9
El Castillo Salvaje
—¡Detente ahí! —ordenó la voz sibilante de una mujer.
Fylo obedeció, deteniéndose en el borde del istmo de rocas. No fue tarea fácil para él, ya que cada uno de sus pies era casi tan ancho como la estrecha lengua de terreno, y tenía que mantenerlos uno delante del otro, lo que le ocasionaba problemas para mantener el equilibrio.
—¿Quién ahí? —preguntó.
No hubo respuesta. Fylo frunció el entrecejo y entrecerró los ojos para intentar ver mejor lo que tenía delante. Las lunas habían ascendido ya lo suficiente en el cielo para proyectar una pálida luz sobre el escarpado terreno a sus pies, revelando una explanada de grava salpicada de rocas y acumulaciones de cieno. Mucho más allá, en la desembocadura de un barranco que descendía de la cima de la península, un par de torres cuadradas flanqueaban las puertas del castillo. La mujer que había hablado no resultaba visible en las ventanas de ninguna de las torres, ni se la veía fuera de las puertas.
—¿Dónde estás?
El gigante se inclinó hacia adelante para ver mejor y, al hacerlo, un pie le resbaló fuera del istmo. A punto estuvo de caer, pero consiguió salvarse al saltar al frente para ir a caer sobre la explanada. El oso avanzó rápidamente para colocarse a su lado, y él posó inmediatamente una mano sobre su hombro para que no siguiera adelante.
A Fylo le costaba considerar al oso como una criatura muerta. A sus ojos, tenía el mismo aspecto que unas horas atrás, antes de que su amigo lo matara por error. El animal se movía con el mismo balanceo enérgico de sus hombros, dejaba escapar el mismo ruido sordo y gutural cuando andaba demasiado aprisa, e incluso apestaba al mismo olor fétido de carne a medio digerir.
Si no hubiera sido el mismo gigante quien le había arrancado los órganos vitales del torso, este podría haber olvidado que Agis y los otros se ocultaban en su interior. El noble utilizaba el Sendero para hacer andar al oso, hacer que rugiera, e incluso que moviera las orejas. Tithian se servía de su magia para ocultar la herida mortal de la pata del animal, así como la hendidura abierta en su vientre para que Fylo pudiera limpiarlo.
—Fylo regresa con oso —anunció el gigante—. Listo para cambiar cabezas.
Una figura borrosa se movió en la puerta principal, y avanzó luego al frente. El gigante reconoció de inmediato la figura como la de un saram hembra. A excepción de un taparrabos ocre, estaba totalmente desnuda, con un tipo esbelto y una piel granulosa que había alterado su color para camuflarse con la superficie de hueso amarillento de la puerta. La visión de su cuerpo elástico provocó un deseo primitivo en Fylo, aunque la sensación lo llenó de melancólica soledad más que de excitación o esperanza. Sabía muy bien que una mujer así jamás compartiría su corazón con un mestizo feo como él.
La mujer se detuvo a menos de un paso del gigante. Tenía la cabeza en forma de cuña de un camaleón, totalmente cubierta de pequeñas escamas ásperas y con un amplio collarín de piel extendiéndose en abanico desde la base del cuello. De los lados de la cabeza sobresalían unos ojos cónicos, que se movían de forma independiente, cubiertos por un tercer párpado que no dejaba a la vista más que una estrecha mirilla en la punta. Crestas de aserrado hueso forraban el interior de su boca en forma de media luna, y de la punta del hocico brotaba un afilado cuerno de hueso gris.
—No te esperábamos, Fylo. —Al hablar, una lengua en forma de garrote se agitó por entre los labios.
—¿Por qué? —interrogó Fylo, contemplándola con atención en busca de cualquier señal que pudiera sugerir que se reía interiormente de él—. ¿Brita piensa que el estúpido de Fylo no puede encontrar camino de regreso?
Brita clavó ambas mirillas en el gigante.
—No —dijo—; pero no es muy corriente que un converso traiga a su hermano-animal al Castillo Salvaje con tanta rapidez. —La mujer empezó a dar vueltas a su alrededor, poniendo especial cuidado en no ponerse al alcance de las zarpas del oso—. En especial no cuando se trata de animal como este.
