13
El combate de los titanes
—¡Olvídate de Mag’r! ¡Vas a entregar el Oráculo a Tithian! —exclamó Agis.
—El Oráculo puede cuidarse por sí mismo —gruñó Nal, sin prestar atención a su prisionero.
Agis se encontraba en el pliegue del codo del bawan, donde había estado atrapado desde que lo entregara la Jauría Ponzoñosa. El noble y el cabeza de bestia que lo mantenía inmovilizado atisbaban desde detrás de un dentado merlón, contemplando cómo los guerreros joorsh vadeaban la bahía de la Aflicción. Los gigantes se dedicaban a llenar las velas de goletas balicanas con piedras de las rocosas orillas de Lybdos, para luego echarse al hombro los improvisados sacos y regresar a sus puestos de combate en el cieno desde donde arrojaban las piedras contra el castillo saram.
Mientras Agis y Nal miraban, un grupo de joorsh lanzaron una andanada de rocas en su dirección. Media docena se estrellaron contra las murallas con atronadores retumbos que sacudieron el castillo hasta los cimientos e hicieron saltar grandes pedazos del muro. Un proyectil arrancó un torreón voladizo de su contrafuerte, precipitando a la muerte al aullador cabeza de bestia de su interior. Otros dos se estrellaron contra las cabezas de guerreros sarams entre géiseres de sangre caliente y espantosos gritos de agonía. Otra de las piedras hizo añicos el merlón tras el que se encontraba Nal, lo que produjo un terrible estallido en los oídos de Agis a la vez que afilados fragmentos de piedra le arañaban el rostro.
—Parece que la batalla la pierde tu tribu —comentó Agis, utilizando su manga para secarse la sangre del rostro.
—No te saqué del pozo de cristal porque apreciase tus observaciones —replicó el bawan.
Nal pasó junto a varios de sus propios lanzadores de piedras en busca de una nueva posición en la muralla. Se detuvo tras un merlón libre y miró con atención el istmo que conectaba la península donde se alzaba el Castillo Salvaje con los bosques de Lybdos. En el otro extremo del terraplén, el jalifa Mag’r aguardaba de pie en la orilla de la isla, tan alto como los espinosos árboles a su espalda y el doble de voluminoso. Lo acompañaban treinta de sus guerreros de mayor tamaño, todos con escudos de caparazón de kank sujetos a los antebrazos y claveteados garrotes de combate hechos con mástiles de goletas sobre el hombro. Frente a esta compañía se encontraban otros doce guerreros, seis a cada lado del terraplén y hundidos hasta la cintura en el lodo. Entre ellos, las dos filas sostenían un enorme ariete, coronado por una cabeza de granito en forma de cuña. Para desviar las rocas que les lanzaban desde los muros del castillo, los gigantes se cubrían hombros y cabezas con toscas planchas de hueso de mekillot.
En el costado del istmo se encontraba La Víbora Fantasma, medio sumergida en la bahía de cieno y vuelta de tal modo que las balistas de su proa y las catapultas de babor pudieran disparar contra la fortaleza. Detrás de la nave se encontraban un par de guerreros joorsh que utilizaban caparazones de mekillot para proteger las cubiertas de las rocas saram y gritaban órdenes a las dotaciones de las armas.
Catapultas y balistas chasquearon, lanzando dos gigantescos arpones y una lluvia de piedras. Nal se agachó rápidamente cuando las rocas pasaron por encima de las murallas, pero el guerrero de cabeza de cuervo del merlón de al lado no fue tan rápido. La punta de púas de un arpón le atravesó el cuello, esparciendo plumas ensangrentadas por todas partes. Con un confuso graznido surgiendo del pico, el gigante se desplomó a os pies de su bawan.
Nal colocó un pie sobre el pecho del guerrero para mantenerlo inmóvil. Sin dejar de sostener a Agis en un brazo, el bawan agarró el mango de la lanza con la mano libre.
—A pesar del mal aspecto que presenta esto, los joorsh son la menor de tus preocupaciones —dijo Agis, encogiéndose asustado cuando el bawan partió en dos el palo—. Tienes que hacer algo con respecto a Tithian, o ni tú ni Mag’r tendréis el Oráculo cuando termine la batalla.
—Incluso aunque el Oráculo no tuviera sus propias defensas —dijo el bawan, mientras hacía girar al guerrero herido, sujetando la lanza justo por detrás de la punta de púas—, un centinela de la Jauría Ponzoñosa sigue con él.
—¡Un centinela! —protestó Agis, dándose cuenta de que Nal acababa de revelar sin darse cuenta el lugar donde se encontraba la lente. Cuando sacaron al noble del pozo de cristal, el saram de cabeza de murciélago al que habían enviado en su busca mencionó haber sido llamado desde su puesto en el Patio de Mica—. Un único guarda no detendrá a Tithian.
—Un miembro de la Jauría Ponzoñosa no es un guardia cualquiera —respondió Nal, arrancando despacio la punta de la lanza de la garganta del guerrero de cabeza de cuervo.
