XXXI

No sólo Elvira no le hizo ningún reproche a Alegra sino que, al contrario, le pidió perdón. Ella no sabía absolutamente nada…, se lamentaba sin cesar, Miguel se lo había ocultado… De haberlo sabido, lo hubiera obligado a dejarlo en su casa. ¡Y pensar que no se habían llevado ninguna otra cosa! ¡En qué estaría pensando cuando los cuatro corrían un peligro tan grande!… ¡Era increíble, incomprensible!, repetía sin cesar… Por otra parte, había que decir que el alguacil se les había echado encima de resultas de una mala suerte imprevisible. Cansado de interpelar a ministriles y mercaderes, a peregrinos, mendigos y malandrines que se desplazaban en las inmediaciones de la frontera, había interrumpido un momento su control para charlar con Miguel, quien acababa de detenerse con su familia a la sombra de un viejo roble. Ciertamente, la orden era buscar y encontrar a cualquier precio a una familia de conversos dada a la fuga, pero aquella, sin ningún equipaje, no correspondía en absoluto con su señas. Las mujeres dormitaban, el niño buscaba bellotas y el hombre, tendido de costado y apoyando la cabeza en su brazo acodado, masticaba una brizna de hierba. Por esa razón, y atraído por el aroma de las especias que exhalaban las cestas, Domingo le pidió permiso a Miguel para oler un poco en su surtido. De origen muy humilde, según explicó, su familia jamás había podido darse el lujo de comprar semejantes productos, y todavía a estas alturas le resultaba difícil diferenciar el olor de la canela del aroma del jengibre, o el curry del comino, o incluso distinguir el sabor del clavo de especia. Con la mayor naturalidad, Miguel aceptó, pensando que era la mejor manera de evitar sospechas, sin prever que el hombre, en su afán por no molestarlo, iba a revolver sus sacos, desplazándolo todo para satisfacer su curiosidad, hasta dar con el viejo libro de oraciones medio carbonizado por el que antaño su madre había arriesgado la vida.

Arrestados en el acto y llevados en seguida a Villafranca, las dos mujeres fueron encerradas en el monasterio de Santa María de la Encarnación, en un cuarto someramente habilitado como celda.

—¡No comprendo… —seguía gimoteando Elvira— no, jamás comprenderé!

Con la mano de su compañera en la suya, Alegra hacía lo que podía para calmar sus remordimientos y los de la pobre mujer. Por su culpa ellos se habían visto obligados a huir tan precipitadamente, lo que había desencadenado una búsqueda tan activa para capturarla, según trataba de explicarle pacientemente. Pero Elvira apenas la escuchaba. No, sin ella hubiera pasado lo mismo, porque el libro estaba entre los bártulos desde hacía mucho tiempo. ¡Si Miguel se lo hubiera dicho, ella lo habría disuadido para que no lo llevara, al menos para no perjudicar a su hijo! ¡Qué iba a ser ahora del niño, un desgraciado huérfano marcado de por vida por la herejía de sus padres!

—Ah, si por lo menos me lo hubiera dicho —se desesperaba ella en el colmo de la aflicción—. Y eso que siempre se jactaba de pensar en todo. Pues bien, esta vez una incalificable imprudencia fue más fuerte que él… Perdonadle, os lo suplico —sollozó con los ojos anegados de lágrimas.

A decir verdad, Alegra nunca supo si su presencia en compañía de los Díaz había constituido un cargo adicional contra ellos porque, al día siguiente de su arresto, la separaron de la familia. En efecto, pensándolo mejor, el Hermano Gil había decidido enviar a Miguel y a Elvira a Sevilla, donde un tribunal regular de la Inquisición habría de juzgarlos. «¿Quién sabe adónde nos habrían arrastrado sus revelaciones?, le explicó al Hermano Antonio. Tenemos una misión muy concreta; no hay ninguna necesidad de apartarnos de ella, ni de extralimitarnos».

En cambio, se había quedado con el niño y lo llevaría al monasterio de Santa Cruz, en Segovia. Tomando en cuenta su profundo conocimiento de los judaizantes, una vez que lo educaran, el muchacho podría llegar a ser algún día un excelente inquisidor. Por lo demás, ahora iba a ocuparse de obtener la confesión completa de su prisionera.

Al ser la fuga en sí, a los ojos de la Inquisición, una prueba de culpabilidad, Catalina Nonell se había acusado a sí misma por adelantado. ¿De haber sido inocente, hubiera tratado de llegar a Portugal? Sin embargo, a la espera de los pormenores del proceso de su esposo, había que encontrar unas faltas más detalladas. Bastaría con una confesión total de la mujer, y era preciso arrancarle la mayor cantidad posible de datos. Y cuanto antes, mejor. Mientras menos tiempo tuviera para reflexionar, menos preparada estaría para ocultarle la verdad…

Al oír acercarse a su celda los pasos del monje mezclándose con el roce del rosario contra la tela ordinaria de su hábito, Alegra se acurrucó temblando. Un terrible dilema se presentaba ante ella: o admitía todo aquello de lo que iban a acusarla, con la esperanza de salvar su cabeza en detrimento de la de Eleazar; o bien negaba todas las acusaciones, a riesgo de ser tachada a su vez de incorregible impenitente y, por tanto, inexorablemente condenada, ayudando quizá así a su esposo a salir del aprieto. En ambos casos, la elección resultaba espantosa: ni heroína ni mártir, tampoco podía traicionar… ¿Pero era indispensable elegir? ¿No existía una solución intermedia, una forma de protegerse sin por ello incriminar a Eleazar, si es que ya no lo estaba? ¡Dios mío!, ¿qué había pasado aquella noche en la cabecera del príncipe? ¿Qué podía haber confesado su marido? ¿Y estaría al corriente de su confesión aquel monje que venía a interrogarla? Incoherentes, sus ideas febriles daban vueltas y más vueltas sin llevarla a la más mínima conclusión.

Al entrar en la fría celda, el Hermano Gil se ocupó de tranquilizar a la prisionera invitándola y ayudándola a sentarse cerca de él, en la estrecha cama.

