dijo la joven—. Tengo que hablar con vos. Ahora que ya estoy segura, os diré todo lo que sé. Aunque no sirva para demostrar nada, puede que vos veáis en ello algo que yo no he visto. Tutilo necesita un ingenio superior al mío y dos son mejor que uno.
—Ahora yo me pregunto —dijo Cadfael, estudiando las firmes facciones de su delicado rostro—, si lo haces porque quieres a este mozo para ti o por puro desinterés.
La joven le miró en silencio sin decir nada.
—Bueno, pues, me reuniré contigo en la cabaña —continuó Cadfael—. Yo también necesito un segundo ingenio. Si dentro tienes frío, puedes utilizar el fuelle de mi brasero. Tengo turba suficiente para taparlo de nuevo antes de que nos marchemos.
En la perfumada atmósfera de la cabaña, mientras las hierbas susurraban en el techo y el calor del brasero ascendía hacia ellas, Daalny se sentó inclinada hacia la lumbre cuyo resplandor le doraba los pronunciados pómulos y la despejada frente enmarcada por los negros bucles de su cabello.
—Vos ya sabéis ahora —dijo— que no lo mandaron llamar desde Longner aquella noche. Era una historia verosímil, pero él necesitaba un motivo para estar en otro sitio y no aquí cuando viniera el pastor. No hubiera sido una solución definitiva, pero hubiera aplazado lo peor y Tutilo raras veces mira más allá de lo que tiene delante. Si hubiera podido evitar verse con ese pobrecillo aunque sólo fuera unos días, esta disputa sobre los huesos de la santa se hubiera resuelto de una u otra manera y Erluino se hubiera ido, llevándose consigo a Tutilo. Aunque no es que ésta sea una vida muy prometedora para él —añadió, proyectando el labio inferior hacia fuera con expresión dubitativa—, ahora que está superando un poco la idea de la virtud. Si los vaticinios bíblicos le son desfavorables, Erluino le echará toda la culpa a Tutilo de lo ocurrido. Vos lo sabéis tan bien como yo. Estos monjes siguen siendo con creces lo que eran antes de ingresar en los monasterios. Si en el mundo eran duros y fríos, dentro se vuelven más duros y fríos y, si eran dulces y generosos, se vuelven más dulces y generosos que antes. O mejores o peores según los casos. Y ahora que Tutilo estaba empezando a comprender el lugar que le corresponde y lo que podría hacer en él… —añadió con vehemencia—. En fin, así son las cosas. Mintió acerca de Longner para no tener que estar aquí aquella noche. Ahora tiene una deuda con ella y quiere pagarla.
—Hay algo más que una deuda —dijo Cadfael—. La dama lo cautivó la primera vez que lo vio. Hubiera ido a verla por muy atrayentes que hubieran sido las cosas que tú hubieras puesto en el otro platillo de la balanza. Lo que tú me estás diciendo es que él sabía muy bien que Aldelmo iba a venir aquí aquella noche. ¿Cómo se enteró? Ningún monje tenía conocimiento de ello. Sólo el abad y yo lo sabíamos, aunque puede que el abad considerara oportuno decírselo al prior Roberto.
—Lo sabía porque yo se lo dije —contestó con toda franqueza la joven.
—¿Y tú cómo te enteraste?
—Sí, es cierto, pocas personas lo sabían —dijo Daalny, irguiendo bruscamente la cabeza—. Fue por pura casualidad. Bénezet se lo oyó comentar al prior Rémy y a fray Jerónimo, y entonces fue y me lo dijo. Porque estaba seguro de que yo avisaría a Tutilo y creo que deseaba que lo hiciera, pues sabía que Tutilo me gustaba.
Las palabras más normales y sencillas son las mejores para expresar sentimientos complicados y excesivos. Daalny había dicho mucho más de lo que ella creía.
—¿Y él? —preguntó Cadfael con fingida indiferencia.
Pero la muchacha no era tan ingenua como para eso. Las mujeres nunca lo son y ella era una mujer con una experiencia de la vida muy superior a la que hubieran podido contener sus años.
—No sabe muy bien lo que siente ni por mí ni por nada —contestó Daalny—. Se deja llevar por el viento que sopla. Ve un sueño maravilloso y se arroja de cabeza en él. E incluso se convence a sí mismo de que es espléndido. Ahora su sueño monástico se está desvaneciendo. Sé muy bien que es esplendoroso, pero no está hecho para él. Él no está hecho para la paz y la quietud del claustro.