—Tithian no es un hombre cualquiera —respondió Agis—. Si tú no quieres matarlo, deja que yo lo haga por ti.
—¿Por qué clase de idiota me tomas? —se mofó el bawan. El extremo roto del arpón salió por fin de la herida—. ¿Esperas que crea que matarías a tu compañero por mí?
—No por ti —contestó Agis—. Por mí. Tithian me ha traicionado.
—Malgastas saliva —dijo Nal—. No caeré en tu treta.
—No es una treta —insistió Agis—. Tithian y yo no hemos sido socios jamás. Cada uno de nosotros quería el Oráculo por diferentes motivos.
—¿Y supongo que tú ya no lo quieres? —se burló Nal, y arrojó a un lado la lanza rota—. ¿Has decidido de improviso que matar a Tithian es más importante que la lente oscura?
—¡Estuviste dentro de la cabeza de Tithian! —protestó Agis, evitando una respuesta directa a la pregunta—. ¡Sabes lo que hará si obtiene el Oráculo!
El bawan asintió.
—Eso es cierto. También sé lo que tiene pensado para ti. —Arrancó el taparrabos del cabeza de cuervo de las caderas del guerrero e introdujo el mugriento andrajo en la abierta herida para detener la hemorragia—. Si tú también lo sabes, puede que digas la verdad.
—Deja que vaya tras él —apremió Agis.
Antes de contestar, Nal volvió a ponerse en pie, arrastrando con él al guerrero herido.
—¡Regresa a tu puesto!
El cabeza de cuervo obedeció, con aspecto aturdido y débil. Con las emplumadas orejas agitándose irritadas, Nal volvió a dedicar toda su atención a Agis.
—No; por mucho que desprecies a Tithian, todavía quieres el Oráculo para ti —dijo—. Además tienes que compensarme por todos los problemas que has ocasionado al liberar a los desechos.
—¿Cómo?
Nal señaló al otro lado del terraplén donde Mag’r permanecía con su guardia de corps.
—¿Supongo que no pensarás que puedo matar al jalifa yo solo? —inquirió Agis.
—No, pero si Mag’r no ha asaltado aún las puertas, es porque todavía espera que vosotros se las abriréis —dijo el bawan—. La Jauría Ponzoñosa se ocupará del resto.
El bawan señaló en dirección a la zona de las puertas. La compañía de guerreros de largos colmillos que había sacado a Agis del pozo de cristal aguardaba ahora sobre el farallón que daba al patio de entrada. Además de las lanzas con puntas de acero, cada miembro de la jauría tenía toda una carretada de rocas a su lado.
—Parece un plan arriesgado —observó Agis—. Una vez que se abra la puerta…
—Mataré a Mag’r, y eso pondrá fin a la batalla… si no a la guerra —le interrumpió Nal—. Los jefes joorsh empezarán a reñir sobre el siguiente jalifa y cuando por fin hayan solucionado la cuestión, mis refuerzos ya habrán llegado de las islas exteriores para reemplazar las bajas sufridas en el enfrentamiento con la flota balicana, y yo habré devuelto a los desechos a su pozo.
Una vez dichas estas últimas palabras, cerró el pico con un chasquido enojado y bajó la cabeza en dirección a Agis. Por un momento, el noble temió que Nal fuera a atacarle, pero entonces el bawan dijo:
—Es lo menos que puedes hacer para compensarme por todo lo que has hecho.
—Tú lo provocaste al negarte a entregar el Oráculo a los joorsh —respondió Agis—. Y no veo que me necesites para abrir la puerta.
—Mag’r no es ningún estúpido. Si no te ve, se olerá una trampa y no se acercará.
Agis suspiró.
—¿Si hago esto, enviarás al menos a un destacamento de tus guerreros a custodiar la lente? A lo mejor tendrán suerte y matarán a Tithian.
—¿Y de dónde se supone que debo sacar estos guerreros? —inquirió Nal, abarcando con la mano toda la ciudadela—. Los desechos que soltaste me han dejado sin nada con lo que defender las murallas. Los joorsh podrían atravesarlas en una docena de sitios.
Lo que el bawan decía era cierto. Había varios huecos a lo largo de las murallas, con sarams inconscientes caídos tras los merlones, derrumbados sobre carretas de piedras, e incluso tumbados cuan largos eran en las escaleras. Más de una docena de los guerreros que quedaban en pie habían sido asaltados por los desechos, y se dedicaban en aquellos momentos a arrancarse la piel del rostro o a golpear sus propias cabezas contra los muros.
—Si no te necesitara para atraer a Mag’r a mi trampa, te mataría ahora por todos los problemas que has ocasionado —dijo Nal, con un ojo dorado fijo en una bandada de desechos situada no muy lejos.
—Lo que les has hecho está mal —protestó Agis—. Me alegro de que estén libres.