Fylo sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Agis se había afanado en explicarle que le matarían si descubrían a tres hombres ocultos dentro del oso, pero el gigante sabía que su amigo se equivocaba de medio a medio: los cabeza de bestia, más crueles de lo que el noble imaginaba, no se limitarían a la simple ejecución. Pero, a pesar del peligro, al mestizo ni se le ocurrió abandonar el plan de Agis. Cuando los saram lo aceptaron, se sintió invadido por una cálida sensación de seguridad; por vez primera, otras personas lo habían contemplado como a algo más que un paria molesto. La idea de que su aceptación por parte de los saram hubiera sido una broma cruel constituía su más profundo temor, y ahora que Tithian había sugerido esa posibilidad, no podía pasarla por alto, de igual forma que no habría pasado por alto la presencia de un lirr que le royera el tobillo.
—No le pasa nada al oso —bufó Fylo, torciendo la cabeza a un lado para poder mirarla—. Brita está celosa.
Sus palabras arrancaron una mueca de desdén a la ágil centinela.
—Tú puede que quieras ser torpe y maloliente —se burló—. Pero yo no.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Fylo frunciendo el entrecejo.
—Cuando cruces el Puente de Sa’ram, cambiarás más que la cabeza. Absorberás el espíritu de tu hermano-animal. A partir de ese momento, su naturaleza será tuya.
Brita retrocedió y movió una mano ante su cuerpo de arriba abajo. El color de su piel cambió de amarillo pálido a azul oscuro, las largas trenzas se oscurecieron hasta adoptar el tono negro de la obsidiana, y su belleza se tomó oscura y sensual en lugar de ágil.
—De mi hermana camaleón, heredé la habilidad de cambiar de aspecto —explicó Brita. Señaló al oso de Fylo, y dijo con una risita—: Tú, por otra parte, serás desgarbado y apestoso.
—¡Fylo será fuerte y feroz!
Sin prestar atención a su arrebato, Brita se acercó al oso.
—No me parece muy feroz —dijo—. De hecho, parece un poco lánguido.
—¿Qué lánguido? —preguntó Fylo, arrugando la frente.
—Adormilado, como si estuviera drogado —siguió ella mientras clavaba uno de los ojos cónicos en el gigante—. ¿No le habrás deslizado la flor del cacto adamascado en su última comida, verdad?
—Oso no drogado —refunfuñó el gigante—. Fylo no sabe sobre venenos.
—Pero es tan dócil. En absoluto lo que se esperaría de un oso feroz. —Se inclinó sobre él para mirar al animal a los ojos, e inmediatamente su mirada se posó en la cuchillada encostrada de polvo del hocico—. ¿Qué le sucedió a su nariz? —inquirió, pasando el dedo sobre la herida.
Fylo desvió la mirada y se pasó un dedo por la rala barba. Al no poder encontrar de inmediato una explicación, empezó a sentirse agitado y suspicaz.
—¿Por qué hacer preguntas Brita? —exigió.
—Soy el centinela. Ese es mi trabajo —respondió ella sin desviar la atención del oso—. ¿Por qué te molesta eso?
—¡Brita no quiere que Fylo sea cabeza de bestia! —exclamó el mestizo.
—No, si no lo merece —respondió Brita con voz malévola y dominante—. Y no lo será, si no consigue recordar que nos llamamos a nosotros mismos saram, ¡no cabeza de bestia! Ahora dime, ¿qué le sucedió a la nariz de tu hermano-animal?
La amenaza deshinchó a Fylo.
—Oso ir a Knosto a coger joorsh y sus ovejas —mintió, haciendo un esfuerzo por tranquilizarse—. Se hartó y quedar dormido. Despertó con cuchillo cortando nariz.
Brita agitó el collarín de la base de su cuello.
—¿Esperas que crea una historia así? —escupió.
De repente, el oso abrió la boca y lanzó un rugido más potente que ninguno de los que le había oído Fylo cuando estaba con vida. Dejó al descubierto los inmensos colmillos y avanzó hacia Brita, cogiendo tan por sorpresa al mestizo que este ni se movió para detenerlo cuando siguió a la mujer hasta la entrada.