—Dime entonces qué ocurrió aquella noche después de que él pidiera y obtuviera permiso para ir a Longner —dijo Cadfael en un susurro.
—Lo hubiera podido decir en seguida —contestó tristemente la joven—, pero eso no hubiera servido para ayudarle. Estuvo efectivamente en aquel camino, encontró al pastor muerto, corrió al castillo tal como hubiera hecho cualquier hombre honrado y le comunicó al gobernador lo que había encontrado. Lo que yo puedo decir no cambia para nada la situación. Pero, si vos podéis descubrir en ello algún grano de buen trigo, por el amor de Dios, recogedlo y mostrádmelo, pues a mí se me ha pasado por alto.
—Cuéntame —dijo Cadfael.
—Lo planeamos entre los dos —dijo la joven— y fue la primera vez que nos reuníamos fuera de estas murallas. Él salió y tomó el camino que sube por la loma hasta el embarcadero. Yo crucé la doble puerta del cementerio en dirección al recinto de la feria de caballos y juntos subimos al henil que hay encima de las cuadras de allí. El portillo de la puerta principal todavía estaba abierto, pues acababan de sacar a los caballos para llevarlos a sus cuadras después de la inundación. Las cuadras de aquí habían tardado más de una semana en secarse. Allí estuvimos juntos hasta que oímos sonar la campana de completas. Para entonces, pensamos, el pastor ya se habría vuelto a marchar. Era muy tarde y la noche estaba muy oscura.
—Y llovía —le recordó Cadfael.
—También. No era una noche apropiada para entretenerse por el camino. Pensamos que el chico se iría a casa y ya no querría repetir inútilmente el camino.
—¿Y qué hicisteis todo aquel rato? —preguntó Cadfael.
La muchacha esbozó una triste sonrisa.
—Estuvimos hablando. Nos sentamos juntos sobre el heno para estar más calentitos y estuvimos hablando. Sobre la vocación que él había elegido, sobre mi irremediable esclavitud y sobre lo mucho que ambos nos parecíamos en el fondo —contestó—. Yo nací en una trampa y él, para evitar caer en otra clase de esclavitud, cayó en otra con los ojos abiertos, pero sin mirar por donde iba. Y ahora que está atado de pies y manos se ha empeñado en liberarme.
—De la misma manera que tú le has ofrecido la libertad esta noche. Bueno pues, y después, ¿qué ocurrió? Oísteis la campana de completas y pensasteis que ya podíais regresar. ¿Cómo es posible que él viniera solo por el camino del embarcadero?
—No nos atrevimos a regresar juntos. Le hubieran podido ver y era necesario que regresara por el mismo camino que hubiera tomado si hubiera ido a Longner. Yo entré por la misma puerta del cementerio por la que había salido y él subió por el bosque hasta el camino que había seguido para reunirse conmigo. No hubiera sido decoroso que regresáramos juntos. Él ha renunciado a las mujeres —explicó la joven con una amarga sonrisa—, y yo no puedo tener tratos con los hombres.
—Él aún no ha hecho los votos definitivos —le recordó Cadfael—. Es una lástima que estuviera solo. Si dos personas hubieran encontrado al muerto, la una hubiera podido confirmar el testimonio de la otra.
—¿Nosotros dos? —dijo Daalny soltando una breve risita—. No nos hubieran creído… ¿Una esclava y un novicio a punto de hacer sus votos definitivos, solos en la noche tras retozar entre el heno? Hubieran dicho que habíamos conspirado para matar al pastor. Y ahora me parece que ya os lo he dicho todo y no os he dicho nada —añadió, pasando de la amargura a la tristeza—. Pero es la pura verdad. Puede que Tutilo sea un tremendo embustero y un audaz ladrón, pero en todo lo demás es tan inocente como un niño de pecho. Aquella noche incluso rezamos juntos cuando sonó la campana. Pero ¿quién se lo va a creer?
Cadfael lo creía, pero ya se imaginaba la cara que hubiera puesto Erluino en caso de que le hubieran contado semejante historia.