—No te alegres demasiado. Uno de los deberes del bawan es proteger a su tribu de los desechos. Una vez que termine la batalla y tenga tiempo de capturarlos, haré que su regreso al pozo sea tan desagradable para ellos como los desechos están haciendo que lo sean las vidas de mis guerreros en estos instantes.
Dicho esto, el bawan descendió de la muralla, condujo a Agis al sendero que bajaba hasta las puertas del patio, y se detuvo junto a la enorme bola de piedra situada en la parte superior del camino.
—Cuando hayas abierto la puerta, asegúrate de que los joorsh te vean —ordenó Nal.
Agis contempló la escena a sus pies. El sendero había sido tallado en el farallón con un reborde alto en la parte exterior de modo que formaba un profundo canal por el que la bola de piedra podía rodar. Al pie de la pronunciada pendiente, este canalón se curvaba suavemente a la derecha y finalizaba en el patio de acceso, justo enfrente de la entrada.
Entre esta especie de trinchera y la puerta se encontraba el patio donde tendría lugar casi toda la matanza, rodeado por todos lados por la cortina exterior, las dos torres de las puertas y el farallón sobre el que el noble y el bawan Nal se encontraban ahora. Una docena de guerreros saram corrientes se agazapaban encima de las torres de las puertas con montones de rocas dispuestas a los lados. La Jauría Ponzoñosa ocupaba la cima del farallón, lista para cargar sendero abajo en cuanto lanzaran sus carretadas de piedras al centro del patio. Únicamente los muros de la cortina exterior estaban poco guarnecidos, ya que cualquier guerrero situado allí sería visible desde las orillas de Lybdos, y podría hacer que Mag’r sospechase una trampa.
En el mismo patio, Nal había colocado un par de cabeza de bestia muertos cerca de la puerta, donde podía verlos cualquiera que penetrara en la fortaleza. Agis dio por sentado que su propósito era asegurar a los joorsh que las puertas no se habían abierto sin una lucha previa. El noble iba a hacer un comentario sobre los preparativos del bawan cuando observó que la construcción de piedra alrededor de la puerta no era de la misma calidad que la del resto del castillo. Los bloques eran mucho más pequeños y no estaban tan herméticamente encajados, como si hubiera sido necesario reconstruir la entrada y se hubiera hecho de forma precipitada.
—¿Quieres capturar a Mag’r en el patio? —inquirió Agis.
—Qué perspicaz —respondió Nal sarcástico.
—Existe un fallo en tu plan —dijo el noble, echando una mirada a la enorme piedra que tenía al lado—. Esta bola no se detendrá cuando choque contra la entrada. Atravesará la muralla como si fuera papel.
—Probablemente —respondió el bawan—. Pero ¿qué te hace pensar que tengo intención de soltar la bola?
—¿De qué otra forma podrás sellar la puerta una vez que la haya abierto?
Nal depositó al noble en el suelo y le indicó con la mano que bajara por el sendero.
—No tardarás en verlo —dijo—. Ahora ve.
Agis inició el descenso por el sendero en forma de trinchera sin perder de vista el abrupto terreno bajo sus pies. Cuando había conducido al oso muerto camino arriba, la superficie no le había parecido tan irregular, quizá debido al enorme tamaño de las zarpas del animal. Para los pies de Agis, sin embargo, las rocas sueltas y los enormes baches eran obstáculos considerables, y tenía que pisar con cuidado. Mientras corría, las rocas de los joorsh siguieron aporreando la zona de las puertas, llenando el foso de ensordecedores retumbos.
Siempre que el sendero parecía lo bastante llano para que pudiera levantar los ojos sin correr el riesgo de romperse una pierna, Agis escudriñaba el patio a sus pies en busca de un lugar donde esconderse. Sabía que en cuanto los sarams pusieran en marcha su emboscada las piedras y las lanzas caerían al patio con inimaginable ferocidad. Si para entonces no se había ocultado en lugar seguro, poco importaría que ahora supiera dónde buscar el Oráculo.
Consternado, observó que no habían entradas ni aspilleras en las que pudiera desaparecer, ni nichos donde los centinelas pudieran protegerse del ardiente sol, ni siquiera escondrijos o grietas del tamaño de un hombre en los bloques de piedra. El único lugar que le pareció que quedaría a salvo de la lluvia de rocas y lanzas era el espacio situado bajo el arco mismo de la entrada, un lugar que no parecía precisamente apropiado para quedarse ya que sería la única ruta de escape de los joorsh una vez iniciada la batalla.
La mejor posibilidad de supervivencia parecía estar fuera de la ciudadela. Una vez abierta la puerta, Agis utilizaría la tranca para mantenerla abierta y luego aguardaría al otro lado de los muros. Una vez finalizada la emboscada, abrirse paso por entre las filas de joorsh heridos podría resultar difícil, pero no tanto como sobrevivir a un torrente de rocas saram.
Al llegar al pie del foso, el noble vio que Nal había tenido la previsión de dejar un garrote claveteado apoyado contra una pared. El arma tenía la longitud justa para que pudiera alcanzar con ella la tranca de la puerta, que se encontraba varios metros por encima de su cabeza. El noble cogió el garrote y se acercó a un extremo de la viga.