—No temáis, niña mía —empezó con una voz untuosa y una sonrisa afable, negadas por una mirada dura y pálida en contraste con su rostro de querubín—. Liberad vuestra conciencia y nuestra Santa Madre la Iglesia os recogerá en su seno misericordioso. Confesad vuestras acciones heréticas, abjurad de vuestra fe judía y seréis perdonada en seguida.

—Pero yo no tengo ninguna acción herética que confesar —empezó Alegra sin poder controlar los temblores de su cuerpo.

Era la pura verdad, pero no era en absoluto la verdad que le interesaba al Hermano Gil.

—¡Mi pobre niña, al negaros a confesar vuestros pecados, no hacéis más que aumentar vuestros crímenes! Decidme honestamente, ¿qué actividades judaizantes habéis cometido desde vuestra conversión? ¿Es eso tan difícil? ¡Si os arrepentís sinceramente, seréis absuelta, en el nombre de Cristo!

—¡Pero, padre, no puedo confesar lo que no he cometido! ¡No puedo jurar en falso! Desde que abracé la fe de la cruz, no he sido culpable del menor gesto judaizante y no he tenido ni el más leve pensamiento herético.

—¿No habéis ayunado el día del gran perdón[15]?

—¡Jamás! Cualquiera en la Corte puede atestiguarlo.

—¿No habéis encendido las velas del Shabat al amparo de vuestras habitaciones privadas?

—No, reverendo, tampoco.

La sonrisa fingida del Hermano Gil se borró tan automáticamente como había aparecido. Decididamente aquella mujer era demasiado estúpida, o bien protegía deliberadamente a su marido. De modo que había que cambiar de táctica.

—¡Muy bien, niña mía! Pues bien, en ese caso, habladme entonces de las prácticas judaizantes de los Díaz.

—No tengo nada que deciros al respecto. Los vi por primera vez en el camino hacia Portugal. Al verme sola, simplemente me invitaron a unirme a ellos.

—¿Y por qué huían ellos a Portugal?

—Ellos no huían.

—¿Entonces qué hacían en la frontera?

—Creo que iban a ver a algunos clientes y espontáneamente me propusieron que viajara en su compañía.

—En ese caso, ¿entonces erais vos quien huía?

—De ningún modo, reverendo padre —contestó Alegra recuperando poco a poco su sangre fría—. Yo iba a pasarme una temporada en Lisboa, en casa de unos parientes, pues mi esposo estaba en Córdoba dedicado a la organización del Hospital de la Reina.

En este sentido, nadie podía probar lo contrario, pues Jufré había velado por el secreto total de su plan de evasión…

—¿Pero en fin, explicadme entonces, niña mía, la razón por la cual viajabais sin ninguna escolta?

El instinto de conservación estimuló su inteligencia, y Alegra replicó sin vacilar:

—Había decidido dejar a mis sirvientes cuidando de la casa hasta mi regreso.

—¿Y no teníais miedo a viajar tan sola?

—Claro que no, me encomendé a San Cristóbal.

—Muy loable intención cristiana, niña mía —farfulló el monje, no sin cierta irritación—. Y en el camino, ¿de qué habéis hablado con los Díaz?

—Del comercio de las especias, entre otras cosas, de la guerra que se avecina, del proyecto de la reina concerniente al hospital militar…

—¿Habéis evocado la Pascua?

—No.

—¿Ni rezado juntos las oraciones judías?

—No.

—¿Ni siquiera la oración de los viajeros?

—Ni siquiera…

—¿Ni la bendición antes de cortar vuestro pan?

—No, os lo aseguro, ni siquiera eso.

—¡Pero, en fin, Miguel llevaba un libro de oraciones en sus cestas!

—Yo lo ignoraba por completo.

—¿Os habéis detenido para rezar el Ángelus con los Díaz?

—No, reverendo —admitió repentinamente Alegra, dándose cuenta al mismo tiempo, como había hecho Eleazar, que debía dar credibilidad a su confesión—. Al respecto, confieso humildemente haber descuidado a veces mis deberes cristianos e imploro vuestro perdón.

—Muy bien. Hablemos ahora de vuestro esposo, ¿de acuerdo?

—Mi esposo tampoco es judaizante —lanzó ella esperando poner término al interrogatorio—. Mucho tiempo antes de haber visto la verdad en el cristianismo, ya había roto sus lazos con el judaísmo. Admito, sin embargo, que al igual que yo, no siempre ha mostrado todo el celo que debería mostrar en sus deberes cristianos.

Al decir esto, una inmensa ola de alivio la invadió, porque de pronto le pareció que por fin había encontrado un camino intermedio mucho más cómodo, ya que reflejaba una parte de la verdad. Si la intención de la Inquisición era quemarlos por tan poca cosa —a ella, por no haber rezado el Ángelus, y a Eleazar por no haber asistido a la misa— ella no podía, de todas maneras, hacer nada por salvarlo.

—¿Es eso todo cuanto tenéis que decirme?

—Sí, reverendo.

—Muy bien. Nuestra Santa Madre la Iglesia es paciente y misericordiosa. Prefiere perdonar a un pecador antes que condenar a un hereje. Aprovechad la noche para escrutar vuestra mente y vuestra alma. Más vale siempre revelar la verdad que afrontar la hoguera por haber tratado de ocultarla. Estoy seguro que mañana seréis de mi opinión.

Pero los días se sucedieron y Alegra, obstinadamente, se negó a retractarse de sus primeras declaraciones, pues la insistencia del monje no hizo más que reforzar sus propias convicciones. Ella sabía que, en resumidas cuentas, su suerte dependía del resultado del proceso de Eleazar, a quien ante todo había que tratar de no perjudicar. Aunque la Inquisición le hubiera echado el guante, tampoco había que olvidar que cuando lo arrestaron el niño estaba enfermo. Y si después el príncipe había empeorado, como era de esperar, lo más probable era que de nuevo hubieran recurrido a él.

Por tanto, la esperanza no estaba del todo perdida, y había que seguir haciéndole frente a los inquisidores a toda costa.

