VI

l ver sus propias manos bajo la luz de las velas, el joven hizo una mueca y las mantuvo apartadas para evitar que le rozaran cualquier otra parte de su persona o su hábito, pues la derecha tenía la palma y los dedos cubiertos de sangre a medio secar mientras que las yemas de los dedos de la izquierda también aparecían manchadas como si con ellas hubiera tanteado unas prendas empapadas. No quiso o no pudo ofrecer más detalles acerca de lo ocurrido sin antes haberse lavado, pero, entre tanto, se retorcía las manos como si quisiera arrancarse la mancillada piel junto con la sangre que la cubría. Cuando, al final, se reunió en la sala del abad con Radulfo, el prior Roberto, Erluino y fray Cadfael, cuya presencia él mismo había solicitado, contó su historia sin temor.

—Regresaba por el camino del embarcadero a través del bosque cuando tropecé con él en lo más hondo de la espesura. Estaba tendido con las piernas estiradas sobre el camino y yo caí de rodillas a su lado. Reinaba una oscuridad casi absoluta, pero se podía seguir el camino gracias a la pálida línea de cielo que se vislumbraba entre las ramas de los árboles. Sin embargo, en el suelo no había más que negrura. Tanteé a ciegas y noté una rodilla y la textura de una tela. Pensé que estaba embriagado, a pesar de que no hablaba ni se movía. Le tanteé el muslo y la cadera y me incliné sobre el lugar donde juzgué que debía de estar su rostro, pero no percibí el menor aliento de vida. Apoyé la mano en la ruina de su cabeza y entonces comprendí que estaba muerto. ¡Y no por causa de un accidente! Noté la fractura del hueso.

—¿Y no pudiste adivinar quién podía ser aquel hombre? —preguntó el abad en tono amable y pausado.

—No, padre. Estaba demasiado oscuro. No había forma de saberlo sin la ayuda de una antorcha o una linterna. Y, al principio, me puse nervioso. Después comprendí que aquello era asunto del gobernador y recordé que la Iglesia no debe intervenir, sino mantenerse apartada en todos los casos de derramamiento de sangre. Por consiguiente, me fui a la ciudad, comuniqué lo ocurrido a los del castillo y ahora el señor Berengario ha colocado una guardia en el lugar hasta que amanezca. He dicho lo que sé y el resto tendrá que esperar la llegada de la luz. El señor gobernador, padre, me ha pedido que informéis de lo ocurrido a fray Cadfael y que, cuando rompa el alba, con vuestra venia, yo le acompañe a aquel lugar donde él le estará aguardando. Por eso he pedido ahora que fray Cadfael participe en esta reunión. Gustosamente le acompañaré mañana a aquel lugar y, si ahora él tiene alguna pregunta que hacerme, responderé lo mejor que sepa. Hugo Berengario ha dicho que fray Cadfael entiende de heridas, pues fue durante muchos años un hombre de armas.

El muchacho, que casi se había quedado sin resuello, lanzó un profundo suspiro tras haberse librado de la carga que pesaba sobre sus hombros.

—Si el lugar está guardado —dijo Cadfael, clavando los ojos en la inquisitiva mirada del abad—, cualquier cosa que el muerto tenga que decirnos podrá esperar hasta que amanezca. Creo que es mejor no hacer conjeturas de antemano, pues ello nos podría conducir fácilmente por un camino equivocado. Sólo te preguntaré, Tutilo, a qué hora saliste de Longner.

—Era tarde; pasada la hora de completas, emprendí el camino de regreso.

—¿Y no te cruzaste con nadie al volver?

—A este lado del río, no.

—Creo —dijo Radulfo— que tendremos que esperar a que veáis el lugar de día y entonces sabremos quién es esa desventurada alma. ¡Por ahora, es suficiente! Vete a la cama, Tutilo, y Dios te conceda un sueño reparador. Cuando nos levantemos para prima, tendremos tiempo de ver y considerar en lugar de adivinar.

A pesar de ello, pensó Cadfael, nuevamente acostado en su cama, pero sin el menor deseo de dormir, ¿cuántos de los cinco que hemos estado presentes, uno hablando y cuatro escuchando, podremos volver a pegar el ojo esta noche? Y, de los tres de nosotros que sabíamos que un joven tenía que recorrer aquel camino esta noche, ¿cuántos se habrán apresurado a darle un nombre a la víctima anónima y habrán empezado a ver las razones por las cuales pudo haber alguien a quien no le interesara su presencia aquí, entre nosotros? ¿Radulfo? No se le habrá escapado una posibilidad tan evidente, pero se abstendrá de decir nada hasta que se sepa algo más. ¿El prior Roberto? Bueno, hay que reconocer que apenas ha dicho nada esta noche. Esperará a que haya motivos fundados para acusar a un hombre, pero es lo bastante inteligente como para ir atando cabos y llegar a ciertas conclusiones. ¿Y yo? Me podría ocurrir lo mismo contra lo cual he advertido a los demás: ¡me sería muy fácil adentrarme por un camino equivocado! Bien sabe el Cielo lo difícil que puede ser, una vez se ha emprendido un camino equivocado, dar media vuelta y buscar el verdadero.