Fue entonces cuando descubrió a Brita, la centinela de cabeza de camaleón que había cortado el paso a Fylo cuando se introdujeron en el castillo. Se encontraba a unos metros de uno de los lados de las puertas, y su piel se confundía con el color y la textura de los bloques de granito rojo con los que se había construido el muro. Únicamente la sombra proyectada por su cuerpo, el hecho de que el taparrabos no hubiera cambiado de color junto con la piel y la enorme espada de hueso que empuñaba le advirtieron de su presencia.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Es el castigo por dejar que un oso muerto penetrara en el Castillo Salvaje —respondió ella. El collarín de detrás de su cabeza en forma de cuña se hinchó enojado, y la mujer añadió—: Ahora abre las puertas, y asegúrate de que te vean.
Agis alzó el garrote hasta la tranca, gimiendo por el terrible esfuerzo que suponía levantar el pesado madero. El travesaño se inclinó en dirección al otro lado del arco, hasta que por fin resbaló fuera de los ganchos y fue a estrellarse contra el suelo. El noble arrojó a un lado el mazo de guerra y apoyó ambas manos sobre una de las hojas. Muy despacio, empezó a empujar.
La puerta se había abierto en una cuarta parte cuando un terrible estruendo y una aterradora sacudida zarandearon el cuerpo de Agis, lanzándolo lejos de las puertas. Aterrizó en mitad del patio, tumbado de espaldas y temblando por el sobresalto.
—¡Levántate, cobarde! —siseó Brita. Había dirigido uno de sus ojos cónicos hacia él y el otro en dirección a la puerta—. No estás herido.
Aunque no estaba seguro de que sus doloridos huesos estuvieran de acuerdo, Agis se incorporó con un esfuerzo. La puerta se había vuelto a cerrar, y la cabeza de un arpón de La Víbora Fantasma la atravesaba. El proyectil sólo podía proceder de las filas joorsh.
Agis cerró los ojos para representarse mentalmente el rostro de Mag’r y hacer acopio de energía para utilizar el Sendero. No fue tarea fácil, ya que seguía cansado por los esfuerzos realizados en el pozo de cristal. En el poco tiempo transcurrido desde entonces, había recuperado algo de sus fuerzas pero en absoluto la totalidad.
Una vez que vio claramente en su cerebro los ojos abotargados y las mejillas hinchadas de Mag’r, proyectó su mensaje.
¿Qué sucede? Creía que querías que te abriéramos la puerta.
¿Mis pequeños espías?, le llegó la respuesta.
Soy respondió el noble. No dejes que le suceda nada a nuestro barco, o volveré a atrancar las puertas.
Al instante se escuchó la voz de Mag’r tronando por encima del terraplén.
—¡Dejad que se abran las puertas! —ordenó—. ¡A la carga, Devoradores de Bestias!
Un potente rugido se elevó de las filas joorsh, y luego el suelo empezó a temblar bajo los pies de Agis cuando los guerreros de Mag’r atravesaron a toda velocidad el istmo. Rocas y más rocas se estrellaron contra los muros del Castillo Salvaje, inundando el patio con un estruendo como nunca lo había oído el noble. Los saram del muro delantero respondieron con poco entusiasmados gritos de guerra al tiempo que arrojaban piedras al terraplén.
Agis echó una rápida mirada a lo alto, esperando ver los rostros de los miembros de la Jauría Ponzoñosa atisbando desde los elevados muros situados sobre su cabeza. En lugar de ello, no vio otra cosa que el amarillo cielo athasiano. Al parecer Nal no quería arriesgarse a que la emboscada fracasara y había retirado a sus tropas fuera de la vista.
—¿A qué esperas? —inquirió Brita, utilizando la espada para indicar a Agis que se adelantara—. ¡Abre las puertas!
El noble echó a correr al frente y colocó una mano sobre cada hoja. Impulsándose furiosamente con las piernas, consiguió poco a poco que los pesados paneles giraran hacia afuera. Cuando la abertura entre ambos se volvió demasiado grande para que la abarcaran sus brazos, concentró todos sus esfuerzos en la hoja que no había sido atravesada por el arpón. Por un momento pareció como si fuera a atascarse, pero luego se soltó y giró hacia afuera por sí misma. Con un último empujón, el noble rodeó con los brazos un listón de hueso y saltó encima. Su intención no era esconderse, sino simplemente ponerse a salvo lo antes posible.
Mientras se balanceaba hacia afuera junto con la puerta, vio que los guerreros joorsh habían soltado el ariete y vadeaban hacia la orilla para abandonar el cieno. Al mismo tiempo los Devoradores de Bestias de Mag’r venían a la carga por el terraplén, agitando los claveteados garrotes en el aire a la vez que proferían sonoras amenazas contra sus congéneres saram.