—¡No dejes que ataque! —aulló Brita mientras agarraba una larga lanza que estaba apoyada en una pared.
—¡Oso! —chilló Fylo. Mientras avanzaba pesadamente tras la bestia, no pudo evitar una risita ahogada, ya que imaginaba lo avergonzada que se sentiría a mujer si supiera que huía de un oso muerto—. ¡Dejar Brita en paz! —dijo, sujetándolo por una de las placas del hombro.
Brita apuntó con su lanza a los ojos del animal.
—¡No puedes llevar a esa cosa ahí dentro! —siseó—. ¡No la controlas!
Una risa ululante, tan sonora como burlona, surgió de lo alto de la puerta.
—Si Fylo no controlara a su oso, tú estarías muerta ahora, ¿no es así, Brita? —La voz sonaba tan profunda como el Mar de Cieno, pero también dejaba entrever un obsesivo tono melódico—. Ahora hazte a un lado y deja que nuestros amigos entren en el Castillo Salvaje.
Brita se recogió el collarín del cuello sobre los hombros y bajó los ojos al suelo.
—Sí, mi bawan —dijo, haciéndose a un lado y realizando un gracioso gesto con la mano para indicar al mestizo que siguiera adelante.
Mientras las puertas se abrían con un chirrido, Fylo miró en dirección a la parte superior de la muralla, y allí descubrió la cabeza de búho de Nal que lo contemplaba con atención. El rostro del bawan se componía de una máscara circular de plumas grises, con un par de enormes ojos dorados y un negro pico curvo y terriblemente afilado en el centro. Las puntiagudas orejas tenían todo el aspecto de cuernos cubiertos de plumas, y las podía hacer girar en varios ángulos según lo que deseara escuchar.
Cuando las puertas quedaron totalmente abiertas, Nal hizo una señal a Fylo para que entrara.
—Entra, amigo mío —llamó—. Tu regreso llega mucho antes de lo esperado, pero no por eso eres menos bienvenido.
El mestizo obedeció, inclinándose para no golpearse la frente contra la viga transversal de la puerta.
Al mismo tiempo, escuchó cómo la voz de Nal resonaba en su cabeza cuando el bawan se sirvió del Sendero para dirigirse a la bestia.
¿Y nos honrarás también con tu presencia, mi amigo del reino animal?
La pregunta hizo que Fylo tropezara y estuviera a punto de caer, aunque el pánico que sentía hizo que casi no se diera cuenta de ello. El oso no era más que un animal, e, incluso estando vivo, no habría comprendido el lenguaje de los gigantes. El mestizo no dudaba de que Nal se daba cuenta de ello, ya que el bawan era el gigante más listo que jamás había conocido. ¿Por qué, entonces, le había hablado en la lengua del comercio?
El oso se colocó detrás del gigante, lo olfateó con la nariz y luego intentó hacer que diera la vuelta utilizando una zarpa. Tomando el gesto como una indicación de Agis, el mestizo se irguió. Se encontró en un pequeño patio flanqueado por una pareja de sarams con cabeza de león armados con garrotes de púas y vestidos con taparrabos de cuero. Detrás de los guardas se alzaban unas murallas tan altas como los farallones que rodeaban el resto de la península. A Fylo le pareció como si se encontraran en el fondo de un foso profundo. La única salida del recinto era un sendero que atravesaba un farallón de granito situado justo enfrente. El camino discurría por una profunda zanja excavada en la escarpadura. En la parte superior del surco reposaba una bola de piedra, tan grande como una goleta balicana, que se podía hacer rodar sendero abajo para sellar firmemente las puertas.
En lo alto, la imponente mole del bawan Nal se asomaba sobre un muro situado en el sendero que discurría por el surco. Al igual que Brita y los guardas de las puertas, sólo llevaba encima un taparrabos. Una capa de suaves plumas grises cubría su fornido cuerpo.
—Ven, Fylo —llamó—. Trae a tu hermano a su nuevo hogar.