Pero la testarudez de la prisionera atizaba la exasperación del Hermano Gil. Por eso una mañana, convencido de que ella protegía a la vez a su marido y a los Díaz, decidió recurrir a métodos de interrogatorio más expeditivos. Improvisando a toda prisa una sala de audiencias, se encerró con el fiscal, un monje cultivado del monasterio elegido para la ocasión, y juntos le dieron los últimos toques a un acta con todos los requisitos inculpando a Catalina Nonell de colusión con los criptojudaizantes y de negarse a proporcionarle al Santo Oficio, como era de rigor en todo buen cristiano, las informaciones detalladas sobre su conducta, la de su esposo y la de los judaizantes en cuestión. Por otra parte, un abogado de Villafranca, mediocre y fracasado, fue designado de oficio para proporcionarle a la acusada una apariencia de defensa.

Al día siguiente, Alegra comparecía ante aquel tribunal improvisado. Totalmente ignorantes del procedimiento de la Inquisición, el abogado y su clienta escucharon con estupor el acta de acusación y luego, a petición de los jueces, el improvisado defensor leyó la fórmula jurídica con la cual le habían rogado que tuviera a bien empezar su alegato. Hecho lo cual, agregó débilmente algunas palabras:

—Yo afirmo, reverendos padres, que las acusaciones lanzadas contra la acusada son inexactas, que su confesión es completa; y su arrepentimiento, sincero. Por consiguiente, ruego encarecidamente al Tribunal que examine su caso con clemencia y demuestre misericordia hacia una pecadora arrepentida.

Una vez despachadas aquellas breves formalidades, el Hermano Gil podía por fin entrar en acción.

—Dad tormento a la mujer —ordenó tajantemente.

La orden estalló como un rayo en la cabeza de Alegra. Paralizada de pánico, porque jamás había podido soportar el sufrimiento físico, se dejó arrastrar sin reaccionar hasta la cámara de tortura improvisada al lado de la sala de audiencias. El Hermano Gil le anunció que iba a sufrir el suplicio del agua, pues allí no disponían de potro de tortura ni de garrucha, ya que la Inquisición jamás había celebrado sesión en aquel monasterio. Entonces Alegra se sintió cogida por dos religiosos que, mascullando el rosario, la despojaron brutalmente de su polvoriento vestido negro y de sus prendas más íntimas, para ponerle a la fuerza una tosca casaca de yute. Entonces, sin transición, unos hombres corpulentos la agarraron, la ataron de pies y manos a una escalera acostada sobre la armadura de una cama, le taponaron salvajemente los orificios de la nariz y le introdujeron en la boca unas pinzas de hierro para mantener sus mandíbulas abiertas. Luego extendieron sobre su boca un pedazo de lino.

Cuando estos preparativos concluyeron, el Hermano Gil intervino:

—Catalina Nonell, por última vez, os exijo que confeséis vuestras faltas y que reveléis todo sobre las actividades heréticas de vuestro esposo, las de la familia Díaz y otros conversos que conozcáis. Si persistís en negar lo evidente, seréis atormentada todos los días hasta que adoptéis una actitud más razonable. Sin embargo, todavía estáis a tiempo de cambiar de parecer. Sólo tenéis que alzar las cejas para manifestar vuestro deseo de hablarme y yo despediré al verdugo. De lo contrario, le daré la orden de comenzar a derramar el agua en vuestra garganta a través de esta tela. Catalina Nonell, ¿sabéis lo qué significa ahogarse?

Unos segundos más tarde, Alegra lo sabría. Asfixiada por el agua vertida en su boca, en un chorro débil pero continuo, se esforzó desesperadamente por tragarla en la medida que podía, a fin de que el aire pudiera seguir penetrando en sus pulmones. Pero la creciente presión del líquido en su cabeza era tan intolerable, que sintió literalmente que los ojos salían expulsados de sus cavidades y que su pecho estaba a punto de reventar. Aterrorizada, se retorcía frenéticamente sobre la escalera, y esos bruscos movimientos hacían que las cuerdas que le apretaban las muñecas y los tobillos penetraran cada vez más atrozmente en sus carnes. Incapaz de soportar por mucho más tiempo el sufrimiento, estaba dispuesta a confesarlo todo, a inventar cualquier cosa con tal que cesaran en seguida el intolerable tormento. Súbitamente, como si Dios se hubiera apiadado de ella, el recuerdo del último Séder pasó por su mente: ¡Orovida, Eleazar, el talismán!…

Aunque apenas perceptible, el movimiento de sus cejas fue suficiente: inmediatamente el agua dejó de caer y, saliendo del oscuro rincón donde se había eclipsado en silencio, el Hermano Gil se inclinó sobre ella casi rozando con su rostro de querubín los labios de la mujer torturada que farfullaron lastimosamente su revelación.

—¿Eso es todo? —murmuró él, tras haber escuchado atentamente. Ella movió la cabeza diciendo que sí.

—Es poco, niña mía, sigue siendo insuficiente. ¿Por qué exponeros a nuevos padecimientos? —ronroneó solícito—. Liberad vuestra conciencia y por fin estaréis en paz.

—¡Pero no tengo nada más que decir! —balbuceó Alegra, tragándose las lágrimas.

—¡Vamos, eso es lo que ya antes pretendíais! ¡Pero como habéis podido constatar, este pequeño ejercicio del agua tiene efectos benéficos sobre vuestra memoria! Pues bien, ya que así tiene que ser, mañana empezaremos otra vez.

Dicho esto, con cara resignada y afligida, el inquisidor se retiró.