En lo alto, las rocas volaban en ambas direcciones mientras los joorsh iniciaban su carga, y empezó a caer tanta piedra alrededor de Agis que este tuvo la impresión de encontrarse atrapado en un corrimiento de tierras. En cuanto los Devoradores de Bestias alcanzaron el final del terraplén y penetraron en la pequeña extensión de terreno situada frente a la puerta, los lanzadores de piedras joorsh empezaron a apuntar en otra dirección. La tregua duró un instante, ya que los sarams no tardaron en empezar a dejar caer rocas sobre las cabezas de los Devoradores de Bestias. Los invasores respondieron alzando los escudos de caparazón de kank para rechazar la mortífera lluvia.
Sus esfuerzos no tuvieron demasiado éxito. Ayudados por la increíble altura de las paredes situadas junto a las puertas, las rocas caían con una fuerza que no podían igualar los lanzamientos a larga distancia efectuados hasta entonces. Las piedras saram aplastaban los escudos como si fueran de cristal, lanzando una lluvia de fragmentos de caparazón de kank en todas direcciones, partiendo los brazos de los joorsh y haciendo pedazos los cráneos joorsh con sonoros chasquidos. A los pocos instantes de haber abandonado el terraplén, una cuarta parte de la compañía de Devoradores de Bestias se encontraba tendida frente a las puertas, bien gimiendo y retorciéndose de dolor, o silenciosa e inmóvil, como las rocas que los habían matado.
Los supervivientes se precipitaron al interior del patio. Del interior surgió un alboroto ahogado, que no se parecía en absoluto al increíble fragor que Agis esperaba oír cuando la Jauría Ponzoñosa atacara. El patio permaneció relativamente silencioso durante un momento, hasta que el grito de triunfo de un Devorador de Bestias surgió por entre las puertas.
Al otro extremo del istmo, Mag’r respondió con un gutural grito de guerra e indicó a la segunda oleada que atacase. En esta ocasión, él mismo encabezó la carga, agitando una enorme espada de obsidiana sobre la cabeza y avanzando pesadamente con enormes zancadas oscilantes. Lo seguían los gigantes que habían sostenido el ariete, armados con una variopinta colección de garrotes y lanzas. Quedaba muy claro que cualquiera de ellos podría haber corrido más rápido que su soberano, ya que se veían forzados a trotar a media velocidad detrás de su tambaleante figura. No obstante, ninguno intentó adelantarle, aunque Agis no podía decir si su desgana se debía a respeto por su jefe, o sencillamente a que el inmenso corpachón de Mag’r llenaba de tal forma el terraplén que tendrían que haber saltado al polvo del puerto para poder pasar.
Las rocas saram volvieron a caer fuera del castillo, pero la lluvia no fue ahora tan fuerte como antes. El pequeño contingente de guerreros cabeza de bestia repartía sus ataques entre el patio y el istmo, con lo cual no causaban grandes daños en ninguno de los dos sitios.
Mag’r, que corría por entre la pobre granizada con una sonrisa jubilosa en los carnosos labios, no parecía advertir las piedras que sí caían cerca de él. Sabiendo lo que sucedería en cuanto el gigante atravesara la entrada, Agis apenas podía soportar el contemplar cómo el jalifa corría tambaleante hacia la muerte.
Al llegar a la entrada, Mag’r clavó los grises ojos en la figura de Agis, que seguía aferrada a la puerta.
—¡Bien! —Extendió hacia abajo un brazo regordete para arrancar al noble de la puerta—. ¡Ven, lucharás a mi lado!
El noble sintió como se le hacía un nudo en la garganta. Se soltó cayendo de la puerta, y los dedos gordezuelos del jalifa se cerraron en el aire. Mag’r frunció el entrecejo y dio la impresión de querer pararse para levantar al noble del suelo, pero el ímpetu de la carga de la segunda oleada lo arrastró al interior del patio.
Agis se arrojó bajo la puerta, y contempló desde su refugio cómo el resto de la compañía penetraba en el recinto. Cuando por fin el último gigante hubo pasado por las puertas, la explanada se había convertido ya, literalmente, en una montaña de cuerpos muertos y escombros. Únicamente un pequeño espacio situado justo frente a las puertas se encontraba relativamente despejado, ya que daba la impresión de que los sarams habían evitado deliberadamente el arrojar rocas en aquella zona. Agis lo encontró desconcertante, ya que la emboscada saram funcionaría mejor si la única ruta de escape del enemigo quedaba obstruida por cadáveres y piedras.
La voz grave de Mag’r empezó a lanzar órdenes en el interior del patio, y Agis se arrastró fuera de su escondite. A ambos lados del istmo, vio guerreros joorsh que vadeaban en dirección a la entrada del castillo desde la bahía de la Aflicción. Al mismo tiempo, el chocar de las rocas en el interior del patio aumentó en frecuencia, lo que hizo que Mag’r y sus guerreros fijaran su atención en los muros que se alzaban sobre sus cabezas.