—Por lo menos, me has dicho que lo sabían otras personas, y no sólo los pocos de nosotros que lo sabíamos al principio —dijo Cadfael en tono meditabundo—. Si Bénezet oyó a Jerónimo contar lo que sabía, me pregunto cuántas personas más se debieron de enterar aquella noche. El prior Roberto puede ser discreto, pero Jerónimo…, lo dudo. ¿Y si Bénezet se lo hubiera dicho a Rémy tal como te lo dijo a ti? Cualquier cosa que recoja un criado puede ser provechosa para su amo. Y lo que Rémy escuchó, bien pudo revelárselo al protector al que está cortejando. No, no creo que esta hora haya sido una pérdida de tiempo. Me ha ofrecido muchas cosas en qué pensar. Vete a la cama, hija mía, y no te inquietes.
—¿Y si Tutilo no regresara de Longner? —preguntó la muchacha, debatiéndose entre la esperanza y el temor.
—Ni se te ocurra pensarlo —dijo Cadfael—. Regresará.
Devolvieron a Tutilo a la abadía mucho antes de prima bajo la nacarada luz de un claro y sereno amanecer. El mes de marzo estaba resultando ser más cordero que león. Había anémonas en el bosque y se estaban abriendo las primeras prímulas sin que las hubiera quemado la escarcha ni la lluvia las hubiera ensuciado de barro. Los dos hombres de Longner que cabalgaban a ambos lados del trovador prestado le acompañaron hasta la garita de vigilancia y allí aguardaron en silencio mientras él desmontaba. Tomando las riendas de la jaca para regresar a casa, intercambiaron con él unas serenas y comedidas palabras, claramente amistosas. El mayor de los dos se inclinó hacia abajo desde su silla de montar para darle unas afectuosas palmadas en el hombro y decirle algo al oído antes de alejarse con su compañero por la barbacana en dirección al recinto de la feria de caballos.
Para entonces, Cadfael ya llevaba despierto más de una hora, pues la inquietud le había impedido descansar. Por consiguiente, había decidido aprovechar el tiempo, acercándose a los arbustos que bordeaban sus campos de guisantes y a la orilla de la alberca del molino para recoger los blancos capullos del ciruelo silvestre que utilizaba en la preparación de las suaves purgas destinadas a los ancianos de la enfermería que ya no podían hacer el ejercicio que antaño mantenían sus cuerpos en perfecto estado. El ciruelo silvestre era una planta extraordinaria que servía para casi todas las dolencias internas de los hombres, pues tanto los capullos como las flores y los amargos frutos negros tenían un sinfín de aplicaciones. También se usaba en la formación de setos para impedir el paso de las vacas y las ovejas a los campos de cultivo.
De vez en cuando, interrumpía su tarea y regresaba al gran patio por si hubiera regresado Tutilo. Ya tenía una bolsa llena de florecitas blancas cuando hizo el viaje por séptima vez y presenció la llegada de los tres jinetes a la garita de vigilancia, observando sin que nadie le viera cómo Tutilo se despedía amistosamente de sus guardianes y se encaminaba hacia la garita como si él mismo quisiera tomar la llave de su celda y regresar obedientemente a su cautiverio.
Caminaba con paso un tanto inseguro y mantenía la cabeza de cobrizo cabello inclinada sobre algo que sostenía en sus brazos. En determinado momento, el joven llegó incluso a tropezar con los adoquines. La luz, que ya había adquirido la pálida tonalidad dorada de las prímulas en los lugares iluminados por sus oblicuos rayos, aún no había llegado ni a la garita de vigilancia ni al gran patio, por lo que Tutilo mantenía los ojos clavados en los adoquines y los pisaba con sumo cuidado como si no pudiera ver bien el camino. Cadfael se acercó a él mientras el portero, que había oído el rumor de la llegada y acababa de salir de su vivienda, dejaba que Cadfael, como superior suyo que era, se hiciera cargo del recién llegado prisionero.
Tutilo no levantó la vista hasta que Cadfael estuvo muy cerca. Entonces parpadeó y le miró como si tuviera dificultades incluso para reconocer su conocido rostro. Tenía los ojos enrojecidos y su dorado brillo aparecía empañado a causa de una noche en vela y tal vez también de las lágrimas. La carga que con tanta ternura sostenía era una bolsa de suave cuero cerrada con unas cuerdas en cuyo interior se albergaba un objeto de forma rígida que le ocupaba los brazos y él estrechaba amorosamente contra su corazón, manteniendo las cuerdas de cierre enrolladas alrededor de su muñeca para más seguridad, como si temiera perderla. El joven miró a Cadfael por encima de su tesoro mientras en sus ojos se encendían unas leves chispas de inquietud y dolor.