Algunas horas más tarde, inerte en el suelo de su celda donde la habían arrojado sus verdugos, Alegra creyó sentir que sus dolores disminuían un poco. Pero si los padecimientos físicos se atenuaban ligeramente, su ansiedad aumentaba a medida que transcurrían los minutos. En efecto, el dolor había sido más fuerte que su voluntad y había traicionado a su marido. Por su innoble cobardía, había entregado a la Inquisición el testimonio que esperaban con tanta impaciencia como tenacidad. Sin aquella confesión, tal vez Eleazar hubiera podido salvar su vida, porque ninguna otra prueba de judaísmo habría podido establecerse contra él… Dios de Israel, ¿cómo había podido cometer semejante crimen? Ahora su sufrimiento moral sería eterno. Toda su vida, si seguía viviendo, no sería lo suficientemente larga para llevar a cuestas la responsabilidad de su muerte, como llevaba a cuestas la de su conversión, pues una era consecuencia de la otra. Sí, la verdad estaba ahí, ineludible: sin su insistencia mil veces reiterada, probablemente habría resistido a las presiones dejando la Corte antes de que sus vínculos con el príncipe se lo impidieran… Ella, su mujer, lo sabía. Mientras hubiera sido capaz de socorrer a los enfermos, habría podido vivir en cualquier lugar del mundo. Así las cosas, era posible influirlo para que tomara otro camino. Pero atraída por la frivolidad y el esplendor de la Corte, ella había faltado a su deber más sagrado, induciéndolo a adoptar la religión de la cruz. ¡Así que era ella quien lo había matado! «¡Mereces morir mil veces! —le gritaba su conciencia—. ¡Abandonaste tu fe, tu pueblo y tu herencia espiritual a cambio de una existencia vanidosa y ahora, entre la espada y la pared, yerras!».

Al amanecer, cuando el Hermano Gil entró en su celda, descubrió a la desdichada postrada en un rincón, tiritando, con la mirada extraviada.

—¡No! —aulló al verlo aparecer—. ¡No, no puedo más! ¡Ya no puedo soportar más!

—¿Pero, niña mía, quién habla de tortura? ¡Ya no habrá más, por supuesto si me lo decís todo! Además, estoy seguro de que la noche os ha aconsejado juiciosamente.

—¡Padre, os lo suplico —imploró Alegra al borde de la histeria— os lo suplico, dejadme morir! ¡Condenadme en seguida, quiero morir!… ¡Soy una mala cristiana, una judía execrable, una traidora y una criminal: no merezco seguir viviendo!

—Eso me toca a mí decidirlo, niña mía —replicó el monje imperturbable.

Cuando iba a ordenarle a los guardias que la llevaran de nuevo a la cámara de tortura, un joven novicio entró en la celda con un documento que tenía el sello del Santo Oficio.

—Esta carta acaba de llegar desde Segovia para vos, padre —dijo con deferencia extendiéndole el mensaje—. Según el correo, es muy urgente.

Cogiendo la carta con gesto brusco, el Hermano Gil rompió el sello y salió al corredor para leerla a la luz de una pequeña abertura practicada en la pared. Tras una ojeada, la volvió a doblar, se la metió en una de las mangas del hábito y regresó adonde estaba la prisionera.

—Catalina Nonell, en un acto de infinita misericordia, Dios ha atendido vuestro anhelo: vuestro marido acaba de declararse hereje ante un tribunal de la Inquisición y el talismán que, vos lo sabéis, usaba como hechizo para perjudicar al príncipe Juan también ha sido descubierto. Puesto que ese objeto impío pertenecía a vuestra familia, sois cómplice del odioso crimen cometido por vuestro esposo y, en tanto que tal, compartiréis su suerte.

Al oír estas palabras, anonadada, Alegra no pudo contener las lágrimas. Durante mucho tiempo, silenciosamente, lloró por Eleazar, por ella misma, por Orovida, por el mundo —su mundo—, ese mundo que cada uno de ellos, a su manera, había dejado por otro.

Cómodamente instalados ante la ventana de la gran sala de la residencia del corregidor, el Hermano Gil y Arias de Anaya platicaban apaciblemente mientras cataban a sorbos un vino afrutado, de una bella coloración oscura. Los rojos tejados de la ciudad, donde las cigüeñas habían hecho sus nidos, relucían contrastando con el verde tierno y primaveral de los campos. Sólo el monótono tañido de una campana a lo lejos, el rebuzno de un asno, la llamada de un mendigo, perturbaban el silencio afelpado de la conversación.

—Espantoso —repitió el monje— sí, es absolutamente espantoso que las cosas hayan llegado hasta este punto: ver el reino conquistado de cabo a rabo por la herejía, tanto en los campos como en las ciudades. ¡Pero nosotros la extirparemos, Excelencia, la sacaremos de raíz, cualquiera que sea el precio a pagar por España y por nosotros! El reino y la fe comparten los mismos intereses, como han declarado nuestros soberanos católicos. ¡Sí, los herejes arderán, Anaya, por centenares, qué digo, por millares, si hiciera falta!

—¿Pero qué se decidirá hacer con todos esos judíos? —exclamó Anaya con una expresión de odio tan intensa como la del inquisidor—. ¡Mientras más tiempo permanezcan entre nosotros, menos posibilidades tendrán los cristianos nuevos de librarse de su influencia satánica! Es como si un destino maléfico los hiciera regresar siempre a sus errores pasados sin permitirles jamás olvidar sus innobles orígenes…

—Excelencia, comparto por entero vuestra opinión. La idea de expulsar a los judíos está en nuestras mentes desde que Alonso de Espina la expresó sin rodeos hace ahora unos veinte años. Por mi parte, estoy convencido de que eso se hará. Es cuestión de tiempo… ¡Cuando la reina estime —o la inciten a estimar— que ya no necesita a los judíos, cuando esté convencida de que en beneficio de la fe, y por consiguiente del reino, deben ser desterrados, lo serán rápidamente! Pero dejemos esas iniciativas a los responsables del país y, por nuestra parte, contentémonos con cumplir modestamente la misión que Cristo nos ha confiado. Tomás de Torquemada, vos lo comprendéis fácilmente, no quiere que la atención recaiga inútilmente en un caso de herejía demasiado próximo a la familia real. En consecuencia, desea que la esposa del exmédico del infante sea quemada como judaizante impenitente, sin que se haga alusión a su complicidad con el crimen de su esposo. ¡Estamos seguros de que un pequeño auto de fe constituirá una saludable advertencia para los cristianos nuevos de la provincia!

—¡Claro, es una excelente idea! Podéis estar seguro de que en ello pondremos todo nuestro esmero.

—¿Cuánto tiempo necesitáis para preparar una hoguera e instalar una tribuna en honor de las personalidades locales?

—Uno o dos días, no más.

—En ese caso, ¿podría ser el viernes? ¿El viernes a las diez de la mañana?