Agis vio cómo la figura camuflada de Brita se deslizaba fuera del patio. La mujer agarró la puerta que tenía el arpón clavado y empezó a cerrarla en silencio. Comprendió entonces que el plan de Nal era incluso más ingenioso de lo que había parecido. En cuanto Brita cerrara las puertas, se iniciaría la auténtica masacre; dejándole a él encerrado fuera del castillo, mientras que Tithian permanecía en el interior con la lente oscura.
Agis corrió hasta el cadáver joorsh más cercano y sacó de su funda la daga de hueso del guerrero. El arma era más alta que el noble, y tuvo que sostenerla como si se tratara de una espada para dos manos, pero imaginaba que podría empuñarla lo bastante bien como para realizar sus propósitos.
Cuando Agis se dio la vuelta hacia la entrada, Brita se acercaba a la segunda puerta. Alzando por encima de la cabeza el arma que había tomado prestada, el noble se lanzó hacia adelante. La mujer de cabeza de camaleón volvió un ojo hacia él y el otro hacia Mag’r, mientras que su lengua en forma de garrote se agitaba enojada. Sin prestar atención al gesto, Agis descargó la espada con todas sus fuerzas. La cabeza de bestia apartó la pierna con destreza, lo que le evitó una cuchillada en la rodilla, y le dio una patada.
El pulgar de la gigante alcanzó a Agis en todo el estómago, produciéndole un terrible dolor y provocando que soltara el arma. El noble salió rodando por la pedregosa explanada, y no se detuvo hasta que chocó contra un montón de cadáveres joorsh.
Intentaba aún sacudirse el mareo de la cabeza cuando descubrió que su breve escaramuza con Brita había sido advertida. Sin prestar atención al continuo chocar de rocas contra el patio, el jalifa Mag’r se acercó a la espía saram y lanzó por los aires su cabeza de reptil de un mandoble de su espada de obsidiana. Agis tuvo el tiempo justo para rodar a un lado antes de que el cadáver de la mujer se estrellara sobre el mismo montón de cuerpos contra el que él había rodado.
Mag’r hizo una mueca de enojo y señaló con la punta de la espada el cuerpo de Brita.
—¿Qué hacía ella ahí? —exigió.
Mientras el jalifa hablaba, empezaron a llegar de la bahía de la Aflicción los primeros refuerzos joorsh.
—Se escondía, supongo —respondió Agis.
El noble paseó una mirada nerviosa por la explanada. Por todos lados se veían joorsh que subían lentamente hacia la pelada roca mientras el cieno resbalaba por sus cuerpos en largos hilillos grises.
El jalifa arrugó la frente y se acercó al noble, pero antes de que pudiera hacer ninguna otra pregunta, un trueno ensordecedor estalló dentro del patio. Incluso desde su lado de la puerta, Agis pudo ver cómo caían toneladas de piedra al patio. Los guerreros joorsh gritaron a coro en un único grito sobresaltado, y una nube de pedacitos de roca y polvo surgió por la entrada y envolvió a Mag’r.
—¡Es una trampa! —aulló el jalifa.
Agis salió disparado en busca de refugio, corriendo en diagonal hacia los acantilados que flanqueaban las puertas del Castillo Salvaje. Esquivó por muy poco la avalancha de manos de varios joorsh que trepaban en aquellos momentos a la explanada, y se introdujo en un hueco al pie del farallón. Se arrastró hasta el fondo del agujero, esperando que fuera lo bastante pequeño para impedir que los gruesos dedos de los gigantes lo sacaran de allí.
El noble no debería haberse preocupado. No bien acababa de penetrar en el recién hallado escondite cuando un suave y grave fragor surgió de las puertas, para ir creciendo en intensidad a cada momento que pasaba. La polvorienta neblina se disipó lo suficiente para permitirle distinguir a Mag’r, que miraba de nuevo en dirección a la entrada, y entonces el fragor se transformó en un rugido. El Castillo Salvaje empezó a temblar con tal violencia que Agis pudo ver cómo siglos de polvo incrustado y piedras de construcción sueltas se desplomaban sobre la explanada que se extendía al otro lado de su agujero.
Mag’r giró en redondo y se lanzó lejos de la puerta. La mitad de sus refuerzos hizo lo propio, pero la otra mitad seguía en la explanada cuando una detonación cataclísmica sacudió las peladas piedras. Una gigantesca bola de granito salió disparada por la puerta del patio. Los cimientos estallaron en una lluvia de mampostería hecha añicos, derribando a todo ser viviente que se encontrara en el lugar de la explosión y levantando miles de nubes de polvo al caer los fragmentos de piedra en el interior de la bahía de la Aflicción.
La bola siguió adelante, abriéndose paso por entre la montaña de cascotes que cubría la explanada, al tiempo que arrojaba gigantes muertos y enormes piedras por los aires, y luego describió un arco sobre la bahía de lodo para por fin perderse de vista bajo un largo penacho de polvo.
Al igual que Mag’r y los guerreros joorsh que habían sobrevivido a la explosión, Agis no pudo hacer otra cosa que contemplar la escena boquiabierto por la sorpresa mientras los escombros levantados por fa piedra volvían a posarse en el suelo.