Por consiguiente, veamos qué es lo que tenemos: Aldelmo, ¡quiera Dios que esté en su casa en estos momentos, desmemoriado y durmiendo a pierna suelta!, tenía que venir anoche a identificar a un hombre. Los monjes no habían sido informados y sólo lo sabíamos Radulfo, el prior Roberto, Hugo y yo, dejando aparte al mozo de Cynrico que cumple fielmente los encargos, pero apenas se entera de lo que son y se olvida de su embajada tan pronto como la termina y le han dado la recompensa. Erluino no había sido informado y estoy seguro de que no lo sabía. Y, que yo sepa, Tutilo tampoco. Sin embargo, es curioso que aquella misma noche mandaran llamar a Tutilo desde Longner. Pero ¿le mandaron llamar efectivamente? Eso se puede confirmar y comprobar sin ninguna dificultad. Suponiendo que se hubiera enterado de la venida de Aldelmo, el joven hubiera podido aplazar la identificación, pero no evitarla, pues al final hubiera tenido que presentarse. En cambio, si él se hubiera presentado, pero Aldelmo no hubiera venido, no esta noche sino jamás, la cosa hubiera sido distinta.

La acumulación de detalles estaba creando una terrible posibilidad, en la cual él no creía a pesar de todo. Mejor aplazar las conjeturas hasta que viera directamente el lugar donde se había cometido el asesinato y la víctima que lo había sufrido.

Las primeras luces del alba, filtrándose casi a regañadientes entre las desnudas ramas de los árboles y la enmarañada maleza, a duras penas iluminaba el angosto y húmedo sendero cubierto de hojas podridas en el que algunas formaciones rocosas ocasionales presentaban unas franjas de sombras semejantes a los peldaños de una escalera en las zonas donde las talas habían espaciado los troncos de los árboles. El sol aún no se había librado de los bancos de nubes del este y la luz era incolora y amorfa a causa de la suave lluvia de la noche, aunque lo bastante clara como para mostrar lo que había provocado la caída de Tutilo en la oscuridad sin que éste lo viera.

El cuerpo yacía en sentido diagonal en el camino, tal como Tutilo había dicho, no enteramente boca abajo sino más bien apoyado sobre el hombro derecho, con el brazo derecho echado hacia atrás y el izquierdo muy separado del cuerpo y libre de los pliegues de la ancha capa con capucha que llevaba. Por la forma en que estaba arrugada alrededor del cuello, la capucha le debía de haber resbalado hacia atrás al caer con la mejilla derecha contra las húmedas hojas del suelo. El lado izquierdo de su cabeza era un oscuro amasijo de sangre reseca, en la cual Tutilo había apoyado la mano la víspera, retirándola inmediatamente horrorizado.

El mozo permanecía ahora ligeramente apartado junto a los arbustos, contemplando fijamente aquello que no había podido ver la víspera, con los párpados entornados sobre el apagado oro de sus ojos y los labios fuertemente apretados en un visible esfuerzo por conservar la calma. Se había levantado muy temprano, probablemente sin haber podido dormir, y había encabezado la marcha hacia aquel lugar del bosque sin decir ni una sola palabra, aparte un saludo en voz baja, limitándose a responder a los comentarios que se le hacían. Lo cual no era de extrañar en caso de que su relato fuera verídico, y menos de extrañar todavía en caso de que lo hubieran obligado a regresar a un escenario sobre el cual hubiera mentido ante el representante de la ley y ante los superiores de la orden libremente elegida por su propio deseo.

El rostro comprimido contra la tierra estaba intacto, o casi. Cadfael se arrodilló junto a la destrozada cabeza y pasó suavemente una mano bajo la mejilla derecha para girar el rostro un poco hacia arriba y verlo mejor.

—¿Le puedes identificar? —preguntó Hugo, de pie a su lado. La pregunta iba dirigida a Tutilo y no se hubiera podido soslayar, aunque tampoco hubo el menor intento de soslayarla.

—No conozco su nombre —contestó Tutilo sin tardanza, aunque con un cierto recelo.

Era curioso, pero verdadero casi con toda seguridad; aquellos pocos momentos del caótico anochecer no habían exigido ningún nombre. Tutilo había sido tan anónimo para Aldelmo como éste para él.