La invitación del bawan ayudó a mitigar los crecientes temores de Fylo, que inició obedientemente el ascenso por el sendero. El oso lo siguió a unos pasos de distancia, gruñendo en voz baja a cada paso. Cuando llegaron a la mitad del recorrido, los gruñidos se habían convertido en una especie de penoso jadeo, y la bestia tropezaba más a menudo de lo que debiera.
Fylo se detuvo y posó una mano entre los enormes omóplatos del oso.
—Plan funcionar bien —musitó, preocupado porque el esfuerzo de animar a la bestia no cansara a Agis más deprisa de lo que habían calculado—. No mucho más.
El oso se abrió paso por su lado y siguió ascendiendo. Luego, cuando llevaba recorridas tres cuartas partes de la cuesta, dio un traspié con una protuberancia del rocoso sendero y cayó sobre el estómago. El gigante esperó a que volviera a levantarse, pero la criatura no se movió, y de su interior surgieron voces ahogadas. Eran tan dátiles que Fylo apenas pudo oírlas, pero eso no disminuyó su preocupación.
—¡Levanta, oso! —aulló Fylo, golpeando con el puño la poderosa caja torácica de la fiera para que Agis se diera cuenta de su susto.
—¡Fylo! ¿Es esa la forma de tratar a un amigo que está a punto de dar su cabeza por ti? —reprendió Nal, aguardando en lo alto del sendero. Las plumosas orejas estaban extendidas planas a los costados, y los ojos dorados permanecían clavados en la figura inmóvil del oso—. A lo mejor nuestro oso está enfermo. Eso explicaría su cansancio.
El mestizo sacudió la cabeza negativamente.
—Oso fuerte, pero torpe.
Esto no pareció satisfacer a Nal, que envió una pregunta a la mente del oso.
¿Qué te sucede, amigo mío? ¿No estarás asustado, verdad?
Una vez más, se dirigió a la criatura como si esta pudiera comprender sus palabras, y una vez más el corazón de Fylo empezó a latir atropelladamente. Miró hacia el bawan, y preguntó:
—Oso no poder comprender. ¿Cómo es que Nal habla así a él?
Apenas había terminado de efectuar su pregunta, cuando el oso se incorporó sobre las patas traseras y lanzó un prolongado y furioso rugido que resonó en las murallas.
—Me parece que comprende, Fylo —rio por lo bajo Nal—. A ningún oso le gusta que lo llamen cobarde.
El bawan levantó su propia cabeza y lanzó una serie de sonoros gritos ululantes, tan potentes como el rugido del oso e igual de salvajes. Los guardas de cabeza de león del patio situado abajo respondieron con un par de poderosos rugidos, y luego un terrible estruendo de aullidos salvajes, bramidos, graznidos y otros gritos resonó desde la cima del farallón. Incluso Brita empezó a chillar como enloquecida; su voz siseante se filtraba hasta los oídos de Fylo por encima de las puertas.
Nal se volvió hacia la bola situada en lo alto del surco y la golpeó con el pico a modo de estímulo, hasta que el estrépito se tornó tan feroz que el acantilado de granito empezó a temblar. Incluso las placas protectoras del cuerpo del oso se estremecieron visiblemente.
Fylo apoyó una mano sobre el hombro del oso y con gran cuidado lo empujó hasta volver a colocarlo de pie sobre las cuatro patas, luego lo condujo el resto del camino hasta la cumbre. Cuando el gigante rodeó por fin la bola de la cima, Nal levantó una mano para silenciar el torbellino de voces que había creado. El bawan dio una lenta vuelta a la bestia de Fylo, y dedicó al mestizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Un hermoso hermano-animal —dijo, tomando el brazo de Fylo y conduciéndolo al interior del castillo.
El lugar no era más que una extensión de roca granítica desnuda cubierta de desperdicios, por la que se movían al menos doscientos gigantes saram. Como todos los cabeza de bestia que Fylo había visto, ninguno vestía otra cosa que un taparrabos, y en ocasiones ni siquiera eso. Todos se ocupaban de sus cosas en un estado de caótica desorganización —mataban ovejas, dormían, se arrastraban de un lado a otro en depravados combates de lucha libre, incluso hacían el amor— con total desprecio a lo que estuviera sucediendo a pocos metros de distancia. En un rincón, una madre de cabeza de águila intentaba dormir a su hijo recién nacido, mientras que a menos de diez metros, una docena de sus compatriotas danzaban en un corro, chillando, aullando y gorjeando como enloquecidos a las dos lunas.
