Prólogo

Prólogo

Por el rabillo del ojo, Neeva vislumbró el destello rojo de un conjuro solar y, no obstante la inminente victoria de su milicia, sintió la fría zarpa del pánico cerrándose sobre su corazón. La llamarada había surgido del punto donde se encontraba la Puerta del Ave Solar, que custodiaba todos los tesoros ocultos del poblado… y en especial a su joven hijo, Rkard.

Para su desesperación, Neeva no se encontraba en situación de poder lanzarse en su ayuda, ya que se encontraba en lo alto del gigantesco caparazón de un mekillot muerto, valiéndose tan sólo de un par de espadas cortas para defenderse de tres hombres armados con lanzas y dagas. En las estrechas callejas de Kled, sus milicianos masacraban sin piedad a los bandidos que habían atacado el pueblo para hacer esclavos. Los pocos invasores que escapaban a las ensangrentadas hachas de los enanos huían por una de las muchas brechas abiertas al inicio del ataque por el enorme reptil sobre cuyo cadáver se encontraba Neeva ahora. Si se tenía en cuenta la velocidad con que habían atacado los traficantes de esclavos, la batalla iba muy bien, pero eso no era suficiente para animar a la preocupada madre.

—¡Ya estoy harta! —refunfuñó la mujer, lanzando una de las espadas contra el atacante más próximo.

La hoja de acero partió el esternón del nombre con un crujido ahogado y se hundió profundamente en su pecho. La comandante de la milicia no esperó a verlo desplomarse; se dejó caer sobre una rodilla y giró, al tiempo que extendía por completo la otra pierna. Cuando el siguiente esclavista se adelantó para atacarla por la espalda, su rodilla recibió todo el impacto del tobillo de Neeva, lo que le hizo perder el equilibrio. La luchadora siguió con su giro, rebanando la garganta de su oponente antes de que este llegara a tocar el suelo. La lanza del tercer esclavista salió despedida en busca del pecho de la mujer, pero esta desvió la afilada punta con la mano libre y hundió la espada que le quedaba en el estómago del hombre.

Neeva liberó sus espadas de los cuerpos de los moribundos negreros, sin apenas prestar atención a sus estertores de agonía. Sus ojos escudriñaban ya las calles en busca de su esposo, con la esperanza de que hubiera sido Caelum el autor del conjuro lanzado en la Puerta del Ave Solar. Lo descubrió en el otro extremo del poblado, demasiado lejos para haber sido el causante del fogonazo.

Convencida de que sus hombres podrían acabar con los traficantes de esclavos sin su dirección, Neeva se deslizó hasta el suelo por el caparazón del mekillot. Tras trepar sobre los escombros de varias cabañas aplastadas, se introdujo por una calleja estrecha y corrió hacia la Puerta del Ave Solar. Se detuvo en dos ocasiones para acabar con bandidos aterrorizados que se cruzaron en su camino pero, en su prisa por llegar hasta la puerta, permitió que varios más escaparan con vida.

A unos cincuenta metros de su destino, entrevió a un trío de inixes que se escabullían por una calle paralela; balanceaban sus colas de reptil de un lado a otro con tal violencia que iban abriendo agujeros en las cabañas de piedra alineadas a lo largo de la avenida. Los reptiles medían unos cinco metros de largo, con escamas de color ceniza, patas rechonchas y picos óseos que podían partir en dos a un hombre. Sobre el lomo de cada una de las bestias cabalgaba un conductor armado con una lanza, con las sillas para la carga, cajas enormes construidas con huesos blanqueados al sol, bien sujetas detrás.

Neeva comprendió al instante que los traficantes de esclavos no habían escogido su pueblo por casualidad. Quien fuera que hubiera planeado el ataque conocía la existencia del tesoro oculto de Kled y dónde encontrarlo, ya que las sillas de los dos primeros inixes rebosaban con las riquezas robadas al otro lado de la Puerta del Ave Solar: armaduras de bronce, hachas y espadas de acero, incluso las coronas de oro de los antiguos reyes. A la guerrera se le ocurrió por un momento que la toma de esclavos no había sido más que una diversión para que los ladrones que cabalgaban sobre los inixes pudieran operar con impunidad, pero rechazó la idea rápidamente. Las bajas entre los bandidos habían sido demasiado grandes para que se tratara de una simple distracción.

Neeva sólo tuvo que ver el contenido de la carga del tercer reptil para abandonar toda conjetura sobre los motivos que pudieran mover a los bandidos. En lugar de tesoros, el animal transportaba a dos hombres. Uno era un hombretón corpulento vestido con ropas de cuero curtido, que sostenía un espadón de acero robado sin duda del arsenal de Kled. El otro, un semielfo de aspecto odioso con una barba corta negra y facciones afiladas, se cubría con una túnica ondulante y no llevaba armas; en lugar de ello, sujetaba el cuerpo forcejeante de un chiquillo. Aunque el niño no tenía más que cinco años, era ya tan alto como la mayoría de los enanos, con un cuerpo de huesos grandes y poderosos músculos. Totalmente calvo, tenía la mandíbula cuadrada, ojos rojos brillantes de furia y orejas puntiagudas muy pegadas a la cabeza.