—Pero ¿conoces a este hombre?

—Le he visto —contestó Tutilo—. Nos echó una mano cuando se inundó la iglesia.

—Su nombre es Aldelmo —dijo Cadfael, levantándose y dejando que el manchado rostro se hundiera suavemente en el lecho de hojas—. Anoche se dirigía a nuestra casa, pero nunca llegó.

En caso de que el mozo no lo supiera, mejor que se enterara. Tutilo escuchó sin dar a entender lo que pensaba. Se había encerrado en sí mismo y no sería fácil que se volviera a abrir.

—Bueno pues, vamos a ver si nos aclaramos un poco —dijo Hugo, dando la espalda a la frágil y sumisa figura que tan apartada se mantenía de los hechos, sobre los cuales ella misma había informado—. Bajaba por este camino desde el embarcadero y, al pasar por aquí, lo atacaron. ¡Fijaos cómo cayó! Algo más de tres palmos hacia atrás…, aquí, en la espesura del bosque, alguien lo atacó por detrás y desde la izquierda, tras haberle tendido una emboscada a la izquierda del camino.

—Eso parece —dijo Cadfael, estudiando los arbustos cuyas ramas se extendían casi hasta el centro del camino—. El susurro de las ramas que él provocaba a su paso debió de ser suficiente para cubrir el súbito rumor del movimiento de otro hombre entre los arbustos de aquí. Cayó tal como ahora está tendido. ¿Veis alguna señal de que se volviera a mover, Hugo?

El terreno que rodeaba al muerto, con su colchón de hojas del año anterior convertidas en una suave pulpa, no mostraba ninguna huella de perturbación sino que, en su llana y húmeda superficie oscura, no se observaba la menor señal de agitación de piernas o brazos ni de las pisadas de un asaltante a su alrededor.

—Mientras permanecía tendido sin sentido —dijo Hugo—, terminaron el trabajo. No hubo lucha ni defensa.

Desde la oscuridad del interior de su cogulla, Tutilo musitó:

—Estaba lloviendo.

—En efecto —dijo Cadfael—, no lo he olvidado. La capucha le debía de cubrir la cabeza. Eso…, se hizo después, cuando ya estaba tendido en el suelo.

El muchacho contempló en silencio el cuerpo sin vida. Sólo la sutil curva de un pómulo, los párpados entornados y un luneto de frente se vislumbraban entre las sombras de la cogulla. Unas lágrimas permanecían en suspenso en sus largas pestañas semejantes a las de una muchacha.

—Hermano, ¿puedo cubrirle el rostro?

—Todavía no —contestó Cadfael—. Necesito examinarlo más de cerca antes de que nos lo llevemos de aquí.

Dos sargentos de Hugo aguardaban inmóviles en el camino con unas parihuelas a punto para su traslado al castillo o la abadía, según las órdenes que les diera Hugo. Desde la distancia prudencial a la que se encontraban, lo observaban todo en silencio y con frío interés. Habían sido testigos de muertes violentas en otras ocasiones.

—Haced lo que haga falta —dijo Hugo—. La estaca o el garrote con el cual lo golpearon habrá desaparecido junto con el hombre que lo usó, pero, si el cuerpo de ese desventurado nos puede decir algo, mejor descubrirlo ahora antes de que lo movamos.

Cadfael se arrodilló junto a los hombros del muerto y examinó detenidamente la mellada herida, en el centro de cuya sangre reseca asomaban las blancas puntas de los huesos. El cráneo estaba roto justo por encima y por detrás de la sien izquierda, aparentemente a causa de un solo golpe, aunque de eso Cadfael no podía estar seguro. Un bastón con una pesada empuñadura redondeada hubiera podido causar aquel daño, pero el agujero era muy grande y no regular, sino mellado. Cadfael levantó cuidadosamente el borde de la capucha y la extendió sobre su mano cerrada en puño. Tenía una costura en la parte posterior. Pasando las yemas de los dedos por la costura, encontró hacia el centro un pequeño punto rígido y pegajoso y las retiró manchadas de sangre a medio secar. La cantidad de sangre era muy escasa y procedía sin duda del primer golpe que había abatido a la víctima, dejándola sin sentido en el suelo. Sólo la costura estaba levemente manchada. Cadfael alisó los pliegues y pasó los dedos por la tupida mata de cabello pelirrojo del joven muerto desde la nuca hasta la parte posterior de la cabeza que había estado en contacto con la costura de la capucha y que sin duda habría amortiguado la fuerza del golpe. Encontró una pequeña herida de la que se había escapado una mínima cantidad de sangre que ahora ya estaba casi seca. Allí los huesos del cráneo no estaban rotos.