—¡De acuerdo, padre, el viernes es perfecto! ¡Ah, qué lástima que por una semana de diferencia nos hayamos perdido el Viernes Santo! Los fieles habrían quedado favorablemente impresionados.

—Hijo mío, no nos corresponde a nosotros discutir los caminos del Señor, sino obedecerlo. ¡Os agradezco, pues, vuestra inestimable ayuda… y vuestro excelente vino!

—Es el famoso caldo de Guzmán. Un viñedo que crece en las tierras del monasterio —agregó Anaya desenvuelto mientras acompañaba al monje hasta la puerta.

—¿Es el viñedo arrendado por los Villeda?

—Sí, es ese, padre, pero el arrendamiento ha sido confiscado por la Corona. Así que a partir de ahora este vino está reservado para la mesa del rey.

—Excelente, excelente… Quizá le pida a De Toro que nos haga llegar un tonel o dos el año que viene. Torquemada seguramente apreciará su aroma y su gusto. Le encanta beber un buen vino de vez en cuando.

Felicitándose para sus adentros de haber descubierto la forma de ganarse el favor de su superior, el monje, sonriendo amablemente, se despidió de su anfitrión.

De vuelta a su despacho, Anaya se arrellanó plácidamente en el sillón, dejando que su pensamiento vagara libremente. ¡Qué espectáculo iba a ofrecerle a la ciudad! ¡Dos hermanas ejecutadas al mismo tiempo, en el mismo sitio, el mismo día, una quemada viva por herejía, y la otra, ahorcada como una vulgar prostituta judía! ¡Qué suerte! ¡Qué resplandeciente contribución a la purificación de la iglesia y la raza española! Cerrando los ojos, imaginó la escena con un goce perverso: ¡la hereje envuelta en llamas y la furcia colgada de la horca, en medio de las aclamaciones de la muchedumbre! Una ocasión única, para no perdérsela. Por otra parte, en lo concerniente a la judía ya era hora. ¡Había esperado algo mejor de ella! A fin de cuentas, las cinco noches que acababa de pasar con ella apenas le habían aportado más que cualquier encuentro con otra mujer. Cualquier ramera hubiera podido hacerlo igual de bien… Ni la más mínima novedad… ¿Sería posible que no tuviera experiencia? No, evidentemente. Simplemente se negaba a dejarlo disfrutar de su talento, obstinación típicamente judía… Pero él iba a acorralarla, obligándola a desempeñar sus funciones hasta el final, persuadido como estaba de que ella podía satisfacerlo y colmarlo mejor que ninguna. ¡Sí, basta ya! ¡Eso de seguir exponiendo su impotencia ante esa mirada altiva, quedaba definitivamente excluido! ¡Si ella no quería o no conseguía devolverle su virilidad, como él esperaba, entonces moriría el viernes, con su hermana!

—¡Ruiz! —aulló incapaz de contener su exasperación.

Contoneándose y retorciéndose como un gusano, según su costumbre, el hombre acudió instantáneamente al oír la orden.

—¡Ruiz, el viernes, al despuntar el sol, prepare una pira, instale una tribuna y un patíbulo en la gran plaza!

—¿Un patíbulo en la gran plaza, Excelencia?

—¡En la gran plaza, sí! ¿Estás sordo?

—¿Debo entender, Excelencia, que tenéis en perspectiva una doble ejecución?

—¡Exactamente, retrasado mental, el de la judía Villeda y el de su hermana, la hereje Nonell!

—¡Enhorabuena, Excelencia! ¡Sin ningún género de duda, es una gran victoria para la Iglesia católica de España!

—¡Gracias! Ahora, puedes retirarte.

Aquella noche, antes de ir a ver a Orovida, Anaya se ocupó de coger una garrafa llena del vino de Guzmán. Desde que entró en la celda, ella descubrió un cambio en su comportamiento. Extrañamente tenso, le pareció casi ausente. ¿Estaría perdiendo la paciencia? ¿Qué significaba ese vino que traía? ¿Estaría viviendo su última posibilidad de salir del mal paso? Un pánico cerval se apoderó de ella. Apenas había pasado una semana desde el día de su arresto. Por lo menos haría falta otra antes que Jufré pudiera acudir en su auxilio. Por tanto, debía aferrarse a la vida, con todas las fuerzas que le quedaban, durante al menos siete días, buscando mientras tanto el medio de estimular sus sentidos… ¿Todo problema no traía consigo, aquí abajo, su triste solución? «Sal de ti misma, busca otra cosa. Ve más lejos, descubre si quieres vivir…», gritaba mentalmente para sí. Lo que deleitaba a los hombres de verdad, como Jufré y David, no podía agradarle a un ser lúbrico, como su verdugo, obcecado por su impotencia y por su constitución anormal… ¿Acaso no le había exigido a ella, en más de una ocasión, que invirtiera los papeles? Pues bien, ahora no le quedaba más remedio que invertirlos si quería volver a ver a Jufré, no le quedaba más remedio que embriagarse como los hombres antes de entregarse al desenfreno…

—Otra más, os lo ruego, otra copa más… —se oyó decir a sí misma, ella que jamás bebía, con la mente y los sentidos ya apagados por los primeros efectos del alcohol ingerido en grandes dosis—. Dadme, dadme más de beber… —imploró perdiendo el control de sí, sintiendo que la embriaguez se apoderaba de ella, sumergiéndola poco a poco.

Sí, esta vez todo se enturbiaba, incluso sus manos que acababan de dejar escapar torpemente la copa, ya no eran las suyas, su cuerpo ya no era su cuerpo, el hombre que estaba delante de ella ya no era un enemigo…

Titubeante, lascivamente, se acercó a él, apretó su cuerpo contra el suyo, entreabrió febrilmente sus calzones, lo atrajo al jergón, se arrojó entre sus piernas, agarró su miembro, lo llevó a sus labios, lo besó varias veces, lo absorbió tan profundamente que él lanzó un grito prolongado. Al ver que llegaba al éxtasis, casi asfixiada, súbitamente soltó prenda y de golpe se encontró volcada boca arriba, abierta de par en par, poseída por un loco en el paroxismo de un delirio sexual por fin saciado. Para él, el milagro se había cumplido… ¡Ahora sólo quedaba por interpretar la monstruosa mascarada, hacerle creer que ella lo amaba!… «¡Claro que sí, sigue representando la farsa!, le cuchicheaba su conciencia desordenada. ¡No es una bestia que te maltrata, es un sueño, una alucinación! ¡Sí, es Jufré que te tiene entre sus brazos y que te ama… Bien sabías que volvería!… Está aquí… Es Jufré…, él, Jufré…». Entonces, perdiendo todo control de sí misma, la imagen de su amante se superpuso a la de su verdugo, y Anaya creyó que iba a desfallecer de placer.