—Ha muerto —dijo con una voz ligeramente estridente—. Sin un solo gemido ni estremecimiento. Pensé que se había quedado dormida con mis canciones. Y seguí…, temiendo que el silencio turbara su descanso…
—Hiciste bien —dijo Cadfael—. Llevaba mucho tiempo esperando ese descanso. Ahora ya nada lo puede turbar.
—He regresado en cuanto he podido. No quería dejarla sin despedirme debidamente. Ha sido muy buena conmigo. —El joven no se refería a una relación de ama con criado o de protectora con protegido sino a otro tipo de amable relación beneficiosa para ambos—. Temía que pensarais que no quería regresar. Pero el capellán dijo que no duraría hasta la mañana y, por consiguiente, no podía dejarla.
—No había ninguna prisa —dijo Cadfael—. Sabía que regresarías. ¿Tienes apetito? Ven a sentarte un rato en la portería y te daremos algo de comer y beber.
—No… ya me han dado de comer. Querían que me quedara a dormir allí, pero no entraba en el trato que yo permaneciera en aquella casa más tiempo del necesario. Y yo me atuve al pacto. —De pronto, Tutilo experimentó un repentino acceso de bostezos que le hizo asomar las lágrimas a los ojos—. Ahora necesito irme a dormir —reconoció con un estremecimiento.
La única cama a la que podía aspirar era la de su celda, hacia la cual se encaminó gustosamente, ansiando que cerraran la puerta para poder aislarse del mundo. Cadfael tomó la llave de manos del portero que estaba un poco preocupado y ahora se alegraba de ver regresar dócilmente a su encierro a un prisionero del que quizá hubieran podido considerarle responsable. Cadfael acompañó al joven y le vio sentarse con alivio en el estrecho catre donde permaneció un instante en silencio, dejando la bolsa a su lado con afectuosa dulzura.
—Quedaos un ratito —dijo el mozo al final—. Vos la conocíais bien. Yo llegué muy tarde. ¿Cómo es posible que tuviera ánimos para mirarme en medio de sus tormentos?
El joven no esperaba respuesta y en todo caso, no había ninguna. Pero ¿por qué no iba una mujer a punto de morir en la flor de la edad, demasiado pronto para sus años y demasiado tarde para los sufrimientos que padecía, hallar alivio y consuelo en la súbita contemplación de la juventud y la lozana y vulnerable belleza de un muchacho en un mundo no demasiado benévolo con los débiles?
—Le deparaste un inmenso placer. En sus últimos años sólo había conocido íntimamente la intensidad del dolor. Creo que ella te vio con más claridad y mucho mejor que algunas personas que conviven contigo y, sin embargo, están ciegas. Quizá mejor de lo que tú te ves a ti mismo.
—Tengo muy buena vista —dijo Tutilo— y sé muy bien lo que soy. No hay que ser un ángel para que uno cante como si lo fuera. En eso no hay ningún mérito. Habían trasladado el arpa a su cámara, recién templada para que yo la tocara. Pensé que sería demasiado sonora para ella en el interior de aquella pequeña estancia, pero era su deseo. ¿Vos la conocisteis, Cadfael, cuando disfrutaba de salud y resplandecía de belleza? Toqué un rato para ella y después me detuve porque estaba tan inmóvil que pensé que se había quedado dormida. Sin embargo, vi que tenía los ojos abiertos y las mejillas sonrosadas, que sus facciones estaban más relajadas y que sus rojos y carnosos labios aparecían curvados en una sonrisa que no era enteramente una sonrisa. Comprendí que me había reconocido aunque no me dijo ni una sola palabra en toda la noche. Le canté unos cuantos himnos en honor de la Virgen y después, no sé por qué, pues nadie me dijo lo que tenía que hacer y lo que no, sentí que ella me absorbía a pesar de su inmovilidad y que se serenaba porque habían desaparecido sus sufrimientos…, mientras yo le cantaba canciones de amor. Me bastó con mirarla para comprender que era feliz. De vez en cuando, la esposa del joven señor entraba y se sentaba a escuchar y me servía algo de beber. Y también entró la dama que se ha de casar con el hermano menor. El capellán ya le había dado la absolución. Hacia la madrugada, sobre las tres, debió de morir, aunque yo no me enteré…, creí que había caído dormida hasta que el más joven entró y me lo dijo.