En contraste con sus progenitores, los niños poseían cabezas claramente humanas, aunque sus facciones estaban siempre desfiguradas por algún defecto. A menos de doce metros, un tierno infante de dos metros diez jugaba en un pozo de polvo. La niña parecía totalmente normal, excepto por el apéndice en forma de trompa que se balanceaba de su nariz. Cerca de ella, dos hermanos jugaban a la pelota con un camero adulto. Con sus cabellos oscuros y facciones patricias, no resultaban tan diferentes de los pocos niños joorsh que Fylo había visto, salvo que las orejas del niño mayor se balanceaban hasta el suelo, y el ojo derecho del más pequeño era tan grande que ocupaba todo aquel lado del rostro.
Más allá de donde se encontraban los dos niños, enormes paredes de cristal aparecían desperdigadas por toda la llanura, cada una construida con un mineral diferente y cada una cercando un pedazo de terreno de forma irregular. Había recintos de cuarzo, mica, turmalina, y una docena más, de otros minerales. A tales recintos no se los podía denominar edificios, ya que carecían de cualquier cosa que se pareciera a un techo, una puerta, o una ventana. En lugar de ello se parecían a los setos de cactos que Fylo había visto alrededor de las fincas de algunos nobles balicanos cuando iba a robar ovejas o grano.
La única cosa más alta que las paredes de cristal eran las macizas fortificaciones que rodeaban la parte superior del rocoso farallón. Las murallas tenían el doble de la altura de un gigante, con enormes montículos de piedras amontonadas a lo largo de sus cimientos. Tales montículos eran interrumpidos sólo muy de cuando en cuando por escaleras toscamente talladas o lóbregos portales que conducían a los torreones en voladizo que colgaban fuera del castillo. En muchos puntos se veían cabezas de bestia que transportaban rocas a lo alto de las murallas, donde otros gigantes las cargaban en enormes carretas para transportarlas a su vez a puntos estratégicos distribuidos a lo largo de los muros.
El bawan Nal condujo a Fylo hacia la parte posterior de la ciudadela sin soltar para nada su brazo.
—Te has portado muy bien al ganarte el corazón de una criatura tan magnífica, amigo mío —dijo, girando la cabeza de búho casi ciento ochenta grados para contemplarla—. Pronto, tú y él seréis uno solo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fylo, preocupado por si el bawan quería decir que estaría muerto, igual que el oso.
—Lo verás muy pronto —repuso Nal con una sonrisa.
Sin detenerse, el bawan echó de improviso la cabeza hacia atrás y lanzó una serie de profundos gritos ululantes que hicieron ondear sus plumas. Fueron gritos largos y sonoros, más parecidos al sonar de una trompa que a la llamada de un ser vivo.
Un profundo silencio se extendió por el patio. Nal condujo a Fylo y al oso en dirección a un recinto de cuarzo situado en el extremo más alejado de la ciudadela y el resto de los gigantes saram los siguieron formando una fila. Los cabeza de bestia de voces más profundas entonaron una extraña poesía compuesta por entero de largos y tristes aullidos. No obstante la ausencia de palabras, la extraña canción produjo escalofríos al mestizo. Cuando la procesión llegó al recinto, el bawan alzó una mano para que se detuvieran.
El gigante se colocó en la entrada del recinto —una abertura sin adornos en la pared de cuarzo— y se dirigió a la tribu.
—Pronto daremos la bienvenida a un nuevo guerrero entre los saram —dijo, y sus ojos brillaron amarillos bajo el reflejo de la luz lunar—. Fylo ya ha demostrado su valía al advertirnos de la presencia de la flota balicana, y ha demostrado ser digno de nuestra admiración al seleccionar como su hermano-animal a la más poderosa de todas las bestias de Lybdos: ¡un oso!