—El golpe que lo abatió no fue demasiado fuerte —dijo Cadfael—. No hubiera podido dejarle sin sentido mucho rato, si no le hubieran propinado otros golpes. Lo que se hizo a continuación fue muy rápido, antes de que recuperara el conocimiento. Eso no le hubiera podido provocar la muerte. Pero lo que siguió a continuación fue un frío acto deliberado. Eso lo hubiera podido hacer un hombre embriagado en el transcurso de una pelea.

—Pero fue suficiente para dejarle a la merced de su enemigo —dijo Hugo con tristeza—. Éste tuvo tiempo de calcular el trabajo y de terminarlo sin prisas y con toda tranquilidad.

Cadfael alisó los ásperos pliegues de la capucha y los sacudió, extrayendo de ellos unos pálidos fragmentos tan livianos como plumas. Los agitó en la palma de su mano y vio que eran unos restos de leña putrefacta. En medio de aquella maleza los había en abundancia, incluso tras las incursiones de los pilluelos de la barbacana que la usaban para sus hogueras. Pero ¿por qué allí, en la capucha de Aldelmo? Pasó las manos por los hombros de la capa y no encontró más astillas como aquéllas. Levantó el borde de la capucha y la posó suavemente sobre la destrozada cabeza, cubriendo el rostro. A su espalda percibió más que oyó el profundo suspiro de Tutilo e intuyó el estremecimiento que le recorrió el cuerpo.

—Esperemos unos momentos. Vamos a ver si el asesino dejó alguna huella de su presencia en caso de que permaneciera un rato aquí, aguardando el paso de su víctima.

Aquél era sin duda el lugar más protegido del camino que discurría entre el embarcadero y la barbacana. Cadfael recordó que el camino se bifurcaba al bajar por la ladera de la loma cubierta de brezos que daba al río. Una rama bajaba directamente al recinto de la feria de caballos mientras que la otra, aquélla en la cual ellos se encontraban en aquel momento, atravesaba el bosque y salía hacia la mitad de la barbacana y casi se podía ver desde la garita de vigilancia de la abadía. Fue la que debió de utilizar Tutilo a la ida y a la vuelta de Longner, durante la cual había hecho aquel terrible descubrimiento. Siempre y cuando aquella noche el mozo hubiera estado efectivamente más cerca de Longner que de aquel desdichado lugar.

Cadfael dio un paso atrás para medir de nuevo el ángulo en el cual yacía el cuerpo y examinar el lugar situado a escasa distancia del camino en el que debió de permanecer oculto el agresor. Era un escondrijo muy enmarañado y lleno de ramas resecas y de leña muerta; buscó algunos fragmentos rotos y los encontró.

—¡Aquí!

Atravesó de lado la pantalla de vegetación y salió a un pequeño espacio herboso cubierto de hojas muertas, cuya superficie brillaba a causa de la lluvia de la víspera. Un suave suelo pisado muy pocas horas antes por unos nerviosos pies. Nada más, aparte una gruesa rama seca arrojada bajo los arbustos y, a su lado, su huella en el lugar de la hierba que previamente había ocupado. Cadfael se agachó y la recogió. Su extremo más grueso, quebrado y colgante, soltó una lluvia de minúsculas astillas mientras él lo sostenía en su mano. Grueso y pesado, pero quebradizo.

—Aquí esperó un buen rato a juzgar por la forma en que está pisoteado el mantillo. Y eso es lo que empuñó. Con eso descargó el primer golpe, pero se le rompió al golpear la cabeza de la víctima.

Hugo contempló la rama y se mordió el labio con aire pensativo.

—Pero con eso seguro que no debió de descargar el segundo. Se le hubiera astillado del todo antes de causar este daño.

—No, eso lo arrojó entre los arbustos cuando se le rompió en la mano. ¿Debió de buscar entonces rápidamente algo más mortífero? Está claro que, si descargó el primer golpe con esta rama, no debía de disponer de ninguna otra rama. —A lo mejor, pensó Cadfael, ni siquiera tenía intención de matar, pues no iba preparado para ello—. ¡Esperad! Veamos qué es lo que hay por aquí.