—En verdad se quedó dormida —dijo Cadfael—. Y, si tus cantos la acompañaron mientras bajaba a las tinieblas, su paso debió de ser muy dulce. No debes afligirte. Ella llevaba mucho tiempo esperando pacientemente este final.
—No fue eso lo que me afligió —dijo Tutilo con toda sinceridad—. Ved lo que ocurrió después. Lo que he traído.
Tutilo abrió la bolsa de cuero que tenía a su lado, introdujo la mano y sacó con amoroso cuidado el mismo salterio que había tocado una vez en la cámara de Donata, con su reluciente tabla armónica y sus cuerdas tan brillantes como si fueran nuevas. Una clavija rota había sido sustituida por otra nueva y estaba triplemente encordada con nuevas cuerdas de tripa. Tutilo lo depositó a su lado y acarició transversalmente las cuerdas, arrancándoles un leve sonido metálico.
—Ella me lo ha regalado. Cuando ya estaba muerta y habíamos rezado unas oraciones por ella, su hijo menor me lo ofreció totalmente arreglado tal como lo veis, diciéndome que ella deseaba que yo lo tuviera, pues un músico sin instrumento es como un guerrero sin arma o armadura. El chico me dijo todo lo que ella le había encargado decirme al entregárselo en custodia para mí. Dijo Donata que un trovador sólo necesita tres cosas, un instrumento, un caballo y el amor de una dama. La primera me la quería dar ella y las otras dos me las tendría que buscar yo por mi cuenta. Hasta me hizo cortar unas cuantas púas nuevas y algunas más de recambio.
El joven hablaba con infantil tono de asombro y con los ojos llenos de lágrimas al pensar en aquel vaticinio que tal vez predijera un futuro muy lejos del claustro, el cual ya estaba perdiendo de todos modos el visionario encanto que hasta entonces había tenido para él. Puede que ella tuviera razón. La presencia de Tutilo la había reconfortado no como ser espiritual sino como una joven y vigorosa presencia llena de posibilidades todavía no puestas a prueba. Muchas veces los moribundos y sobre todo, las moribundas eran unos oráculos extraordinarios.
Se oyó a lo lejos, desde el otro lado del patio, la campana del dormitorio tocando para prima. Cadfael tomó el salterio con el debido respeto y lo depositó cuidadosamente sobre el pequeño reclinatorio.
—Tengo que irme —dijo—. Y tú procura dormir y quitarte todas las inquietudes de la cabeza mientras nosotros echamos las sortes biblicae. Te has portado muy bien con la dama y ella te ha hecho a su vez mucho bien. Con su ayuda y con las plegarias que los demás ofreceremos por ti, no es posible que no obtengas la bendición divina.
—Ah, sí —dijo Tutilo, mirando a Cadfael con las pupilas dilatadas—. Es hoy, ¿verdad? Lo había olvidado.
Aquella momentánea sombra lo turbó, pero no lo intimidó, pues ya estaba por encima del temor.
—Y ahora lo puedes volver a olvidar —le dijo con firmeza Cadfael—. Tú más que nadie tienes que confiar en la santa a la que tanto veneras. Quédate aquí durmiendo y confía en santa Winifreda. ¿No crees que ella ya debe de estar un poco harta de que la traten como un hueso codiciado por tres perros?
En la media hora de descanso entre el capítulo y la misa solemne, mientras Cadfael estaba clasificando su cosecha de capullos de ciruelo silvestre en la cabaña del huerto, apartando las espinas y los fragmentos de oscuras y resistentes ramas, se presentó Hugo para comunicarle el resultado de sus propias pesquisas. No era gran cosa, pero, por lo menos, el barquero le había facilitado una pequeña información que quizá le sería útil.