La multitud se puso a entonar un coro de salvajes gruñidos. Fylo les sonrió lleno de satisfacción, luego clavó la mirada en los ojos del oso y asintió con la cabeza para indicar a Agis que este era un bueno momento para revelar el secreto que impediría que Nal se enfureciera. El mestizo sospechaba que no les quedaba demasiado tiempo antes de que el bawan estuviera listo para cortar la cabeza del oso. Nal continuó entonces:
—¡Como si no hubiera ya hecho suficiente para ganarse nuestra estima, Fylo nos ha traído a su hermano-animal mucho antes de lo que cualquier converso lo había hecho jamás! —El bawan señaló al oso—. ¡Sólo necesitó cinco días para convencer a esta poderosa bestia para que cediera su cabeza!
A Fylo no se le escapó el tono de mofa en la voz de Nal, pero los salvajes aullidos y silbidos que acompañaron los vítores de la multitud lo tranquilizaron.
Nal indicó a Fylo que penetrara en el recinto.
—Conduce a tu oso al interior, amigo.
La sonrisa de orgullo se esfumó de los labios de Fylo, que no pudo apartar la mirada del oso mientras se preguntaba por qué esperaba tanto Agis a contarle el secreto que haría feliz a Nal. Por un momento se le ocurrió que su amigo lo había traicionado; a lo mejor no existía ningún secreto.
—¿Das ahora a Fylo cabeza de oso? —preguntó, temiendo ya el momento en que el bawan encontraría a Agis y a los otros en el interior del animal.
—Deberíamos esperar al amanecer —dijo Nal—. Pero el estúpido de Mag’r cree que se acerca a nosotros sin que lo sepamos. El ejército joorsh llegará antes del amanecer, de modo que tendremos que hacerlo esta noche.
Fylo se quedó boquiabierto por la sorpresa.
—¿Los joorsh? —exclamó—. ¿Aquí?
Nal asintió.
—Han tardado bastante en reunir el valor para atacar, pero nuestras bajas en el enfrentamiento con la flota balicana por fin les han dado el coraje necesario —dijo el bawan. Se ahuecó las plumas de debajo del pico, y luego miró a Fylo pensativo—. ¿Curioso como na ido todo, no?
—¿Como ido qué? —preguntó el gigante, arrugando la frente.
—El jalifa Mag’r y yo teníamos un acuerdo. Si los balicanos interferían en nuestra guerra, suspenderíamos nuestra lucha y atacaríamos Balic. —Nal introdujo la mano en el interior del recinto y sacó un hacha, cuya hoja de obsidiana era tan grande como la tabla de la quilla de una goleta—. ¡Pero en lugar de atacar Balic, los joorsh intentan cogernos desprevenidos!
—¡Repugnantes joorsh! —coincidió Fylo, asintiendo vigorosamente.
El bawan apoyó el filo del hacha contra el cuello de Fylo.
—Me parece que el jalifa Mag’r no necesita el Oráculo tanto como afirma. Me parece que es lo bastante listo como para enviarte aquí a advertirnos de la presencia de la flota, para que la atacásemos ¡y perdiéramos una cuarta parte de nuestros guerreros!
—¡Fylo no joorsh! —jadeó Fylo—. Jalifa Mag’r asqueroso.
Nal no apartó la cuchilla.
—¿Y sabes qué otra cosa creo? —se mofó—. Creo que no eres tan tonto como das a entender. No es una coincidencia que hayas regresado la víspera del ataque de Mag’r, ¿o lo es?
La hundida mandíbula de Fylo empezó a temblar, y el gigante sacudió la cabeza negativamente.
—No idea Fylo —dijo.
El bawan Nal lanzó un resoplido.
—¿Qué es lo que has de hacer? —inquirió—. ¿Esperar a que empiece la batalla y entonces utilizar a tu oso para que abra las puertas?
Fylo negó con la cabeza.
—No. Bawan equivoca.
—No me equivoco —replicó Nal, levantando el hacha.
El oso dio un salto, apartando a un lado a Fylo para interceptar el descenso del hacha del bawan con una inmensa pata delantera. El hachazo cortó limpiamente la extremidad del animal. Un hilillo de sangre fría brotó de la herida de la bestia muerta, y esta se desplomó de cara sobre el suelo de piedra. Al instante, una docena de guerreros saram saltaron sobre su lomo para tratar de arrancarle las placas de ósea armadura.