No debió de disponer de mucho tiempo para buscar algo, pues, de lo contrario, Aldelmo hubiera recuperado el conocimiento y se hubiera levantado. Cadfael empezó a buscar colina arriba por el borde del camino, mirando entre los arbustos y bajando después por el otro lado. Aquí y allá, la piedra caliza que asomaba de vez en cuando entre los brezos y la áspera hierba de la parte superior de la loma formaba unas pedregosas manchas que surgían entre la hierba y el mantillo y a veces eran sustituidas por unas pequeñas rocas dispersas, profundamente hundidas en la turba y el musgo. Cadfael bajó un poco más. Como el agresor se había ocultado a la izquierda del camino, miró primero por allí. A pocos pasos del lugar donde yacía el cuerpo y a unos tres palmos del borde del camino entre los arbustos había un montículo de rocas sueltas entre la hierba y los líquenes en una zona que aparentemente nadie había hollado desde hacía más de un año, hasta que algo en el claro perfil de la piedra de arriba le indujo a examinarla con más detenimiento. No estaba unida a las otras por los restos de tierra y vegetación que amalgamaban a las demás entre sí, aunque había sido cuidadosamente vuelta a colocar en el mismo lugar que sin duda ocupaba desde hacía más de un año. Cadfael se agachó, la tomó en sus manos y la levantó sin arrancar con su acción ninguna hierba ni fragmento de musgo. La habían levantado por la noche y vuelto a colocar en su sitio.

—No —dijo Cadfael en voz baja, hablando consigo mismo—, eso no me lo esperaba. No imaginaba que pudiera haber una mente con pensamientos tan tortuosos.

—¿Eso? —preguntó Hugo, contemplando la enorme y pesada piedra, alisada en su parte superior por la intemperie y cubierta de liquen y musgo en la inferior. Cuando Cadfael le dio la vuelta, vio que la superficie era áspera y de color pálido y que sus mellados cantos estaban recubiertos por una oscura costra todavía a medio secar—. Eso es sangre —dijo Hugo sin vacilar.

—Eso es sangre —repitió Cadfael—. Una vez cometido el crimen, ya no había prisa. Tuvo tiempo para pensar y reflexionar. Volvió a colocar la piedra donde la había encontrado con toda frialdad y tranquilidad, alineándola cuidadosamente para dejarla tal como estaba. Las pequeñas raíces que había arrancado no las pudo arreglar, pero ¿quién se iba a fijar en eso? Ahora ya hemos hecho todo lo que se puede hacer aquí, Hugo. Sólo nos queda juntar todos los datos de que disponemos y tratar de averiguar qué suerte de hombre lo puede haber hecho.

—¿Podemos levantar a este pobrecillo? —dijo Hugo.

—¿Podría llevármelo a la abadía? Me gustaría examinarlo con más detenimiento. Creo que vivía solo y no tenía familia. Hablaremos con el sacerdote de Upton. Y esta piedra… —Pesaba mucho y Cadfael se alegró de poder dejarla en el suelo—. Llevadla junto con él.

Tutilo había permanecido todo el rato en silencio, escuchando atentamente todo lo que se decía a su alrededor. El rocío de sus pestañas iluminado por los primeros rayos del sol naciente ya se había secado y su boca formaba una rígida línea. Cuando los hombres de Hugo levantaron el cuerpo de Aldelmo para colocarlo sobre las parihuelas y echaron a andar camino abajo en dirección a la barbacana, Tutilo siguió la triste procesión como si fuera un afligido deudo y caminó en silencio, sin apartar los ojos del envuelto cuerpo.

—¿No se escapará? —le preguntó Hugo al oído a Cadfael mientras bajaban.

—No se escapará. Yo me encargaré de eso. Tiene un amo muy severo al que servir y no sabría adonde ir.

—¿Y qué pensáis de él?

—No me atrevo a decirlo —contestó Cadfael—. Se me resbala entre los dedos. Pero hubo un tiempo en que hubiera dicho lo mismo de vos —añadió con ironía, alegrándose al oír la suave risita de Hugo—. ¡Ya lo sé! El sentimiento era mutuo. Pero fijaos en cómo acabó todo al final.

—Se presentó directamente a mí con la historia —explicó Hugo, hablando en voz baja para que sólo le oyera Cadfael—. Parecía muy alterado, pero razonaba con mucha claridad. No perdió el tiempo, pues el cuerpo estaba todavía tan caliente como si viviera, aunque sin el menor soplo de vida. Decidimos dejarle donde estaba hasta esta mañana. El mozo se comportó como lo hubiera hecho cualquier hombre que, en las mismas circunstancias, hubiera tropezado con un asesinato. Sólo que actuó mejor de lo que quizá hubiera hecho la mayoría.

—Lo cual —dijo Cadfael con firmeza— es una prueba de su inteligencia o de su astucia. Tanto de lo uno como de lo otro. ¿Quién podría decirlo?

—No suelo veros actuar muy a menudo como abogado del diablo cuando hay de por medio un joven en apuros —dijo Hugo, esbozando una triste sonrisa—. Bueno, pues mantenedlo bajo custodia y ya veremos si hay que condenarlo o absolverlo.