Desde el principio, él había sabido que ella no era una mujer como las demás, pero ¡por todos los diablos del infierno!, jamás había imaginado que podría experimentar tanta felicidad… Triunfante, loco de orgullo, su virilidad ya no flaqueaba. ¡Ah, la cabalgaba como un hombre debía cabalgar a una mujer! Más aún, él había domado, conquistado, a la altanera judía inaccesible… Por fin era suya, toda suya, libremente, consintiéndolo con todo su ser. Con frenesí, una vez más, se abalanzó sobre ella, la volvió a estrechar furiosamente, con la mente y los riñones triturados por una fulgurante pulsión. Jamás ninguna mujer lo había excitado así.

Cuanto todo estuvo consumado y, quebrantada, Orovida se hundió en un vertiginoso sueño aún acentuado por los efectos del vino, Anaya, también achispado, no por el alcohol sino por su propia histeria, se levantó vacilante y salió a respirar en la noche una bocanada de aire fresco, presa de los más contradictorios y tumultuosos pensamientos: «¡Cuidado, es una judía! —se repetía con aire alelado—. ¡Trabaja para el demonio! ¡Te va a hundir, te va a engatusar y jamás podrás liberarte de ella! ¡Será tu perdición!».

«¡Estás loco! —aullaba en su interior otra voz—. ¡Es incomparable! ¡Regalo de Dios o de Satán, eso qué importa, si desde ahora es tuya tal y como querías! ¡Es tuya!… te ama… y tú también, tú la amas…».

«¿Amarla? ¿Ella? ¿Una judía, representante de una raza pusilánime y despreciable? ¡Todavía ayer, tú la execrabas por su orgullo, su menosprecio! ¡La detestabas por la sangre judía que corre por sus venas!».

«¡Sí, pero eso fue ayer! ¡Hoy, es mía. Me ama y, porque me ama, es más que ninguna otra mujer en el mundo! ¡Sí, la amo, la amo!…».

«¡Insensato! Crees que la amas. ¡Simplemente te ha embrujado para salvar su vida! ¡Vamos, domínate, y vuelve a tu residencia! Descansa un poco y mañana verás las cosas de otro modo. ¿Acaso has olvidado que ella debe morir?».

«¿Morir? ¡No, ella no puede morir! ¡No debe morir! ¡Yo la quiero viva, para mí, sólo para mí! ¡Ahora no puedo dejarla morir… todavía no!».

Sin haber conciliado el sueño, agotado, embotado, Anaya emergió de su cama tarde en la mañana.

¿Por qué se habría comprometido fijando el día de su ejecución?, refunfuñó, furioso consigo mismo.

Ahora tenía que encontrar la forma de retractarse. No, era imposible, ella no podía morir al otro día. ¡No, por tu amor, Jesús, mañana no!… ¡Ninguna mujer puede igualarla. Sin ella, seguiría impotente para siempre!…

Atravesando la antecámara para acudir a la gran sala, abordó a Ruiz con un gesto de falsa desenvoltura:

—¿Qué tal van los preparativos? —preguntó enmascarando su fiebre.

—Perfectamente bien, Excelencia. El prior y yo hemos estudiado minuciosamente el desarrollo de la ceremonia. Tanto él, en nombre de la Santa Madre la Iglesia, como yo en representación de las autoridades civiles, estamos al tanto de todo para que sea un espectáculo impresionante. Una doble ejecución no es cosa de todos los días. Más aún, tratándose de dos hermanas… Así, pues, la tribuna se erigirá en el extremo de la Plaza Mayor y cuando la hereje entre en la explanada, se encontrará en seguida frente a sus inquisidores. Una pequeña plataforma ha sido dispuesta en el centro de la plaza. Allí permanecerá la condenada durante la lectura de la sentencia. A su izquierda se levantará la hoguera. Cuando la judía sea conducida por la escalera de San Mateo, a la derecha, la pira estará igualmente frente a ella. ¿No era esa vuestra intención, Excelencia, que la viuda se entere de lo que le espera a su hermana en el mismo momento en que ella también esté a punto de morir?

Anaya asintió sin convicción.

—Entonces nos hemos entendido perfectamente. El patíbulo ha sido erigido en el único lugar lógico posible, frente a la hoguera. La hereje condenada a las llamas y la judía a la horca se verán una a la otra. En tal sentido, se han dado instrucciones para que la multitud no pueda entrar en el centro de la plaza, de forma que el espectáculo sea visible para todos.

—¡Está bien! ¡Por una vez, Ruiz, has hecho un buen trabajo! Con la ayuda de De Toro, supongo… Desgraciadamente, tus esfuerzos han sido quizás un poco prematuros. ¡Da la orden para que mañana antes del alba desmonten el patíbulo! Acaban de informarme que la viuda Villeda padece una extraña y violenta fiebre susceptible de llevársela antes de esta noche.

—¿Es eso verdad, Excelencia? ¿No será más bien otro engaño por su parte? ¡No olvidéis que es una farsante empedernida!

—¡No, es imposible! La han examinado. La enfermedad no es una simulación.

—¡Qué mala suerte! —suspiró Ruiz, desolado—. La gente va a quedar terriblemente decepcionada. Esperaban este espectáculo con tanto ardor…

—Los caminos del Señor son inescrutables… —susurró Anaya, haciéndole eco santurronamente al Hermano Gil—. ¡Sea lo que fuere, ven a verme mañana al rayar el alba!