—¡Rkard! —exclamó Neeva, echando a correr por el callejón en pos de los secuestradores de su hijo.

No necesitaba preguntarse por qué los bandidos habían cogido a su hijo en lugar de cargar al tercer animal con más riquezas. El niño era un mul, un cruce de enano y humana por el que se podría obtener una pequeña fortuna en cualquier ciudad que poseyera un mercado de esclavos. Dotado del poderoso cuerpo de su padre enano y de la agilidad humana de Neeva, lo enviarían a los fosos de los gladiadores para convertirlo en un campeón de la arena. Puesto que ella misma había pasado la infancia en los fosos, la madre de Rkard conocía muy bien los horrores a los que el chiquillo se enfrentaría allí.

Neeva alcanzó el final del callejón y saltó sobre la fustigante cola del inix. Hundió una de sus espadas cortas en las escamas del costado del animal y la utilizó para alzarse por encima de sus cuartos traseros. El reptil lanzó un rugido de dolor e intentó volver la cabeza para morderla, pero el conductor dirigió la punta de su lanza hacia el ojo sin párpado de la criatura.

—¡Adelante, Slas! —chilló, y la criatura siguió corriendo por la avenida.

—¡Rkard, prepárate! —aulló Neeva.

El chiquillo dejó de forcejear y alzó una mano menuda en dirección al cielo. Al mismo tiempo, el jinete cubierto con la armadura de cuero se inclinó fuera de la silla e intentó acuchillar a Neeva con su espada de acero; esta interceptó el golpe con la otra espada, y describió un círculo con la hoja por encima del arma de su atacante para desarmarlo. Por desgracia, el esclavista era un luchador experimentado y apartó la espada antes de que ella se la pudiera arrebatar de la mano.

—¿Qué te sucede, Frayne? —exigió el semielfo que sujetaba a Rkard—. ¡Mata a esa fulana!

—No soy ninguna fulana —gruñó ella, afianzando los pies—. ¡Y este niño no será esclavo de nadie!

La enfurecida madre arrancó la primera espada del costado del inix y se abalanzó hacia la silla. Atacó con un doble molinete, golpeando la espada más larga de Frayne primero con una de las suyas, para luego adelantarse con la intención de herir con la otra arma el rostro o la garganta que quedaban al descubierto. El sorprendido negrero no pudo hacer otra cosa que retroceder, y Neeva saltó por encima de la pared de la silla, al tiempo que lanzaba otra serie de estocadas.

Frayne se adelantó para aprovechar la momentánea pausa en el ataque de la mujer, e intentó hundirle la espada en el abdomen. Neeva retorció el cuerpo en el aire y lanzó una patada lateral con el pie que tenía adelantado para golpear al hombre en la cabeza. La espada del bandido pasó inofensiva junto a su diafragma, y el hombre fue a golpear contra el otro extremo de la silla.

Con la gracia de una elfa funámbula, Neeva aterrizó entre Frayne y el semielfo que sujetaba a Rkard. Observó que el que había capturado a su hijo había introducido una mano en el bolsillo de su túnica, sin duda para sacar los componentes de un hechizo. El hombre estaba tan absorto en Neeva que no se dio cuenta de que la menuda mano del hijo de esta resplandecía con el poder del sol rojo.

Neeva apuntó sus espadas a la garganta de los hombres.

—Soltad a mi hijo —ordenó—. No tiene ningún valor para dos cadáveres… y podéis tener por seguro que no abandonaréis Kled vivos.

—Me temo que no tenemos alternativa —dijo el semielfo, sacando la mano del bolsillo.

Rkard apuntó entonces su reluciente mano al rostro de su capturador, mientras Neeva se volvía hacia Frayne. A su espalda centelleó una luz roja, a la que siguió un grito de sorpresa del semielfo. Al volver la cabeza, la mujer vio que el hechicero se cubría con las manos los deslumbrados ojos y aprovechó la ocasión para separarle la cabeza de los hombros con una tremenda cuchillada.

Neeva volvió inmediatamente su atención a Frayne, pero la espada del bandido se dirigía ya hacia sus desprotegidas rodillas. Saltó por encima de la hoja, al tiempo que hacía girar una de sus espadas hacia abajo y la otra hacia arriba para interceptar el esperado revés. Para su sorpresa, el negrero no siguió adelante con su primer ataque, limitándose a extender un brazo para agarrarse al borde de la silla en un intento por recuperar el equilibrio.

Neeva empezó a adelantarse, pero el inix se detuvo bruscamente con un bandazo.

—¡Madre! —gritó Rkard.