Cuando por fin terminó la lluvia de piedras, Mag’r apareció por el otro extremo de la puerta, una silueta monumental que se alzaba por entre la neblina de polvo. Tras él iban una docena de figuras joorsh que empuñaban largas lanzas o pesados garrotes, demasiado aturdidas para hablar y dando traspiés sobre los escombros como los supervivientes de una catástrofe que hubiera destruido toda la ciudad.
—¡Sal, espía! —chilló Mag’r, desenvainando una enorme daga—. ¡No hagas que tenga que buscarte, o tu muerte será doblemente dolorosa!
Agis permaneció inmóvil y silencioso en su pequeño nicho, sin importarle correr el riesgo. Sospechaba que no pasaría mucho rato antes de que la Jauría Ponzoñosa saliera en su rescate.
Efectivamente, el noble no tardó en escuchar el estrépito producido por gigantes que avanzaban a trompicones por el patio cubierto de cascotes del Castillo Salvaje. El sonido fue seguido del ronco grito de guerra de la Jauría Ponzoñosa, un gemido enojado tan repleto de siseos y gorjeos que resultaba casi fantasmal.
Olvidándose de Agis, Mag’r levantó la espada y se lanzó al interior del recinto. El resto de los joorsh lo siguieron, pero la Jauría Ponzoñosa empezó a salir en tropel a la explanada desde el castillo. Un tronar indescriptible se esparció por toda la península cuando los dos grupos se enfrentaron, con las armas golpeando como rayos. El aire se llenó de aullidos coléricos y gruñidos salvajes. Colmillos babeantes se hundían sobre todo pedazo de carne desprotegido, mientras que manos desnudas aplastaban cabezas de arácnidos y partían cuellos sinuosos. Muy pronto empezaron a desplomarse en el suelo gigantes de ambas tribus cuya sangre manaba en oscuros ríos que acababan formando lagunas humeantes.
Durante unos terroríficos instantes, Agis contempló el combate sin moverse. Luego, una vez que decidió que los gigantes estaban demasiado ocupados entre ellos para preocuparse por él, se escabulló fuera de su escondite y se deslizó junto a la pared. A pocos metros de distancia danzaban las piernas de los monumentales combatientes, y sus golpes resonaban en el aire como montañas que entrechocaran. En una ocasión Agis estuvo a punto de ser aplastado cuando un saram se vino abajo frente a él, y más tarde fue derribado cuando el diente de un joorsh, húmedo todavía por la saliva del gigante, le cayó sobre el hombro.
Finalmente, el noble llegó al agujero donde se había alzado el castillo. El lugar estaba aún más cubierto de cuerpos y escombros, si es que eso era posible, que el resto de la explanada. El patio era un revoltijo infranqueable, a excepción de un valle de piedras y carne trituradas que indicaba el lugar por el que había rodado la bola de granito.
En el centro de este valle, Agis descubrió al bawan Nal y al jalifa Mag’r los únicos seres vivos en la zona de las puertas, que combatían con ferocidad. Nal luchaba de espaldas al sendero en forma de trinchera, atacando primero con una lanza que empuñaba en una mano, y lanzando luego furiosos mandobles con la tosca espada de hueso que sostenía en la otra. Sus ojos de búho ardían con una luz asesina, y el curvo pico permanecía entreabierto, listo para clavarse en cualquier protuberancia que se pusiera a su alcance.
Aunque Mag’r daba la espalda a Agis, al noble no le cupo la menor duda de que la expresión del joorsh era tan furiosa y decidida como la del bawan. El jalifa hacía buen uso de su única espada y convertía cada parada en un contraataque, lanzaba primero el arma a la garganta y luego la bajaba para intentar herir el abdomen.
Ambos gigantes combatían con una gracia y habilidad que Agis encontró sorprendente, pero la ventaja pertenecía claramente al joorsh, dado su mayor tamaño. Mag’r alzaba unos tres metros por encima de sus enemigo y utilizaba con maestría su estatura para obligar al saram a retroceder. A todas luces, necesitaría tan sólo unos pocos pases más para empujar a Nal al interior de la trinchera, eliminando así cualquier esperanza que Agis tuviera aún de alcanzar a Tithian antes de que el rey se hiciera con la lente oscura.
El noble se deslizó al interior del patio y se abrió paso por el borde del valle de piedras trituradas. Repleto como estaba de cuerpos de gigantes muertos y sin lavar, el lugar apestaba de forma increíble. Intentó respirar por la boca y no pensar en el hedor, pero cuanto más penetraba en el patio, más insoportable resultaba el olor.
Intentaba dejar atrás sin que lo vieran a uno de los contendientes cuando Mag’r profirió un potente rugido y se lanzó al frente con una violenta serie de mandobles. En un principio, Nal cedió terreno con rapidez, y pareció como si fuera a verse empujado hasta la trinchera antes de que Agis pudiera llegar a ella. Entonces el bawan se detuvo y esquivó un violento ataque, al que replicó con una cuchillada en el abdomen que el noble temió fuera a poner fin al combate.