A todo lo largo del día, Su Excelencia el Corregidor de Villafranca no pudo estarse quieto. Con la sangre hirviéndole de deseo por la judía, el tiempo le pareció una eternidad. A la primera campanada del Ángelus, entró en su cuarto, donde se encerró con la intención de dormir un poco, para luego poder disfrutar mejor de los placeres de la noche. Pero fue en vano. Cuando por fin anocheció fue a ver a Orovida, y le pareció más bella que nunca. Al fulgor de un cabo de vela, sus cabellos dorados y su rostro resplandecían con destellos casi sobrenaturales. ¡Dios, cuán apetecible era! Si en verdad era obra de Satán, entonces no resultaba tan asombroso que el Señor Jesús no hubiera conseguido derrotarlo…

—¿Habéis traído vino? —se limitó a preguntar ella más muerta que viva.

—Sí, mi tierna paloma, mi tórtola, todo el que quieras.

Llenando dos copas con gesto burlón, alzó la suya muy alto: «¡Por nuestro amor!», berreó vaciándola de un tirón, en seguida imitado por Orovida, titubeante.

—¡Por todos los santos del paraíso, tú me has embrujado! —cloqueó con una risa grosera esgrimiendo con gesto obsceno su virilidad renaciente—. ¿Lo ves? ¡Soy un hombre nuevo! Ahora me basta con mirarte, y fíjate…

Entonces se echó otra vez sobre ella, y de nuevo gozó de sus placeres como un condenado. Pero, milagrosamente, para Orovida seguía siendo Jufré quien la poseía, ella sólo lo estrechaba a él contra su corazón, perdidamente. ¡Jamás Anaya poseería su corazón!

—¡De pie, Anaya!

Las palabras restallaron como un látigo en la puerta de la celda bruscamente abierta. Anaya se puso pesadamente de pie:

—¡Ruiz, guarro!

—Pero, Excelencia —se burló cínicamente su adjunto—, yo simplemente venía a enterarme del estado de la prisionera antes de nuestra cita al rayar el alba. Según me parece, era lo menos que podía hacer…

—¡Fuera de aquí, rata de alcantarilla, antes de que te aplaste!

—¡No, Anaya, la farsa ha terminado! ¡Jufré del Águila se me escapó entre los dedos, pero vos no escaparéis! Por lo demás, no he venido solo. Mis fieles milicianos me acompañan. Están armados y sólo esperan una palabra mía para intervenir. Os vigilan de cerca desde hace algún tiempo. Conocéis la ley, Anaya: ¡en tanto que cristiano, tenéis la suerte de poder salir indemne del aprieto, pero no en tanto que representante de la reina! ¡Y ni hablar de echarle tierra al escándalo, de eso podéis estar seguro! A menos que… que lleguemos a un pequeño acuerdo… Al fin y al cabo, el hecho es que personalmente no tengo nada contra vos. ¡No, no es vuestra cabeza lo que quiero, es vuestro puesto! En efecto, tal como lo habéis adivinado quiero sentarme sobre vuestro cojín de terciopelo. ¡Dádmelo por las buenas, delegad en mí vuestros poderes, y podéis estar seguro que me las ingeniaré para hacer que la reina me nombre oficialmente!

—¿Y yo, en qué me convertiré en medio de todo eso?

—Eso le corresponderá a la reina decidirlo. De todas maneras me parece que, con todo lo rata de alcantarilla que yo pueda ser, vuestro futuro será infinitamente más color de rosa si conseguimos solucionar este problema amistosamente.

—¡Que así sea! —rio amargamente Anaya, dominándose para no saltar al cuello de su rival—. ¡Tengo que admitir que no te hubiera creído capaz de semejante maquinación! Pues bien, ya estás satisfecho. ¿Y ahora que has dado prueba de tus aptitudes, la grande y rubia María te dejará meterte de nuevo en su lecho?

Sin hacer caso de la burla, Ruiz no pestañeó limitándose a decir:

—¡Quiero que tan pronto amanezca hayáis dejado la ciudad! Mañana por la mañana, soy yo quien representará a la reina en la tribuna. ¡Y ahora, vamos a redactar vuestra carta de dimisión!

Sonaban las diez de la mañana en los campanarios de Villafranca cuando el pequeño cortejo del auto de fe llegó a la Plaza Mayor. A la cabeza iban dos chavales de lozanas mejillas que se esforzaban, mordiéndose los labios, por mantener bien derechos los enormes cirios encendidos que llevaban. Detrás, de dos en dos, venía un grupo de monjes dominicos con hábitos blancos y embozados en voluminosas capas negras. El último de ellos enarbolaba una gran cruz en la que un Cristo de plata contemplaba indiferente la tragedia perpetrada en su nombre. Luego venía Alegra, flanqueada por los guardias, descalza, con un cirio encendido en la mano, envuelta en el infamante sambenito. En su cabeza, el capirote ritual pintarrajeado con las llamas del infierno. Al entrar en la plaza, no fue la siniestra tribuna situada frente a ella lo que atrajo su mirada, sino la pira con su amontonamiento de haces de leña. Horrorizada, aturdida por los alaridos —«¡muerte a la hereje!»— cada vez más virulentos que brotaban de la muchedumbre, súbitamente se detuvo, forcejeando y resistiéndose violentamente a los empujones de sus custodias. Hicieron falta seis hombres para dominarla y arrastrarla hasta el estrado, donde unas monjas la cogieron y la inmovilizaron.

Con la serenidad de un hombre de fe, el Hermano Gil se levantó y, con un gesto a la vez solemne e imperioso, impuso silencio a la multitud.