El mestizo dio un paso en dirección al oso, y luego se detuvo bruscamente. Seguía sin saber si Nal había mentido sobre lo de convertirlo en saram, de modo que no acababa de decidir si debía intentar corregir el malentendido o atacar a Nal.
Mientras meditaba sobre la decisión a tomar, el oso muerto intentó incorporarse durante unos breves instantes. Los gigantes que tenía sobre el lomo pesaban demasiado incluso para su terrible fuerza, y volvió a derrumbarse sobre el suelo. Los cabeza de bestia atacaron con renovada furia, y un omóplato salió disparado en la refriega. El mestizo comprendió que pronto llegarían al interior del oso, y, como estaban tan enfurecidos, dudaba de que se dieran cuenta de la presencia del pequeño cuerpo de Agis antes de hacerlo pedazos.
La idea de perder a su primer y único amigo hizo decidir a Fylo. Se inclinó sobre la refriega y agarró a una mujer con cabeza de comadreja a la que lanzó por los aires lejos del oso.
—¡Levanta Agis! —aulló.
¡A tu espalda, Fylo!, le llegó la respuesta. No te preocupes por nosotros.
El mestizo se dio la vuelta y vio a Nal de pie tras él. Tenía el hacha levantada para volver a descargarla; pero, asombrado por el mensaje mental del oso, lo contemplaba inmóvil con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Fylo propinó al bawan un potente empujón que lo lanzó de espaldas contra el cercado de cuarzo. La cabeza de Nal golpeó contra la pared con un sonoro crujido, y el hacha cayó de sus manos. Sus ojos se vidriaron y quedaron en blanco, luego extendió un brazo para aferrarse a un enorme pedazo de cristal y evitar caer al suelo.
Volviendo su atención al rescate de Agis, Fylo arrancó a otro saram de la pila, y luego a un segundo y a un tercero. Pero tan pronto como arrojaba a uno a un lado, otro saltaba para ocupar el puesto del guerrero arrancado. Otros cabeza de bestia empezaron entonces a atacarle a él, arañando la rugosa piel y aporreando con energía su cabeza. El mestizo se daba cuenta de que jamás conseguiría liberar a su amigo de este modo, pero no sabía qué otra cosa podía bacer.
Los esfuerzos del oso eran igual de inútiles. Inmovilizado como estaba sobre el estómago, no podía utilizar ni las tres patas que le quedaban ni el hocico contra ellos. Intentó rodar sobre la espalda y arrastrarse fuera de allí, pero no tuvo éxito. El inmenso peso que lo oprimía posiblemente también habría sido excesivo para un oso vivo, y Fylo sabía que, agotado como debía estar, Agis no podría infundir a los músculos del animal ni siquiera esa fuerza.
—¡Dejad oso! —chilló Fylo mientras rodeaba con el brazo a un saram con cabeza de lagarto—. Oso no peligroso, ¡Fylo sí!
El mestizo sujetó la barbilla del guerrero y tiró, partiéndole el cuello con un sonoro chasquido. Un estertor agónico brotó de la garganta del cabeza de bestia, y este se desplomó sin vida en el suelo. Los otros saram apenas parecieron darse cuenta, excepto por el hecho de que algunos de los que le atacaban a él añadieron los dientes al combate.
¡Corre, Fylo!, proyectó Agis. Nos ayudarás más si escapas.
—Pero…
¡Hazlo!, ordenó Agis. Antes de que Nal te vuelva a atacar.
El mestizo agarró a un atacante saram y giró en redondo encontrándose con que Nal saltaba en aquel momento sobre él. El bawan tenía las manos extendidas como zarpas, mientras que el curvado pico aparecía totalmente abierto para atacar. Fylo lanzó a su cautivo contra el gigante cabeza de búho y ambos saram dieron con sus huesos en el suelo con un tremendo retumbo, mientras las zarpas y pico de Nal desgarraban salvajemente a su compatriota.