Mag’r se salvó justo a tiempo mediante un salto lateral que estuvo a punto de aplastar a Agis al aterrizar el gigante en el borde del valle de roca triturada. El suelo se estremeció, y los cascotes se removieron bajo los pies del noble, que se encontró de improviso luchando por recuperar el equilibrio mientras la batalla de los gigantes rugía sobre su cabeza.
Agis levantó los ojos y vio cómo los dorados ojos de Nal se movían de un lado a otro con rapidez, yendo a clavarse en la negra espada de Mag’r mientras esta descendía desde el cielo. El bawan levantó su espada para rechazarla. Las dos armas se encontraron en lo alto y su choque inundó aquella especie de cañón con un tremendo estampido que hizo zumbar los oídos del noble.
El sonido aún no se había apagado cuando la lanza de Nal salió disparada al frente, un relámpago gris que pasó pocos metros por encima de la cabeza de Agis. El joorsh se retorció hacia un lado con sorprendente agilidad para alguien tan corpulento, pero de todas formas recibió una cuchillada superficial en el abdomen. De la herida brotaron varios litros de sangre caliente que estuvieron a punto de derribar al noble al caer sobre su cabeza.
Chillando enfurecido, Mag’r contestó al afortunado ataque con un potente puñetazo sobre la lanza que partió el asta en dos. La cabeza de la destrozada arma fue a caer a poca distancia, y, sin perder de vista los enormes pies que se movían a su alrededor, Agis trepó por los cascotes y la recogió.
Mientras se hacía con el arma, el noble escuchó un tremendo chasquido encima de su cabeza. Al levantar la mirada vio cómo la empuñadura de la espada de Mag’r se alejaba del rostro de Nal describiendo un arco, llevando con ella la mandíbula superior del pico del saram. El bawan rugió de dolor y se tambaleó hacia atrás al tiempo que levantaba la mano libre para tapar la espantosa herida.
Mag’r avanzó para seguir con su hostigamiento, y de nuevo se encontró Agis varios metros por detrás de la batalla. Desde donde se encontraba podía ver cómo el joorsh golpeaba repetidamente al cabeza de bestia, superando con rapidez la guardia de su contrincante, que ahora se encontraba en inferioridad de condiciones. Levantando la cabeza de la lanza rota de Nal, el noble se lanzó al frente. En cuanto llegó detrás de Mag’r, aspiró con fuerza y, sujetando la lanza con ambas manos, la hundió en la carnosa pantorrilla del monarca.
Con un rugido de dolor, Mag’r interrumpió el ataque en seco y miró al suelo. Agis vio cómo las hinchadas mejillas del gigante se volvían rojas de rabia, y tuvo una fugaz visión de la espada blanca de Nal describiendo un arco en dirección al hombro del joorsh. La hoja de hueso se hundió profundamente en el fornido brazo de Mag’r, que se tambaleó hacía atrás.
Agis pasó como una exhalación por entre las piernas del joorsh y consiguió evitar que lo aplastaran. Dio una voltereta y fue a detenerse en terreno de nadie entre los dos gigantes. La espada de Nal pasó casi rozando su cabeza en dirección a las rodillas del joorsh, pero el jalifa interceptó el golpe. Una lluvia de fragmentos de obsidiana y hueso cayó sobre la cabeza del noble.
Nal levantó el pie para dar un paso adelante, y lo bajó en dirección a Agis. El noble intentó escabullirse, pero no pudo contener un gemido de dolor cuando el talón del gigante descendió sobre su brazo izquierdo. Intentó soltarse y escuchó el crujido de un hueso al partirse.
Las espadas de los dos titanes entrechocaron sobre la cabeza de Agis una, dos, tres veces. Malolientes goterones de sudor caían por doquier. Mag’r y Nal se balanceaban adelante y atrás, entre gruñidos y maldiciones, mientras se golpeaban el uno al otro con codos y puños, y Agis no podía hacer otra cosa que permanecer en el suelo y gritar de dolor.
Por fin, Nal levantó la pierna para golpear con la rodilla el muslo de su adversario. Con el brazo colgando a un costado, Agis se apartó vacilante. Sin dejar de vigilar la batalla, vio cómo Mag’r hundía un codo en el rostro de Nal. El saram gruñó, retrocedió titubeante dos pasos, y se desplomó sobre el suelo unos doce metros más allá.
Agis alcanzó el sendero que subía hasta el castillo, y se detuvo para quitarse el cinturón. Mientras se ataba el brazo herido al costado, observó cómo Mag’r avanzaba pesadamente y apartaba de una patada la espada que Nal sostenía en una mano. Hecho esto, el joorsh apoyó la punta de su arma sobre la garganta del saram y, sin vacilar ni un instante, la hundió profundamente.
Agis se dio la vuelta y ascendió por la trinchera con paso vacilante, manteniendo la cabeza agachada para que Mag’r no pudiera verlo.