—Catalina Nonell —declaró— heos aquí ante nosotros, servidores del Santo Oficio de la Inquisición, dignatarios civiles y religiosos y ciudadanos cristianos de Villafranca, acusada del odioso crimen de herejía. Tras haber aceptado el Santísimo Sacramento y el bautismo, después de haberos beneficiado de los privilegios y garantías concedidas a todos los católicos, habéis usado de vuestro supuesto cristianismo como de una fachada detrás de la cual pensabais poder retornar impunemente a vuestras prácticas judaicas. Además, corrompiendo el corazón de buenos y fieles cristianos, y haciéndoles sufrir vuestra satánica influencia, habéis empujado al mismo crimen a algunos de ellos, socavando así los cimientos de nuestra Santa Fe católica. Exhortada a confesar, habéis permanecido muda y sorda a todas nuestras conminaciones. En consecuencia, Catalina Nonell, ya no podéis salvaros en esta tierra. El Tribunal de la Fe, reunido para deliberar sobre vuestro caso, habiéndoos declarado hereje, os entrega al brazo secular, quien decidirá vuestra suerte. En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que dio su vida para redimir a todos los hombres, pedimos a las autoridades civiles que se muestren misericordiosas y no derramen sangre. Que Dios tenga piedad de vuestra alma y que vuestro ejemplo sirva como última advertencia a todos los herejes de esta ciudad. ¡Es posible que todavía algunos consigan disimular sus pecados a los ojos del hombre, pero que tengan mucho cuidado, porque Dios lo ve todo!

Imperturbable, el inquisidor volvió a sentarse. Ahora le correspondía al magistrado civil dar a conocer su decisión. Y no se hizo esperar:

—Catalina Nonell, nosotros os condenamos a morir en la hoguera en expiación por vuestros crímenes de herejía y traición. ¡Que las llamas que van a devorar vuestro cuerpo, purifiquen vuestra alma procurándole la salvación eterna!

«¡Muerte a la hereje!», bramó la muchedumbre, mientras un cordón de guardias se esforzaba por contener a la gente que quería arrojarse sobre la condenada.

Pero Alegra ben Nahman ya casi no tenía conciencia de lo que la rodeaba. Un solo pensamiento dominaba su mente: ¿cómo iba a soportar el dolor? ¿Cuánto tiempo necesitaría el humo para asfixiarla? ¿Se desmayaría antes de que las llamas la lamieran? ¡Dios de Israel, qué haría para sobrellevar semejante agonía! Pero ya las monjas le quitaban el sambenito, y los guardias la agarraban arrastrándola hacia el poste levantado al pie de la hoguera, donde la ataron fuertemente por los brazos y el cuello. «Si empujo hacia adelante la cabeza, quizás me asfixie con la cuerda…, tuvo tiempo de decirse… ¡Oh, Dios creador de la tierra y del cielo, ten piedad de mí! ¡Concédeme el coraje para estrangularme con esta cuerda antes de que me quemen viva!». Empantanada en un indescriptible pavor, ni siquiera oyó una voz que la exhortaba por última vez a arrepentirse.

«¡Dios del cielo, os lo suplico, haced que la cuerda me estrangule… pronto!…».

Entonces Juan Ruiz se levantó. En su condición de nuevo corregidor de Villafranca, encender la hoguera era su privilegio. Teatralmente, descendió de la tribuna, cogió solemnemente la antorcha que le alargaba un guardia y, mostrándose ufano en el ejercicio de sus nuevas funciones, se dirigió con pasos calculados hacia la hoguera. Un silencio de plomo se abatió sobre el populacho. Juan Ruiz extendió la mano y la primera chispa crepitó en la leña.

En ese preciso instante, la voz del pregonero resonó en la plaza:

«¡Oíd, ciudadanos cristianos de Villafranca, vais a ser testigos de la ejecución de la prostituta judía de Toledo, la viuda Villeda, la más grande incitadora al desenfreno que los virtuosos cristianos de Villafranca hayan jamás conocido! ¡La hereje Nonell y la viuda Villeda nacieron de las mismas entrañas de una maldita judía! ¡Dos hermanas poseídas por el demonio, ambas dedicadas a llevar a los cristianos por el camino de la condenación eterna! ¡Regocijaos, pues, buenas gentes! ¡Toda la maldad será extirpada de sus cuerpos en este día bendito!».

«¡Muerte a los judíos!». «¡Muerte a los herejes!», rugieron al mismo tiempo cientos de bocas cuando Orovida apareció en la Plaza Mayor.

Pero, al igual que su hermana, ella ya no oía nada, apenas el chisporroteo de la hoguera. ¡Ningún sufrimiento le sería dispensado, ni siquiera en el último momento! Al distinguir frente a ella a su hermana martirizada, en un último arranque de arrojo que creía perdido, irguió valientemente la cabeza, como si quisiera trasmitirle ese ímpetu a Alegra, tratando a la vez de sacar de sí misma la fortaleza para afrontar su propia muerte.

Las dos hermanas intercambiaron una última mirada.

Alegra estiró débilmente el cuello para demostrarle a su hermana que había captado su mensaje. Luego, la vida se le fue.

A continuación izaron a Orovida en la horca.

Y quiso la voluntad de Dios que justo antes de que le vendaran los ojos, ella entreviera, abriéndose paso a codazos entre la multitud, al hombre que tanto había esperado.

«… Jufré estaba allí… Jufré venía hacia ella… Ella siempre había sabido que él vendría, que no la abandonaría, aunque fuera tan solo un segundo antes de la eternidad…».

Sus ojos verde mar lloraron de amor y pesar y cólera y compasión al encontrarse con los de Orovida. Ella sabía que era imposible que él le fallase. Y saberlo fue como un rayo de luz inundando la oscuridad que la rodeaba. Ahora ya podía abismarse en sí misma.

Fue él quien retiró su cuerpo del patíbulo, y lo trasladó hasta el cementerio judío, en las afueras del pueblo; fue él quien cavó su tumba junto a la de David. Sus lágrimas caían en la tierra recién removida.

José y Fortuna también estaban allí, preparando el cuerpo, lo mejor que podían. Entonces llegaron Meir Barchillon y Salomón Cohen. Se habían visto obligados a esperar a que el rabioso populacho se dispersara antes de atreverse a salir del barrio judío. No obstante ambos habían venido, espontáneamente, sin avisar.

A doña Orovida Villeda, nacida Benveniste, viuda de don David Villeda de Toledo, la enterraron según el rito judío y se dijeron oraciones junto a su tumba. Se oró también por su hermana. Un judío, aunque hubiera pecado, seguía siendo un judío.

«Misericordioso Dios que moras en el cielo…».

Cuando la ceremonia hubo acabado, Jufré del Águila se inclinó para depositar el talismán en la tumba de Orovida. Pero Fortuna retuvo su mano:

—Quedáoslo —dijo— y velad para que ella siga viviendo en él.