En la capilla mortuoria el cuerpo de Aldelmo yacía en su catafalco con las extremidades estiradas, el cuerpo bien compuesto y los ojos cerrados, inmóvil e indiferente tras haberle dicho a Cadfael todo lo que éste había logrado que le dijera. No todas las pálidas manchas de su destrozada sien habían resultado ser astillas de hueso. Había suficientes fragmentos de piedra caliza y de polvo como para demostrar sin asomo de duda el uso que se había dado a la piedra.

Un lienzo de lino cubría el rostro del joven. Desde ambos lados del catafalco y a la altura de su pecho, Cadfael y Tutilo se miraron el uno al otro.

El muchacho estaba muy pálido y ojeroso a causa del cansancio. Cadfael había optado por permanecer a su lado cuando Hugo se fue para informar al abad Radulfo de lo que habían encontrado y lo que habían hecho. En silencio, Tutilo se había afanado yendo de un lado para otro, llevando agua y lienzos, yendo por velas y encendiéndolas y soportando la presencia de la muerte. Ahora ya no se podía hacer nada más y él seguía inmóvil sin decir nada.

—¿Sabes por qué venía este hombre hacia acá? —preguntó Cadfael, contemplando el empañado oro de sus fatigados ojos bajo la luz de las velas—. ¿Sabes lo que hubiera…, podido decir al ver a todos los monjes de la orden reunidos en esta casa?

Tutilo movió los ojos y contestó en un susurro:

—Sí, lo sé.

—Tú sabes de qué forma el relicario de santa Winifreda fue sacado de aquí. Eso ahora lo saben todos. Tú sabes que hubo un monje de la orden que tramó su partida y le pidió a Aldelmo que lo ayudara. Y que ella hubiera tenido que llegar a Ramsey en lugar de perderse por el camino. ¿Tú crees que la justicia buscará entre los monjes de Shrewsbury a quienes les fue robada la santa? ¿O más bien se concentrará en dos que no pertenecían a la casa y hubieran ganado con ello? ¿Y en uno de ellos en particular?

Tutilo le miró sin pestañear, pero no dijo nada.

—Aquí yace Aldelmo, el que hubiera podido dar un nombre y un rostro a ese monje sin temor a equivocarse. Pero ahora ya no tiene voz y no puede hablar. Y tú estabas fuera en el mismo camino que conducía al embarcadero y a Preston, de donde él tenía que bajar, y a Longner, adonde tú te dirigías cuando él murió.

Tutilo permaneció callado; no afirmó ni negó nada.

—Hijo mío —dijo Cadfael—, tú ya sabes lo que van a decir, ¿no es cierto?

—Sí —contestó Tutilo, abriendo finalmente los labios—. Lo sé.

—Dirán y creerán que tú esperabas a Aldelmo al acecho y que lo mataste para que nunca te pudiera señalar con el dedo.

Tutilo no protestó diciendo que él había sido quien había informado del asesinato y había invocado la ley, desencadenando con ello la caza al asesino. Apartó los ojos un instante del cubierto rostro de Aldelmo y los levantó de nuevo para clavarlos directamente en los de Cadfael.

—Sólo que nadie lo dirá —dijo al final—. No lo podrán decir. Porque yo mismo iré a ver al padre abad y al padre Erluino y les diré lo que he hecho. No habrá necesidad de que nadie me señale con el dedo. Responderé solamente de lo que he hecho, pero no del asesinato que no he cometido.

—Hijo mío —dijo Cadfael tras un prolongado y pensativo silencio—, no te engañes pensando que eso acallará todas las lenguas. No faltarán los que digan que sopesaste las posibilidades, sabiendo que serías considerado sospechoso, y elegiste entre dos males el menor. ¿Quién no preferiría confesar el robo y el engaño dentro de la jurisdicción de la Iglesia antes que poner el cuello en el dogal del gobernador por un asesinato? Tanto si hablas como si te callas, la situación que te espera no será fácil.

—¡No importa! —dijo Tutilo—. Si merezco un castigo, que caiga sobre mí lo que me corresponda. Tanto si pago como si me dejan libre, al precio que sea no permitiré que se diga que maté a un hombre honrado para impedir que me acusara. Pero, si se tuercen las cosas y soy acusado de ambos delitos, ¿qué otra cosa podré hacer? ¡Fray Cadfael, ayudadme a obtener audiencia del señor abad! Si vos se lo pedís, él me escuchará. Pedidle también que esté presente el padre Erluino, aprovechando que el gobernador se encuentra en la casa. Eso no puede esperar hasta el capítulo de mañana.

El joven había tomado una decisión y estaba deseando terminar cuanto antes. A juicio de Cadfael, era lo mejor que hubiera podido hacer. La verdad, en caso de que cupiera esperar la verdad de una criatura tan sutil como aquélla, incluso en circunstancias desesperadas, podía arrojar luz sobre varios enigmas.