—Aquella noche el chico no fue a Longner ni cruzó el río. Creo que vos ya lo sabéis, ¿verdad? En cambio, el otro chico sí lo hizo y el barquero recuerda a qué hora. Por lo visto, el cura de la parroquia de Upton tiene un servidor que visita a la familia de su hermano en Preston una vez por semana y aquella noche el servidor hizo el camino desde Upton a Preston en compañía de Aldelmo que trabajaba en la heredad y vivía en la aldea de al lado. Un pastor nunca sabe a qué hora terminará su jornada, pero el servidor del cura sale de Upton en cuanto termina el rezo de vísperas, tal como hizo esa vez. El hombre dice que un poco antes de las seis Aldelmo se despidió de él en Preston para dirigirse al embarcadero. Desde allí, para cruzar el río y recorrer el camino hasta el lugar donde lo encontraron no debió de transcurrir más de media hora…, puede que incluso menos si caminaba ligero. Como estaba lloviendo, lo más seguro es que apurara el paso. Yo creo que lo debieron de asaltar y matar un cuarto o media hora después de las seis. Difícilmente pudo ser más tarde. Si vuestro novicio nos pudiera decir dónde estuvo el rato en que hubiera tenido que estar en Longner y, mejor todavía, si pudiera aportar algún testigo que lo confirmara, fácilmente podría salir del cieno en el que ahora se encuentra hundido.
Cadfael se volvió a mirarle con expresión pensativa mientras unos cuantos pétalos blancos que habían quedado alojados en los pliegues de su hábito se elevaban en el aire y flotaban hacia la clara luz del exterior, movidos por el aire que penetraba a través de la puerta abierta.
—Hugo, si eso que decís es cierto, espero que se pueda hacer algo, pues, aunque dudo que él esté dispuesto a confesarlo, sé de otra persona que puede declarar, y así lo hará, que estuvo en su compañía hasta que sonó la campana de completas, cosa que ocurrió casi una hora más tarde de la que vos decís y, por si fuera poco, a un cuarto de hora de camino de aquel lugar. Sin embargo, puesto que ello es contrario a la vocación de Tutilo y quizá no presagiaría nada bueno para la otra persona, es posible que ninguno de los dos esté demasiado dispuesto a declararlo abiertamente delante de todo el mundo. Puede que a vos os lo susurraran al oído a poco que intentáramos convencerles.
—¿Dónde está el chico ahora? —preguntó Hugo—. ¿Encerrado en la celda?
—Y profundamente dormido si no me equivoco. ¿Anoche vos no estuvisteis en Longner, Hugo? No, ya sé que no, de otro modo él me lo hubiera dicho. En tal caso, seguramente no os habréis enterado de que anoche lo mandaron llamar poco antes de completas por expreso deseo de Donata. Y Radulfo le dio permiso para salir bajo escolta. Donata ha muerto, Hugo. Dios y los santos se han apiadado finalmente de ella.
—No, no lo sabía —dijo Hugo. Sentado en silencio, recordó los años en cuyo transcurso había mantenido tratos con Donata Blount y su familia. No tenía que llorar por ella, sino más bien dar gracias—. A esta hora la noticia me estará esperando seguramente en la guarnición —añadió—. ¿Y mandó llamar a Tutilo?
—¿Os parece extraño? —preguntó Cadfael en un susurro.
—Más bien me decepciono cuando las criaturas humanas no se comportan de forma extraña. No, lo que me sorprende es que esos dos llegaran a entablar una relación. Lo más lógico es que jamás se hubieran visto en este mundo. Pero, una vez que se vieron, todo era posible. Ahora ella ha muerto. ¿Ocurrió en presencia del chico?
—Pensó que se había quedado dormida oyéndole cantar —contestó Cadfael—. La apreciaba mucho y ella a él. Como no había nada en juego, tampoco existía ninguna barrera. Nada que los uniera y nada que los separara. El chico ha vuelto a casa esta mañana desolado por la experiencia y rebosante de asombro porque ella le ha regalado el salterio con el que él le solía tocar canciones, dejándole un mensaje que parece sacado de un romance trovadoresco. Ha regresado gustosamente a su celda y espero que siga durmiendo hasta que se resuelva todo este asunto que tenemos entre manos después de la misa. ¡Que Dios y santa Winifreda nos concedan un venturoso final!
—¡Eso ya no es tan fácil! —dijo Hugo, esbozando una sonrisa un tanto enigmática—. ¿No os parece que estas sortes son una manera un poco peligrosa de resolver las cuestiones? Tengo la impresión de que no debe de ser difícil el engaño. En cierta ocasión, vos también engañasteis… ¡aunque por una buena causa, por supuesto!