Neeva miró por encima de su hombro y descubrió a su hijo de pie sobre el cuerpo decapitado del hechicero. El niño señalaba al conductor, que había abandonado su puesto sobre los hombros del animal para trepar en dirección a la silla. En la calle situada más adelante, los otros dos inixes, cuyos conductores no prestaban la menor atención a la lucha, se escabullían fuera de Kled con sus pesados cargamentos de riquezas enanas.

La guerrera lanzó su segunda espada a su hijo.

—Ya sabes qué hacer, Rkard.

Sin esperar siquiera a comprobar si el chiquillo atrapaba el arma, Neeva se dirigió hacia Frayne. El esclavista había vuelto a incorporarse y lucía una sonrisa presuntuosa en los labios.

—¿Un chiquillo contra un lancero? —se mofó—. Eso es tan estúpido como enfrentarse conmigo con una única espada corta.

—Puede —respondió ella.

Aunque no permitió que se reflejara en su rostro, la mujer se sentía más segura de sí misma que nunca. Frayne era un experto espadachín, pero su comentario sugería que, al igual que tantos que habían aprendido a luchar fuera de la arena, su atención se concentraba más en el arma de su oponente que en su oponente mismo. Cuando se luchaba con un gladiador, una persona no podía cometer mayor error que ese.

Neeva empezó a mover la espada de un lado a otro con rapidez siguiendo una pauta de interceptación y ataque, al tiempo que avanzaba tras la centelleante hoja tal y como sabía que Frayne esperaba que hiciera. Decidido a mantener la ventaja de su espada más larga, el bandido intentó colocarse a un lado y la mujer le cortó el paso al lanzarse al frente en un torpe intento de acuchillarlo en las costillas. Mordiendo el anzuelo, Frayne lanzó su espada contra la cabeza de ella en un brutal revés.

La luchadora lanzó las piernas a lo alto y las envolvió alrededor de la cintura de su oponente, al tiempo que se dejaba caer de costado. La espada de Frayne pasó inofensiva por encima de su cabeza en el mismo momento en que su cuerpo golpeaba contra el suelo de la silla y rodaba a un lado. La repentina torsión hizo que el bandido perdiera el equilibrio y aterrizara de espaldas con las piernas de ella ciñéndole aún la cintura. Neeva se incorporó e inmovilizó el brazo armado del otro con una mano al tiempo que le hundía la punta de la espada en el esófago.

La mujer se volvió hacia la parte frontal del inix y vio cómo el conductor saltaba al interior de la silla, con la punta de su lanza dirigida directamente a la cabeza de ella. Su hijo escogió ese preciso momento para alzarse de su escondite detrás de la pared con la espada levantada frente al vientre del hombre. El mismo impulso del bandido lo arrojó sobre la hoja. El negrero aulló de dolor y, soltando la lanza, se desplomó sobre Rkard.

Neeva extendió el brazo y acabó con él de un veloz tajo en la nuca; luego se incorporó hasta quedar de rodillas y apartó el cadáver de encima de su hijo. El niño yacía encima del cuerpo decapitado del hechicero, cubierto de sangre de la cabeza a los pies.

—¿Rkard, estás herido? —preguntó Neeva, colocándose junto a él.

El niño tenía la mirada fija en el suelo, junto al cadáver del hechicero, y no contestó.

—¡Contéstame! —gritó Neeva, cogiéndolo en brazos.

—Estoy bien, madre —respondió él—. Mira lo que he encontrado. —Rkard sostenía un cristal cuadrado de olivino manchado de sangre.

Neeva tomó la joya de su mano y la limpió.

—¿De dónde lo sacaste?

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que su voz no sonara enojada. Ya había visto tales cristales en dos ocasiones anteriores, cuando todavía era una ciudadana de Tyr.

—Se cayó del bolsillo del hechicero —explicó Rkard—. ¿Me lo puedo quedar?

—Me parece que no.

Neeva sostuvo el cristal a una distancia prudente, y en su interior apareció la diminuta imagen de un hombre de facciones afiladas. Tenía una nariz aguileña, pequeños ojos marrones redondos y brillantes, y una larga melena castaña ceñida por una diadema de oro. Se trataba de Tithian, el hombre que en una ocasión había sido su dueño.

—¡Neeva! —exclamó él—. ¿Cómo has conseguido esta piedra?

—Maté a tu hechicero —gruñó ella—. Tú serás el siguiente.

Tithian frunció el entrecejo.

—¡Vamos! —respondió con voz llena de suficiencia—. Soy el rey de Tyr. Eso significaría la guerra.

—Lo dudo —se burló Neeva—. Después de que Agis y su consejo se enteren de que has estado haciendo esclavos, querrán arrancarte el corazón ellos mismos.

Dicho esto, cerró la mano con fuerza alrededor de la joya, cortando todo contacto mágico con la figura de su interior.