Fylo se alejó, dando a sus piernas todo el impulso posible mientras intentaba ponerse a salvo a la carrera. Tres largas zancadas más tarde, un puñado de sarams lo atacaron desde un lado. El mestizo se desplomó y se escuchó a sí mismo gemir de dolor al quedar sin aire sus pulmones. Un segundo más tarde, se encontró con un guerrero cabeza de bestia sentado sobre cada una de sus extremidades, y dos más sentados a horcajadas sobre su pecho.
Luchando denodadamente por recuperar el aliento, arqueó la espalda e intentó rodar, pero al igual que su oso, no podía luchar contra la terrible presión de los cuerpos que lo sujetaban contra el suelo. Fylo miró en dirección a la bestia y descubrió que los saram le habían arrancado casi todas las placas óseas. En estos momentos se dedicaban despiadadamente a arrancarle pedazos de carne con los dientes y las mugrientas uñas. El mestizo reunió todas las energías que le quedaban y realizó un último intento para liberarse de sus capturadores, pero no pudo liberar ni una sola extremidad.
Nal avanzó hasta detenerse junto a Fylo, sosteniendo el hacha a poca distancia de su cabeza.
—Te acepté en mi tribu —siseó colérico—. ¡Y tú me pagas con la traición!
El bawan dejó caer el mango del hacha. Un sonoro chasquido resonó en el cráneo de Fylo, y todo quedó a oscuras unos instantes. Sintió la nariz entumecida, y la sangre, que inundó su garganta, hizo que su boca sintiera un sabor metálico.
—Por favor —suplicó Fylo—. No dejar que guerreros hacer daño a hombrecitos.
—¿Hombrecitos? —preguntó Nal.
El bawan volvió a descargar sobre él el mango del hacha. Esta vez, un terrible dolor agudo se apoderó del ojo de Fylo. El párpado se hinchó al instante.
—En oso —dijo Fylo, utilizando la barbilla para señalar al animal—. Tienen secreto para bawan Nal.
Nal dejó de golpear a Fylo y torció la emplumada cabeza en dirección al oso. Casi en el mismo instante, el mestizo distinguió un fogonazo de chisporroteante luz azul que recorría todo el cuerpo del oso. Los saram que mantenían el cuerpo inmovilizado contra el suelo lanzaron un grito asustado y empezaron a arañarse mutuamente en su aterrorizada precipitación por salir de allí. Con un poderoso rugido, el animal se incorporó sobre las tres patas que le quedaban y galopó hacia adelante con una desgarbada cojera, dirigiéndose hacia Fylo.
Nal se interpuso entre el mestizo y el oso, alzando el hacha y lanzando un horripilante grito de guerra. El oso dio un salto en el aire, en un intento de saltar por encima de la cuchilla y atrapar la cabeza del bawan en su fauces.
Nal se agachó. Al mismo tiempo, el bawan balanceó el arma en una cuchillada horizontal que seccionó la pata delantera que aún le quedaba al oso y desgarró la armadura ósea de su pecho. El largo hocico del animal se enterró en el suelo de piedra y se detuvo, mientras que el impulso del ataque le hacía dar una voltereta. La inmensa grupa chocó contra el muro del cercado, y el animal quedó tumbado sobre la espalda.
—¡Agis! —aulló Fylo, preocupado por su amigo.
El hacha del bawan centelleó otras tres veces, cortando las dos extremidades restantes y la cabeza del oso. Una vez que el animal ya no pudo ocasionar más daño, Nal se colocó sobre su pecho y asestó un nuevo hachazo. Esta vez le partió el esternón, y Fylo pudo escuchar cómo del interior del cuerpo de la bestia surgía un trío de gritos ahogados.
Nal irguió las orejas. Arrancó el hacha con un sonoro chirrido, luego introdujo ambas manos en el interior de la herida para separar el esternón. Los voluminosos huesos se separaron con un agudo crujido, y el bawan lo abrió como si fuera una nuez.
—¿Qué es lo que tenemos aquí? —inquirió. Dirigió una rápida mirada a Fylo con un furioso destello en los ojos, y luego introdujo una de las enormes manos en el interior del pecho del oso—. ¿Gusanos pulmonares?