—Engañé para evitar un robo, no para favorecerlo —dijo Cadfael—. Yo nunca he engañado a santa Winifreda y no creo que ella tolere ahora los engaños. No me exigirá más de lo que le debo y tampoco permitirá que el chico pague por un asesinato que estoy seguro no cometió. Ella sabe lo que necesitamos y lo que nos merecemos. Ella enderezará los entuertos y resolverá las disputas a su debido tiempo.
—Y sin necesidad de que yo le eche una mano —concluyó Hugo, soltando una carcajada mientras se levantaba para marcharse—. Ya me voy. Prefiero estar en otro sitio mientras duren vuestras monásticas deliberaciones. Pero después, cuando se despierte, ¡no quisiera molestar al pobrecillo!, tendremos que intercambiar unas palabritas con vuestro pájaro cantor.
Cadfael entró en la iglesia antes de misa, preocupado por aquella profesión de fe y avergonzado de su preocupación en un doble retorcimiento de la mente. Sea como fuere, no tenía tiempo de preparar una infusión antes de la prueba. Había dejado los pétalos de ciruelo silvestre, libres de espinas e impurezas, en una vasija tapada con un lienzo de hilo para protegerlos de las motas de polvo. Algunos pétalos estaban todavía adheridos a la áspera tela de sus mangas. Otros habían ido a parar a su cobriza tonsura entrecana desde las ramas más altas, agitadas por el viento. La nieve de aquella primavera le hizo evocar otras primaveras en las que la floración de las plantas había sido más tardía y la embriagadora dulzura de los espinos llegaba casi a quitar el sentido. En cuestión de cuatro o cinco semanas la nieve cubriría los setos vivos. El perfume de los verdes brotes ya se aspiraba en el aire con tanta constancia como la de los secretos escarceos del agua de febrero cuyos murmullos ya habían enmudecido casi por completo.
Por instinto más que con deliberada intención llegó al altar de santa Winifreda y se arrodilló, apoyando las crujientes rodillas en la última grada. No pronunció ni una sola palabra aunque por dentro se le ocurrieron algunas en su lengua galesa que era también la de la santa. Ella haría saber dónde deseaba estar. Él sólo pedía que lo iluminara en la cuestión de la muerte del honrado joven que cuidaba dulcemente de sus corderos cual si fueran corderos de Dios y no merecía aquel prematuro final, por más que Dios hubiera extendido su mano para protegerle en la caída y lo hubiera elevado después a la luz eterna.
Y también en la cuestión de otro joven sospechoso de haber cometido un acto que él hubiera sido incapaz de cometer y que, por consiguiente, no tenía que pagar con una muerte igualmente injusta.
No le cabía la menor duda de que la santa lo estaba escuchando y no volvería la espalda a sus súplicas. Sin embargo, Cadfael no sabía muy bien en qué estado de ánimo lo estaría escuchando, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido. Cadfael le dirigió las plegarias con resignada humildad, formulándolas en el recio galés del norte, el galés de Gwynedd. Por muy indignada que estuviera la santa, jamás dejaría de actuar con equidad.
Cuando se levantó, asiendo el borde del altar que había sido cubierto con ricos lienzos para celebrar el regreso de la santa y manifestarle la esperanza de que se dignara permanecer en la casa, Cadfael no se retiró de inmediato. El silencio que reinaba a su alrededor era agradable y siniestro a la vez, como la quietud que precede al comienzo de una batalla. El libro de los Evangelios, no el gran libro iluminado, sino otro más pequeño y resistente acostumbrado a soportar unos dedos cuya agilidad se debía precisamente a su asiduo manejo y a la ligereza de sus páginas, ya estaba colocado con toda reverencia y precisión en el centro del relicario de plata repujada. Cadfael apoyó una mano en él y concentró todas sus oraciones en demanda de iluminación en el roce de sus dedos, experimentando el súbito impulso de abrir el libro. Muéstrame el camino, amada doncella, pues tengo que cuidar de una pobre criatura. Es un mentiroso, un ladrón y un bribonzuelo porque así lo ha hecho el mundo, pero su dulzura iguala a su falsedad. Sin embargo, no es un asesino, a pesar de todo lo que pueda ser.
Dudo que jamás le haya causado el menor daño a nadie en sus aproximados veinte años de vida. Dime una palabra que me ilumine y me enseñe a sacarlo de su encierro.
El libro de los vaticinios estaba allí, delante de él. Casi sin pensar, apoyó ambas manos en él, lo tomó y lo abrió. Mientras lo volvía a dejar en su sitio, manteniéndolo abierto con la palma de la mano izquierda, cerró los ojos y apoyó el dedo índice de la mano derecha en la página.