—Si eso es realmente lo que deseas, lo haré —dijo Cadfael—. Pero guárdate de defenderte antes de ser acusado. Di lo que tengas que decir sin hacer aspavientos y te prometo que el abad Radulfo te escuchará.

Pensó que ojalá hubiera podido decir otro tanto del viceprior Erluino. Lo mismo debió de pensar Tutilo, pues, de pronto, a pesar de su solemne determinación, su boca se torció en una mueca de inquietud que inmediatamente se esfumó.

—Ven conmigo —le dijo Cadfael.

En la sala del abad Tutilo contó con la presencia de muchas más personas de las que esperaba Cadfael, pero pareció que lo acogía con agrado, tal vez como medio de compensar el frío recibimiento que temía por parte de Erluino. Hugo se encontraba todavía allí y era natural que hubieran invitado al conde Roberto por respeto a la justicia secular y al gobierno del rey Esteban que él representaba. Erluino estaba presente a petición del propio Tutilo, el cual sabía que en último extremo no lo hubiera podido evitar, y el prior Roberto no hubiera podido estar excluido del lugar donde se hallara presente Erluino. Mejor enfrentarse con todos y que ellos sacaran las consecuencias que quisieran.

—Padre abad… padre Erluino… mis señores… —dijo Tutilo, nombrándolos a todos uno por uno como si fueran los jueces de un tribunal—. Tengo que deciros algo que ya os hubiera tenido que decir antes, pues guarda relación con el asunto sobre el cual se discute aquí en estos momentos. Es sabido que el relicario de santa Winifreda salió de aquí en el carro que transportaba la madera con destino a Ramsey, pero nadie ha podido demostrar cómo se pudo hacer tal cosa. Eso lo hice yo y lo confieso. Yo saqué el relicario del altar donde estaba envuelto para su traslado a un sitio más alto. Coloqué en su lugar un tronco envuelto en un lienzo para que lo subieran a la estancia de arriba. Y aquella noche le pedí a uno de los mozos que nos estaban ayudando, el que había venido con los carreros, que me echara una mano para cargar a la santa en el carro, de forma que ésta se trasladara a Ramsey en auxilio de nuestra devastada casa. Ésa es la verdad. Nadie intervino en ello, sino yo. No interroguéis a nadie más, pues yo declaro lo que he hecho y respondo de ello.

Erluino había abierto la boca para respirar hondo y arrojar sobre su presuntuoso novicio todo un torrente de indignadas palabras, pero se abstuvo de hacerlo antes incluso de que el abad se lo impidiera con un perentorio gesto de la mano, pues el hecho de reprender a aquel incómodo mozo hubiera supuesto un daño a la reclamación de Ramsey sobre algo por lo que tan peligrosamente había apostado el audaz novicio. ¿Qué no haría una santa milagrosa por la futura gloria de Ramsey? La cuestión no estaba todavía decidida, pues a su lado, escuchando atentamente con una leve sonrisa en los labios, se encontraba el conde de Leicester que había reclamado para sí el mismo trofeo. No, mejor no decir nada de momento, hasta que las cosas estuvieran un poco más claras. Mejor dejar las opciones abiertas, inclinarse respetuosamente ante el gesto del abad Radulfo y mantener la boca cerrada.

—Haces bien por lo menos en confesarlo —dijo serenamente Radulfo—. Tal como tú mismo nos dijiste anoche y el señor gobernador ha confirmado, para nuestro inmenso pesar y sin duda también para el tuyo, el joven al que engañaste para que te echara una mano yace ahora muerto dentro de nuestras murallas y permanecerá bajo nuestro cuidado para los ritos que le correspondan. Hubiera sido mejor que lo confesaras antes y le evitaras el viaje que lo condujo a la muerte, ¿no te parece?

El poco color que quedaba en el fatigado rostro de Tutilo desapareció para dar paso a una intensa palidez acompañada de un profundo silencio. Cuando al final, consiguió poner en movimiento las tensas cuerdas de su garganta para articular unas palabras, el muchacho dijo en un entrecortado susurro:

—Me avergüenzo de ello, padre. ¡Pero no podía saberlo! ¡E incluso ahora sigo sin entenderlo!

Más tarde, reflexionando a propósito de lo que había ocurrido, Cadfael se dio cuenta de que fue en aquel momento cuando tuvo la certeza de que Tutilo no había matado y ni siquiera había imaginado la posibilidad de que su impostura pudiera poner en peligro la vida de otra persona.

—Lo hecho hecho está —dijo imparcialmente el abad—. Tú dices que te quieres defender. Si crees que puedes hacerlo, adelante. Nosotros te escuchamos.