Bruscamente consciente de lo que acababa de hacer, permaneció absolutamente inmóvil sin mover ni un solo dedo y tanto menos el índice y abrió de nuevo los ojos para ver lo que éste señalaba.
Se encontraba en el capítulo 10 del evangelista Mateo y el ferviente dedo, comprimido con tanta fuerza que casi estaba provocando un hueco en la página, descansaba en el versículo 21.
Cadfael había aprendido el latín un poco tarde, pero aquel texto era muy fácil de entender:
«… el hermano entregará al hermano a la muerte».
Contempló fijamente las palabras y, al principio, no las comprendió, aparte la siniestra alusión a la muerte, y a una muerte intencionada, no al sereno final de una vida como la de Donata. El hermano entregará al hermano a la muerte… Formaba parte de la profecía de desintegración y caos que se produciría al final de los tiempos; dentro de aquel contexto, no era más que un detalle de un cuadro más amplio, pero allí lo era todo, era una respuesta cabal. Tratándose de alguien que llevaba muchos años perteneciendo a una comunidad de hermanos, las palabras eran muy significativas. No era un desconocido o un enemigo sino un hermano que traicionaba a su hermano.
De pronto, tuvo la fugaz visión de un joven bajando por un estrecho sendero del bosque en una oscura y lluviosa noche, envuelto en una capa oscura y con la capucha muy echada sobre la cara. La sombra pasó de largo y no fue más que una sombra vagamente distinguida bajo la suave aclaración de la oscuridad creada por un retazo de cielo entre los árboles; pero la sombra era conocida, un hombre encapuchado, envuelto en una holgada capa. ¿O acaso un hombre con cogulla y hábito negro? En tales condiciones, ¿dónde estaría la diferencia?
Fue como si se abriera una puerta ante él, mostrándole una débil, pero inconfundible luz. Un hermano entregado a la muerte… ¿Y si eso fuera cierto? ¿Y si alguien hubiera estado esperando a otra víctima y no a Aldelmo? Nadie más que Tutilo tenía motivos para temer la declaración de Aldelmo, pero Tutilo, pese a haber salido de la abadía aquella noche, había negado con firmeza haber atacado al joven y estaban surgiendo detalles que confirmaban su declaración. Tutilo era efectivamente un hermano que aquella noche había salido y hubiera tenido que pasar por aquel camino. Por la similitud de figura y edad, mientras Aldelmo apuraba el paso para poder guarecerse cuanto antes de la lluvia, el asesino que aguardaba al acecho bien pudo confundirlo con él.
Un hermano entregado a la muerte, en efecto, si otro hombre no hubiera pasado antes que él por aquel camino. Pero ¿quién podía ser el otro, el que había planeado la muerte? Si el significado de aquel oráculo fuera efectivamente lo que parecía, la palabra «hermano» tenía que poseer sin duda un doble significado monástico. Podía ser un hermano de aquella casa o, por lo menos, un hermano de la orden benedictina. Cadfael no sabía de nadie, aparte Tutilo, que hubiera abandonado la abadía aquella noche, si bien no era probable que un hombre que hubiera tenido semejante propósito lo hubiera pregonado por ahí y tanto menos hubiera anunciado a otros su intención de salir. ¿Alguien de la orden que odiara a Tutilo hasta el extremo de intentar asesinarle? El prior Roberto no hubiera lamentado demasiado que Tutilo pagara con su vida el atroz delito cometido, pero aquella noche el prior Roberto había cenado con el abad y varios otros testigos y, en cualquier caso, no cabía imaginarlo aguardando al acecho en el bosque para atacar al delincuente con sus elegantes manos. Erluino hubiera podido tenérsela jurada al chico por haber deshonrado a Ramsey no tanto con su fallido robo cuanto con su chapucera forma de llevarlo a cabo, pero Erluino también había cenado con el abad. Y, sin embargo, el oráculo permanecía clavado en la mente de Cadfael cual una espina de ciruelo silvestre y no había forma de poder arrancarlo.
Cadfael se dirigió a su sitial mientras las palabras seguían resonando en su oído interior. «El hermano entregará al hermano a la muerte». Tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para poder concentrarse, desterrar la frase de su mente y poner todo su corazón y su alma en la celebración de la misma.