Tutilo tragó saliva e hizo acopio de valor, echando sus bien formados hombros hacia atrás.

—Padre, lo que no pueda justificar suficientemente, lo puedo por lo menos explicar. Vine aquí con el padre Erluino, lamentando los males sufridos por Ramsey y ansiando hacer algo grande en favor de la restauración de nuestra casa. Había oído hablar de los milagros de santa Winifreda y de los muchos peregrinos y ricos presentes que ella había aportado a Shrewsbury y soñaba con encontrar una protectora parecida que pudiera infundir nueva vida a Ramsey Rezaba para que ella intercediera por nosotros y nos manifestara su gracia y se me ocurrió pensar que la santa había escuchado mis oraciones y quería otorgarnos su bendición. Me pareció, padre, que se mostraba favorablemente dispuesta hacia nosotros y deseaba visitarnos. Y empecé a sentirme obligado a cumplir su voluntad.

El color había regresado a sus mejillas y ardía febrilmente sobre sus delicados huesos. Cadfael le estudió y empezó a dudar. ¿Se habría convencido a sí mismo o acaso era capaz de crear a voluntad aquel arrobamiento para convencer a los demás? ¿O, como cualquier pecador falible, estaba tratando desesperadamente de construirse una armadura de simplicidad para disimular sus tortuosos engaños? El pecado descubierto puede inventarse toda suerte de velos para cubrir su desnudez.

—Planeé e hice lo que ya os he dicho —añadió Tutilo con repentina sequedad—. Tenía la sensación de que no estaba haciendo nada malo. Creía tener una misión que cumplir y obedecí fielmente. Pero ahora lamento con amargura haber precisado de la ayuda de las manos de otro hombre que nada sabía.

—Y actuó de buena fe, poniendo en peligro su vida —dijo el abad.

—Lo confieso —dijo Tutilo sin pestañear—. Me arrepiento y pido perdón a Dios por ello.

—Puede que, a su debido tiempo te perdone —dijo Radulfo con inflexible dureza—. En eso nosotros no podemos entrometernos. Tenemos tu versión de los hechos, tenemos a una santa que ha regresado a nosotros a través de extraños caminos y tenemos a unas personas que se han hecho amigas suyas durante el viaje y a lo mejor, creen como tú que la doncella ha dirigido su propio destino y ha elegido a sus propios amigos y sus propios protegidos. Pero, antes de que lleguemos a esta cuestión, tenemos que aclarar el asesinato de un hombre. Ni Dios ni sus santos toleran el asesinato. El joven Aldelmo nos exige justicia. Si nos puedes decir algo que arroje alguna luz sobre su muerte, habla ahora.

—Padre —dijo Tutilo, palideciendo intensamente—, juro por mi honor que no le hice ni jamás le hubiera hecho ningún daño y no sé de nadie que le deseara ningún mal. Cierto que él os hubiera podido decir sobre mí lo que yo os he dicho ahora, pero mi temor jamás me hubiera llevado a intentar hacerle callar. ¡Él me ayudó! ¡Y ayudó a la santa! Si él me hubiera señalado con el dedo, hubiera dicho que sí. Confieso que estaba un poco asustado y que traté de engañaros. Pero ahora ya no hay ningún secreto.

—Y, sin embargo —insistió implacablemente el abad sin insinuar ninguna acusación—, tú eres el único que tenía motivos para temer su venida aquí y lo que pudiera revelarnos. Lo que ahora has decidido decirnos ni puede deshacer esta verdad ni puede absolverte de ella. Hasta que no se sepa algo más en relación con esta muerte, considero necesario que permanezcas confinado bajo mi custodia. La única acusación que pesa sobre ti en este momento es la de robo contra esta casa, con independencia de lo que eso pueda significar más adelante. Eso te coloca bajo mi jurisdicción. Quizá el señor gobernador tendrá algo que decir al respecto.

—No tengo nada que objetar —se apresuró a decir Hugo—. Lo encomiendo a vuestra custodia, padre abad.

Erluino no había dicho ni una sola palabra ni a favor ni en contra. Estaba sopesando en silencio las opciones que se le ofrecían y, de momento, no le parecían totalmente desfavorables. Puede que aquel insensato mozo hubiera cometido errores potencialmente desastrosos, pero había mantenido intacta la base de su reclamación. ¡La santa lo había querido! ¿De qué forma podría aquella cosa demostrar lo contrario? Ella lo había dispuesto así y sólo la perversidad de los hombres había dado al traste con su viaje.

—Pedidle a fray Vidal que llame a los porteros para que se lo lleven —dijo el abad—. Y vos, fray Cadfael, acompañadle a su celda y después, si queréis, regresad con nosotros.